CAPÍTULO VII

Nadia Hope contemplaba cómo se alejaba Lori en su coche; sabía que jamás volvería a reunirse con ella.

Su primer impulso fue tocar la bocina, pero comprendió que eso no tenía sentido, y que seguir el coche de Lori tampoco serviría de nada. ¿Qué objeto había en correr detrás de la muchacha a menos que pudiera ofrecerle algo más que un argumento vacío? Lori no creía en ella, y en esos momentos tampoco Nadia estaba muy segura de creer en sí misma.

Suspiró profundamente, contemplando la botella de whisky que descansaba sobre su regazo. Una botella-bebé, eso es lo que tú eres. ¿O era Lori el único bebé que había aquí?

Nadia se agitó en su asiento. ¿De dónde le venía este pensamiento y cuál se suponía que era su significado? Ella no lo sabía; como tampoco sabía el origen de su convicción de que ya no haría jamás contacto con Lori.

La gente que acudía a ella en busca de ayuda decía siempre lo mismo: qué maravilloso era tener poderes psíquicos y conocer todas las respuestas. Pero la verdad era que ella no tenía ninguna respuesta, porque lo único que hacían los poderes era plantear preguntas. Dos grandes preguntas: de dónde procedían los mensajes y qué significaban.

El sincerarse con Lori en cuanto al origen de las impresiones no había dado resultado; no lo había dado porque ni la propia Nadia conocía su origen. Y la obtención del significado dependía de la interpretación. El hecho de percibir que ya no vería más a Lori no significaba necesariamente que la muchacha fuera a morir. Tan solo podía negarse a contestar a las llamadas o a celebrar otro encuentro; tal vez el miedo la hubiera obligado a huir. Nadia había detectado su pánico y conocía las causas; el miedo a la muerte rodeaba a Lori de una negra aura de terror. Pero esto podía ser una reacción excesiva ante el destino de sus padres, más que un temor a su propia muerte.

Reacción excesiva. Muerte. Nadia meneó la cabeza y suspiró. ¡Jesús, déjate de esto, niña! Déjate de palabras fantásticas y ve, al fondo del asunto. El emplear palabras de dos dólares era precisamente esconder la verdad que había tras ellas. Y a propósito, ¿qué tenía que ver con Jesús una princesa judía? ¿Y por qué se había llamado niña? Ella era una mujer adulta y había venido aquí a descubrir la verdad, no a encubrirla.

¿Pero cómo?

La respuesta descansaba en su regazo; la arqueó hacia sus labios, quitó el corcho de la botella y bebió. Un latigazo para calmar los nervios de una señora que no podía controlar ni entender las fuerzas que la poseían; a continuación un segundo latigazo para combatir la fatiga.

Nadia tapó la botella y la volvió a poner en la guantera. Era el momento de salir de allí, de irse a casa, de agarrar el sueño. Tenía que reconocer que esa noche había fallado, pero no se podía ganar siempre. No había podido solucionar los problemas de Lori y sus padres no le prestarían ayuda. Que los muertos entierren a los muertos.

Sacó las llaves del coche. Sobre el tintineo resonaba la frase. Que los muertos entierren a los muertos.

Percepción o ilusión, fuerza o farsa; la muda invocación surgió, más fuerte y más urgente que antes. ¿Sería acaso el efecto que habían producido los dos latigazos en su estómago vacío?

No importaba la respuesta. Lo que importaba era el mensaje, un mensaje en la voz silenciosa de un hombre al que no lograba identificar.

Está aquí. Tienes que encontrarlo. Ahora.

Sin haber tenido tiempo de darse cuenta de lo que estaba haciendo, Nadia abrió la puerta del coche y se apeó. La acera estaba dura, el césped era blando, las cenizas, situadas más allá, ásperas.

Ella no sabía a dónde iba, pero la voz sí lo sabía y la fue guiando. De nuevo se halló entre las ruinas del salón, contemplando lo que quedaba de la chimenea.

De manera instantánea, tras sus ojos centellearon las impresiones. De una súbita llamarada surgió un fogón, una silla de ruedas tumbada tras el velo de humo. Nada se percibía con claridad; las imágenes estaban distorsionadas por la ira, fragmentadas por el temor.

¿Qué ira? ¿Qué temor? ¿De quién eran la ira y el temor? Nadia trató de enfocar sus orígenes, pero ahora se formaba otra silueta en la mancha cegadora; era una silueta congelada de terror por la visión de un objeto pequeño que yacía ante ella. ¿Cómo una cosa tan pequeña poseía el poder de fragmentar una mente humana?

