Capítulo 14
Soraya. Mi primera hija árabe
Soraya tenía cuarenta días cuando yo partí sola con ella hacia Jabalia para que la familia de mi marido la conociera. Lo hicimos así porque cuando él anunció a sus padres por teléfono que se iba a casar conmigo, la noticia cayó como un alud sobre ellos y le repudiaron.
—Si te casas con una extranjera, renunciamos a ti —le dijo su madre—. No queremos saber ya nunca más nada de tu vida.
—Está bien, vosotros lo habéis querido. Desde este momento yo tampoco tengo padres —les contestó, y así terminaron la conversación.
Yo me sentía culpable de esta mala relación familiar y cuando me quedé embarazada le insistí.
—Tienes que llamar a tus padres para contárselo. Seguro que la buena nueva servirá para suavizar tensiones. Hazme caso, por favor.
Así lo hizo y, aunque al principio no recibieron de buen grado la llamada, al contarles que iban a ser abuelos sus voces se ablandaron.
—¡Qué alegría nos das, hijo mío! ¿Cuándo vas a venir? Tenemos muchas ganas de verte, de conocer a tu mujer y también a la niña.
—Muy bien, le preguntaré a Loli si se atreve a viajar sola con Soraya, porque yo estoy muy ocupado y no puedo desplazarme, pero si ella quiere, las conoceréis a las dos.
Cuando nuestra primera hija nació, con tal de evitar desavenencias familiares, me presté a viajar con ella a Gaza para conocerles a todos y no puse ningún reparo cuando Yusef me lo propuso sin pensar que eso, a medio plazo, iba a significar la más terrible de las pesadillas en mi vida. Él no podía acompañarme porque estaba en plena elaboración de su doctorado y en ese momento era complicado dejarlo. Me pareció una buena idea, y no caí en que la diferencia de idiomas pudiera significar una barrera insalvable.
El padre de Yusef, su tío y el conductor de un taxi propiedad de mi suegro me fueron a buscar al aeropuerto de Ben Gurión en Tel Aviv (las tensiones entre palestinos y judíos en aquella época no eran como las actuales y con un simple permiso se podía entrar y salir de la zona sin problemas). Yo había visto fotos de todos ellos y más o menos les reconocí al llegar. Lo mismo les ocurrió a ellos conmigo. Salí cargada con el carrito de la niña y el equipaje y me encontré a mucha gente esperando a los viajeros que llegaban. Era noche cerrada, debía de estar nublado porque no se veían las estrellas ni la luna. De repente, empecé a oír gritos.
—Ama Ali, Ama Ali, Ama Ali... —así me llamaron allí desde el primer momento (luego explicaré por qué).
Les reconocí enseguida; además, no paraban de hacerme señales evidentes con los brazos para que me percatara de que estaban ahí esperándome. Yo me fui acercando despacio hacia ellos. Eran tres hombres corpulentos vestidos con pantalón y chaqueta de verano de manga corta. Comenzaron a saludarme, a darme la bienvenida con muchos gestos y risas, pero todo en árabe. Yo no entendía nada, pero también sonreía; era lo único que podía hacer. A un lado y a otro escuchaba distintas lenguas de las que no comprendía ni una sola palabra: los judíos hablando en hebreo, los palestinos en árabe, también se oía alguna frase en inglés o francés, pero no distinguí ni una sola palabra en español. Cada vez que mis tres acompañantes se dirigían a mí riéndose amigablemente, yo les devolvía una tímida sonrisa. No se me ocurría nada mejor que hacer.
