Capítulo 12

El sacrificio de animales

El recibimiento por parte de la familia de Yusef fue espectacular. Su madre, su padre, su hermana, los vecinos. Todos se mostraron contentísimos de mi regreso y yo, tranquila ante esta nueva situación de aparente calma. La mañana que siguió a mi llegada, mi suegra se me acercó con aire ceremonioso y me confió:

—Ama Ali, vente conmigo, que quiero enseñarte algo.

La obedecí sin rechistar siguiendo sus pasos, que me llevaron hasta el corral.

—Es tradición que las mujeres mayores enseñemos a las jóvenes los secretos para sacrificar a los animales que nos sirven de alimento. Si lo realizamos bien, Alá se mostrará contento y nos bendecirá. Hoy quiero que observes cómo degüello las gallinas y los pichones que luego nos comeremos. No se debe hacer de cualquier manera; hay que desangrarlos.

Escuchaba atentamente todo lo que me decía, mirándola fijamente a los ojos. «¡Qué mujer más dura!», pensé mientras ella continuaba impartiéndome doctrina.

—Recuérdalo siempre. Todos los animales deben desangrarse porque si no esa carne será impura y no se podrá comer.

Dicho esto, me arrastró cogiéndome del brazo hasta llegar al palomar. Abrió las tres puertas de aquella estructura de madera y continuó su explicación:

—Coge ese cubo, un saco y vente conmigo.

Ella se había llevado de la cocina un cuchillo de grandes dimensiones bien afilado y continuó con su lección. Realizando aspavientos con los brazos consiguió que todas las palomas levantaran el vuelo saliendo del palomar y que dentro solo quedaran las crías.

—Debes coger uno por uno cada pichón y quitarles algunas plumas del cuello para dejarlas en el nido. De esta forma, cuando vuelva la paloma, creerá que se han ido por iniciativa propia, porque ya han aprendido a volar. ¡Son muy inteligentes! Nunca les dejes ver lo que estás haciendo, porque si te descubren seguirán poniendo huevos, pero cuando nazcan los pichones, los matarán.

Yo la escuchaba con atención, asintiendo en todo lo que me decía con un leve movimiento de cabeza pero sin pronunciar palabra.

—A ti no te deben ver, las espantas. Una vez que se hayan ido, te pones a la altura del agujero de la puerta, agarras al pichón, le quitas unas plumas como te he enseñado antes para que la madre piense que ya es adulto y se ha independizado, las dejas en el nido y echas al animal en el cubo tapándolo con el saco. Mira, vamos a hacerlo.

Metimos en el recipiente unos cuantos pichones según sus indicaciones y, una vez dentro, ella les levantaba la cabeza agarrándoles del pico y les realizaba un corte seco en el cuello, después los introducía de nuevo en el cubo y allí los dejaba hasta que se desangraban. Yo, entre el embarazo, el calor y aquellas prácticas sanguinolentas, me encontraba fatal, pero parecía tan importante para ella explicarme todo aquel ritual con minuciosidad que me rehíce como pude y continué ayudando en aquella cruel matanza. Dejamos el cubo en el suelo, tapado con el saco, y nos dirigimos al corral de las gallinas.

—Ven para acá. Fíjate muy bien porque luego lo tendrás que hacer tú.

Cogió una gallina y, levantando su cabeza con firmeza por el pico, le propinó un tajo certero que casi le corta el cuello; acto seguido, la soltó. El ave salió corriendo, herida de muerte, dejando un reguero de sangre a su paso. Me entró una terrible flojera en las piernas: aquello me parecía una salvajada; yo no sería capaz de ejecutarlo, por mucho que quisiera complacer a mi suegra.

—Ama Yusef, me encuentro mal. No soy tan valiente como usted. No puedo hacerlo y menos viendo sufrir al animal de esta manera.

La gallina siguió corriendo de un sitio a otro con la cabeza medio arrancada, hasta que terminó por desplomarse en el suelo.

—Claro que podrás, ¡qué tontería! Solo tienes que acostumbrarte —me contestó, restándole importancia al asunto.

Había puesto a calentar una olla con agua y, cuando rompió a arder, introdujo a la gallina aún con algo de vida, agarrándola de las patas, una y otra vez.

—Venga, Ama Ali, hazlo tú también.

Agarré al bicho por las patas, ¡qué remedio!, y noté aún la vida en ellas, extinguiéndose. Apenas le quedaba un soplo, pero ¡qué martirio debía significar todo aquello para el pobre animal! Aún ardiendo, tirábamos de las plumas, dejando al descubierto una piel rosada amoratada. Mi suegra la abrió en canal, sacó sus órganos y comenzó a lavarla con abundante agua, embadurnando posteriormente la carne con harina y limón para blanquearla, y así la dejó en una bandeja en la nevera.