¿O se trataba de una fragmentación física más que psíquica? La silueta cayó de bruces sobre un remolino de humo. ¿Qué había sucedido?

Entonces comprendió que no importaba la respuesta. Lo que importaba era lo que había sucedido allí, en la otra parte de la habitación donde fuera destruida la mesa escritorio y donde había quedado parcialmente consumido el mueble bar.

Nadia permaneció de pie ante lo que quedaba de la estructura del mueble, mientras en la oscuridad se elevaba un fuerte hedor de madera quemada. Se había olvidado de usar la linterna. ¿Cómo había podido llegar hasta allí sin romperse la crisma?

Sacó del bolsillo la linterna, la encendió y dirigió el haz de luz sobre los pedazos de cristal y los estantes rotos que había detrás. Mientras hacía esto, otra cosa fulguraba pero era captada por los ojos de su mente. De pronto, apareció otro fulgor. Era un objeto alargado, casi plano, de superficie metálica abigarrada, puesto dentro del mueble.

Entonces se desvaneció la imagen y el mueble quedó vacío.

Un viento helado sacudió las cenizas y azotó sus oídos. Pero las voces mezcladas con el viento salían del interior del mueble. Entonces su propia voz anuló a las otras. Era la voz de la razón. Borracha. Estás ebria, niña.

No tanto. Era la otra voz, la del hombre, contradiciendo a la de ella. No estás borracha. Lo que has visto es real. Búscalo.

Frunciendo el entrecejo, Nadia se arrodilló junto a la base del mueble bar, palpando con su mano derecha en la oquedad, presionando su techo y paredes y emergiendo para aspirar un poco de aire. La voz llegaba apremiante y rápida, insistente. ¡Es aquí! ¡Por amor de Dios, búscalo!

Una vez más palpó con la palma de la mano sobre el fondo del estante inferior hasta dar con la superficie sólida de atrás.

Se oyó un golpe seco y de repente se dobló hacia afuera la tabla que había bajo su mano, descubriendo una ligera oquedad.

Las palabras del hombre se elevaron en un grito silencioso. Sí. ¡Tira de ella!

¡No!

La propia voz interior de Nadia gritaba ahora.

No lo toques, ¿me oyes? Márchate, márchate ahora mismo, no lo toques, no, no, no…

Pero Nadia ya lo estaba tocando, sacando la pesada y pequeña caja metálica del interior de la oquedad. Era casi como sacar la caja de caudales privada del sótano de un Banco. Pero los Bancos son lugares tranquilos donde los clientes muestran su reverencia por el dinero, hablando en tono sosegado. Nadie grita en un Banco.

Y ahora, en la cabeza de Nadia, alguien estaba gritando. No, no… devuélvela…

Nadia dejó caer la caja. Al hacer esto inundó su rostro una aureola de luz. Se acurrucó con ademán frenético contra las cenizas que cubrían la base del muro que había tras el mueble caído de un costado.

En la calle, un coche a marcha lenta enfocaba sus faros hacia las ruinas. ¿Sería algún coche patrulla de vigilancia de aquella vecindad? ¿La habría visto alguien merodeando por allí?

¿Y si la hubiera visto alguien y se presentara, cómo iba ella a explicar su presencia allí, a medianoche, con una caja de caudales robada en su poder? ¿Qué podía decir acerca de unos incesantes gritos que solo ella podía escuchar?

Nadia llenó de aire sus pulmones de tanto aire, que estuvieron a punto de estallar y no los vació hasta que un sudor frío bañó su frente y desaparecieron los rayos de luz. Luego alzó la cabeza y estuvo oteando el arcén hasta que el coche hubo doblado la esquina de una calle inmediata.

Incorporándose expulsó todo el aire en un suspiro de alivio; un suspiro sumergido en el demente clamor de su voz interior.

¡Devuelve la caja! ¡Devuélvela y vete de aquí!

Sí, era el momento de irse, eso lo sabía ella muy bien. Pero la caja era otra cuestión. Su descubrimiento era importante no solo para ella sino para aquella pobre muchacha que se movía en una aura de pena y de muerte. Esta caja es un peligro. Dentro está la muerte. ¡Devuélvela! La voz ahora se desgañitaba, pidiendo, exigiendo. Nadia se detuvo, apretó las mandíbulas y luego sacudió la cabeza.

Al diablo las voces interiores. Toma tu propia decisión. Obra como el sentido común te dicte.

