Capítulo 4

Regreso a Jabalia

Cuando ya tenía el pasaje de avión que me devolvería a mi infierno particular, donde debía intentar por todos los medios rescatar a mis hijas, o al menos comprobar la situación en la que se encontraban, llamé a mi hermana Amelia para que ella y su marido me fueran a buscar al aeropuerto. Acordamos que me esperarían en la aduana, en el paso fronterizo de Eretz, hasta donde yo debía llegar en un taxi. Y así lo hicimos.

Dos años atrás había salido de estos territorios casada y esperando volver a ver a mis hijas en un corto periodo de tiempo. Entonces nunca imaginé que volvería a ellos desesperada.

Mohamed me esperaba solo y me alargó la mano a modo de saludo. Nos subimos a su coche y me condujo hasta Beit Hanún, donde ellos vivían aún en la casa de sus padres (todavía no habían finalizado las obras de la vivienda nueva que se estaban construyendo). El viaje fue corto y triste, sin casi pronunciar palabra ninguno de los dos, por aquel camino pedregoso que yo tan bien conocía ya. Llegamos por fin a la casa. Amelia estaba esperándonos en la puerta con los niños. Durante un segundo nos miramos. Nunca me atreví a preguntárselo; sin embargo, en ese breve espacio de tiempo desde que bajé del coche hasta que la abracé, creo que las dos pensamos en lo mucho que había cambiado nuestra vida y lo mucho que habíamos sufrido desde aquel día en que conocimos a Mohamed en la Gran Vía de Madrid. Pero en ese momento no nos dijimos nada. Nos abrazamos como siempre con mucha ternura y, tras los primeros saludos, le pregunté:

—Hermana, ¿cómo vamos a dormir?

Ellos seguían todos juntos en aquella diminuta habitación y resultaba increíble que cupiera alguien más.

—No te preocupes, nosotras dos dormiremos en la habitación con los niños y él ya se las arreglará. Que duerma donde quiera.

—Qué vergüenza, Amelia, ¿cómo voy a echar a Mohamed de su propia cama?

—No pasa nada, será por poco tiempo. Tú no te preocupes.

—¿Dónde está el servicio?

—En el patio.

—Pero, Amelia, ¿cómo puedes vivir en estas condiciones?

—La casa nueva está a punto de terminarse y cuando nos mudemos todo será distinto. Allí tendremos hasta ducha.

—Me siento un poco incómoda y sudada del viaje. ¿Dónde me puedo lavar?

El calor era insoportable, pegajoso.

—Ahora entro yo contigo y te preparo el barreño.

Y acto seguido me hizo pasar a una cuadra en la que tenían un pozo con una bomba de agua que funcionaba con gasolina. Me indicó que me pusiera de pie dentro del barreño y ella me fue echando por la cabeza cubos de agua templada. Yo me enjaboné de arriba abajo y, cuando terminé con la operación limpieza, le pedí de nuevo a Amelia que me aclarara, utilizando el mismo sistema de antes, cubo va, cubo viene. Me dio mucha pena de ellos. La mayoría de los palestinos vivían en unas condiciones infrahumanas y con ninguna esperanza de que eso pudiera cambiar. No sucedía en sitios concretos, pues prácticamente la pobreza se cebaba con toda la población. Por lo que yo había podido comprobar, sufrían de igual manera todo tipo de miserias y carencias.

El agua me recuperó el ánimo. Una sensación agradable me invadió; presentía la cercanía de mis hijas. Sabía que muy pronto las iba a ver, y eso me inundaba de felicidad, a pesar de tanta circunstancia adversa. Ni siquiera pensaba en el peligro que podíamos correr. Mis sentidos se alertaban únicamente por la presencia cercana de mis niñas.

—Loli, así no puedes andar por aquí. Quítate la ropa que traes y ponte esta. Ni mi suegra ni mis cuñadas consentirían que fueras así vestida —me avisó Amelia mientras me entregaba una de sus chilabas.

