Capítulo 8

Una nueva vida

Cuando llegamos a Barajas y descubrí entre la gente la figura de Agustín, esperándonos en la puerta de «llegadas», un viento frío recorrió mi cuerpo. Convivíamos juntos desde hacía tres meses y había aprovechado esos días de nuestra ausencia para pintar el piso y acondicionarlo. El encuentro fue efusivo y muy cariñoso por su parte. Intentó, nada más verme, besarme en los labios, pero yo le puse la mejilla; estaba distante, lo sabía, y no podía remediarlo. Una voz infernal me decía que mi querido Agustín me iba a rechazar en cuando le contara lo ocurrido. Mis temores a un posible embarazo me perturbaban enormemente. Una voz interior me anticipaba una serie de acontecimientos apocalípticos. Mi vida volvería a convertirse en una cueva negra, donde solo yo tendría cabida.

Habíamos permanecido en Gaza quince días y aún nos quedaban otros tantos de vacaciones. Dejamos a mi madre en su casa y nosotros nos dirigimos a la nuestra.

—Si os apetece, mañana hacemos alguna excursión —nos dijo Agustín alegremente, derrochando mano izquierda—. Además, este mes tengo conmigo a Miguel Ángel.

—Bieeeen —gritaba Eva.

—Sí, pero ahora estamos muy cansadas. Mañana lo hablamos.

Se lo dije en un tono de preocupación y angustia que no le pasó desapercibido. Nos deseábamos con todas nuestras fuerzas, pero ¿qué le iba a contar cuando quisiera hacer el amor conmigo? Ni siquiera sabía si estaba embarazada de Yusef.

Ante Agustín me sentía como una adolescente cuando se enamora por vez primera, pero, después de todo lo que había ocurrido, debía renunciar a él. Estaba convencida de ello. Yo misma me sentía sucia, y él no podría entender lo que Yusef me había hecho. Ningún hombre sería capaz de hacerlo, pensé.

Mis reflexiones eran torpes, cargadas de simplicidad, primarias, fruto de la desesperación y la incertidumbre. Llegué a pensar que, si me encontraba embarazada de Yusef, sería un mensaje del cielo para que volviera al lado de mis hijas, a las que seguía añorando intensamente. Pero ¿cómo iba a volver al infierno? Sabía perfectamente lo que allí me esperaba. Mi cabeza no paraba de maquinar posibles soluciones, pero ninguna era buena. Qué desolación. Qué mala suerte había tenido en la vida. Nadie me podía ayudar ya. Estaba acabada. Mis hijas abandonadas a su suerte allí, en Gaza, y yo en España, con la vida destrozada. Y todo por culpa de Yusef, mi verdugo. La persona que me había sometido a todo tipo de vejaciones, abusos, insultos, agravios.

Habíamos llegado ya a casa, los niños bajaron a jugar a la calle y yo continuaba ensimismada en mis pensamientos, cuando la voz de Agustín me devolvió a la realidad.

—Estás mal —afirmó con contundencia.

—¿Por qué lo dices?

—Te lo he notado desde que llegaste. ¿Me has dejado de querer?

—En absoluto. Es que han pasado muchas cosas, cosas terribles que me han destrozado por dentro.

—Cuéntamelas y te desahogas.

—No puedo.

—Venga, cuéntamelo, y si lo podemos arreglar juntos, pues muy bien, y si no, ya se verá. Te sigo queriendo con toda mi alma.

Me puse a llorar en silencio, mirándole a los ojos fijamente, intentando transmitirle con mi mirada todo mi amor, suplicando comprensión y apoyo.

—¿Qué te atormenta, Loli? Cuéntamelo, por favor.

Y comencé a hablar, mientras las lágrimas recorrían mis mejillas. Le narré todo, omitiendo los detalles que solo podían aportar morbo al relato. Él me escuchaba atento, sin perderse ni una sola palabra, ni uno solo de mis gestos.

—No sé lo que tengo que hacer ahora. A lo mejor es que Dios me ha puesto esta prueba y si estoy embarazada, es que tengo que volver a Gaza.