Nadia se agachó, recogió la caja metálica y acto seguido, traspasando un hueco que había en la base del muro, echó a andar sobre el césped en dirección a la acera.

No, devuelve la caja. Te lo advierto…

Este grito la fue persiguiendo hasta que llegó a la furgoneta. Dio un portazo al entrar, pero no pudo acallar sus amenazas, que sobresalían por encima del ruido del motor cuando el coche empezó a correr.

Devuélvela, devuélvela…

Nadia deseaba ponerse las manos contra sus oídos, pero de nada le serviría, pues eran voces interiores. La única forma de enmudecerlas consistía en obedecer, en dar media vuelta para devolver la maldita caja. Luego la voz se alejaría y ella quedaría por completo liberada. Era todo tan simple, tan fácil.

Y tan erróneo.

Para la mayoría de la gente, escuchar voces significa que estás loco. Pero ella era una sensitiva. El tener conciencia de ello era lo que la había mantenido esos últimos días, lo que le daba fuerzas para aceptar el riesgo que estaba corriendo esa noche. Si no creía en ella misma era que estaba loca.

Pero no le bastaba con creer en ella. Necesitaba tener pruebas, la prueba que tenía ahora dentro de la caja.

Eso parecía ridículo. Pero a veces solo lo ridículo tenía sentido.

Eso al menos tenía más sentido que prestar atención al mandato de una voz interior. Devolver la caja al lugar de su escondite significaba enterrar la prueba para siempre. Entonces nadie conocería la verdad.

Pero ¿qué era la verdad?

Nadia no lo sabía, pero deseaba descubrirla. Necesitaba llevar la caja a Lori, hacer que ella la abriese. Tal vez tuviera una llave; si no la tenía romperían la cerradura, forzarían la tapa, revelarían su secreto interior.

El secreto es la muerte.

Ahora no había gritos ni estridencias en la voz. Las palabras eran apenas un susurro, pero contenían una pasmosa convicción.

Muerte. La caja contiene muerte.

Nadia lanzó una mirada a la caja de caudales que descansaba en el asiento de su derecha. Por un instante se le ocurrió pensar si alguien habría colocado dentro algún dispositivo capaz de hacer explosión cuando abrieran la tapa. Pero evidentemente no existían motivos para depositar un arma tan mortífera en un hogar suburbano. Por otra parte, los padres de Lori no eran unos terroristas. Tenía que haber otra explicación del hecho de que estuviera escondida en el compartimento secreto del mueble bar. ¿Sería un escondrijo de droga o tal vez dinero robado?

Frunció el rostro ante este pensamiento, ante ella misma. Bajo circunstancias normales —o paranormales, para hablar con exactitud—, ella habría captado vibraciones que podrían orientarla en cuanto al contenido de la caja. Pero no le llegaba nada específico. La única forma de saber la respuesta era acercarse al apartamento de Lori, a diez minutos de distancia, si el tráfico estaba bien.

Lo que necesitaba ahora era aclarar su cabeza. La voz parecía haber descendido a un murmullo, pero, en cierto modo, le resultaba peor que un grito.

Vuelve. Vuelve antes de que sea demasiado tarde…

Nadia hizo una mueca, dándose cuenta de repente de que se le partía la cabeza de dolor. O se le partía la cabeza o la mente, pues ahora sentía además una segunda voz. Era la voz de un hombre enviando un mensaje propio.

No, continúa. ¡Debes continuar!

Los mandatos contradictorios se combinaban en una intensidad subsónica, obligándola a echar mano del tablero de instrumentos y conectar rápidamente la radio para ahogar ambas voces en los estampidos de una música rock.

Vibraban las guitarras, resonaban las trompetas y una cantante vocalizaba en un gemido alto y claro.

¡Devuélvelo, niño, devuélvelo!

¡No esperes, te estoy advirtiendo!

¡No lo dudes!

¡Devuélvelo antes de que sea demasiado tarde!

Nadia apagó la radio y desapareció la voz. ¿O no había habido ninguna voz? Ahora todo era silencio. Parpadeó para aclarar su visión, los ojos clavados ante sí. Estaba oscuro, más oscuro que antes. Hasta los faros parecían extrañamente oscurecidos.

Sabía hacia dónde iba; o creía saberlo. Dentro de pocos minutos llegaría al cruce que daba al apartamento de Lori. Lo único que tenía que hacer era continuar hacia delante. ¿Pero por qué se habrían oscurecido las luces? Era como conducir a través de un túnel.

