Capítulo 10
Mi boda con Agustín
Tres años más tarde, yo estaba empeñada en que Eva y Miguel Ángel alcanzaran la mayoría de edad antes de que Agustín y yo nos casáramos. Me hacía ilusión que nuestros hijos actuasen como padrinos. Aunque la boda sería por el juzgado, ya que Agustín no tenía la anulación eclesiástica de su primer matrimonio, y los chicos solo podrían firmar como testigos (en el juzgado no existe la figura de los padrinos), a mí me gustaba llamarlos así. Pero Agustín se mostraba impaciente por formalizar nuestra unión y un día me dijo:
—Amor, ya está bien. Quiero que nos casemos cuanto antes. Inés ya tiene tres años. A ver si vamos a celebrar su comunión antes que nuestra boda.
—Sí, cielo, pero es que Eva ya ha cumplido los dieciocho, pero Miguel Ángel no.
—¿Y qué más da? Que él se coloque como si fuera nuestro padrino, aunque luego tenga que firmar como testigo otro invitado.
—Bueno, está bien. Si te corre tanta prisa, lo hacemos como tú quieras.
—No es eso, Loli, pero llevamos ya mucho tiempo viviendo juntos, ya sabemos que nos queremos y nuestra convivencia es buena. ¿O no?
—Tienes razón en todo.
—¿Entonces?
—De acuerdo. Nos casamos cuando tú quieras.
Y empezamos con los preparativos. Compramos la ropa para Eva e Inés, los trajes de Agustín y Miguel Ángel, y el más especial, el mío. Elegí un vestido de fiesta y en esta ocasión aparqué el color blanco, que tan poca suerte me había dado en mi segunda boda, y me decanté por un tono salmón que realzaba aún más mi piel clara y mi pelo moreno. Se ajustaba perfectamente a mi cuerpo y en las pruebas que realicé antes de la boda se me veía una espléndida figura.
Una semana antes de celebrarse el enlace, le pedí a Agustín:
—Cariño, me haría mucha ilusión que nos fuéramos cada uno a casa de nuestros padres dos días antes de la boda. Será emocionante vernos en la puerta del juzgado. Es para hacer algo especial. Salir de nuestra casa juntos no tiene gracia.
—Bueno, como tú decidas. Si lo prefieres así...
Aquellos dos días sin Agustín fueron para mí de reflexión y alegría. Le daba gracias a Dios una y mil veces por concederme esta tercera oportunidad de ser feliz, por haber puesto en mi camino a este hombre tan maravilloso y por haberme permitido engendrar a mi última hija, un auténtico regalo del cielo. Recordé mis dos bodas anteriores, tan distintas a esta. ¡Qué azarosa vida la mía! Por fin descansaba de tanto sobresalto. Acusaba las ausencias, por supuesto. Eran como llagas en el alma. La primera la de mi padre, idolatrado padre; ya no podría ser mi padrino, pero le imaginé feliz, mirándome sonriente envuelto en una luz bellísima.
«Te casas con el pequeño Agustín; buena elección», le oí decir en mi interior.
«Sí, papá. Qué cosas. El hombre que compartirá mi vida para siempre ha estado a mi lado prácticamente desde que nací.»
Hablé con él durante un buen rato. Le expliqué lo emocionada que me sentía, como una novicia ante sus primeros votos. El magnetismo de su mirada me hizo derramar dos lágrimas, que sequé inmediatamente con el puño de mi camisa. Ya había llorado bastante; se acabaron los llantos, pensé.
También hubo recuerdos para mi querido Ángel, mi gran amor de juventud. Me lo imaginaba complacido, sonriente, feliz, extendiéndome sus manos amistosas, francas y abiertas. Sentí cómo me las estrechaba infundiéndome calor, en un gesto de total aprobación. Luego creí ver a.los dos juntos; mi padre echaba el brazo por encima del hombro de Ángel; me miraban, se sonreían. Desaparecieron en cuestión de segundos. Pero ya no sentí pena ni dolor. Me encontraba en paz conmigo misma y con todo lo que me rodeaba. A la ceremonia no asistirían mis hijas, ni mi hermana Amelia, pero si Dios quería, volvería pronto a verlas. Seguro que el destino nos tendría preparada alguna grata sorpresa. Estaba convencida de ello.
Agustín y yo nos casamos en el mes de octubre de 1995, en los juzgados de la calle Pradillo, con Eva y Miguel Ángel como «padrinos», e Inés, con tres años y medio, como damita de honor. Estaba preciosa con un enorme lazo rosa que le puse en la cabeza. A la pobre le hice dormir aquella noche con los rulos puestos, para que se le quedara el pelo más rizado. ¡Qué niña más buena! Ni siquiera protestó ante esa tortura. Al día siguiente parecía una muñeca. Eva y yo fuimos a primera hora a la peluquería. Mi hija mayor se había convertido en una mujercita encantadora. Me sentía muy orgullosa de ellas.
Agustín, con su traje negro, su camisa blanca y su corbata gris, parecía un actor de cine. El pelo tan oscuro, peinado hacia atrás, dejaba al descubierto su rostro de facciones perfectas. Al verme llegar, en la puerta del juzgado, me atravesó con la mirada. Cuando salí del coche se abalanzó sobre mí y me dio un fuerte abrazo.
—Pero, hombre, que me vas a romper —le dije entre risas.
—Es que estoy muy nervioso. No sabía si te ibas a echar para atrás. Llevo tanto tiempo sin verte.
—Mi amor, exactamente dos días —nos reímos los dos, y subimos juntos la escalera que nos condujo a la sala en la que nos casaron.
Nos acompañaron unos cien invitados, nuestros seres más queridos: mi hermano con su familia, mis tíos, mis primos, mi madre y su novio, mis amigas, toda la familia de Agustín, sus amigos... Todos celebraron sinceramente nuestra felicidad, que nos pertenecía por derecho propio. Al día siguiente nos fuimos de viaje de novios a Tenerife. Allí nos comportamos como unos recién casados, no podía ser de otra manera. Y, a la vuelta, la vida continuó su curso.