Capítulo 12

La primera mentira

Seguí yendo a casa de Amelia y Mohamed a tomar el té casi todas las tardes y un día mi cuñado insistió en hablar a solas conmigo.

—Loli, Yusef ha vuelto a Madrid —habían transcurrido dos meses desde su marcha—, pero se ha casado en Gaza, así que ten cuidado y no te veas con él.

Aunque no me sentía enamorada de Yusef, la noticia me cayó como un jarro de agua fría. No entendía nada. «¡Cómo son estos árabes!», pensé, pero sin darle demasiada importancia.

—Me he enterado por mi familia de que se ha casado allí. A ver si te va a venir a buscar y quiere algo contigo. No le hagas caso; ya te seguiré contando —continuó diciendo Mohamed, y en sus palabras se apreciaba buena intención. Quería protegerme.

Y, efectivamente, Yusef me fue a buscar a la zapatería un día por la tarde, poco antes de la hora de salida.

—Hola, Loli, ¡qué alegría verte de nuevo! Ya he vuelto de Palestina para quedarme durante mucho tiempo en Madrid. He terminado la carrera, pero ahora debo hacer el doctorado.

Yo le recibí seria, aportando al tono de mi voz una severidad intencionada.

—Hola, Yusef, si quieres salimos a dar un paseo, pero no sé de qué vamos a hablar. Quizá pretendas contarme que te acabas de casar en tu país, ¿no? Eso me gustará, que me describas cómo ha sido la ceremonia y los pormenores del enlace —le contesté en tono irónico.

—Pero ¿quién te ha dicho eso?

—Me lo ha dicho Mohamed, y no disimules porque me creo todo lo que me ha contado.

—Eso no es cierto, lo que he hecho es un documento de compromiso, pero se puede romper cuando yo quiera.

—Pero ¿por qué te has comprometido con una mujer? Eso es que pretendes casarte con ella. No es que me importe, pero me gustaría que jugaras limpio. No entiendo por qué, después de esto que me ha contado Mohamed y que tú ni siquiera puedes desmentir, vienes hoy u buscarme a mi trabajo como si no hubiera pasado nada. Esto que haces no está bien, Yusef.

—Te estoy contando la verdad, Loli. No me he casado, te lo aseguro, y lo diré delante de Mohamed si así lo quieres.

Estábamos paseando por un jardín cercano, la vegetación exultante adornaba los recodos de las veredas y perfumaba nuestra conversación, sobre todo los rosales de copa que expulsaban a nuestro paso un delicioso aroma. Pensé que, después de lo pasado, poco importaba esto. Cerré los ojos para notar más intensamente lo que me decían mis sentidos, mi olfato, mi oído, mi piel. Me acordé de Ángel una vez más y de nuevo le eché de menos. «¿Por qué te has ido, Ángel, por qué me has abandonado tan pronto? ¡Cuánto te necesitamos tu hija y yo! ¿Qué hago aquí sin ti, vida mía? ¿Qué hago al lado de este hombre que no conozco apenas? Tendrías que ser tú quien estuviera a mi lado, besándome, contagiándome tu risa joven y fresca.» Qué terrible angustia la de estar enamorada de un hombre que ya solo existe en el recuerdo, de un fantasma del pasado que ya no volverá. Y maldije una y mil veces mi mala suerte; él, al fin y al cabo, se había ido para siempre y ya no sufría, pero yo me había quedado aquí, con nuestra hija, pensando en él, en sus caricias, en sus risas, en sus besos, en sus miradas. Una vez más me desesperé con su recuerdo.

Nuestra siguiente cita fue en casa de Amelia y Mohamed, como siempre para tomar el té. Nada más entrar, cuando vi que Yusef también estaba presente, le dije a mi cuñado:

—Oye, Mohamed, me dice Yusef que él no se ha casado, que solo ha hecho un papel de compromiso y que lo puede deshacer.