Hasta las luces callejeras se habían sumido en la sombra. Las sombras surgían por doquier; sombras de árboles, sombra de edificios. Pero los árboles y los edificios tenían raíces y cimientos. Ellos no se movían, no se agrupaban entre sí haciendo que la calle se convirtiera en un pasadizo estrecho.

Visión de túnel.

Nadia pisó a fondo el acelerador, cruzando a toda velocidad las sombras hacia la punta de alfiler luminosa que aún se divisaba al frente. Pero, encogida ante el volante, se dio cuenta de que no había obedecido a la voz, de que esta tenía razón y que era demasiado tarde.

Una explosión sonora impulsó su cabeza hacia arriba. Luego llegó un chillido y ella lo repitió en el momento en que la furgoneta paraba en seco.

Cuando se le hubo aclarado la visión, se encontró con que estaba en una arteria urbana normalmente iluminada, pero mirando en dirección contraria a la del tráfico.

A escasos pies de distancia, delante de ella había un camión pesado que tuvo que desviarse hacia el bordillo de la acera para no chocar. Su conductor asomó la cabeza por la ventanilla y profirió la retórica pregunta.

—¡Bastarda hija de perra! ¿Quieres matarte?

Nadia, sin hacer caso de aquellos insultos, giró hacia la derecha, pero el conductor del camión siguió increpándola.

—Santo Dios, ¿por qué no miras por dónde vas? ¿Qué te pasa, estás borracha o qué?

Nadia no contestó. Ahora veía con claridad y sabía por dónde iba. Tampoco estaba borracha, a pesar de lo que pensara aquel gorila.

Aceleró el coche y volvió a tomar el camino de la realidad. Llegó al cruce y giró por la calle lateral justamente a tres manzanas del apartamento de Lori.

De pronto, empezó a sentir frío. Quiso apagar el aire acondicionado, pero, para su sorpresa, comprobó que no estaba funcionando. El frío debía entrar por la ventanilla de su lado.

Subió el cristal, pero continuaba el frío. Se le había puesto carne de gallina. Entonces se inclinó para encender la calefacción pero la palanca no se movió. Mientras la manipulaba, notó que tenía las manos heladas. Lo mismo le pasaba en los pies, y el frío se apoderaba de todo su cuerpo; incluso tenía el cerebro helado y muerto.

Estaba excesivamente cansada, ese era el problema. Demasiado cansada para conducir de aquella forma. Quedaba sumida en el frío y se entregaba a él, deseosa de dormir. Era una princesa judía hecha de nieve y necesitaba dormir porque estaba muy cansada, sumamente cansada…

¡Nooo!

Esta palabra, en cierto modo se abrió paso entre sus labios entumecidos, alimentada por una débil llama que salía vacilante desde lo más profundo de su interior. Nadia vio cómo la llama iba creciendo, alimentada por la furia, y cuando creció su ira disminuyó el frío.

Aquello no era real, ella no era una princesa de nieve. Estaba cansada, sí, pero esto no la detendría. Solo le quedaban dos manzanas por recorrer. Su pie oprimió el pedal del acelerador, sacando energía de su determinación.

Y el motor se detuvo.

Una vez el motor parado, fue a detenerse de un topetazo contra la acera. Nadia pisó con fuerza el acelerador, pero no hubo respuesta. El tablero de instrumentos se oscureció y se apagaron los faros.

¿Problemas de batería? Fuera cual fuere, ello no la impediría recorrer a pie las dos manzanas que faltaban.

Sintió que volvía el frío. Y cuando puso la mano sobre la caja de caudales que había al lado de su asiento tuvo la sensación de tocar un bloque de hielo.

¿Por qué aquel repentino y brusco descenso de la temperatura? Esto era lo que decían los buscadores de fantasmas cuando se encontraban con un espíritu en una casa encantada. Pero ella no estaba buscando fantasmas ni su furgoneta estaba encantada.

¿O sí lo estaba?

Con una batería muerta podía contender, pero los espíritus de los muertos era otra cuestión. Ella no había tenido nunca razones para creer en fantasmas o en sus poderes, y este no era el momento para tales asuntos. Lo que sí creía era que había escuchado voces, que había estado a punto de matarse en un raro accidente, que el motor se había parado y que la superficie metálica de la caja que tenía debajo de su mano estaba cubierta de una capa de escarcha.

Pasándose la lengua por sus labios resecos, Nadia recordó que en la guantera había una botella de whisky. Solo quedaba en ella un trago, pero bien sabía Dios lo mucho que lo necesitaba ahora.

