Capítulo 10

Mis padres

—¡Cállate de una vez, maleducada! Lo que yo digo es lo que se hace en esta casa y no hay más que hablar. Soy tu madre y tú no eres nadie. Debes obedecerme en todo lo que yo te ordene, que para eso estás en mi casa, y no me repliques.

Este era el discurso habitual de mi madre. Con este día a día nos educó a mi hermano Pepe, a Amelia y a mí. Con mi padre no se llevaba mal, aunque siempre protestaba porque a él le gustaba mucho la caza y eso ella no lo soportaba. Como ya he dicho antes, mi padre tenía una cerrajería y había hecho una peña con otros pequeños empresarios del barrio con los que se iba al campo casi todos los fines de semana.

—Si queréis os podéis venir, pero ya sabéis que a las cuatro de la mañana hay que salir —nos decía en época de caza.

Y cualquiera se daba ese madrugón. Yo creo que, además de que le gustara la caza, la pesca y salir con los amigos, también huía del autoritarismo de mi madre. Puede que evitara estar en casa por este motivo.

Lo que ella dijera es lo que se hacía, y si le apetecía nos levantaba a mis hermanos y a mí a las cuatro de la mañana y todos teníamos que ir al campo. Íbamos a una casa en el centro de Iruestes, un pueblo de Guadalajara, que alquilaban los miembros de la peña; a unos doscientos metros del centro del pueblo estaba la piscina municipal, donde pasábamos casi todo el día con las familias de los amigos de mi padre. Recuerdo en el jardín los parterres de lavanda dibujando una continuidad visual, olorosa y cromática, las mesas y bancos de granito sin pulir al lado, la melodía del viento en las ramas de los pinos piñoneros, los cedros, los olivos a los que nos subíamos para retarnos a ver quién se tiraba desde más alto, y el olor a hierba salpicada por el rojo intenso de las amapolas inodoras aunque bellísimas, las lilas perfumando nuestros juegos y la hiedra aferrada a los muros de la vieja casona. Recuerdo también esos amaneceres rojos y malvas y el perfume de una zarzamora que crecía fuera, en el muro de entrada, cuyo fruto constituía una rica golosina para nosotros; sus espinas rasgaban nuestras pieles infantiles, lo que solucionaba mi madre echándonos alcohol (¡cómo escocía!), y las lagartijas que se paseaban por las piedras con sus movimientos cíclicos, y las margaritas que deshojábamos preguntándoles cuestiones relacionadas con el futuro: «¿Mi novio será guapo? Sí, no, sí, no, sí, no... Sí, ¡me ha salido que sí! ¿Papá me comprará la muñeca que tanto me gusta?», y otra margarita pelada. Resultaba divertido adivinar a través de ellas el porvenir, como buscar tréboles de cuatro hojas o jugar a «¡Tú la llevas!».

Mi madre nos organizaba la vida a todos, aunque mi padre no se dejaba dirigir e iba por libre. Llegaba a casa a la hora de comer, después de trabajar en su cerrajería durante toda la mañana. Le gustaba mucho la cuchara, por eso mi madre cocinaba con frecuencia legumbres y platos de puchero. Él se sentaba en la gran mesa del comedor y daba buena cuenta de las viandas. A mi madre entonces se le relajaba el gesto por unos minutos para enseguida rehacerse en su actitud habitual y le malmetía, siempre quejándose y contándole nuestras «fechorías» infantiles. Mi hermano y mi hermana se llevaban tan solo unos meses y sus peleas eran continuas, por cualquier nimiedad. Los dos querían los mismos juguetes o sentarse en una determinada silla: el caso era discutir, y mi madre se enzarzaba con ellos hasta terminar pegándoles con la zapatilla o con la mano, daba lo mismo. Yo me salvaba porque era la pequeña e iba más a mi aire, pero ellos terminaban magullados y llorando. Mi hermano se metía debajo del armario, aunque la pierna de mi madre se alargaba hasta allí pateándole implacable. Más tarde llegaba mi padre de la cerrajería y mi madre le daba su versión de los hechos. Entonces era aún peor porque él solía castigar a mis hermanos con lo que más les dolía: no salir a jugar a la calle con los otros chicos del barrio, ¡le teníamos tanto respeto! Mi casa era un matriarcado machista, donde prevalecía el criterio materno, pero se rendía pleitesía al hombre, que en este caso eran dos, mi padre y mi hermano, que gozaban de todos los privilegios. Nosotras les debíamos complacer y servir: limpiábamos la casa, hacíamos las camas, fregábamos los cacharros... Ellos se dejaban hacer.

