CAPÍTULO XIII

Lori dejó su coche bajo el cuidado del encargado del aparcamiento de Bedford. En Beverly Hills las tarifas del aparcamiento eran irracionales, pero allí nada era racional.

Ella ya había probado las costumbres locales cuando intentó cruzar una intersección de seis vías, a una manzana de distancia al sur del Beverly Hills Hotel. Allí no había luces de tráfico y los coches afluían de media docena de puntos diferentes; unos esperaban pacientemente su turno, pero otros apenas reducían su marcha o se pegaban a la zaga del que iba delante sin la menor intención de parar. Todo lo que uno podía desear era que los otros conductores no fueran abusones, o jóvenes abogados impulsivos, o ambas cosas. También constituían malas noticias los casos de fiebre de potentes radios estereofónicas instaladas en coches descapotables, o los tipos de terceras esposas jóvenes al volante de un Mercedes o un Porsche. Cuando Lori se detuvo obediente ante una señal de stop, una de esas jóvenes damas —que probablemente regresaba con prisas a casa después de copiosas consumiciones líquidas en el club de polo— la adelantó en medio de un estridente chirrido de neumáticos y desde el carril de la izquierda le espetó la frase. ¿Es que no sabes conducir? Durante el acelerón, Lori recordó lo que se supone que hay que hacer en estos casos. De modo que ejecutó el clásico gesto de levantar el dedo. Basta de cortesías en la carretera.

La cortesía peatonal no era mucho mejor. Aparte de algunos practicantes de jogging que practicaban su deporte a lo largo del límite norte de Santa Mónica Boulevard esta actividad quedaba confinada a la zona comercial de más allá. Allí, en Berford había una reconocida preponderancia de pacientes que iban o venían de la consulta de su médico. Los de edades jóvenes caminaban igual que conducían: entraban corriendo porque tenían prisa y salían corriendo por la misma razón. Solo las personas mayores andaban al ritmo que marcaban los tambores de la mutua social Medicare.

Lori se percató de que en ambos casos las mujeres sobrepasaban a los hombres en proporción de cinco a uno. ¿Cuántos de aquellos pacientes irían a visitarse por un psiquiatra? Las mujeres eran más propensas a acudir al psiquiatra que los hombres. A lo mejor, iban todas a ver al psiquiatra.

¿Y respecto a ella? ¿A qué venía esa actitud negativa de empeñarse en juzgar a los inofensivos transeúntes?

Ya era hora de empezar a ver las cosas por su lado bueno. En esta soleada tarde, sus temores nocturnos parecían buscados por los pelos. Si sus conjeturas eran correctas y el doctor Justin le había hablado a Russ de los sueños, aquello era escasa prueba de una teoría de conspiración paranoica. Ni que decir tiene que ambos estaban interesados en su bienestar, y bajo tales circunstancias sus recelos no tenían sentido.

Cuando hubo penetrado en el vestíbulo del edificio y una vez metida en el ascensor en esta ocasión vacío que la llevaba al tercer piso, Lori pescó en su bolso el pequeño estuche de maquillaje y levantó la tapa para un retoque de última hora. Lo que vio en el espejito la tranquilizó. Tenía buen aspecto. Tenía buen aspecto y se sentía bien, lo bastante bien para darse cuenta de que probablemente el doctor Justin tenía razón al sugerirle que acudiera a aquella cita. Puede que ello no le ayude, pero ciertamente no la perjudicará.

Lo único que la dañaba era la necesidad. Cuando se ponía el sol, su ánimo volvía a oscurecerse, y era entonces cuando la necesidad se hacía mayor: la necesidad de no estar sola. Pero su gente se había ido, Nadia Hope también se había ido, y Russ estaba lejos.

Lori, sola, salió del ascensor al desierto vestíbulo y al fondo a la izquierda del corredor, encontró la puerta que estaba buscando. Cuando tuvo acceso a la pequeña sala de espera recubierta de cuarterones oscuros, se vio ante una fila de sillas vacías que se alineaban en la pared de la izquierda. Tras los cristales del cubículo que tenía a la derecha no vio señales de ningún recepcionista. Se quedó sola de pie, entre sombras y silencio, aunque no por mucho tiempo. En seguida se abrió la puerta del fondo y apareció un hombre gris.

—¿Señorita Holmes? Soy el doctor Leverett. ¿Quiere pasar?