Extendió sus dedos sobre la guantera en una misión de socorro. La botella aparecía fría al tacto; vio que la pulgada de líquido ambarino que quedaba dentro había adquirido un color más pálido. Y al agitarla, su contenido permaneció inmóvil.

¿Cómo se explicaba esto? El alcohol no se helaba ni siquiera a una temperatura inferior a la normal. Pero nada aquí era normal y ella tenía que salir del trance.

Metiendo de nuevo la botella en la guantera, Nadia se volvió y quiso abrir la puerta de su lado. Lo intentó, pero la cerradura ni siquiera se movía.

Después de manipular sobre el tirador con los dedos medio congelados, comprendió que no servía de nada. Cualesquiera que fuesen las causas del frío, el propio coche estaba a merced de aquel. Estaban agarrotadas las ventanillas de ambos lados y por más que aporreó con los puños el cristal inastillable, no obtuvo ningún resultado. El palacio helado era ahora una prisión helada.

Jadeante a causa de tanto ejercicio, Nadia sentía que el frío le congelaba los pulmones. Su cuerpo era presa de espasmos y estremecimientos debajo del mono que le cubría.

Sangre fría. Hasta ahora solo había sido una frase vacua, pero a medida que la temperatura de su cuerpo iba bajando entendía bien su significado. Así era como ella podía morir aquí, atrapada dentro de esta cámara frigorífica.

La mano de Nadia golpeaba con rabia la tapa de la caja de caudales. Se preguntó cuánta resistencia ofrecería.

Sus dedos quedaron lacerados de dolor cuando agarrando la caja por sus fríos lados metálicos la alzó y golpeó con ella el cristal de la ventanilla izquierda.

El impacto lanzó una oleada de excitación sobre los músculos de su hombro y brazo derechos, pero el cristal de la ventanilla continuó intacto. Jadeando, repitió el golpe dos veces, mas sin producir otro daño que el que sufría ella misma.

Aunque le hubieran quedado fuerzas para ello, no tenía sentido continuar golpeando la ventanilla. Nadia se volvió y dejó caer la caja a su derecha que rebotó sobre el asiento y luego resbaló hasta caer contra el tirador de la puerta.

El tirador produjo un ruido seco al moverse. Nadia vio que la puerta de la derecha empezaba a abrirse.

Este hecho le resultó tan gratificante que no sabía si reír o llorar. No hizo ni una cosa ni otra, sino que se deslizó sobre el asiento, levantó en vilo la caja y se puso a caminar con ella calle adelante.

El aire nocturno era más húmedo que frío. Solo la caja de caudales estaba helada. La calle estaba desierta y sus edificios aparecían en penumbra, excepción hecha de los que iluminaban los paseos de acceso a los aparcamientos subterráneos. Pero eso era de esperar a aquellas horas, y la ausencia de ruidos y movimiento resultaba tranquilizadora.

Nadia apretó el paso. Ahora que estaba libre podía pensar con claridad otra vez. No existía frío que entumeciera su cuerpo ni voces que paralizaran su mente. De no haber estado tan traumatizada, se habría dado cuenta de que su coche no era más que una furgoneta ordinaria, no un ataúd. Algo debía haber ido mal en el ordenador o lo que fuera que controlaba el sistema de energía. Esto explicaría la disfunción del motor y el bloqueo de puertas y ventanillas. Si los controles estaban estropeados, el aire acondicionado trabajaría a pleno rendimiento, aunque estuviera desconectado. Esta era una explicación suficiente, y ella la aceptó.

La sensibilidad psíquica parecía traspasar los límites del tiempo y el espacio, pero no podía ayudarla jamás a conocer los misterios que acechaban bajo el capó de un automóvil. Cuando llegara a casa de Lori llamaría al Auto Club para que vinieran a remolcarlo.

Eso le daría tiempo suficiente para explicar que había encontrado la caja; más que suficiente, pues ya había decidido no decir nada sobre las voces y sobre lo que había acontecido después.

Lo importante era la caja y su contenido. Al no disponer de llave podían forzar la tapa y luego…

Cuando llegó al primer cruce y tomó el paseo que llevaba a casa de Lori, cambió la posición la caja para agarrarla mejor y notó que dentro se agitaba algo. No se parecía en absoluto al tintineo propio de joyas, a no ser que estuvieran envueltas en ropa o algodón. Lo más probable era que fuesen documentos pero ¿de qué clase? ¿Acciones, hipotecas, bonos u otros valores?