Nos subimos en el coche, un mercedes ranchera negro grande, no demasiado antiguo, que nos llevaría a la casa familiar, y yo seguía sin entender nada. «¿Qué dirán?», me preguntaba, perturbada pero en cierto modo divertida por la absurda escena que me tocaba vivir. Todos hablaban en árabe, ni una palabra en inglés o español, y la situación para mí era, cada minuto que pasaba, más violenta. Miraba hacia todos los lados, sonreía; yo en árabe solo sabía decir «habibi», que significa «querido», y «marhaba», «hola» en castellano, y con ese amplio vocabulario ¿adónde iba? Estaba muy asustada cuando llegamos a la casa después de atravesar el paso militar de Eretz (frontera entre Israel y Gaza), aunque en 1980 no ponían impedimentos para salir o entrar del territorio con el pase que previamente habían pedido. El oficial que se encontraba en la aduana tomó nota de los nombres de los ocupantes del coche, escribió unas anotaciones en un cuaderno y realizó un ademán con el brazo para que siguiéramos nuestro viaje. Fue una hora larga de camino por una confortable carretera en zona judía que se convertía en un camino de tierra pedregosa cuando pasabas la frontera y llegabas a Gaza. El paisaje también cambió radicalmente; en Israel la arquitectura de los edificios no distaba mucho de la europea, pero Gaza era un campamento de refugiados, con muchas chabolas apiñadas, y la casa a la que íbamos estaba dentro de este campamento pero en zona privilegiada, entre el hospital y el almacén de alimentación de la ONU. A pesar de la escasez de tendido eléctrico, pude ver por el camino rebaños de cabras y ovejas paciendo a su libre albedrío, incluso a veces interceptando nuestro paso. El chófer tocaba el claxon constantemente para que se quitaran de nuestro camino. En la radio la voz de un locutor emitía quinientas palabras en árabe por minuto... Estaba impresionada. «Pero ¿dónde me he venido? ¿Qué es esto? Yo aquí sola con mi hija pequeña, sin entender ni una palabra. Creo que me he precipitado, no debí venir», pensé. Se les veía buena gente y que se esforzaban enormemente por complacerme; me decían alguna frase en inglés, que yo entendía a medias, y contestaba a mi manera porque debo reconocer que tampoco lo domino demasiado.
Por fin llegamos a la casa. El olor que percibí al llegar era muy especial, una mezcla entre alcantarilla y desinfectante. Atravesamos un portón de hierro que daba a un pasillo descubierto. Mientras lo recorríamos divisé las primeras estrellas en el cielo de Gaza, luminosas y centelleantes, haciéndome guiños de complicidad, arropándome en mi desconcierto. Llegamos a otra puerta de madera que también atravesamos y me encontré de pronto en una gran sala con estanterías metálicas repletas de colchonetas y mantas. Al día siguiente comprobé el uso que hacían de ellas (las estiraban en el suelo y allí se sentaban). Después de la sala me encontré otro pasillo con puertas a los lados. Como era de noche, por suerte para mí, casi todos dormían, solo nos esperaba despierta mi suegra, vestida con una chilaba rosa hasta los pies, manga larga y un pañuelo atado detrás de la cabeza. De figura corpulenta, cara redonda y labios gruesos, era una mujer de aspecto agradable que después de besarme y abrazarme cogió durante unos minutos a la niña, la miró detenidamente y la besó eufórica. Nos llevaron a una habitación preparada para nosotras, con una cama grande de matrimonio cubierta por una manta de colores llamativos y sin sábanas (solo otra manta cubría el colchón), un armario de cuatro cuerpos, dos mesillas de fórmica rojo burdeos y una coqueta con su espejo, y allí me quedé con Soraya. Para la niña me dieron una omita de hierro de forma ovalada, como medio huevo. Nos mirábamos las dos, y la pobre parecía que me quería decir algo con sus ojitos abiertos, como dos alabastros. ¡Era tan bonita! Tan solo hacía cuarenta días de su nacimiento en el hospital de O'Donnell de Madrid. Me provocaron el parto porque empecé con hemorragias antes de terminar el séptimo mes de embarazo y todas las enfermeras venían a verla de lo preciosa que estaba, con la cabeza redonda, la piel muy blanca y mucho pelo negro. Ahora, sin embargo, nos encontrábamos las dos solas en una tierra desconocida, a muchos kilómetros de nuestra casa y de nuestra familia. Así permanecí durante un tiempo indeterminado, mirándola. Sentí de pronto que un sueño reparador me envolvía dulcemente. Descubrí que a mi hija le ocurría lo mismo y las dos dormimos hasta el amanecer.
Llegó la mañana y con ella tomé aún más consciencia de mi realidad. Me encontraba en una casa baja, antigua; se veía el tejado de cemento con barrotes de madera. A simple vista me impresionó el aspecto de aquella vivienda, pero pensé: «No te preocupes, Loli. Has venido solo para quince días y debes causar la mejor impresión posible a tu familia política. Transcurrido el plazo, te vuelves a España y tan contentos». Pero me daba pánico salir de la habitación. ¿Qué me iba a encontrar detrás de aquellas paredes? La diferencia de idiomas era el mayor obstáculo que debía salvar, pero necesitaba ir al servicio. Pegué el oído a la puerta para ver si sentía algún ruido que me decidiera a salir y escuché voces de mujeres hablando. Salí al pasillo y me encontré a la madre y las hermanas de Yusef sonrientes y dándome los buenos días en árabe. Yo aún no conocía a mis cuñadas porque la noche anterior, cuando llegamos, ellas ya dormían, así que hicimos las presentaciones como pudimos y no fue nada fácil, lo aseguro.