—No digas eso ni en broma, mi amor. Si estás embarazada, ese hijo es mío. ¿Tú me quieres?

Me quedé paralizada al oír sus palabras.

—Sí —le contesté.

—Pues yo te adoro desde que éramos niños y quiero vivir contigo toda la vida, si tú me dejas. Si Dios permite que tengas otro hijo de ese hombre, no será de él. Va a ser mío y lo vamos a criar juntos, tú y yo. Eso sí, no quiero que vuelvas a ir nunca más allí sola, nunca. Si alguna vez vuelves a ver a tus hijas, y entiendo perfectamente que lo hagas, iré yo contigo. Yo siempre a tu lado. Tú ya no vas a ir nunca más sola. ¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

Nos abrazamos y me sentí la mujer más importante y afortunada del mundo por haber encontrado un hombre así.

Deshecha en lágrimas, le repetía:

—Agustín, no te merezco, no te merezco. Amor mío, te quiero tanto.

—¿Cómo que no? Tú eres muchísimo mejor que yo, eres un ángel.

Hicimos el amor enloquecidos de pasión; nuestro deseo no tenía fin.

—He temido tanto perderte. Pensé que no lo comprenderías, que no lo podrías superar.

—¿Qué cosas dices, mi amor? Cuando tú quieras nos casamos. Hacemos lo que tú me pidas.

Sus palabras eran un bálsamo para mí. Sabía que era un hombre maravilloso, pero no hasta ese punto. La gran losa que pesaba sobre mis espaldas se convertía en plumas, muy ligeras de llevar y más ligeras aún porque me ayudaba el amor de mi vida.

Agustín me daba todo lo que yo necesitaba: apoyo, comprensión, amor, deseo. Descansé tranquila por primera vez en muchos años, pero cuando verdaderamente encontré la paz fue aquella mañana en la que descubrí que me había bajado la regla.

Loca de contenta, se lo grité a Agustín en cuanto aquella tarde entró en casa.

—Bueno, cariño, ¿ya estás tranquila? —me contestó fingiendo desinterés, aunque estaba segura de que para él también era un alivio. —Sí, me tenía muy preocupada, no te voy a engañar.

A los tres meses de estar en Madrid, me llamó por teléfono Amelia.

—Loli, nos hemos enterado de que cuando has estado en Gaza te has casado por la religión musulmana con Yusef.

—Sí, hermana. Me ha vuelto a engañar. Me contó que íbamos a firmar un documento, una especie de convenio regulador, que nos favorecía tanto a las niñas como a mí, y que vosotros seríais los testigos. Fue terrible.

—Pues yo ahora te aconsejo que no vuelvas por aquí bajo ningún concepto.

Entonces le conté a Amelia todo lo que me había ocurrido en esos días. Ella se quedó horrorizada.

—Los rumores en el pueblo son estos: al aceptar ser su segunda mujer, él y su familia te pueden obligar a quedarte cuando vuelvas dentro de dos años. Además, al no tener tú la documentación palestina en regla, si engendraras más hijos suyos, figurarían como si fueran de su mujer árabe. Tú parirías, pero sería otra la que tendría los derechos sobre esos hijos.

—Muchas gracias por la información, Amelia, pero te tengo que dar buenas noticias. Estoy muy enamorada de Agustín [ella lo conocía desde que éramos pequeños] y estamos creando juntos una familia preciosa. Por el momento no pienso volver a Jabalia. Aunque el recuerdo de mis hijas me sigue atormentando, ahora tengo el apoyo de mi pareja y somos muy felices. A ellas las seguiré llamando por teléfono periódicamente y les mandaré sus regalos de cumpleaños y Navidad, pero por el momento no las podré ver, lo sé. Quizá pronto cambie nuestra situación y se produzca un milagro, ¿quién sabe?

Amelia estaba indignada por las vejaciones y violaciones a las que me había visto sometida por parte de ese hombre. Decía que si se lo encontraba no sabía cómo reaccionaría.

—Es un sinvergüenza y un cobarde —repetía encolerizada—. Yusef ya tenía pensado retenerte. Por eso te quitó el pasaporte, pero mamá le fastidió el plan. De buena te has librado, hermana.