—Ya, Loli, pero ese papel en nuestro país es ley. Yusef se ha comprometido a casarse con esa mujer y, según nuestras costumbres, así debe hacerlo.

Yusef intervino en la conversación.

—No, Mohamed. Ya he llamado a mis padres y les he dicho que deshagan el compromiso, que hablen con esa familia porque no me voy a casar.

—Bueno, si eso es cierto, entonces no tengo nada que decir —contestó Mohamed, acompañando sus palabras con un gesto dubitativo, interrogante e incluso algo burlón, como si no se terminase de creer lo que estaba oyendo—. Pero vuelvo a decirte —continuó— que si has firmado un documento persiste el compromiso de casarte con esa mujer y para nosotros eso es sagrado.

Yo, en aquella época, no conocía sus normas, ni sus leyes, ni sus costumbres. Lo extrapolaba a España, donde te podías comprometer o deshacer el compromiso cuando te viniera en gana. Años más tarde, cuando estuve viviendo allí, descubrí que tenía razón Mohamed. Cuando un palestino firma ese documento es como si estuviera ya casado, a falta de consumar el matrimonio; romper ese papel significaba deshacer el casamiento por no haber tenido relaciones sexuales.

Cuando Yusef se despedía para marcharse, me pidió que le acompañara a la calle. Quería hablar un rato conmigo.

Los coches, aparcados junto a las aceras, ponían la única nota de color. Una farola iluminaba el pavimento mojado (había llovido durante toda la tarde). Nos cruzamos con dos vecinas ávidas de información sobre nuestras vidas; se notaba por sus miradas escurridizas que inspeccionaban nuestros cuerpos, nuestras actitudes, para poco más tarde contárselo a otras igual que ellas, deseosas de recibir noticias, impacientes por descubrir aspectos de otras existencias que no fueran las suyas; así de rutinarias y monótonas debían de ser sus vidas. Pero las disculpé, pues solo eran unas chismosas. No suponían ningún peligro. Las conocía desde niña y sabía perfectamente cuáles eran sus gustos y debilidades. Parecían cortadas por el mismo patrón: entradas en carnes, de mediana estatura, el pelo corto y cardado. Solo se ponían sus mejores galas los domingos, para salir con el marido a dar un paseo o para ir a misa. El resto de la semana se conformaban con la bata, tan cómoda en cualquier estación del año. Escuchaban todas las tardes su radionovela preferida y, al caer el sol, se reunían o hablaban puerta a puerta contándose unas a otras las incidencias del día.

—Mi Carlos se ha colocado muy bien en el taller mecánico de la esquina. Es mu majo el chaval que lo lleva, sobrino de Pascual el carnicero —la que hablaba era Elvira, que regentaba una pequeña tienda de ultramarinos dentro del mercado y mi madre siempre le compraba a ella el aceite, el azúcar a granel, los rollos de papel higiénico El Elefante y alguna cosa más de primera necesidad.

—Mi Pili ha entrado de aprendiza en la peluquería de Juani y también estamos contentos, parece que le gusta el oficio, y así, de paso, tengo a la peluquera en casa —le contestaba Manoli, que vivía justo enfrente de nuestro edificio.

—Pues este sábado nos vamos toda la familia al pantano de San Juan a pasar el día... —comentaba Pauli, la lechera. En su tienda se vendían huevos, yogures, hielo... y poco más.

Yo intuía que con frecuencia mi vida debía de ser el foco de sus conversaciones.

Yusef y yo caminamos un rato soportando un silencio denso y plomizo. No hacía frío, pero yo estaba destemplada. Por fin me cogió de los brazos con sus manos huesudas y fuertes obligándome a mirarle.

—Loli, lo que yo quiero es casarme contigo y con nadie más, ¿no lo entiendes?

Nos miramos fijamente a los ojos; los suyos parecían convincentes, los míos tristes y rebosando lágrimas que comenzaron a resbalar por mis mejillas. Ni yo misma sabía por qué lloraba, pero no podía impedirlo. Él me besó en los labios, sin ningún apasionamiento, de forma pausada y serena, y yo me dejé hacer, ansiosa de cariño, implorando con mi gesto un poco de ternura.

