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Continuación del interrogatorio a Peter Maxwell

Interrogador: ¿Esa entrevista indicaba el apoyo oficial del gobierno al proyecto del salmón?

Peter Maxwell: No, por Dios. El jefe era demasiado listo para dejarse atrapar así. No, lo que él intentaba era crear un clima favorable al proyecto y la impresión de que a él le gustaba la idea. Su aparición matutina funcionó estupendamente. Las noticias de la noche lo destacaron, el asunto fue noticia de primera plana durante varios días.

No recuerdo el resto de la entrevista pero sí ese fragmento, porque escribí gran parte del texto la noche anterior, sentado en la cocina del número 10 de Downing Street y compartiendo con Jay una botella de chardonnay australiano. Y me acuerdo de las cartas que recibimos durante varias semanas de los fabricantes de cañas y botas de pescar. Podríamos haber equipado a la mitad de los ministros con las muestras gratuitas que nos regalaron. Bueno, en realidad creo que así lo hicimos.

Con esa entrevista, Jay modificó la opinión de los medios informativos. Habíamos llevado el agua a nuestro molino. El Daily Telegraph y The Times escribieron editoriales favorables. Tuvimos incluso un editorial ligeramente paternalista pero no del todo negativo en el Guardian. De repente, las noticias sobre muertos en Oriente Próximo quedaron relegadas a las páginas cuatro y cinco. Las primeras planas hablaban de pesca, e incluso las secciones de libros y los suplementos sacaban columnas o reseñas sobre el maravilloso deporte de la pesca y lo simpáticos y fantásticos que eran los pescadores. Se publicó una entrevista con el guía de pesca del jeque en Escocia, Colin McPherson. Yo mismo había hablado con él, volveré sobre este punto más adelante. No entendí una sola palabra de lo que me dijo cuando nos vimos, e imagino que los periodistas tampoco, así que se inventaron las respuestas.

Ahora me gustaría hacer hincapié en que, de repente, Jay empezó a creer lo que la prensa decía de él; que la idea del proyecto era suya, que siempre lo había sido, como así lo afirmaban los periódicos. Aunque nunca llegó a decirlo, me parece que Jay casi estaba convencido de haber abordado al jeque Mohamed ben Zaidi en alguna recepción en Downing Street y haberle dicho, entre copa y copa: «Oye, Mohamed, ¿alguna vez has pensado en pescar salmones en Yemen?» Algo parecido había pasado antes con algunos de los trucos publicitarios que yo le montaba. Jay los hacía suyos, se convertían en ideas propias, en iniciativas suyas. A mí no me importaba. En eso consistía el juego: en dar forma a una historia y luego quedarme entre bambalinas.

¿Puedo tomar otro tazón de té? Tengo la boca seca. Y un par más de esas galletas, por favor.

El interrogatorio fue interrumpido. Tras la ingesta de galletas de nata, el testigo se emocionó y empezó a decir incoherencias. El interrogatorio se reanudó tras una pausa de cuatro horas.

PM: En las altas instancias se decidió que yo seguiría con el proyecto, me aseguraría de que pasaran cosas y de que supiéramos claramente quiénes eran los actores y de dónde salían. En el momento propicio conseguiríamos nuevos titulares en la prensa (con foto del primer ministro como protagonista) y estudiaríamos cuál sería el siguiente paso.

Durante un tiempo no pasó casi nada. Pedí una reunión informativa con el jefe del CNFP, un tal David Sugden, que vino a verme y me tuvo una hora larga aguantando una presentación de PowerPoint, precisamente un día de mucho trabajo, hablándome de oportunidades, hitos y entregables, aunque lo cierto es que no parecía tener ni idea de nada. Decidí descartarlo y me puse en contacto con el hombre que estaba haciendo realmente el trabajo, un tal Jones.

I: ¿Fue ésa la primera vez que se comunicó directamente con el doctor Jones?

