CAPÍTULO XXII

Lori llegó a mediodía a las oficinas de la compañía telefónica. Pero no acudió allí en busca de un abogado en las páginas amarillas. Lo que pidió al empleado que se hallaba detrás del mostrador fue que le proporcionara otras secciones de páginas blancas correspondientes a la lista de abonados del gran Los Ángeles. El complaciente y joven empleado se desvivió por atenderla y le puso delante varios tomos. Fue una buena idea presentarse allí provista de una libreta, porque cuando terminó su búsqueda había tres páginas con todos los Fairmount que figuraban en la lista y sus correspondientes números. Lo malo era que ningún Fairmount se llamaba Priscilla de nombre de pila.

Pero, ya que estaba allí, consideró que podía examinar también otras áreas, como último recurso, y así lo manifestó.

El complaciente joven se llevó los tomos que había sacado y regresó con otros relativos a Orange County y Riverside. Una vez más, Lori revisó las páginas y anotó nombres y números de nuevos Fairmount, aunque seguía sin aparecer el de Priscilla.

La complacencia del joven empleado se convirtió en impaciencia mientras esperaba recoger los tomos de esta segunda búsqueda. Pero a Lori se le ocurrió entonces una nueva posibilidad.

—¿Y si probara con Santa Mónica y las ciudades costeras? —preguntó ella.

El irritado joven del mostrador se alejó con su carga de tomos y reapareció con las páginas blancas del General Telephone. Bolígrafo en mano, Lori reanudó su tarea. Todavía más Fairmount, pero ninguna Priscilla.

Consultó su lista y contó treinta y siete nombres. Y todavía no había revisado las comunidades del norte: Sylmar, Oxnard, Ventura, Palmdale y otros doce lugares más.

El arisco joven del mostrador la miró con aire paciente.

—¿Alguna cosa más, señorita? —dijo.

—No, gracias. Tal vez en otro momento.

Lori metió el bolígrafo y la libreta dentro del bolso y cerró la cremallera. Cuando se alejaba era consciente de que unos ojos hostiles le perforaban la espalda.

Lamentaba que aquel joven se sintiera irritado, pero eso al menos le impidió que dijera «Que usted lo pase bien». Lori era probablemente hipersensible a las frases y palabras vacías y carentes de significado como «¿Qué tal está usted?» y la obligada respuesta de «Muy bien». A los sociólogos del futuro les aguardaban interesantes estudios sobre tales sandeces, del mismo modo que hoy exploraban las cortesías rituales otrora característica de los chinos.

No importa, se dijo Lori. Los actos hablan con más fuerza que las palabras, y al menos había completado algo. El paso siguiente consistiría en sentarse y empezar a revisar nombres y a marcar sus números. Pero en este mismo instante no tenía por qué ponerse a jugar al bingo.

El sol de la tarde reverberaba sobre las ventanillas del coche, y cuando Lori abrió la puerta y se situó detrás del volante fue como si se hubiera metido en un horno microondas. Ni que decir tiene que eso era una imposibilidad material, pues para que así fuera tendría que haber encogido de tamaño de manera drástica.

Bébeme. Eso era lo que decía la etiqueta de la botella que tanto atrajo a Alicia. Pero Alicia no se metió en un horno microondas. En aquellos tiempos no existían esas cosas. De haber existido para el uso general quizá todo habría sido diferente. Si Hansel y Gretel hubieran metido a la bruja en un microondas Engelbert Humperdinck no habría escrito la ópera que le convirtió en un hombre famoso, lo bastante famoso como para que un cantante popular de tiempos posteriores copiara su nombre.

Lori apartó a un lado estas reflexiones ociosas y puso en marcha el aire acondicionado. El aire acondicionado en marcha también la ayudaba a ella a funcionar. Tal vez fuera un buen viaje, después de todo, como había vaticinado aquel joven. A modo de confirmación de tales deseos, encontró un lugar de aparcamiento delante mismo de la oficina inmobiliaria.

