Capítulo 6

Primera agresión

Entre mi suegra y yo preparamos la mesa y nos pusimos a cenar los cuatro mientras las niñas yacían rendidas dormitando a nuestro lado. Hacía días que Yusef, mis hijas y yo dormíamos en la nueva casa construida encima de la farmacia, distribuida en dos habitaciones, una pequeña cocina y un servicio. A los albañiles se les pagó por adelantado con el dinero de mi liquidación, aliciente que sirvió para que la terminaran rápidamente. Continuábamos haciendo la vida en familia y solo subíamos a dormir (desayunábamos, comíamos y cenábamos con sus padres, su hermana, su cuñado, los sobrinos, las visitas...). En uno de los dormitorios instalaron una cama de matrimonio y unas mesitas de noche, y en el otro, comunicado por una puerta con el nuestro, otra cama donde dormían las dos niñas mayores y un gran armario empotrado para guardar toda la ropa. Fátima pernoctaba con nosotros en su cuna. Llamaba mi atención que las puertas en aquella casa, y también en la de mis suegros, incluyeran un cajón secreto en el cerco de arriba, donde escondían el dinero y las joyas, en lugar de depositarlos en una entidad bancaria. «¡Sería mejor que lo metieran en el banco!», pensé cuando me enseñaron esa trampilla. Eran sus costumbres, que, al igual que muchas otras cosas, me costaba trabajo asimilar, tan distintas y distantes de las mías.

Con el susto y la carrera se nos agudizó el hambre y llenamos la mesa de platos con queso, aceitunas y tomate. Aquella mañana me había sobrado un poco de tiempo y cociné una tortilla de patatas; siempre que la cuajaba llegaban espectadoras como por arte de magia. Se corría la voz y las mujeres de las casas vecinas me pedían que les enseñara (les avisaba mi cuñada); sobre todo lo de darle la vuelta les costaba y terminaba siendo motivo de risas y de fiesta. Llegó a hacerse muy popular la «tortilla de patatas hispanilla», como ellas la bautizaron.

La cena me pareció deliciosa, tortilla incluida, pero no habíamos terminado todavía de cenar cuando Fátima se puso a llorar desconsoladamente; estaba empapada de pis. Las otras dos se despertaron también sobresaltadas con los llantos de su hermana y la imitaron vociferando desesperadamente. Aquello se convirtió en un concierto discordante a tres voces.

—Yusef, las voy a subir para acostarlas. Fátima está empapada.

—No. Primero sube sola, me bajas el pijama y luego haces lo que quieras.

—¿Cómo que te baje el pijama? ¿No oyes cómo lloran? Es mejor que me las suba y le doy a Soraya tu pijama para que te lo baje. Mientras tanto, voy durmiendo yo a Fátima; mira el ataque de llanto. Debe de estar muy incómoda. No la he cambiado de pañal en toda la tarde.

—¡Te he dicho que me bajes el pijama inmediatamente! ¡Deja aquí a las niñas y vete a por mi pijama!

—Yusef, ¡qué más te da! ¡Si no voy a tardar nada! Las acuesto y te lo bajo en un momento.

—¡Te he dicho que me lo bajes ahora! ¡Yaaa!

Me volví hacia la puerta para salir con la pequeña llorando en brazos y las otras dos agarradas a mi falda.

—¡Que sí, ahora te lo bajo!

—¡Me estás desobedeciendo!

Se levantó de un salto, tiró a las niñas en las colchonetas y comenzó a golpearme en la cabeza, en la cara, donde alcanzaba.

—¡Te he dicho que me lo bajes y no me estás haciendo caso! ¡Deja a las niñas!

Las pobres, asustadas, sollozaban sin consuelo al ver cómo me pegaba, con golpes fuertes, contundentes, con la mano abierta, en la cabeza, en la cara.

—¡Que te lo bajo, que te lo bajo, no me pegues más, por favor!

Ya éramos cuatro sollozando: mis tres hijas y yo.

Ali se levantó y fue hacia nosotros, poniéndose en medio y retirándole.