—Bueno, Ama Ali, ya has aprendido. ¿A que es muy fácil?

Le contesté con una tímida sonrisa, mientras pensaba para mí: «Jamás podría yo matar a un animal, y menos utilizando estas prácticas». Había oído hablar de que en España, en algunos lugares, también se sacrificaba de forma cruel a los animales, pero en la ciudad en la que yo vivía no era algo habitual o, al menos, yo no estaba acostumbrada.

Al ver la cara que se me debió de quedar, blanca como la pared de la fachada en la que nos encontrábamos, mi suegra lanzó una sonora carcajada que atrajo hasta nosotras a su hija. Las dos me miraban mientras reían a mandíbula batiente y una vez más me sentí ridícula, fuera de contexto. Con ellas no encajaría nunca, lo tenía claro. Acostumbradas a estas prácticas tan crueles, me consideraban una tiquismiquis, y a mí me horrorizaba su impasibilidad ante el dolor; irreconciliables posturas las nuestras.

—Lo hemos hecho por ti, Ama Ali, como ofrenda por haber llegado bien y para pedirle a Alá que tu embarazo continúe su curso correctamente —dijo mi suegra cogiéndome de los brazos y mirándome a los ojos dulcemente.

En total mató ocho piezas, cuatro gallinas y otros tantos pichones para cocinarlos en mi honor y agasajar a la familia. Al día siguiente la casa rebosaba de invitados; mis dos cuñadas con sus maridos, los niños y algunos tíos de Yusef degustaron ávidamente la magluba que preparamos con los animales sacrificados. Sentí rechazo al contemplar aquellas fuentes tan apetecibles de arroz con carne exquisita; una cosa era comerse un pichón sin haber presenciado su terrible final y otra muy distinta, haber formado parte de su sacrificio, pero no me quedó más remedio que claudicar, saboreando aquel menú en cuya elaboración había intervenido yo misma (había cocido patata y tomate). Más tarde añadí el guiso al arroz ya hervido con comino y azafrán. Por último, lo serví todo en varias fuentes y encima puse las gallinas troceadas y los pichones enteros.

—Ama Ali, para ti un pichón entero, que te dará mucha fuerza en el embarazo. ¡Alá nos conceda la gracia de que sea varón! —gritaba mi suegra mientras lo servía en mi plato.

Me sentía contenta experimentando tanto cambio a mi favor. «Por fin, Dios mío, me has escuchado.» Pero percibía más calor de cualquiera que de mi marido; él continuaba comportándose de manera fría y distante, aunque al menos se mostraba tranquilo, sin maltratarme. Necesitaba no molestarle ni ofenderle con ninguna frase o actitud que le pudiera perturbar para conversar tranquilamente con él de Eva. ¡Me preocupaba tanto!

Durante toda la semana recibimos visitas que nos traían presentes: el consabido azúcar, los vasitos, las tazas de café, etcétera. Contemplando aquel panorama tan halagüeño, me armé de valor y provoqué la conversación que tanto me preocupaba.

—Yusef, me gustaría hablar contigo de Eva. ¿Qué vamos a hacer con ella? ¿Nos la traeremos para acá? Está allí desprotegida. Mi padre ha muerto y mi madre carece de estudios y capacidad para educar a una niña de su edad; soy su madre y considero mi obligación hacerme cargo de ella y tú te casaste conmigo conociendo su existencia; incluso al principio de nuestro matrimonio la apreciabas. Necesito que me ayudes en esto, Yusef. Allí podemos trabajar los dos, tenemos casa propia; el dinero del paro me lo han ido ingresando en una cuenta bancaria y dispondremos al principio de nuestro regreso de una cantidad más que suficiente para ir tirando. Allí hay futuro. Volvamos a España, ya que tú no quieres que aquí nadie se entere de la existencia de Eva, porque yo, como comprenderás, no la puedo olvidar. ¡Es mi hija!

—Ya lo veremos más adelante. Tranquilízate.

—Pero es que yo necesito saberlo ya, sin que me des más largas.

—El único hijo varón de mis padres soy yo y les hago falta aquí. Debo cuidar de ellos.

—Cuando te casaste conmigo, no me advertiste de esto. Incluso cuando nos fuimos a casar, tus padres renegaron de ti, y si no llega a ser porque yo intercedí, ni siquiera te hablarías ahora con ellos.

—Las cosas, afortunadamente, han cambiado. El presente es otro muy distinto.

—¿Me estás diciendo que de aquí no nos vamos a mover?

—No lo sé.

—Yo lo necesito saber por Eva, no la quiero abandonar.

—Tu hija se encuentra bien cuidada por tu madre, ya pensaremos más adelante qué hacer.

—No tardes mucho en contestarme, Yusef. Este tema me mantiene en tensión y así no puedo vivir.