Le hice caso inmediatamente, sin rechistar, y una vez más, vestida de palestina, brotó un rechazo visceral en lo más hondo de mi corazón. Cuando yo veía en España una musulmana con pañuelo, no le obligaba a que se lo quitara. ¿Por qué ellas me imponían a mí que me lo pusiera? «Otra vez así no, por favor, no puedo», pero pensé en mis hijas y me recompuse. Saqué de la maleta todos los juguetes que traía para mis sobrinos y las dos nos unimos de nuevo al grupo familiar, que esperaba nuestra llegada en el patio (el suelo era de arena y parecía que estábamos en la calle). Los niños se entusiasmaron con los juguetes: el chico chutando el balón y las niñas mirando embelesadas las muñecas de cabellos rubios, que movían sus ojos azules de arriba abajo. Vecinos y familia se habían reunido, como era tradicional, para darme la bienvenida, y yo, sonriente y despreocupada en apariencia, tomé el té con ellos y conversé en árabe, tratando de corresponder a su cordial hospitalidad. Así pasamos la tarde, hasta que conseguí hacer un apartado con Amelia para preguntarle lo que a mí me interesaba, el asunto por el que yo había regresado a Gaza: ¿cómo y cuándo iríamos a ver a mis hijas?

—Ahora, cuando llegue Mohamed, lo hablamos todo con él —me contestó Amelia.

—¿No las habéis visto vosotros en todo este tiempo?

—Yo no, pero Mohamed dice que sí. Según me ha contado, están bien, no te preocupes.

—Amelia, a veces no te entiendo. ¿Por qué no has ido a verlas? Eres su tía, y supongo que no te iban a negar que las visitaras.

—Compréndelo, Loli, y no me juzgues a la ligera. Hemos estado muy liados con el tema de la casa y Mohamed no ha tenido tiempo de llevarme.

Después de dos años, pensé yo. ¡Dios bendito!

—A ver si ahora nos va a decir lo mismo, que está muy liado y no nos lleva —le contesté cargando el tono de mi voz con toda la ironía de la que fui capaz.

No entendía el comportamiento pasivo de mi hermana. Se trataba de sus sobrinas, de su sangre.

—Yo he venido para verlas y pretendo hacerlo todos los días. Si me hacéis el gran favor de llevarme vosotros, al menos el primer día, os lo agradeceré infinitamente, y luego que me indique Mohamed dónde se cogen los taxis y ya podré ir yo sola.

Así planificábamos Amelia y yo la estrategia a seguir, cuando llegó mi cuñado y se unió a nuestra conversación.

—No te preocupes, mujer, que ya te llevo yo todos los días.

—Pero Mohamed, eso no puede ser, porque yo he venido con billete de ida y vuelta, para permanecer aquí un mes, y no puedo permitir convertirme en una carga para vosotros. Señálame, por favor, dónde está la parada de taxis, y así dispondré de más independencia. Los primeros días os agradezco muchísimo que me acompañéis, pero los siguientes ya me parecería un abuso por mi parte, con todo lo que vosotros tenéis que hacer a diario.

A la mañana siguiente nos pusimos en camino, sin una idea concreta de cómo actuar. Y Mohamed propuso:

—Tú no tienes nada que ocultar, no has hecho nada malo. Llama directamente a la puerta, y a ver cómo reaccionan.

—Mohamed, pero es que me da miedo, no sabes cómo son. Hace dos años que no sé nada de ellos, desde que Yusef me dijo por teléfono que se había casado con otra mujer.

—Debes salir de dudas, Loli. A partir de ahí vas a comprobar si puedes estar con tus hijas o tienes que verlas a escondidas.

Llegamos a la puerta de la casa. El corazón se me salía del cuerpo. Los recuerdos, tan dolorosos, se acumulaban en mi cerebro, haciendo que el miedo se apoderara de mí y me sometiera a un sufrimiento atroz. Mi inseguridad era total, absoluta, salvaje, destructiva. ¿Cómo me verían ellos, que me sujetaron uno de cada brazo para impedir que cayera al suelo desvanecida? La tensión nerviosa era extrema.