—Necesito ir al aseo —les dije por señas, batiendo mis manos y haciendo como que me lavaba la cara.
Me enseñaron un servicio ubicado muy cerca de mi dormitorio; a plena luz del día, los objetos y las formas cobraban otra dimensión. Todo era mucho más nítido, más real. Abrí la puerta y me encontré un agujero en el suelo y dos plataformas pequeñas para poner los pies, en la pared un grifo y una jarra colgada de un clavo. Eso era todo, ni papel higiénico había. Menos mal que yo llevaba pañuelos de papel en el bolso. Luego me explicaron que ellos, cuando terminaban de hacer sus deposiciones, siempre se lavaban sus partes y por eso no utilizaban el papel. También descubrí más tarde el cuarto de baño, donde el agua caía directamente de la ducha al suelo y salía por una rejilla o desagüe. Con las gashatas, cepillos anchos de goma, arrastraban el agua hasta la rejilla; allí no existían las fregonas. Luego dejaban las puertas abiertas para que se creara una corriente de aire y, de esta forma, el suelo se secara antes. En esa estancia también había un pequeño lavabo y una taza de váter. Levanté la tapa y me encontré que salía una tubería de dentro de la taza. Muerta de curiosidad, abrí el grifo y empezó a salir agua hacia arriba. Era un sistema que a mí me revolvió el estómago. Hacían allí sus deposiciones, pero los excrementos caían encima de este extraño chorro, con lo que el tubo siempre estaba muy sucio, aunque el agua «limpiaba» tus partes. Descubrí con el tiempo que los habitantes de la casa estaban muy orgullosos de «este invento». Yo me pasaba muchos ratos limpiándolo con lejía.
Todo era amabilidad hacia mí por parte de mi familia política, integrada por mis suegros, su hija pequeña, Saira, y Asima, la mayor, ya casada y con niños. Más tarde descubrí el jardín, en el que habían construido una casa adicional pequeña (allí vivía mi cuñada Asima con su marido y sus hijos). Todo este terreno estaba ubicado entre el ambulatorio y el almacén de alimentos de la ONU.
Por lo que les oí contar, la finca donde vivíamos pertenecía a la Organización de las Naciones Unidas, que disponía allí de distintos almacenes, y el padre de Yusef era el encargado del departamento de construcción (además de tres taxis en propiedad, trabajaba también con ladrillos, cemento, azulejos, etcétera). Supuse que la casa era una concesión que hacía la organización a algunos de sus trabajadores (eran tres viviendas adosadas) e incluso una de las puertas del pasillo que he descrito antes daba directamente al ambulatorio de la ONU. A primera vista la familia gozaba de algunos privilegios dentro del entorno catastrófico en el que vivían sus vecinos, y económicamente no les iba mal.
Cuando llegó la hora del desayuno en el patio, saqué a la niña de la habitación en la cunita de hierro, que se balanceaba. En su interior, mi suegra había colocado una almohadita a modo de colchón. Dejé al bebé al lado de una gran mesa baja, donde descansaban, cubriéndola casi por completo, platos con aceitunas, aceite de oliva, salsa y rosquillas de garbanzos, queso, hogazas de pan y té con hierbabuena. Nos sentamos todos en el suelo y empezamos a comer (yo soñaba con mi café con leche y tostadas). Hablaban entre ellos y yo no entendía nada, ¡me sentía tan mal!, incómoda y algo avergonzada por aquella situación tan extraña.
«Pero ¿qué he hecho? —me preguntaba—. ¿Adónde he venido? Me quedan todavía quince días que pasar aquí y no lo voy a poder soportar.» Me dediqué a observar el jardín; dentro de todo aquello, era un oasis, repleto de limoneros que perfumaban la atmósfera con frutos brillantes expuestos al sol de la mañana, resplandecientes ante nosotros, rosales de copa con flores de color rojo terciopelo, amarillas, blancas, ocres; con un poyete donde ponían a veces edredones para sentarse y tomar el fresco por las noches, y un emparrado de lifas que se desplegaba encima de nuestras cabezas, con su fruto enorme parecido a un pepino gigante y que, una vez seco, utilizaban como esponja para lavarse. Un poco más allá, los olivos aportaban tradición y solera al entorno.