—Venga, hija, deja a las niñas y sube a por el pijama de tu marido.

—Pero, Ali, mira cómo están, no paran de llorar.

—Sube, bájale el pijama. Anda..., ve a por él. Nosotros tranquilizamos a las niñas.

Las cuatro llorábamos desesperadas; las dos mayores se venían detrás de mí, mientras ellos las sujetaban de sus bracitos para que no me siguieran.

Conseguí zafarme de ellas y subí las escaleras hasta la habitación. Ya dentro, me miré al espejo y contemplé que en mi rostro habían quedado reflejados algunos golpes. «¡Dios mío, qué me ha hecho! ¿Y por qué?», pero me acordé de mis hijas y bajé de inmediato con el pijama saltando las escaleras de tres en tres.

—Toma, aquí lo tienes —y se lo dejé en la colchoneta, a su lado.

—¡Dámelo en la mano! ¡Te he dicho que no me lo tires!

¡Dios mío, continuaba igual de agresivo! Intenté coger a mi hija Fátima, que seguía llorando, cuando sentí otro golpazo en la cara. Me retiré con la mayor rapidez de la que fui capaz, pero me alcanzó de nuevo. Entonces Ali se levantó alzando la voz como nunca le había oído, imponiendo su autoridad de patriarca por primera vez desde que yo le conocía.

—¡Basta, Yusef, para de una vez! ¡Deja a tu mujer tranquila!

Jamás vi yo a Ali maltratar a su mujer de esa manera; muy al contrario, mi suegra era la que a veces le gritaba y le manejaba como a una marioneta. Madre e hijo tenían muchas cosas en común. Su padre poseía empatía y humanidad; ellos desconocían lo que significaban esos conceptos.

Cogí de nuevo a mis hijas y salí precipitadamente de la sala hecha un mar de lágrimas. La tristeza anidaba de nuevo en mi corazón, como una sanguijuela que te seca por dentro. Mi suegro me había salvado de otra buena sesión de golpes al recriminar a Yusef su comportamiento, pero no estaba segura de que la bestia que le habitaba en ese instante no volviera a resurgir. ¡No me esperaba ese comportamiento! ¡Nunca me había pegado hasta entonces! Me pilló desprevenida. Subí de nuevo las escaleras intentando calmar a las niñas, que lloraban sin cesar, y me encerré con ellas en el dormitorio de las dos mayores después de coger una colchoneta del nuestro y cambiar a toda prisa a la pequeña. «¡Dios mío, ¿adónde me he venido? ¿Qué hago yo aquí sola y desprotegida, sin poder recurrir a nadie? ¿Por qué me pasa esto?», sollozaba sin cesar, presa de la desesperación. «Ángel, ayúdame desde donde estés, por favor. Amor mío, ¡cuánto te echo de menos!» Ni se me pasaba por la cabeza recurrir a mis padres, entre otras cosas porque Yusef no me dejaba usar el teléfono y yo no disponía de dinero ni medios para salir sola a la calle e intentar realizar una llamada a mi casa. Y, además, ¿cómo les iba a dar ese disgusto? Con lo lejos que se encontraban, ¿qué podían hacer ellos por mí?

Le oí entrar en nuestra habitación al cabo de unos veinte minutos; afortunadamente, no nos molestó.

Pasé la noche llorando y reflexionando sobre lo ocurrido. ¿Por qué de repente Yusef había reaccionado así? ¿Le habría envenenado alguna conversación mantenida con su madre o con algún otro miembro de la familia? Me faltaban datos, pero ese comportamiento seguro que se debía a algo que a mí se me escapaba; no era normal ni lógico.

