Capítulo 9
Inés
En la primavera de 1991 Agustín me insistió en la conveniencia de tener un hijo en común.
—Mi amor, creo que será muy positivo para los dos. Tengo miedo de que un día me dejes, de que quieras volver a Gaza para estar con tus otras hijas. Con un hijo en común se afianzará aún más nuestra relación. Supondrá una nueva ilusión para los dos. Estoy convencido.
—A mí también me apetece. Estoy de acuerdo. No insistas más, que no hace falta —y nos reímos los dos, felices y convencidos de que la decisión tomada era la correcta—. Además, te quiero tanto que hago lo que tú me digas —le contesté.
Y ese mismo mes dejé de tomarme la píldora. Tardé tan solo dos meses en quedarme embarazada.
Se me retrasaba la regla y una mañana, casi segura de que me encontraba de nuevo en estado de gestación (después de cuatro hijas y un aborto era ya toda una experta), me fui a hacer la prueba a una farmacia. Al ver que daba positivo me alegré muchísimo.
Coincidió con el día del cumpleaños de Agustín, así que envolví cuidadosamente el papel en una cajita con un lazo rojo y se lo entregué en cuanto llegó del trabajo.
—Cierra los ojos, niño, que te voy a dar tu regalo. Sé que este año te va a gustar especialmente —le dije en cuanto entró por la puerta.
—¿Ah, sí? Me tienes en ascuas. ¿De qué se trata?
—No pienso decírtelo. Abre el paquete y lo verás.
—Ya sé. Por el tamaño de la caja deben de ser los gemelos de oro que te dije el otro día que me gustaban tanto.
—Frío, frío. Aunque, si quieres, esto lo podemos descambiar por los gemelos. Estamos a tiempo.
—Madre mía, qué enigmática estás hoy.
—Claro, es que tiene que ser una sorpresa.
Cuando lo abrió y leyó «prueba de embarazo positiva», dio saltos de alegría; me cogió en volandas y me alzó como si fuera una muñeca de trapo. Bailaba, reía... Se volvió loco de contento. Era el mejor regalo que se le podía hacer. Estaba claro.
—¡Mira, Eva, ven! —gritaba—. Vamos a tener un niño.
Era la viva imagen de la alegría. Y mi hija mayor se unió a su fiesta particular, contagiada por tanto entusiasmo.
—Mamá, ¿es verdad? ¿Voy a tener un hermano?
—Que sí, hija, que sí. Va a aumentar la familia.
—Ahora mismo llamo a Miguel Ángel —dijo Agustín muy emocionado—. Él también lo tiene que saber ya. ¡Va a tener un hermano! Estas cosas no ocurren todos los días. Eva, mi niña, ven aquí, abrázame. Hoy es un gran día, muy grande.
¡Qué relación tan bonita mantenían Eva y Agustín, de confianza y apoyo mutuo! Le llamaba papá, y él se volcaba con ella. Se adoptaron mutuamente, aunque mi hija tenía en su mesilla de noche la foto de Ángel, su padre biológico, y aún la sigue conservando, vestido de soldado, como el día en que murió.
Cuando Inés nació en el hospital de La Paz de Madrid, en marzo de 1992, Agustín entró conmigo en el paritorio. En principio no iba a hacerlo (temía desmayarse), pero a última hora me dio la sorpresa. Me agarraba fuertemente de la mano, me acariciaba la cara, insuflándome apoyo, queriendo compartir conmigo el dolor físico, pero también la alegría que nos producía este nacimiento.
Mi última hija vino al mundo, rodeada de amor, recibida por sus padres como un regalo divino. Yo miraba a Agustín, que estaba vestido con la bata verde, la mascarilla y el gorro, y me producía risa, a pesar del dolor. ¡Tenía una cara de circunstancias! Estaba asustado y sus gestos le delataban, aunque intentaba disimularlo.
—Es igual que tú, Agustín. ¡Qué morenita! Guapísima —le dije orgullosa.
Y era cierto. Inés era una muñeca de cara sonrosada, ojos rasgados y piel suave color canela.