El doctor se dio media vuelta y ella le fue siguiendo hasta la soleada y espaciosa estancia que había al otro lado de la puerta. Lori hizo un rápido inventario: recias alfombras verdes, dos paredes llenas de estanterías repletas de libros, una exhibición de diplomas enmarcados en la tercera pared detrás del escritorio, orlada con estampas florales de colores vivos. Delante del escritorio había solo un sillón de mullido respaldo y asiento, cuyo tapizado de colores hacía juego con la pared.

El único que no hacía juego allí era el doctor. Su traje era gris, su cabello era gris y sus ojos también eran grises. Hasta su voz expresaba una monotonía gris.

—Tome asiento y póngase cómoda.

Lori asintió con la cabeza y ocupó el sillón. Aunque su mullido respaldo ofrecía la tentadora invitación de apoyar la espalda, ella se quedó inclinada hacia delante con las manos asidas a su bolso. Mientras los ojos grises vigilaban, la voz gris murmuro:

—Perdone mi figura retórica. Si la gente pudiera encontrar comodidad con solo sentarse en una silla, mi negocio se iría a pique.

Acto seguido el doctor Leverett se puso a sonreír y dejó de parecer tan gris.

Lori descubrió por vez primera el dibujo listado, casi imperceptible, de su traje, las hebras de cabello más oscuro sobre sus sienes y el reflejo del color de sus pupilas. Tal vez el gris exterior fuese una coloración protectora como la pardusca neutralidad de su sala de espera.

¿Pero desde cuándo Lori se había convertido en una psiquiatra? Este trabajo le correspondía a él, no a ella. Que el doctor Leverett hiciera juego o no con la estancia no importaba; lo que importaba era lo que ella estaba haciendo aquí.

El doctor asintió con la cabeza, como si mostrara agradecimiento por lo que ella acababa de pensar.

—Una torpe situación, ¿no? Pero usted ha tenido suerte.

—¿Por qué?

—Porque mi enfermera tiene cita con el dentista y usted no tendrá que rellenar los fastidiosos impresos de costumbre. Tampoco necesita que se le haga un chequeo físico ni el electroencefalograma preliminar. El doctor Justin me ha enviado copia de todo ello.

Leverett echó mano a un expediente que había a su derecha sobre el escritorio y lo abrió mientras seguía hablando.

—Entre lo que tengo aquí y lo que me decía su padre, creo conocer ya algo de su pasado.

Lori se inclinó más hacia delante acariciando su bolso.

—¿Por qué le visitaba a usted mi padre?

—Para que no lo hiciera su madre.

—Eso no es una respuesta.

—Tiene usted razón. Es una evasiva. —Leverett hizo una profunda inspiración de aire—. No hay razón para que no sepa usted la verdad. Ahora que los dos se han ido no hay ningún inconveniente en violar el secreto confidencial. A juzgar por lo que me dijo su padre, era obvio casi desde el principio que el origen de su problema básico era su madre. Ella, negándose a reconocer la realidad de su situación, lo había descargado todo sobre los hombros de su padre; problemas, responsabilidades… En otras palabras: un camino difícil. Él sabía que antes o después habría de enfrentarse a la dura decisión de abandonar la casa y llevarla donde estuviera bien atendida. Tampoco su padre se encontraba sobrado de salud, pero procuraba ir tirando, al menos hasta que usted volviera a casa. Me consta que él intentó decirle a usted todo esto, y ello habría sido de gran utilidad.

—¿Qué dijo él? Sobre mí, quiero decir.

—La quería mucho.

—¿Eso es todo?

—Eso es mucho. —Sus miradas se encontraron—. De un modo u otro, la mayoría de las personas a las que conozco sufren de falta de cariño, ya sea en el pasado o en el presente. Usted puede agradecer el no hallarse en semejante situación.

Lori rompió el contacto de su mirada, obligándose a aflojar la presión que ejercía con las manos sobre su bolso. Pero no se reclinó hacia atrás.

—A juzgar por todo lo que ha descubierto, ¿cuál es su veredicto? ¿Cree que estoy mentalmente enferma?

Leverett se echó hacia atrás negando con la cabeza.

—Nosotros ya no empleamos ese término. En la actualidad lo llamamos desórdenes de personalidad o conducta obsesivocompulsiva.

—Deduzco que está usted siendo sarcástico.