Ellos estaban pendientes de que no me faltara de nada, me hablaban por señas. Yo tímidamente les contestaba como podía y cuando la situación se tensaba demasiado, cogía en brazos a la niña para disimular mi desasosiego. Así pasaba las horas, e incluso los días.
Su madre y sus hermanas se reunían para hacerme los platos más exquisitos, intentaban complacerme en todo, pero seguíamos sin entendernos a causa del idioma y a mí me daba por llorar. La tensión nerviosa a la que estaba sometida las veinticuatro horas del día comenzaba a hacer mella en mí y no encontraba ninguna solución por mucho que tirara de diccionario, aunque algo ayudaba, pero las distintas costumbres y maneras de hacer suponían un océano de distancia entre nosotros. Me entretenía lavando la ropa de la niña a mano, porque aunque tenían en la casa una lavadora antigua de hélices en la base que solo enjabonaba (para aclarar llevaban la colada a una pila con agua corriente), las prendas de los pequeños no se podían mezclar con las de los mayores porque los niños no rezaban, se hacían pis y vomitaban, por lo que no eran puros. También observaba la elaboración de la masa del pan con sus rituales o cómo hacían la limpieza de la casa, descalzas o con chanclas de goma para no escurrirse: arrojaban al suelo cubos de agua con jabón y luego frotaban con unos escobones grandes, de largas y aplanadas varas y de palo corto. Lo secaban con las gomas anchas de palo largo que utilizaban también en el cuarto de baño para dirigir el agua hacia la rendija del desagüe. Iban llevándola de una habitación a otra, utilizando el mismo agua, hasta que arribaban al patio y allí la arrojaban. Luego abrían todas las puertas para formar corrientes de aire que hacían de secador.
Me llamaban también la atención los platos que elaboraban, tan distintos a los nuestros. Por ejemplo, la milojiye, una verdura que picaban muy menuda y que solo he visto en España en algunas tiendas árabes, donde la venden desecada. Cocían aparte carne de cordero y en el caldo añadían esta verdura. Hacían también arroz blanco y lo servían todo junto en una fuente, con pan; les gustaba mucho mojar en las salsas. Me deleitaba la magluba, una paella árabe, con arroz, berenjena, patata, tomate natural, cebolla y piñones. Cocían pollo y el caldo se lo añadían al resto de los ingredientes. Las mujeres de esta familia trabajaban todo el día, desde por la mañana (y además allí amanece muy temprano: a las cinco de la madrugada ya es de día) hasta la noche, y todo lo hacían a mano: la sémola, la masa para el pan, ordeñar, hacer el queso, teñir las telas, la ropa que se ponen... Todos rezaban cinco veces al día, la primera al amanecer. Se colocaban de rodillas encima de una alfombra especial que guardaba cada uno para este menester, siempre mirando a La Meca, por donde sale el sol. Generalmente las oraciones se hacían en casa, excepto los viernes, día festivo para ellos, en el que los hombres, nunca las mujeres, iban a la mezquita a orar. En el primer rezo del día, como estaban recién duchados, se sentían puros, pero en los siguientes, como ya habían hecho sus necesidades y muchos se encontraban trabajando, debían realizar un ritual que consistía en lavarse tres veces las manos, otras tres veces los codos, otras tantas la nariz y el resto de la cara. Así lo repetían una y otra vez, siempre antes de la oración.
En el transcurso de estos primeros días tuve tiempo de hacer todas estas observaciones, ya que me era imposible comunicarme con nadie.
—Hola, ¿qué tal? ¿Cómo estás?
¿Era verdadera esa voz en castellano o lo estaba soñando? Levanté la mirada hacia la dueña de aquellas simples palabras que iban dirigidas a mí, sin duda, ¡y en mi idioma! Con qué poco, a veces, te puedes sentir inmensamente feliz. Llevaba ya tres días en aquella casa sin poder hablar con nadie y, de repente, escuchaba a alguien con quien podría dialogar. Era una chica de mediana estatura, sonrisa abierta y un peculiar lunar cerca de su ojo derecho que le hacía parecer muy especial.
—¡Ay, muy bien! ¿Sabes hablar español?
—He estado seis meses en Barcelona y sé un poquito.
Sus palabras eran vacilantes, pero se entendían perfectamente. Me puse a dar saltos de alegría y la chica debió de pensar que estaba un poco loca. Todos me miraban divertidos.
—Quiero que vengas a menudo a hablar conmigo, por favor. ¿Va a ser posible?
—Sí, no te preocupes, vendré.