Me levanté esa mañana con los ojos hinchados como dos pelotas de golf, con agujetas por todo el cuerpo y un malestar enfermizo que me mantenía paralizada. Miré a mis hijas que aún dormían y pensé: «¿Y ahora qué hago? ¿Cómo me comporto? Salgo de aquí, pero ¿qué me va a pasar? No puedo quedarme todo el día encerrada en esta habitación. Cuando escuché que se marchaba entré en nuestro dormitorio. Inconscientemente esperaba una nota de disculpa, alguna señal de arrepentimiento. No había nada de eso, solo la cama revuelta con ropa sucia esparcida por encima... sus calzoncillos. Me fijé en ellos, manchados de esperma, algo premeditado, sin duda. Evidentemente, los dejaba allí para que yo me los encontrara cuando fuera a arreglar la cama. Se había masturbado y así me demostraba su desprecio. ¡Qué comportamiento tan extraño! ¡Quién podía entender todo aquello! Nuestras relaciones sexuales, cada vez más esporádicas (como mucho una vez al mes), seguían siendo rutinarias, sin pasión, sin orgasmos, solo para procrear. Se aliviaba y, en unos minutos, fuera.

Un desaliento melancólico me gritaba al oído que mi desamparo persistiría para siempre, pero me rehice como pude y rechacé esta invasión de mi yo paralizante. Vestí a las niñas y bajé con ellas a desayunar. Aunque disponíamos de cocina, no estaba habilitada; solo un infiernillo por si a Yusef se le antojaba tomar un té por la noche. Envolví toda la ropa sucia con las sábanas y me las llevé para meterlas en la lavadora, pidiendo permiso para ello a mi suegra, como me obligaba a hacer. Ella revisaba prenda por prenda, no se fuera a colar algo de las niñas (yo seguía lavando su ropita a mano todos los días).

En la cocina, me encontré con Asima, que preparaba el desayuno con su madre; sus hijos jugueteaban por el patio. Las mujeres machacaban en el mortero tomate con cebolla para luego freírlo (untado con pan resultaba un bocado exquisito). Asima y yo manteníamos una relación cordial; éramos más o menos de la misma edad y le preguntaba palabras nuevas en árabe para ir mejorando mi pronunciación. Nos entendíamos bien y yo me aferraba a ella como un náufrago al lomo de una ballena creyendo que es una isla; más tarde o más temprano el cetáceo se sumerge y te ahogas sin remedio. Desayunamos las tres con los niños sin mencionar mi percance del día anterior y mi suegra decidió ir al mercado, dejándonos a Asima y a mí a solas realizando las tareas domésticas; a los niños les llevó el abuelo a la guardería.

—Ama Ali, ¿qué te pasa? Tienes mala cara y señales de golpes. ¿Ha ocurrido algo? —me preguntó Asima.

Ella, la noche anterior, dormía en su casa con su marido y sus hijos y no se enteró de nada de lo ocurrido. Desconozco si su madre esa mañana le puso al corriente, pero ante mí parecía no saber lo sucedido y cometí la gran torpeza de contárselo todo, con mi árabe precario... Hasta el episodio de los calzoncillos manchados. Como no sabía decir «esperma» en árabe, inocente de mí, le enseñé la ropa interior manchada para que se hiciera una idea más exacta de lo ocurrido.

—Esto no está bien, Asima —le dije, y ella sonrió con un gesto forzado, indicativo de que mi confidencia no era adecuadamente recibida.

—No pasa nada, Ama Ali, olvídalo —me contestó restándole importancia, al menos en apariencia, porque en cuanto llegó su madre le puso al corriente de toda nuestra conversación en una versión actualizada que corrió como un leopardo de la madre al padre y del padre al hijo.

Mi intento de confidencia entre dos mujeres supuestamente amigas se convirtió en un secreto compartido por toda la familia; quedé como una chismosa incapaz de resolver los asuntos de pareja sin airearlos a los cuatro vientos. La víctima pasaba a ser el verdugo.

Pasé todo el día intranquila, acobardada, asustada..., pero Yusef no dio señales de vida; por ese lado me encontraba segura. Hasta las siete de la tarde, momento en el que hizo acto de presencia. Nos encontrábamos en el patio cuando él entró. Mi instinto me advertía de que yo corría serio peligro.

—Loli, ven aquí, que necesito hablar contigo muy seriamente.