Yo adoraba a mi padre, quizá porque le veía poco, tan solo a la hora de la comida, en la cena o algún fin de semana en el campo, y así nuestra relación no se desgastaba. Me parecía guapísimo, con ese bigote tan característico suyo, como un galán de cine; alto, de nariz griega, ojos castaños y frente ancha rodeada de cabellos ondulados. Sus mejillas morenas estaban marcadas por unos hoyuelos muy varoniles que se le acentuaban cuando reía y en la barbilla también luda uno que Ne la dividía en dos partes. A su lado me sentía protegida, como en los días de invierno cuando ves la escarcha desde la ventana de tu casa y te sabes a salvo del frío. Le asociaba siempre con acontecimientos agradables, como las vacaciones, cuando nos llevaba a toda la familia a Caldas de Reyes, en Pontevedra, su pueblo natal. Recuerdo el color blanco que predominaba en la casa de mis abuelos, presente en paredes, cortinas y colchas de las camas. También me vienen a la memora las estancias bañadas de una luz extraordinaria, la viguería y las ventanas de madera, la lamparita de cristal de Bohemia en la mesilla de noche de su dormitorio, donde a veces yo dormía la siesta reposando la mejilla en la almohada blanca, bordada a mano por alguna antepasada mía. Me acuerdo de los ruidos misteriosos que hacían los muebles de madera y que constituían uno de mis miedos infantiles, o H trinar lejano de los pájaros que a veces se entremezclaba con el sonido chirriante de un reloj de cuco que cada hora perturbaba nuestro sosiego y que a los niños nos encantaba.

El pueblo era de cuento, con ríos cristalinos, aguas termales, balneario y un mesón, que había sido un antiguo molino, donde íbamos a veces a comer. Mis padres alquilaban todos los años una casa muy cerca de la de mis abuelos, aunque solo la utilizábamos para dormir y el resto del tiempo disfrutábamos de la familia. Me acuerdo de que nos ponían para desayunar vino tinto con pan porque decían que llegábamos de Madrid muy blancos y así nos salían los colores. Y lo bien que nos lo pasábamos en el parque, donde se celebraban las fiestas del pueblo.

Mi padre nos llevaba allí y a los tres o cuatro días volvía al trabajo, a su cerrajería (que siempre permanecía abierta), dejándonos solos con mi madre y mis abuelos. Ellos me contaron que mi padre tuvo una novia antes de casarse con mi madre, pero que se ahogó en el mar, y este siniestro acontecimiento significó un gran trauma para él, que solo tenía veintidós años. A los veinticinco se casó con mi madre, una sevillana alegre y extravertida de dieciocho años que con el tiempo se convirtió en la mujer autoritaria y severa que yo conocí. Siempre tuvo un código de conducta intransigente y abundante para juzgar las cosas que hacíamos los demás, y otro muy benevolente para regirse ella misma. A mí nunca me pareció tan guapa como mi padre, aunque debió de serlo. Yo la recuerdo siempre entradita en carnes, ojos expresivos y vigilantes que cambiaban de color según la luz que les diera (verdosos, marrones, pardos...), mirada acusadora y aquejada constantemente de una ansiedad injustificada.

Cuando yo me quedé viuda, mi padre se volcó conmigo dándome todo su cariño y apoyo, y sin embargo mi madre me quitó a mi hija en un momento en el que yo carecía de capacidad de reacción por la inexperiencia y por el drama que me tocaba vivir. Creó en su pensamiento una personalidad para mí (mujer malvada que quería quitarle a su nieta) que no tenía nada que ver con la real (pobre niña asustada y vapuleada por su cruel destino) y me convirtió en su enemiga. Tenía que soportar cómo le decía a mi hija que la llamara mamá y no abuela.

—No equivoques a Eva —le decía mi padre—, la niña tiene su madre y tú eres su abuela.

Yo sentía un dolor profundo ante este comportamiento, pero al mismo tiempo la protección de mi padre me daba fuerzas para seguir adelante. Sus ojos profundos acariciándome con la mirada me infundían el valor suficiente para continuar.

Al margen de las desgracias que se cernieron sobre mí, creo que mi madre tiene mucha culpa de todo lo que he sufrido. Si hubiera sido una mujer comprensiva, si hubiera oído de su boca alguna palabra de consuelo que yo necesitaba con desesperación, si hubiera salido de sus labios: «Hija, tienes que estar tranquila, que entre todos vamos a sacar a tu niña adelante», si hubiera tenido una madre que me hubiera expresado las cosas tal y como yo se las diría a una hija mía..., pero siempre fue déspota y autoritaria conmigo. Yo creo que sentía celos porque hubiera querido tener más hijos y no pudo. Padecía un problema de glándulas y con la medicación que tomaba no se quedaba embarazada, aunque con cuarenta y dos años ella lo deseaba fervientemente. Por aquellos años, empezaba ya con los desarreglos de la menopausia y cada dos por tres nos daba la noticia.

—Creo que estoy embarazada. Se me está retrasando mucho la menstruación este mes y los síntomas que tengo son de embarazo. Me noto mareada por las mañanas.

Estas palabras provocaban una reacción inmediata en mi padre, que la colmaba de regalos, le traía ramos enormes de rosas rojas que perfumaban nuestra pequeña casa durante días, o algún anillo bonito. Pero luego, con la bajada del periodo, llegaba la desilusión y el estar una temporada con un carácter endemoniado.

Nunca me trató con demasiada consideración, y con la niña por medio los sentimientos se dispararon. Agradezco infinitamente a mi padre que siempre estuviera al quite, defendiéndome y apoyándome.

En medio de esta situación no es de extrañar que cuando conocí a Yusef en la boda de mi hermana Amelia fuera para mí como una tabla de salvación. Vi en él un hombre que se interesaba por mí, ¡a pesar de tener yo una hija!, y pensé que debía aferrarme a ese tren, que probablemente fuera el último.