—Tranquila, Loli. Los dos estamos a tu lado. Vamos a entrar contigo. Nada te puede pasar.

Estas palabras de Mohamed reconfortaron algo mi ánimo, pero aún me encontraba retraída, sin atreverme a actuar. Las ganas inmensas de ver a mis hijas lograron el milagro, y mi mano derecha tocó el timbre de la puerta principal. Esta se abrió en pocos segundos, dejando aparecer la figura de Ama Yusef. La cara de extrañeza que puso era indescriptible; abrió los ojos como si se encontrara en pleno apocalipsis, y su boca lanzó una exclamación de infinita sorpresa al vernos allí a los tres, en la puerta, ante ella.

—¡Ahhhhh! Sois vosotros. Ama Ali, estás por aquí —dijo con un leve tartamudeo.

—Sí, mi hermana ha venido a visitarnos —contestó Amelia— y, claro, querríamos ver a las niñas.

A mí me seguían temblando las piernas y mis acompañantes continuaban sujetándome, con una fuerza disimulada, por los brazos. Mi suegra no había cambiado en absoluto; sin embargo, yo, durante los dos últimos años, había madurado un rencor infinito hacia ella. Allí, ante mis ojos, estaba de nuevo mi enemiga.

—Sois bien recibidos. Pasad a tomar té con nosotros —contestó ya serena, con esa hipocresía que yo sabía detectar en su mirada.

Sus palabras sonaban como si nos hubiéramos visto el día anterior. ¡Qué poder absoluto de recuperación demostró tener esta mujer!

—¿Está Yusef? —preguntó Mohamed.

—No, hijo, está en la universidad y llegará tarde porque cuando salga tiene que llevar a su mujer a hacerse una ecografía. Está embarazada de siete meses.

La noticia no me sorprendió, era de esperar.

—Pues entonces prefiero quedarme por el pueblo haciendo unas cosas, y más tarde os vengo a recoger —contestó mi cuñado.

Y así lo hicimos. Nosotras dos seguimos a mi suegra, que nos condujo hasta el salón de las colchonetas. Dispuestas a sentarnos, como siempre, en el suelo, de pronto dijo ella:

—No, espera, que te saco una silla. Así estarás más cómoda.

—No se preocupe, me da lo mismo —le contesté.

Con la cantidad de veces que me había sentado yo allí, en el suelo, ahora venía con protocolos. Pero Amelia le dijo sonriendo:

—Muy bien, muchas gracias, y si no le importa, me trae a mí otra.

Comenzaron a pasar por allí Asima, mi suegro, saludando tímidamente; se les notaba avergonzados, y yo empecé a sentirme más segura. Oí voces de niños en el patio de los limoneros. Eran los hijos de mi cuñada, pero con ellos jugaban tres niñas lindísimas. Eran mis hijas, que asomaban sus cabecitas tímidamente por la puerta del salón donde nos encontrábamos.

—Pero si tú eres Hanna, que yo te conozco. Y tú Soraya... Y ¿dónde está Fátima, que la quiero ver?

Unas lágrimas de emoción inundaban mis ojos queriendo escapar de ellos, pero me resistí, luchando con todas mis fuerzas por no llorar, por parecer serena y relajada para no asustarlas, para darles una imagen limpia y alegre. Ellas se lo merecían, y yo no les podía fallar. Habían sido dos largos años de espera, apartadas de su madre, y allí estaban los amores de mi vida, por los que tantas lágrimas de angustia y desesperación había derramado. Hanna y Soraya corrieron en busca de Fátima. Estaban cambiadas, altas, preciosas. La mayor se me acercó mirándome fijamente a los ojos.

—¿No te acuerdas de mí, cariño? Soy mamá —y la niña alargaba su manita y me tocaba la cara.

—He venido desde España a veros, y os traigo muchos juguetes —y al oír lo de las muñecas, comenzaron a acercarse las otras dos.

—¿Dónde están? —dijo Soraya.

—Los tengo en casa de la tía Amelia, pero otro día os los traeré, ¿queréis?