Su tono resultaba duro, autoritario. Me lo dijo en español, en presencia de toda su familia, que le reprochó no utilizar su idioma.

—Habla en árabe, que no te entendemos —decían.

—No, no, dejadme, que tengo que conversar muy en serio con mi mujer.

Y yo pensé: «Si anoche me pegó de aquella manera, ¿hoy qué me toca?». Me agarró de un brazo con fuerza y me introdujo en la habitación que utilizábamos antes de construirnos nuestra casa, cerrando la puerta con llave.

—¿Qué vas contando de mí por ahí?

—¿A quién? ¿A qué te refieres?

Temblaba como una hoja bamboleada por el viento con todos los músculos contraídos en un torbellino paralizante que asolaba mi cerebro.

—Has dicho que en vez de hacer el amor contigo me masturbo en la cama, que hago cosas raras. ¿Qué hablas de mí? Dímelo ahora a la cara... anda.

—¿Yo? No he dicho eso, Yusef.

La tensión iba en aumento y la voz no me salía de la garganta, pero armándome de valor le dije:

—¿Qué pasa? ¿Tu hermana ha visto los calzoncillos que dejaste esta mañana encima de la cama?

—¡No, mi hermana no ha visto nada! ¡Tú te dedicas a airear nuestras intimidades!

—Esta mañana yo le he enseñado a tu hermana tus calzoncillos manchados de semen. Necesito desahogarme con alguien para no volverme loca. No entiendo tu comportamiento, Yusef. Ayer me pegaste delante de tus padres y cuando he ido a hacer la cama me he encontrado con esta sorpresa. ¿Por qué haces todo esto? ¿Qué te he hecho yo para que me castigues de esta forma? Te has convertido en un maltratador. ¡Cómo has podido llegar a esto!

—Hago lo que quiero y como quiero. Si me apetece eyacular encima de ti lo hago, o donde me dé la gana, ¡te enteras! Eso corresponde a nuestra intimidad y te prohíbo que se lo cuentes a nadie, ¿me has entendido?

Poco a poco me iba alejando de él para evitar que me alcanzara con su ira y comenzara de nuevo a golpearme.

—Como se vuelvan a repetir estos chismorreos, lo que te hice ayer te parecerá una broma; por esta vez lo dejaré pasar. Te aviso con tiempo. Ten cuidado con lo que dices y a quién se lo cuentas. Algo grave te puede ocurrir si no me obedeces. ¡Ya lo sabes!

—¡Cómo que a quién se lo cuento, si solo hablo con tu familia, si aquí estoy sola, no tengo a nadie! ¡Por no tener, no tengo ni marido!

Al oír esto último se fue hacia mí, pero yo ya había alcanzado la puerta, que, aunque cerrada con llave, la mantenía puesta en la cerradura.

—Bueno, vamos a dejarlo, ¡vale ya!

—Pero, Yusef, si es que no tengo apoyo ni amparo de nadie. Estoy en un país extraño, me has traído engañada y, por si esto fuera poco, has comenzado a pegarme.

—¡Basta ya, te he dicho, y te lo vuelvo a advertir! ¡Cuidado con lo que cuentas!

Yusef ya no era el hombre al que yo conocí en Madrid; ni siquiera se le podía considerar persona. El muy cobarde se atrevía a maltratarme física y psíquicamente porque se sabía en superioridad de condiciones. Su rostro desfigurado por la ira me recordó al de una alimaña que acorrala a su víctima segura de su poderío físico, sintiéndose arropada por otras iguales que presencian el ataque sin realizar ningún movimiento para impedirlo, aun siendo conocedoras de la terrible injusticia.

Abrí la puerta y salí al patio, donde la familia permanecía todavía reunida. Me recibieron con sonrisitas de complicidad.

—Ama Ali, siéntate, que vamos a tomarnos un té —dijo Asima.

«El té de Judas», pensé. Se notaba de lejos que cotillearon a sus anchas en nuestra ausencia.

—Vale, sí, venga, vamos a tomar el té —contesté yo con un hilo de voz.

Debía seguir hacia adelante, no quedaba otra.