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Fragmento del diario del doctor Jones:
su regreso a Glen Tulloch
3 de septiembre
Esta mañana, al llegar a Glen Tulloch, llovía. El cielo estaba de un gris opresivo. Parecía de noche, con la niebla posándose y la lluvia repiqueteando sin cesar en las ventanas. En la casa las luces han estado todo el día encendidas, incluso al mediodía. Y yo seguía de mal humor desde que Mary se había marchado a Suiza. Me invadía una sensación de abatimiento que me resultaba desconocida. Me acordé de aquella vieja canción, Raining in my heart. Así es como me he sentido todo la jornada, como si lloviera en mi corazón.
Unos días atrás se había decidido que acompañaría a Peter Maxwell a Glen Tulloch para entrevistarse con el jeque Mohamed, como el propio Maxwell había pedido. Fuimos en avión a lnverness y luego en coche hasta la finca para reunirnos con el jeque, y naturalmente éste no estaba. Se había demorado en Sanaa o perdido su vuelo de enlace en Riad, o algo así. Pasé un buen rato mirando por la ventana mientras esperábamos a que llegase. Fuera, en el verde césped, bajo la llovizna que no dejaba de caer del cielo encapotado, había una docena o más de yemeníes ataviados con vaporosas túnicas blancas y turbantes de color esmeralda. Cada uno de ellos empuñaba una caña de pescar de cuatro metros y Colin McPherson, el gillie, los adiestraba en el difícil arte del lanzado. Me pareció que les estaba enseñando un spey. Los hombres se reían a carcajadas porque constantemente quedaban enredados de piernas, brazos y cuello con tramos de sedal. (Uno de ellos parecía casi a punto de quedar estrangulado.) Colin lo observaba todo con una expresión entre adusta y amenazante. A través del cristal lo veía dar instrucciones, pero no podía oír lo que decía. Uno de los yemeníes debía de servir de intérprete. Se me ocurrió pensar si sería tarea fácil. ¿Cómo se decía en árabe «Lanza la mosca a ras de agua»?
—¿Qué están haciendo esos imbéciles? —preguntó Peter Maxwell, taciturno. Evidentemente, no estaba habituado a que lo hicieran esperar.
—Colin trata de enseñarles a lanzar —dije.
Peter Maxwell meneó la cabeza, cruzó la estancia hasta una gran mesa redonda y empezó a hojear un Country Life, mirando los anuncios.
—¿Dónde cree que estará el jeque? —preguntó, soltando bruscamente la revista—. ¿Cuánto tiempo más tendremos que esperar?
—Estoy seguro de que no puede tardar —respondí—. Ya debe de haber aterrizado en lnverness.
—¿Es que no sabe quién soy? ¿No le dejó usted claro que…?
En ese momento oímos un sonido suave, el frufrú de una túnica.
—Caballeros, señor Maxwell, siento haberles hecho esperar. Bienvenidos a mi casa.
El jeque Mohamed se hallaba en el umbral. Le presenté a Peter Maxwell aunque sin duda el jeque sabía perfectamente quién era, y mientras ellos se ponían a hablar me quedé en un aparte, sintiéndome desplazado y decaído.
Llovía en mi corazón. Esas tontas palabras no se me iban de la cabeza. Sentía un vacío interior desde que Mary había partido rumbo a Ginebra. Y, aunque debería haber estado pensando en el proyecto del salmón, en los enormes y complejos problemas que requerían todo mi tiempo, mis calorías y átomos de energía al completo, sólo estaba pensando en Mary.
Cuando Mary se fue a Suiza, el vacío se instaló en mi vida.
Siempre me había considerado una persona sensata y equilibrada. En el trabajo nos hacían redactar anualmente una especie de valoración sobre nuestros compañeros de trabajo. Me consta que la primera palabra que ponían al referirse a mí era siempre «estable». La segunda era «sensato». A veces me calificaban de «comprometido». Esas palabras constituían un fiel retrato del doctor Alfred Jones que era antes.