—¿Vas a venir otro día a vernos? —me preguntó de nuevo Soraya, que era la única que me hablaba.

Las otras no me reconocieron. Eran demasiado pequeñas cuando me fui. Una inmensa tristeza me volvió a asolar al comprobar que era una perfecta extraña para mis hijas.

—¿Por qué no te quedas con nosotras?

—Aquí no me puedo quedar, cielito.

Mi suegra y Asima trajinaban en la cocina, quizá para propiciar la intimidad de aquel primer encuentro con mis hijas, pero después de un rato aparecieron en el salón portando la bandeja con el té.

—Ahora vamos a tomar el té los mayores. ¿Por qué no os vais al patio a jugar?

Y las niñas obedecieron entre saltos y risas. Me tranquilizó enormemente ver que se encontraban en perfecto estado, sanas y alegres.

No habíamos comenzado a tomar la infusión cuando aparecieron Yusef y su esposa, embarazada, una mujer de aspecto serio y facciones maduras, tapada casi por completo. Me habían dicho que tenía cinco años más que yo, pero se la veía envejecida, como a la mayoría de las mujeres musulmanas.

—Hola, hijo, mira quién está aquí. Ha venido a ver a las niñas. Se queda en casa de su hermana.

Yusef, tenso y sorprendido, me alargó la mano a modo de saludo y le dijo a su mujer: «Mira, es la madre de mis hijas». Lo mismo hizo ella, me alargó la mano mirando hacia el suelo (en ningún momento alzó su mirada), saludó asépticamente y se metió hacia quién sabe dónde. Sin embargo, Yusef se unió a nuestro grupo.

Le encontré cambiado, envejecido, con la mirada aún más dura que cuando yo me fui. Se dirigió a mi hermana, tratando de disimular su desconcierto:

—Amelia, ¿dónde se ha quedado tu marido?

—Como tú no estabas, se ha ido a arreglar unas cosas.

Por fin se atrevió a dirigirse a mí. Su voz era firme, pero su frente estaba bañada en sudor.

—Y a ti, Loli, ¿cómo te ha dado por venir?

—Yusef, necesitaba ver a mis hijas —le contesté clavándole una mirada reprobadora.

Le odiaba. Le odiaba. Le odiaba. Me había destrozado la vida. Era mi verdugo y el de mis hijas. No podía remediar tener estos pensamientos, aunque sabía que ese sentimiento era devastador y negativo. Durante el tiempo que había estado fuera había imaginado muchas veces esta situación y siempre me decía a mí misma: «Mantén la calma. Solo con la templanza podrás vencer».

—Tú puedes llamarlas por teléfono cuando quieras.

—No lo sabía. Ocurrieron cosas que me confundieron tanto... He estado perdida, sin saber cómo actuar.

Suavicé la contestación todo lo que pude. No era el momento de discutir. Mi propósito distaba mucho de ser ese. De mi diplomacia dependía el poder disfrutar de mis hijas, al menos por unos días.

—¿Cuánto tiempo te vas a quedar aquí?

—Un mes.

Se quedó pensativo unos segundos.

—Si quieres pasar más tiempo con las niñas, te puedes quedar aquí con ellas, en la habitación de abajo, que es donde duermen las tres.

—Te agradezco mucho el ofrecimiento. Estoy ansiosa por tenerlas a mi lado y eso estaría muy bien.

Accedí sin pensarlo dos veces, impulsada por las ganas inmensas que tenía de ellas, de su presencia, de sus palabras, de su olor, de saber en primera persona cómo se encontraban realmente, e intentar, al mismo tiempo, sacarlas de allí de alguna manera.

Descubrí, horas más tarde, que habían ampliado la vivienda, construida con mi dinero, de encima de la farmacia, y Yusef y su esposa hacían allí la vida. La relación entre las mujeres de la casa no debía de ser óptima, ni muchísimo menos. Mis hijas dormían en el piso de abajo, cerca de los abuelos, que eran los que se hacían cargo de ellas.