A primeras horas de aquella noche había estado realmente más receptiva; entonces le habría sido posible abrir los canales y captar una impresión o incluso una imagen visual de lo que la caja contenía. Pero ahora se le había ido la energía y la que le quedaba la empleaba para continuar andando, pues estaba cansada, muy cansada, y la caja pesaba como un demonio.

El paso de Nadia se hizo más lento cuando empezaba a cruzar la línea de edificios del segundo bloque. Las luces exteriores se hacían borrosas, separándose en dos. Doble visión, diplopía o como quiera que se llamara. Resulta difícil ponerse a pensar cuando se encuentra uno tan cansado, cuando te duelen los brazos y piernas y cada paso es agotador.

Parpadeó y las luces recobraron un enfoque normal, pero la fatiga continuaba. Hasta el parpadear constituía un esfuerzo. Parpadear, pestañear, pensar, beber. ¡Santo Dios, necesitaba un latigazo! Traerse la caja de caudales había sido un error. Debería habérsela dejado en el coche. Hasta podía dejarla ahora y ahorrarse el esfuerzo. ¿Y por qué no dejarla entre los arbustos para que alguien la encontrara? Después de todo, no era suya ni era de su incumbencia lo que había dentro.

Lo que sí le incumbía era esa sensación, esa terrible sensación de ser arrastrada, espaciada, de hallarse tan cansada para dar un paso más. Deja en el suelo la caja y olvídate de ella.

Nadia se llenó el tórax de aire ¿Por qué pensaría tales sandeces? ¿O había otra persona u otra cosa pensando por ella? Cansada o no, sabía lo que estaba haciendo y tenía que hacerlo. Tenía que entregar la caja y conocer lo que había dentro.

Pero era muy pesada, muy difícil de llevar; solo mantenerla cogida agotaba todas sus energías. ¿Quedaría mucho por andar?

Escudriño en la parte frontal de los edificios para ver su numeración. Entonces supo que la dirección que buscaba estaba delante, a unos veinte pasos, pero las luces se borraban otra vez y el dolor de sus miembros se hacía más intenso. Era como andar bajo el agua con un ancla puesta en los brazos. Como caminar por el fondo del mar, como si se le reventaran los pulmones, como si la presión comprimiera su cuerpo y el hambre le acechara. Sentía el hambre allí en las profundidades, donde merodean los grandes tiburones devoradores de hombres. Y ellos la sentían y, aunque ella no podía verlos por la turbiedad de sus ojos, sabía que la estaban rodeando, desde muy cerca.

Era la caja lo que querían por supuesto. La misma caja que la hundía hacia las profundidades y la oscuridad. Que la carga cayera sola y ella se quedara libre, flotando segura en la superficie. No había tiempo que perder, debía hacerlo ahora.

Ahora. Nadie se aferró a la palabra, a la caja, a su propósito. El ahora era el único eslabón que la mantenía unida a la realidad, el ahora estaba ahí y ella estaba ahí en la calle. Y aunque cada paso que daba fuera una agonía, ella continuaría andando hasta la entrada del edificio.

De algún modo abrió la puerta del inmueble, de algún modo penetró vacilante apoyándose contra la pared, jadeante de agotamiento y alivio. Allí no había agua, ni presión en sus pulmones, ni tiburones imaginarios. Pero la caja continuaba pesando.

Se puso a escudriñar en el papel de la lista de vecinos, a su derecha, buscando el nombre de Lori.

¿Se habría equivocado de edificio? No, puesto que la dirección era correcta. Probablemente, puesto que Lori llevaba poco tiempo viviendo allí, su nombre todavía no figuraba en la lista. Nadia visualizó ahora el número del apartamento en el segundo piso; lo único que tenía que hacer era seguir ascendiendo por las escaleras y pulsar el timbre de la puerta.

¿Podría hacerlo?

Aquella maldita caja parecía fuerte y el tramo de escaleras que había al final del pasillo era muy empinado. Se trataba de un edificio más bien viejo, con solo cuatro plantas, a diferencia de los usuales que son muy elevados; por eso carecía de ascensor. Lanzando imprecaciones contra el arquitecto, el casero y contra su propio infortunio, Nadia echó a andar lentamente hacia el pie de la escalera.

Durante un rato se quedó de pie buscando fortaleza, obligándose a recuperar el control, a recordar la realidad.

Primero el nombre, la categoría, el número de serie. Ella era Nadia Hope, mentalista psíquica con habilidades extrasensoriales. Unas habilidades que la conducirían hasta Lori, que la habían llevado a encontrar la caja. Nada de sobrenatural en torno a ello, no hay nada sobrenatural, y punto. Todo lo que ahora tenía que hacer era llegar hasta el piso siguiente. Resultaría fácil, si daba los pasos a tiempo.