Le resultaba extraño encontrar un rótulo tan desconocido en la ventana: Compañía Inmobiliaria Zan. Ella había estado allí con papá, de niña, y solo se había tratado de una visita breve; posiblemente su padre se detendría un instante allí cuando la llevaba a la playa. Lori recordaba solo en parte aquellas ocasiones; de lo que no se acordaba era de haber visto aquel rótulo sobre la ventana. Entonces el rótulo decía Ed Holmes, Corredor de Fincas, escrito en letras doradas. Recordaba muy bien que eso la había impresionado mucho.

—Papá, ¿es oro de verdad?

—Tan bueno como el oro —contestaba él sonriendo.

Lori mantuvo aquella sonrisa al entrar en la oficina inmobiliaria. Era lo único que le quedaba, porque allí no sonreía nadie. No sonreían los agentes vendedores agrupados sobre los teléfonos en los despachos del exterior, ni los que corrían arriba y abajo por los pasillos paralelos que había más allá, ni la diminuta joven que estaba sentada detrás de la mesa de la entrada.

Sus ojillos atisbaban desde detrás de los recios cristales enmarcados por los aros de una artística montura.

—¿En qué puedo ayudarla?

Por lo menos esto era lo que Lori suponía haber oído; resultaba casi imposible oír bien en medio de aquel zumbido de teléfonos, conversaciones y clamores de voces que resonaban desde los pasillos.

Lori elevó también la voz.

—He venido para ver al señor Thomas. Me está esperando.

—Su nombre, por favor.

—Lori Holmes.

—¿Homes?

—Holmes, con l.

La recepcionista asintió con la cabeza pero sus ojillos de botón no dieron la menor muestra de reconocimiento.

—Un momento.

Mientras la recepcionista enviaba el recado a través del intercomunicador de la mesa, Lori ahogó un gesto de extrañeza. De manera que Ed Holmes, Corredor de Fincas había llevado este negocio durante tantos años y ahora nadie se acordaba de su nombre.

Pero aquello era una exageración, por supuesto; lo más probable era que aquella joven llevara poco tiempo en la casa. No obstante, cuando por la puerta de la izquierda del vestíbulo apareció el joven, fornido y vivaz, con chaqueta de franela, su sonrisa de recibimiento fue cordial.

—Soy Thomas, Lynn Thomas —dijo, y sus palabras se elevaron por encima de la barahúnda—. Me alegro de que haya venido. —Girando sobre sus talones, le indicó el camino—. Vayamos a algún sitio donde se pueda hablar.

Lori le siguió por el pasillo del que él había salido. El ruido de las voces surgía de las puertas abiertas que se alineaban a ambos lados del corredor. ¿Eran esos negocios de veras agradables? En tal caso, ¿por qué la gente no sonreía?

Hacia ellos avanzaba impetuoso un hombre barbudo y macizo, embutido dentro de un traje de tres piezas de la talla 48, empuñando con firmeza un libro grande en una mano y una calculadora de bolsillo en la otra. Después de evitar milagrosamente la colisión pasó tan cerca de Lori que ella casi pudo sentir que le cosquilleaban en el cuello los pelos de aquella barba. Emitió algo que parecía un gruñido de disculpa y se introdujo en un cubículo de la derecha, mientras Thomas hacía indicaciones a Lori con la cabeza para que entrara en el despacho contiguo.

El corredor de fincas cerró la puerta tras ella y el alboroto disminuyó hasta tal punto, que su suspiro de alivio resultó audible.

—Así está mejor —dijo—. Aquí, permítame quitar esto para que pueda sentarse. —Thomas levantó un montón de expedientes que había sobre la silla situada ante el escritorio y los depositó en el suelo, junto a la papelera—. Perdone por todo este enredo. Después de hablar con usted por teléfono esta mañana, se han presentado ellos, sin avisar siquiera. Como si buscaran droga.

—¿Quiénes son ellos?

—Los de IRS, los del Erario público.

El acento que dio a sus palabras encerraba una mezcla de amargura y desprecio.

—¿Qué sucede?

—Auditoría general. Muy corteses, muy profesionales, pero están poniendo todo patas arriba. —Volvió a suspirar—. Ese cerdo al que ha visto usted en el pasillo es el peor. Como dijo Jesucristo, no te fíes nunca de un hombre que lleva barba.