PM: Era la primera vez que nos veíamos. He de decir que no me llevé muy buena impresión cuando lo conocí. El doctor Jones no parecía un hombre con sentido del humor, pero hablaba de manera más juiciosa que su jefe. De entrada me pareció un poco pedante. Cuando vino a verme a Downing Street le apreté bien las tuercas, para que supiera quién mandaba allí, pero poco a poco me di cuenta de que no era tan mal tipo. El problema estaba en sus modales, sumado al nerviosismo de encontrarse en mi despacho, en el corazón mismo del poder británico. Parecía bastante listo. Y creo que era un tipo honrado, a su manera un tanto ingenua. Políticamente, por supuesto, no era más que un inocente.

Después de escuchar un resumen del trabajo realizado por el CNFP sobre el proyecto, aspectos en su mayoría conceptuales, lo interrumpí cuando empezó a hablar de la concentración de oxígeno disuelto y la estratificación de agua, y le dije: «Oiga, ¿esto va a funcionar? ¿Cree que las futuras generaciones de yemeníes podrán pescar salmón en los wadi durante las lluvias estivales?» Él me miró sorprendido, parpadeando, y luego dijo: «No, a mí me parece que no.» Le pregunté que, si ésa era su opinión, qué estábamos haciendo allí. Meditó un momento la respuesta y luego contestó más o menos esto: «Señor Maxwell, durante las últimas semanas me he hecho la misma pregunta muchas veces. No tengo la respuesta, aunque diría que hay más de una.» «Me gustaría oírlas», le sugerí, e incliné la silla hacia atrás para apoyar los pies sobre el escritorio.

El doctor Jones me dijo que, para empezar, aunque tal vez el proyecto no tendrá éxito, puede que tampoco fracase del todo. Algo se puede conseguir, como un pequeño banco de salmones que remonten el wadi cuando esté crecido. Eso sería en sí mismo tan extraordinario que justificarla todos los esfuerzos que estamos realizando, siempre y cuando, por supuesto, no haya que defender lo que hacemos en términos económicos, lo que, por otra parte, no es el caso. El jeque Mohamed está siendo muy generoso con su dinero. No hace preguntas, responde con un nuevo cheque a cada propuesta de financiación o si los costes superan lo previsto; el proyecto ha rebasado con mucho el primer presupuesto.

En segundo lugar, pase lo que pase habrá supuesto ir más allá de las fronteras de la ciencia. Comprenderemos muchas cosas que desconocíamos antes de iniciar el proyecto. No sólo sobre peces, sino sobre la adaptabilidad de las especies a un hábitat nuevo. En ese sentido, ya hemos ganado algo.

Y luego está, continuó el doctor Jones, el carácter visionario del jeque Mohamed. Para él, esto va más allá de la pesca. Incluso puede que, en determinado plano, no tenga nada que ver con la pesca, sino con la fe. «Explíquese mejor, Fred», le dije. El doctor Jones se quitó las gafas y las limpió con un inmaculado pañuelo blanco. «Verá, lo que el jeque pretende es demostrar que las cosas pueden cambiar, que nada hay absolutamente imposible. Para él es un modo de demostrar que Dios puede hacer realidad cualquier cosa, si así lo quiere. El proyecto Salmón en Yemen, en caso de tener éxito, será presentado por el jeque como un milagro», dijo. «¿Y si fracasa?», le pregunté. «Será una prueba de la debilidad del hombre y de que el jeque es un pobre pecador indigno de su Dios. Así me lo ha dicho él muchas veces», contestó.

Guardé silencio. No me iba todo ese rollo religioso, pero al jefe podía gustarle, y tomé unas notas para comentárselo más tarde. Mientras lo hacía, en medio del silencio, casi me olvidé de que el doctor Jones estaba allí, hasta que me sobresaltó al preguntar: «¿Conoce usted personalmente al jeque, señor Maxwell?» «No, Fred, no —le contesté—, pero estoy empezando a pensar que debería conocerlo. ¿Podría usted arreglarlo para hacer una visita juntos a esa finca de Escocia?» «Creo que sí —dijo el doctor Jones—. El jeque regresa a Gran Bretaña esta noche. Intentaré hablar con él mañana por la mañana y le informaré a usted.» «Hable con mi secretaria cuando salga y pídale que compruebe cuándo estoy libre», dije. El doctor Jones se levantó y dijo con dulzura: «Señor Maxwell, el jeque Mohamed no es ciudadano británico. Es un hombre muy sencillo. Puede que quiera verle a usted o puede que no. En caso de que sí, le enviará su avión particular, y si usted sube, entonces lo recibirá. Si no sube, él ya no se tomará ninguna otra molestia.»