Empezó a escalar el primer peldaño. Un fuerte dolor laceró su talón, pero siguió adelante. El segundo peldaño fue peor, igual que caminar descalza sobre ascuas. Apretando los dientes, siguió ascendiendo; apretando los dientes y la caja.

Su superficie estaba ardiendo; ardía con tanta rapidez e intensidad que le quemaba los dedos. La caja estaba llena de ascuas y si no la soltaba le abrasaría las manos.

Pero eso era pura imaginación y ella tenía que recordar la realidad. Ella era Nadia Hope, mentalista psíquica, no hay nada sobrenatural y punto.

Equivocación. Nadia Hope no existe. Los poderes que tú crees poseer están solo en la imaginación de Molly Bloom.

La voz volvía de nuevo y le estaba diciendo que regresara. Vuelve, Molly, coge la caja y llévala al coche. Esta vez puedes hacerlo; puedes poner el coche en marcha y alejarte del calor, poner fin al fuego. ¡Vete, Molly, vete ahora mismo!

Molly escuchaba, queriendo obedecer. Pero entretanto seguía ascendiendo, hasta que se encontró al final de la escalera. El aire allí era más caliente, porque el calor sube y ella había subido con el calor. Era el momento de volver atrás, de bajar, bajar y salir a la frialdad.

Ella se iría, tenía que irse, pero todavía no; no ahora que estaba solo a pocos pasos de la puerta del apartamento de Lori. Lo único que tenía que hacer ahora era tocar el timbre…

¡No, no lo hagas! ¡No lo hagas!

La voz crepitaba como la llama, pero allí no había ninguna llama, solo humo que salía de todas partes cegándola mientras se acercaba vacilante a la puerta. Se detuvo ante ella, tratando de convencerse de que no había ningún humo, ni calor, ni voz. Debía mirar a la realidad, al pequeño botón negro que había en el centro de la puerta.

Molly… escúchame…

Su dedo índice encontró el botón pero no era negro, se había vuelto rojo, rojo rabioso. Toda la puerta se cubrió de llamas, proyectando un estallido de calor.

En su garganta se ahogó un grito al echarse atrás. Al mismo tiempo, soltó la caja sobre la espiral de humo que se elevaba desde la alfombra del descansillo. Girando sobre sus talones, echó a andar insegura hacia la escalera.

Vuelve… coge la caja…

Cogió las escaleras y las escaleras la cogieron a ella, y la voz se elevó, y se elevaron las llamas, rodeando su ígneo cuerpo. Sin saber cómo, llegó al fondo del portal, a la puerta, y alcanzó la calle. Jadeante, estuvo tambaleándose hasta que se paró.

Allí no había humo, ni llamas, ni voces. El aire nocturno era limpio y tibio; la calle, silenciosa. Llena de recelos, se llevó la mano sobre el lado derecho de su rostro chamuscado, temiendo llegar a tocarlo, pero tenía la piel intacta.

Volvía a ser ella otra vez. Era Nadia Hope, mentalista psíquica, lo bastante mentalista, lo bastante psíquica para enfrentarse a lo paranormal, y lo bastante normal para haber sobrevivido a ello.

Nadia empezó a caminar por la calle, acelerando el paso a medida que aumentaba su fortaleza. La furgoneta seguía aparcada donde la había dejado, con la puerta abierta y las llaves tintineando en el punto de contacto. La temperatura interior era normal.

Sentada detrás del volante consideró sus posibilidades. Si el coche no arrancaba, ello significaría el fin del mundo. Iría caminando unas cuantas manzanas hasta Wright Street y desde una cabina telefónica que había en la esquina del aparcamiento llamaría al Auto Club. Luego llamaría a Lori diciéndole lo que había dejado en la puerta. No tenía necesidad de referirle los detalles dramáticos; bastaba con decir que lo había encontrado buscando otra vez entre las cenizas. También le diría que no intentara esa noche forzar la caja y que le concediera una cita para abrirla entre las dos.

Nadia se prometió a sí misma que, para entonces, estaría preparada. La voz tenía el poder de la sugestión pero, cualquiera que fuese su origen, solo era capaz de crear ilusión, no una conciencia total. Su reciente experiencia acababa de demostrarlo, así que ahora no había ya razones para tener miedo.