Todavía recuerdo el día que conocí a Mary. Me ha vuelto a la cabeza varias veces, desde que se marchó. Coincidimos a finales de la década de 1970 en la Universidad de Oxford. Nos conocimos en una velada de la Asociación Cristiana, durante el primer trimestre. Había vino y canapés, y era una muy buena manera de hacer relaciones públicas para aquellos de nosotros que no disponíamos de tiempo para acudir a fiestas todas las noches, o no nos lo permitíamos.
Recuerdo que me fijé en Mary cuando estaba de pie junto a la puerta con una copa de vino blanco en la mano, contemplando la sala con expresión apreciativa. Su aspecto (en realidad, no puedo recordar su aspecto; facciones angulosas, delgada, vehemente, supongo) era casi como el de ahora. No ha cambiado mucho con los años, ni en el aspecto físico ni en ningún otro.
Ella me vio con un vaso de sifón en la mano, me sonrió y dijo:
—¿No te fías del vino?
—Tengo que terminar un trabajo esta noche —respondí.
Me miró con expresión aprobadora.
—¿Qué estudias? —preguntó.
—Biología marina. Me he especializado en piscicultura. ¿Y tú?
—Soy economista —respondió. No contestó «Estudio economía» o «Algún día, quiero ser economista». Mentalmente, ya era lo que quería ser. Quedé impresionado.
—¿Es tu primer trimestre? —pregunté.
—Sí.
—¿Te gusta?
Mary tomó un sorbo de vino y me miró por encima de la copa. Recuerdo aquella mirada, ecuánime, retadora.
—No creo que eso venga a cuento. Si me preguntaras qué tal lo llevo, te diría que con una asignación de cuarenta libras al mes me resulta difícil, pero no imposible, apañármelas. Creo que si no soy capaz de administrarme aunque sea con una cantidad tan pequeña de dinero, entonces no debería estar estudiando economía. Después de todo, la economía empieza en casa. ¿Y a ti? ¿Te gusta lo que haces? Sé muy poco de zoología. Imagino que es un tema tan relevante como valioso. En mi promoción casi todas las chicas estudian literatura inglesa o historia, ¿qué sentido tiene?
Y ahí empezó todo. Fuimos a cenar juntos aquella noche, a un sitio muy barato, y Mary habló de su deseo de hacer una tesis sobre el patrón oro, y yo le expliqué, creo que extendiéndome demasiado, mi teoría de que algún día los grandes ríos industriales ingleses estarían limpios otra vez, y así volvería a haber salmones.
Hacia finales del verano salíamos ya con regularidad, y no me sorprendió demasiado que Mary me sugiriera que la llevase a un baile de primavera. Fue quizá un poco extraño que ella abandonara su austeridad habitual y se gastara dinero en un vestido nuevo para el baile (aunque lo hubiera comprado de segunda mano) y en una visita a la peluquería. Pero, como todo en la vida de Mary, eso formaba parte de un plan.
Acudimos al baile con un grupo de amigos y cenamos y bailamos juntos. Durante casi toda la fiesta estuvimos en el entoldado que habían montado en el patio ajardinado del college. Esa noche el disc-jockey puso una y otra vez la canción I'm not in love, de 10cc.
Era de madrugada cuando me di cuenta de que Mary y yo estábamos sentados a una mesa aparte del resto de los amigos con quienes habíamos llegado. Mary me miraba con mayor intensidad de la habitual. Ambos habíamos bebido muchísimo más vino del que estábamos acostumbrados y habíamos trasnochado mucho más de lo normal para cualquiera de los dos. Yo tenía esa sensación febril que suele invadirlo a uno en tales circunstancias. Es una especie de sensación de irrealidad combinada con la impresión de que podría pasar cualquier cosa, a veces con resultados no buscados. Mary alargó el brazo para cogerme de la mano. No era la primera vez que lo hacía, e incluso nos habíamos besado en un par de ocasiones, pero ella, por regla general, no aprobaba enteramente aquellas innecesarias exhibiciones de sentimientos.