Desde aquel día Fushilla me acompañaba durante horas y hacía de traductora. Era vecina de mis suegros y mis cuñadas la invitaron una mañana a desayunar para hacerme más llevadera la estancia. ¡Cómo se lo agradecí!
—Te quieren mucho y están muy contentos de que hayas venido. Ellos intentan agradarte e inventan todo lo que está en su mano para conseguirlo; se esmeran y te preparan platos que piensan te van a gustar —me decía con frases entrecortadas.
Hasta el tercer día de mi llegada no salí de aquella casa; no había visto nada del exterior porque todas las ventanas daban al patio de los limones. Oía los ruidos de los coches desde dentro, pero desconocía cómo sería el paisaje de día. Comenzó a visitarnos por las tardes Abu Fesal, el tío de Yusef, cuñado de su padre, el mismo que fue a recogerme al aeropuerto. Era un hombre afable aunque de aspecto rudo; alto, fuerte, moreno. En su rostro sobresalían unos ojos pequeños y toscos pero que acariciaban con la mirada. Me hizo señas con la mano para que le acompañara hasta el poyete del patio y me sentara junto a él. Yo accedí tímidamente a acercarme y ese día empezó para mí el curso especial de árabe.
Con el dedo me señalaba la mesa y me decía: «taule». Yo repetía: «mesa, en árabe taule». Más tarde la silla: «cursi». Yo repetía y él aplaudía entusiasmado diciendo «cuelles, cuelles», que significa «bien» en árabe. Y así fue poco a poco enseñándome vocablos nuevos, un día tras otro, pero ya a partir del cuarto día no me recordaba la palabra y debía decirla yo sola. Al mismo tiempo que me entretenía, Abu Fesal me fue enseñando su idioma con una paciencia infinita. Era muy simpático y guardo de él un gran recuerdo. También yo prestaba mucho interés por aprender y me quedaba con todas las frases curiosas que oía: «sabajalger», así se pronunciaba, y me lo decían todas las mañanas al despertarme, con lo que saqué la conclusión de que significaba «buenos días»; «marhabá», que quería decir «hola»; etcétera.
Cuando llevaba allí tres días ya sabía alguna palabra suelta en árabe y más de una frase hecha; entre esto y la vecina traductora, las mujeres de la casa pudieron contarme que iba a celebrarse una boda.
Para que acabara de entender, me enseñaron fotos de otras celebraciones anteriores, con lo que me puse al corriente de la situación y me pareció divertido. Ya iba cogiendo cierta confianza con ellas. Se casaba Saira, la hermana pequeña de Yusef. Era una chica de físico agradable, cuatro años más joven que yo. La recuerdo paciente, cariñosa y, sobre todo, muy alegre. Pretendía decirme algo y, como yo no la entendía, se partía de risa por las caras que yo debía de poner; las dos terminábamos riendo a carcajadas durante varios minutos. Esta escena se repetía con frecuencia.
Esa mañana, mi joven cuñada se había sometido al martirio de la depilación total. Para ello, utilizaron una mezcla casera que fabrican con limón, agua y azúcar, y que transforman en una pasta pegajosa; van aplicando la melaza sobre la piel, para después tirar y arrancar el vello de axilas, piernas, brazos, pubis, bigote... No dejan ni un solo pelo en el cuerpo, con la excepción de la cabeza y las cejas. Por la tarde, a Saira, como era la novia, una mujer experta en estos menesteres primero le aplicó una ligera capa de hernia sobre las manos y los pies, que luego retiró con leche. Después complementó el ritual dibujándole también en manos y pies un fingido tatuaje a base de arabescos, caligrafías y signos simbólicos que el resto de las mujeres aplaudimos. Ese primer día de las celebraciones, la novia recibía en casa a sus amigas y demás mujeres de la familia. Se reunían para divertirse todas juntas con el ritual de la henna, que para ellos es la reina de todas las flores y una de las plantas mas apreciadas por sus cualidades medicinales, antisépticas, antibacterianas, cosméticas e incluso mágicas. La utilizan para teñir y suavizar sus cabellos, para embellecerse las manos y los pies e incluso como talismán contra el «mal de ojo», y es la protagonista en todos los acontecimientos familiares, festivos o religiosos.
Al día siguiente, me explicaron que querían llevarme a la peluquería para que me arreglaran el pelo. Me encantó la idea. Desde que llegué había estado encerrada en la casa y pensé que ya era hora de conocer cosas nuevas. Esa excursión constituía toda una aventura.