Deseaba que llegara este momento (era mi salvador, el que me libraría de mi madre), pero no me lo esperaba en absoluto. Me pilló desprevenida. Aún hoy no puedo entender por qué motivo un hombre musulmán, soltero y joven se quiso casar conmigo, viuda y con una niña pequeña. Analizándolo de manera retrospectiva, creo que lo hizo para conseguir la nacionalidad española y regularizar sus papeles. Así tendría su vida resuelta mientras hacía el doctorado, pero tampoco lo podría asegurar. ¿Quién sabe?

—Pero ¿lo has pensado bien? —le contesté—. Ya sabes que yo tengo una hija y que para mí es lo más importante del mundo.

—Ya te he demostrado, Loli, que a mí eso no me importa. Todo lo contrario: le he cogido mucho cariño a la niña y estoy dispuesto a ser un buen padre para Eva.

Era perfecto, parecía que este hombre nos quería a las dos y con él recuperaría una familia propia apartándome por fin de las garras de mi madre y educando a mi hija como yo creyera conveniente. Estaba viendo día tras día que perdía a Eva y esta era una buena ocasión de recuperarla.

Al día siguiente, a la hora de la comida, se lo dije a mis padres. El sol caía a plomo sobre nuestra casa y el calor era agobiante. Las persianas del salón estaban cerradas para impedir el paso de la calorina callejera. Eran de madera, de color verde y permitían la entrada de algunas rayas de luz que entrecortaban nuestros rostros. El ventilador de pie construía una atmósfera más llevadera, esparciendo el aire caliente por todo el comedor y contribuyendo a crear una sensación refrescante a los sentidos.

—¡Otro palestino! —dijo mi padre con cara de susto.

Ellos le conocían por sus continuas visitas a casa de mi hermana y alguna vez se habían saludado por la escalera.

—Sí, papá, otro palestino. La única condición que le he puesto para casarme con él es que la boda debe ser por la Iglesia católica. Es mi religión y así lo deseo, y me ha dicho que acepta lo que le pido.

Me había casado con Ángel por la Iglesia y quería hacerlo del mismo modo con Yusef. La boda de mi hermana no duró más de cinco minutos y no parecía una ceremonia. ¡Fue algo tan frío!

Mi madre permanecía callada; poco tenía ya que decir, según se habían puesto las cosas entre nosotras en los últimos tiempos. Miraba la escena con cara de circunstancias, pero yo no hacía caso de sus gestos y me centraba en mi padre.

—Muy bien, hija, si tú crees que es lo mejor para ti y para Eva, pues adelante. Nosotros no somos quiénes para impedirlo. Ya eres una persona adulta y lo único que queremos es que te vaya muy bien. Sabes que siempre puedes contar con nosotros. Enhorabuena, cariño —y mi padre, tras decirme estas palabras, se levantó y me abrazó tiernamente mientras se le escapaban unas lágrimas.

Mi madre se incorporó de la silla y comenzó a recoger la mesa. Almacenaba, como una autómata, los platos, los vasos, los cubiertos, las servilletas, y los colocaba en la encimera de la cocina. Parecía que le habían dado cuerda. Mientras yo permanecía abrazada a mi padre, recordé su imagen cuando mis hermanos y yo éramos pequeños. Todos los domingos nos acompañaba a misa de doce, con su sombrero, muy elegante. Nosotras llevábamos velo y manguitos. Llegábamos a la iglesia sin haber desayunado para poder comulgar y al salir de misa todos juntos íbamos a tomar el vermú (los niños un refresco con patatas fritas). Ese recuerdo me emocionó y me apreté fuertemente contra su pecho. ¡Cuántas cosas me habían ocurrido desde entonces, pero qué cercano me parecía todo! Aún no era consciente de lo que me quedaba por sufrir.