—Fred —dijo—. Tú y yo nos llevamos bien, ¿verdad?
Por alguna razón ese comentario me hizo tragar saliva. Recuerdo que la garganta se me secó de golpe.
—Sí, creo que bastante bien.
—Tenemos tanto en común… los dos creemos en el trabajo duro. Los dos creemos en el poder de la razón. Ambos prosperamos intelectualmente, cada cual en su campo. Tú eres más académico; yo soy más ambiciosa en un sentido mundano. Quiero trabajar en la City y tú quieres ser un científico profesional. Ambos queremos cosas muy parecidas de la vida. ¿No te parece que formamos un gran equipo?
Empezaba a ver por dónde podían ir los tiros, y la sensación de irrealidad se acrecentó. Cuando hablé, me pareció que lo hacía en un sueño.
—Sí, Mary, creo que así es.
Me apretó la mano.
—Me imagino estando juntos toda la vida.
No supe qué decir, pero ella lo dijo por mí.
—Si me pidieras que me casara contigo…
El disc-jockey había vuelto a poner I'm not in love, y me pregunté qué significaría esa frase. Lo cierto es que yo sabía tan poco del amor como del miedo a la muerte o de los viajes espaciales. Era algo con lo que no me había topado, o si me había topado no había sabido reconocerlo como tal. ¿Significaba eso que no estaba enamorado, o que sí estaba enamorado pero no lo sabía? Recuerdo la sensación: era como estar al borde de un acantilado basculando hacia el precipicio.
Sabía que tenía que decir algo, y entonces noté que el pie de Mary empujaba el mío, insinuando otras posibilidades, así que dije:
—Mary, ¿quieres casarte conmigo?
Ella me echó los brazos al cuello y dijo:
—¡Sí, qué gran idea!
Algunos amigos que estaban en las mesas vecinas y habían captado lo que acababa de pasar, o estaban prevenidos sobre ello, prorrumpieron en vítores.
El nuestro fue, por supuesto, un compromiso muy sensato. Convinimos en que no podíamos casarnos hasta que ambos nos hubiéramos licenciado y tuviéramos un empleo y que la suma de nuestros sueldos superara las cuatro mil libras anuales. Mary había calculado (y, como se vio después, sin error) que con ese dinero tendríamos para pagar el alquiler de un piso pequeño en las afueras de Londres, más una parte para viajes, una semana de vacaciones al año, etcétera. Mucho antes de que existiera Microsoft Excel, Mary ya tenía un software intuitivo en el cerebro que le permitía ver el mundo en cifras. Ella era mi custodia y mi guía.
Nos casamos en la capilla de su college poco más de un año después de licenciarnos.
El nuestro fue un matrimonio estable durante muchos años, al menos en apariencia. No tuvimos hijos porque Mary pensaba (y nunca he discrepado al respecto) que primero teníamos que invertir en nuestras respectivas carreras y después, sólo cuando éstas estuvieran encarriladas, en la familia. Pero el tiempo ha ido pasando, y seguimos sin descendencia.
Mary ascendió sin esfuerzo por la escala salarial de su banco; para ella no existía esa barrera invisible que impide medrar a las mujeres o a las minorías étnicas. Yo me gané cierta fama como experto en piscicultura y, aunque con el paso de los años, fui quedando atrás respecto a Mary en cuanto a salario, sabía que ella me respetaba por mi integridad y mi buena reputación científica.