Eva ya tenía dieciséis años y Miguel Ángel, trece. Cuando nos fueron a ver al bebé y a mí, venían cargados con flores y peluches. Su padre se había encargado de darles dinero para que me pudieran dar esa sorpresa. Traían un elefante azul que no cabía en la habitación, compartida con otra mujer que acababa de dar a luz.
Los dos querían coger en brazos continuamente a la niña y discutían en broma para adjudicarse parecidos con ella.
—Pues los ojos los tiene igual que yo —presumía Miguel Ángel.
—No sé, yo creo que se va a parecer más a mí —le contestaba Eva, analizando la carita de la pequeña Inés—. ¿No ves que la forma de la boca es idéntica a la mía?
Me gustaba escucharles desde la cama. Resultaban encantadores. Qué distinto me parecía ese parto a otros que yo había vivido, y sobre todo a la pesadilla del aborto, cuando sentí que mi vida tocaba a su fin y Yusef me dejó en manos de su madre, sin preocuparse de nada. ¡Qué sola y desprotegida me sentí entonces, y qué maravillosamente feliz me encontraba ahora! Era todo tan bonito. Solo ensombrecía este momento la ausencia de mis otras tres hijas. Hacía mucho que no las veía. Hablaba con ellas periódicamente por teléfono y me decían que estaban bien, pero necesitaba su presencia, y ellas a mí también me debían de estar echando mucho de menos. No me cabía la menor duda. Unas niñas nunca se deben criar sin una madre al lado. Mis hijas me tenían, pero en la distancia. Seguro que en muchas ocasiones se sentirían solas y desprotegidas. Su pérfido padre nos había condenado a las cuatro a sobrevivir por separado.
A los tres días de dar a luz me dieron de alta, y a los seis, cuando ya me encontraba instalada en casa, vino a visitarme una tarde la hermana de Ángel, mi primer marido, para conocer a mi nueva hija. Me encontraba muy débil, pero se lo achaqué al parto, que en principio pareció no tener complicaciones, y me senté en una silla a charlar con ella.
—Esperad un momento, voy a por la niña. Está dormidita en la habitación —les expliqué a ella y a su marido.
Pero, al incorporarme, comencé a sangrar de manera alarmante. Dos chorros de sangre, como dos manantiales, resbalaban por mis piernas.
—¡Huy, Loli, sangras muchísimo! Ahora mismo nos vamos al hospital —exclamó mi cuñada, asustadísima al ver aquella hemorragia.
—No me puedo ir. Le estoy dando el pecho a Inés.
—No te preocupes ahora de la niña. Que se quede Agustín con ella, y nosotros le llamamos desde el hospital. Si es necesario, que te la lleve allí, pero tú no puedes seguir sangrando de esta manera.
Así lo hicimos, y nada más llegar a urgencias, me realizaron una ecografía.
—Aún tiene restos de otro embarazo anterior. Se ven como cicatrices adheridas a las paredes del útero —comentó el ginecólogo de urgencias, asombrado, en cuanto vio mi matriz por la pantalla.
Era un recordatorio de aquel aborto clandestino; aún sufría las secuelas. Le expliqué todo lo que había ocurrido.
—Te ha beneficiado tener otro hijo. Así has podido expulsar parte de la porquería que te quedaba dentro —continuó diciendo el médico.
La fiebre, sin embargo, me subía por momentos y decidieron hacerme un legrado de urgencia a la mañana siguiente. Mi cuñada llamó por teléfono a Agustín para contarle las últimas incidencias y él se presentó con la niña en el hospital. Permanecimos allí once días: yo ingresada y mi hija como acompañante en la misma habitación (en un principio). Como tuvieron que darle biberones, la pobre Inés se estriñó y pasó casi una semana sin hacer ninguna deposición, así que la ingresaron en el nido hasta que aquel problema se solucionó. Prácticamente nos dieron el alta al mismo tiempo. Afortunadamente, no pasó de ser un gran susto en ambos casos.