Thomas se sentó detrás de la mesa y Lori tomó también asiento al tiempo que decía:

—Esperaba usted que, por lo menos, le avisaran por adelantado.

—Al parecer, lo hicieron. Ese cerdo envió por télex una copia de la carta que mandó al abogado de usted hace dos semanas. —Thomas se detuvo—. Como le dije por teléfono, lamento mucho lo que le ha ocurrido. Por si fuera poco lo de sus padres…

—Gracias…

—Asistí al funeral, pero me pareció que no era el momento adecuado para ponerme en contacto con usted. Desde entonces he comprobado nuestros archivos a fin de confeccionar un informe de cuentas para Ben Rupert. Ahora que él se ha ido, he querido que viera usted lo que habíamos preparado y que lo examinemos juntos.

—Agradezco todo lo que está usted haciendo.

—Simple rutina. Nuestros propios auditores estaban emplazados para venir a final de mes, de todos modos. Rupert me había pedido que tuviera preparada una memoria para ellos. Pero cómo se le pudo olvidar anunciarnos que iban a venir los del IRS. ¿Le mencionó a usted algo en este sentido?

—Ni una palabra. Lo único que me dijo fue que se encargaría de tener preparada la información necesaria para cuando la herencia fuera sometida a prueba. Pero si tiene usted disponible esa declaración de cuentas…

—Me temo que no. —El agente sacudió la cabeza—. La tenía cuando la llamé a usted. Pero luego ha entrado a saco ese gordinflón con su cuadrilla. Lo primero que ha pedido han sido las cuentas de dinero en efectivo correspondientes a la propiedad de su padre, así como su contrato de compra. Yo le he dicho que se evitaría un montón de trabajo y molestias echando un vistazo a lo que ya teníamos preparado. Se ha hecho cargo de todo, pero ha continuado realizando el trabajo de rutina. Cuando le he telefoneado a usted para decirle lo que había sucedido, ya no he obtenido respuesta.

—He salido de casa temprano —dijo Lori—. Tenía mucho que hacer.

—Siento que haya venido hasta aquí en balde. Esos payasos lo han recogido todo antes de que pudiera sacar fotocopias. Pero si intentan llevárselo insistiré para que antes me dejen sacar copia de todo. En cualquier caso, a principios de la semana próxima podrá usted verlo. Bajo tales circunstancias, seguramente querrá usted que lo mire su abogado.

—No tengo abogado.

—Entonces será mejor que se busque uno antes de seguir con todo esto adelante. Estos días es probable que tenga que vérselas con los de los impuestos. Y también con la Policía…

—¿Con la Policía?

El joven afirmó con la cabeza.

—Olvidaba decírselo. El teniente Metz ha estado aquí haciendo preguntas. Le ha sorprendido que no acudiera usted a él. Se ha marchado poco antes de que usted llegara.

Lori sintió que se le resecaba la boca.

—¿Qué quería saber?

—Persigue lo mismo que los del Erario. Ha estado investigando en la oficina de Ben Rupert y no ha podido localizar los archivos referentes a su padre. Yo le he explicado lo que estaba sucediendo aquí y me ha dicho que le notificara el hecho cuando hubieran terminado los del IRS. Esto no nos dice gran cosa, pero alguna razón existirá. Es suficiente para que se busque usted un abogado. Por si acaso.

—¿Me sugiere alguno?

—Yo le recomendaría a Marvin Esterhazy. Es el que me representa desde hace algunos años. Una vez ante una reclamación del seguro y otra a causa de una disputa de propiedad. En ambos casos se aportaron las pruebas necesarias y no fue preciso acudir a los tribunales. Se lo recomiendo.

—¿Tiene a mano su número de teléfono?

—Sí, pero sería inútil llamarle ahora. Yo he tratado de ponerme en contacto con él esta mañana cuando han llegado los del fisco, pero me han informado desde su oficina de que se había ido a Springs. Regresa el lunes. Si quiere, puedo pedirle que se ponga en contacto con usted.

—Muy amable por su parte.

—No hay problema. —Thomas, sonriendo, la acompañó hasta la puerta—. Pero procure no tener complicaciones hasta el lunes por la mañana.