Cuando dio media vuelta y ya se dirigía hacia la puerta, le dije «Gracias por todo, Fred», pero él se marchó sin añadir nada.

I: ¿Y cuándo volvió a ver al doctor Jones?

PM: Enseguida voy a eso. Acabo de acordarme de otra cosa, algo que sucedió justo después de que Jones saliera de mi despacho.

Todavía no puedo creer que todo empezara así. No debería haber cometido el error de verme envuelto en ello. En cuanto Jones empezó a hablar del jeque y la fe y todo eso, debería haber dado carpetazo al asunto y decirle al jefe que lo dejara correr. Al fin y al cabo, ¿qué había de concreto?, ¿un pequeño chisme para tener a la prensa contenta, la perspectiva de unas fotos originales? Toda la culpa es mía. Debería haberme atenido al plan y no dejarme liar. ¿Pescar salmones en Yemen? ¿En qué afecta eso a las listas de espera para quirófano, los trenes con retraso o las autopistas colapsadas? ¿Cuántos yemeníes tienen derecho a voto en los distritos electorales clave para nuestro partido? Ésas, y no otras, son las preguntas que debería haberme hecho.

Pero en vez de realizar bien mi trabajo me dedicaba a mordisquear la punta del bolígrafo, a fantasear, recordando lo que el reservado doctor Jones había dicho sobre que quizá se trataba menos de pescar que de un asunto de fe. ¿Qué había querido decir exactamente? ¿Qué significa la fe? Tengo fe en mi partido y en mi jefe. ¿Cómo encaja en todo eso la pesca del salmón? Bah, eran tonterías. La fe es para el arzobispo de Canterbury y su cada vez más menguada congregación. La fe es para el Papa de Roma. La fe es para los fieles de la Ciencia Cristiana. La fe es para la gente anclada en el siglo pasado y los anteriores. No pertenece al mundo moderno. Vivimos una era laica. Yo vivo en el corazón del mundo laico. Creemos en hechos, en números, en estadísticas y objetivos. Nuestra labor consiste en presentar esos hechos y estadísticas, y nuestra finalidad es ganar votos. Debo preservar la pureza de esa meta. Somos los administradores racionales de una democracia moderna, tomamos las decisiones óptimas para salvaguardar y mejorar las vidas de ajetreados ciudadanos que no disponen de tiempo para solucionar por sí solos los asuntos.

Recuerdo que pensé que ahí había un discurso. Me saqué el boli de la boca y me puse a rumiar, mientras decidía que más tarde haría algunas anotaciones para pasárselas al jefe. Y mientras rumiaba soñé despierto.

I: ¿Desea hacer constar un sueño como prueba?

PM: Estoy intentando explicar lo que pasó; todavía trato de entenderlo yo mismo.

Estaba sentado a mi mesa y tuve un sueño, con la misma claridad que si lo hubiera estado viendo en Sky News. El jefe y yo nos encontrábamos junto a un río ancho y poco profundo, un río formado por muchos y resplandecientes arroyos que serpenteaban entre islotes o se precipitaban sobre grandes rocas. A lo largo de la ribera, unas cuantas palmeras verdes agitaban sus frondas, y más allá del río unas montañas extraordinariamente bellas y salvajes se elevaban escarpadas hacia un cielo de un azul tan intenso que era casi indescriptible. El jefe y yo estábamos en mangas de camisa y el calor en la cara y los antebrazos parecía quemar. Alrededor había hombres con túnicas blancas o de vivos colores, hombres esbeltos con turbante y barba oscura, gesticulando de cara al río. En mi sueño oía decir al jefe: «El agua pronto crecetá en el wadi. Y entonces los salmones lo remontarán.»