—Lo que soy es realista. La verdad es que el cambio de etiquetas puede ayudar a preservar los sentimientos, pero ello no resuelve nada. —Ojeó con un rápido movimiento del pulgar los papeles del expediente que tenía en la mano—. Sus propios conocimientos de filología y lingüística le confirmarán esto.

—Las etiquetas son convenientes para las personas de limitado vocabulario. Con la jerga y las palabrotas que oyen por televisión quedan satisfechas.

—¿Y qué culpa tienen ellas? —Leverett levantó la mirada de los documentos—. Nuestra lengua no resulta tan fácil de comprender. ¿Qué se puede hacer con un idioma en el que aventolera, pongamos por caso, significa lo mismo golpe de viento, que vanidad, o jactancia?

El doctor se echó a reír al terminar sus palabras, y Lori se puso a sonreír también, dejándose caer hacia atrás. Leverett recuperó la seriedad.

—Pero las palabras son algo más que simples etiquetas. Son armas de defensa y ataque, los ropajes que aíslan nuestros pensamientos, las máscaras tras las que nos ocultamos. Lo que cuenta es encontrar su significado. —Apartó a un lado los documentos—. Bueno, este es mi problema. Hablemos ahora del suyo. Por ejemplo, de esos sueños que menciona el doctor Justin.

Lori sacudió la cabeza.

—No son más que pesadillas. Con lo sucedido, más todos estos sedantes, me parece natural.

—Admitido. —Leverett hablaba despacio—. Eso explica la causa, pero no el contenido. ¿Por qué tuvo usted esos sueños precisamente y no otros?

Lori se irguió.

—Por favor. Yo no estoy aquí para que me echen la buena ventura.

—¿Está segura de ello?

Esta vez, la sonrisa del doctor no fue secundada.

—Yo no estoy segura de nada —dijo Lori—. Lo que necesito son respuestas, no preguntas.

—Pero si ya tiene las respuestas.

—¿Quién se esconde ahora detrás de las palabras?

—Espero que ninguno de los dos. Ambos estamos de acuerdo en que el lenguaje no siempre es un método claro de comunicación. Y los sueños, en cierto modo, son similares al lenguaje, aunque por lo general se centran más en las imágenes que en el contenido oral. Pero, básicamente, cuando uno sueña, en realidad está hablando consigo mismo. El único problema que subsiste es el de comprensión. Su resolución no tiene nada que ver con las adivinaciones o con el proceder seudofreudiano; nada de divanes ni de regresión hipnótica. Solo la abierta discusión. Las ideas que yo suscite las trataremos juntos, pero le prometo no intentar siquiera imponerles mis opiniones.

Se quedó esperando la respuesta, pero al ver que Lori no decía nada continuó.

—Permítame ayudarla. Para eso estamos aquí los dos.

Alégrate, Lori. Te está diciendo la verdad. ¿Lo harás?

Hizo cuanto pudo.

Al principio, en una mirada retrospectiva hacia lo que ocurriera en el funeral, Lori tuvo dificultades para recordar los detalles. Pero el doctor Leverett estaba allí para ayudarla y sus preguntas tenían sentido. También sus respuestas tenían sentido y facilitaron la comunicación con ella, y a medida que fue pasando el tiempo el estado de ansiedad fue abandonando a Lori.

Y siguió transcurriendo el tiempo. Hacia la mitad de la entrevista, ella vio cómo el doctor Leverett encendía la lámpara de mesa que había en su escritorio; más tarde, echó una ojeada a la ventana y al rectángulo de luz que había más allá. En aquel momento consultó su reloj.

—¿Se da cuenta de que son casi las siete? —preguntó Lori—. Siempre imaginé que estas sesiones no duraban más de una hora.

Leverett sacudió la cabeza.

—Es el tiempo que usted necesitaba para decir lo que quería.

—Sí, pero siento…

—¿Eso es todo? Deténgase a pensarlo, Lori.

Ella se sonrió.

—Tiene razón. Solo quería ser educada. En realidad me alegro de que me haya permitido desahogarme con usted. Y se lo agradezco.

—Basta con que se alegre. Eso quiere decir que no hemos estado perdiendo el tiempo. —El doctor se levantó, cerrando su libreta—. Y recuerde lo que le he dicho.

—No se preocupe. Lo haré.

Y en su viaje de regreso a casa, Lori mantuvo su palabra.