La confianza volvía y, con ella, la facultad que ayudaba a abrir los canales. Incluso antes de girar la llave en el punto de contacto, tenía la sensación de que iba a arrancar el coche, y el coche arrancó.

Una vez puesto en marcha el vehículo, todo resultó fácil. Fácil conducir, fácil decidir si tomaba la ruta pintoresca a lo largo de la autopista de la costa. Cuando penetró en ella, una brisa vivificante abanicó su rostro.

Colándose entre altos acantilados a su izquierda y profundas escarpaduras a la derecha, se puso a contemplar la brillante luna sobre las aguas marinas y las crestas de las olas que se estrellaban contra las rocas. Allí no había tráfico, nada que le impidiera observar el remolino de las aguas.

Fácil, muy fácil. Era fácil relajarse después de la dura prueba de aquella noche. Y había sido, a no dudarlo, una dura prueba. La cuestión era hasta qué punto había sido real y en qué medida había sido imaginaria. Al no obedecer ella los dictados de su voz interior, esta había usado otros medios para dominarla.

Algunos de aquellos fenómenos —frío extremo, intenso calor, escarcha y fuego— habían sido, sin duda, alucinaciones. El edificio del apartamento de Lori no estaba ardiendo ni su puerta de entrada había estado realmente envuelta en llamas. Por la misma razón su furgoneta no pudo haberse convertido en una cámara frigorífica de cuatro ruedas. ¿O tal vez sí?

A fin de convencerse a sí misma, Nadia cogió la botella y la contempló a la luz de los instrumentos del coche. Su superficie de cristal no estaba fría ni el whisky de su interior se hallaba congelado. Esto significaba que jamás lo había estado pues no le habría dado tiempo a derretirse en tan corto espacio, de no someterlo a una fuente de calor.

De modo que también esto había sido una ilusión. ¿Pero cómo se explicaba el fallo del motor? Su carburador podría haberse anegado de gasolina, pero no había motivos para que eso ocurriera cuando lo único que había hecho era conducir despacio por la calle. Y las puertas, ¿se habían bloqueado de verdad?

Tal vez ella se equivocara en cuanto a las limitaciones de la voz. Tal vez tuviera el poder de cambiar ciertos aspectos de la realidad; ¿pero cuánto poder poseía? El hecho de influir en las mentes por medio de la sugestión no constituía una manifestación sobrenatural. Millones de personas, por otra parte ordinarias, eran capaces de demostrar semejante habilidad al subir un voluntario al escenario o en una clase de primer año de psicología. Pero controlar objetos inanimados era algo enteramente asombroso si se consideraban las posibilidades. Tal vez no fuera más que una forma extrema de telequinesia, aunque este vocablo no constituye más que la etiqueta, no una explicación.

El mayor enigma radicaba, desde luego, en la propia voz. No la primera voz que ella percibiera, sino la que había hecho saber a Lori y a sí misma que se trataba de una voz de hombre. Con esta voz podía competir, aunque no conociera su origen, pues a ella le llegaban la orientación y revelación, al parecer, mediante tales verbalizaciones silenciosas. ¿Pero por qué su propia voz interior pretendía detenerla? ¿Por qué tenía miedo?

Nadia se recordó a sí misma que la respuesta podía encontrarse en la caja. Pero ahora que podía pensar con claridad, ahora que empezaban a abrirse sus canales otra vez, la respuesta también podía tenerla allí en su propia mano.

El contenido de la botella se agitó de modo tentador. La destapó con parsimonia. Ahora no había motivos para correr; tan solo debía seguir tomándoselo con calma. Un trago la relajaría y, con él, llegaría la respuesta.

Conduciendo con la mano izquierda, Nadia alzó la botella y tomó un pequeño sorbo. Satisfecha de que el whisky no presentara problemas de gusto y temperatura, dejó que la última pulgada de líquido descendiera por su garganta, calentándola a medida que descendía hacia el estómago.

De repente, el calor se convirtió en fuego. Una bola de fuego estalló en las profundidades de su cuerpo. Nadia profirió un grito, llevándose las manos a la garganta. No tuvo tiempo de ver la curva que se cernía ante ella, ni se percató de que la furgoneta rompía la barandilla y se precipitaba por el precipicio que había debajo.

Demasiado tarde. He intentado avisarte…

Surgió la voz, pero Nadia ya no la oyó, ni sintió el impacto de la furgoneta contra las rocas, para luego hundirse en las olas que ya estaban esperando.

Consumida por el fuego interior, su último pensamiento consciente fue de gratitud porque las aguas estaban frías.

Frías como la muerte.