Y después, con la misma lentitud con que la luz va extinguiéndose en una noche serena de invierno, algo desapareció de nuestra relación. Lo digo con egoísmo. Tal vez empecé a buscar algo que, en realidad, jamás había existido entre nosotros: pasión, aventura. Me atrevería a decir que a los cuarenta tuve la impresión de que la vida discurría al margen de mí. Apenas había experimentado esas emociones que conocía en su mayoría a través de la literatura o la televisión. Supongo que, si algo insatisfactorio había en nuestro matrimonio, era mi percepción del mismo: la realidad no había cambiado. Quizá pasé de la infancia a la madurez demasiado deprisa. Un día estaba en clase de ciencias diseccionando ranas, y al siguiente me hallaba trabajando en el Centro Nacional para el Fomento de la Piscicultura, censando poblaciones de moluscos de agua dulce en el lecho de un río. Entre una cosa y otra, algo se me había escapado: ¿la adolescencia, quizá? Una sensación estúpida pero intensamente emotiva, igual que las canciones favoritas que había recordado vagamente como si sonaran en una radio tan lejana que casi no se entendía la letra. Tenía dudas, anhelos, pero no sabía por qué ni para qué.
Siempre que intentaba analizar la vida que llevábamos y hablarlo con Mary, ella me decía: «Cariño, vas camino de convertirte en una de las autoridades mundiales en la larva de la mosca caddis. No permitas que nada te aparte de ese objetivo. Puede que no te paguen demasiado bien, al menos si lo comparas con mi sueldo, pero alcanzar la excelencia en cualquier campo tiene un valor incalculable.»
No sé cuándo empezaron a separarse nuestros caminos.
Cuando le mencioné a Mary el proyecto —sobre investigar la posibilidad de introducir salmones en Yemen— algo cambió. Si hubo un momento decisivo en nuestro matrimonio, fue ése. En cierto modo, resulta irónico; por primera vez en mi vida estaba haciendo algo que podía proporcionarme reconocimiento mundial y que, desde luego, me reportaría dinero: podría vivir varios años sólo como conferenciante a poco que el proyecto tuviera más o menos éxito.
A Mary no le gustó; no sé por qué exactamente. Quizá por el hecho de que pudiera ser más famoso que ella, o incluso llegar a cobrar más que ella. No, pero Mary no es tan puntillosa. Seguramente lo que pensó fue que yo estaba a un paso de convertirme en el mayor hazmerreír del mundo, a un paso de ligarme para siempre a un proyecto desechado por la comunidad científica por fraudulento e insensato; de quedar marcado indeleblemente como un fracasado que se apartó del camino de la virtud seducido por unos presupuestos sin límite; de aparecer en su expediente como una mancha. «Mary Jones es una persona muy sensata. Lástima que su marido sea un científico charlatán que sólo busca publicidad. Eso podría tener consecuencias negativas para el banco, tal vez será mejor que prescindamos de ella.»
Sí, por eso tengo que escribir sobre Mary. Al mismo tiempo que me empujaban a trabajar para el jeque, me sacaban a empujones de mi matrimonio. Ella vio una oportunidad en Ginebra e, implacable como siempre, la aceptó. O quizá ya lo tenía planeado desde hacía tiempo y decidió que había llegado el momento de llevarlo a la práctica.
Tanto si a mí me gustaba como si no.
Y, sin embargo, escribo como si yo no la amara. Supongo que debía de amarla, porque cuando se marchó me sentí muy vacío.
Nuestro matrimonio no ha tocado a su fin, sólo se ha convertido en un matrimonio por e-mail. Nos comunicamos con regularidad. Mary no ha pedido el divorcio ni ha sugerido que vendiéramos el piso ni nada por el estilo. Yo estoy aquí en Londres y ella en Ginebra, y no tenemos planes de vernos a corto plazo. Mientras escribo esto pienso que mi vida carece de sentido. Y si es así, entonces todo lo sucedido durante estos últimos cuarenta y tantos años tal vez haya sido una pérdida de tiempo. Mientras anoto esto en mi diario, me siento también como un diario que alguien hubiera dejado a la intemperie, y que la lluvia hubiera borrado la tinta de estas palabras, el registro de millares de días y noches, dejando unas páginas empapadas y en blanco.