Capítulo 11
Yusef
Encontrar en mi vida a Yusef fue como ver esa rendija de luz que asoma bajo la puerta cuando estás en una habitación oscura. La relación con mi madre se deterioraba por días y la convivencia comenzaba a ser insostenible. Comprendía muy bien a mi hermana y los motivos que la empujaban a casarse con tanta premura, aunque no estaba convencida de que esta relación llegara a buen término. Sentía miedo por ella, ¡había sufrido tanto con Lorenzo!, se merecía ser feliz y tener a su lado a un hombre bueno que la cuidara y la respetara, y yo no sabía qué clase de persona era Mohamed; no le conocíamos apenas. ¿Sería un buen hombre? Sabía que Amelia se casaba empujada por el carácter insoportable de mi madre, y por sus veinticuatro años, que a ella le parecían muchos. Temía que si rechazaba a Mohamed se quedaría soltera para siempre. Por otra parte, los motivos que empujaban a Mohamed a esta boda no me quedaban claros; no se le notaba muerto de amor, ni mucho menos; era un hombre correcto y educado, pero yo no creía que fuera solamente eso lo que se debía buscar en un marido. Llegué a pensar que él pretendía con este enlace regularizar sus papeles, conseguir pasaporte español. Para Amelia, sin embargo, significaba una escapatoria y el tener por fin un hombre a su lado. Llegó el día de la boda y mi hermana resplandecía realmente guapa. Iba vestida de blanco con un traje de cuello a la caja y encaje en bordes y dobladillo. Las mangas largas terminaban en un volante y la falda arrastraba una cola de metro y medio. En la cabeza prefirió sustituir el velo por un tocado de flores y el ramo de novia le caía en cascada desde sus manos por la falda; eran azucenas y calas, sus flores preferidas. Toda la familia partió hacia el juzgado, incluida, por supuesto, mi hija Eva, que estaba preciosa. Parecía un angelito de Murillo, con sus mejillas sonrosadas y sus piernas regordetas llamaba la atención de todos. Le había puesto un vestidito blanco y una cinta en la cabeza con una flor rosa bordada y estaba preciosa, y ¡tan graciosa!, con la sonrisa siempre en los labios, rubia, blanca, celestial. Por parte del novio solo vinieron diez invitados, algunos primos que tenía aquí, en Madrid, y amigos, entre los que se encontraba Yusef. La ceremonia fue rápida, como un trámite (con mi padre de padrino), y después todos nos fuimos a celebrar la unión con una comida. Amelia, como ya he dicho, estaba guapísima, y si bien es cierto que su cara no reflejaba un amor loco, sí parecía alegre y relajada. Miraba a Mohamed con cariño y quizá también con cierta atracción física, y una sonrisa de satisfacción iluminaba su rostro cuidadosamente maquillado para la ocasión. La mitad del dinero para el convite lo aportaron mis padres porque Amelia trabajaba de auxiliar administrativo y toda la nómina la entregaba en casa para el fondo común, igual que yo, con lo que ninguna de las dos teníamos ni una peseta (el resto lo pagó Mohamed). Cuando cumplimos los catorce años, que era la edad mínima de escolarización, mi madre nos sacó del colegio tanto a ella como a mí y nos puso a trabajar, aunque las dos queríamos seguir estudiando, pero éramos chicas y no se nos concedía ese privilegio, reservado solo para mi hermano por ser hombre. Él, sin embargo, no lo quiso aprovechar, contradicciones de la vida. Pepe empezó el bachillerato superior, que eran dos años, pero mis padres descubrieron que faltaba a clase y que les tomaba el pelo; no le gustaba el colegio, así que decidieron ponerle a trabajar en la cerrajería familiar. Mi hermano siempre ha ido a su aire, sin preocuparse de ningún problema de la casa. Hemos tenido muy buena relación, pero él nunca se mete en nada, ni para bien ni para mal. Es el gran ausente.
Yusef se encontraba en la boda acompañando al novio, pues era uno de sus amigos. Cuando le conocí no me pareció ni demasiado guapo ni muy simpático, pero sí educado y respetuoso. Le adornaba cierto atractivo: más alto que Ángel, delgado, piel canela, ojos grandes negros y expresivos, y lo más importante: se interesaba por mí. Ya en la ceremonia le descubrí mirándome de reojo en alguna ocasión y, más tarde, en la fiesta, también, pero no se dirigió a mí en ningún momento. Luego me enteré de que tenía veinticinco años, cuatro más que yo. Después de la cena, el grupo de los más jóvenes nos fuimos a la discoteca Bocaccio a terminar la fiesta bailando y allí se sentó a mi lado. La música estaba altísima; sonaba la voz de Camilo Sesto, potente, que decía: «Siempre me voy a enamorar de quien de mí no se enamora, y es por eso que mi alma llora, ya no puedo máááás... ya no puedo más... siempre se repite la misma historia, ya no puedo mááááás...estoy harto de rodar como una noooooria... Vivir así es morir de amor, por amor tengo el alma heridaaaa...», y yo la tarareaba en mis pensamientos. Me encontraba aislada del resto del grupo porque por dentro así me sentía. No creía ser capaz de mantener una conversación ni de poder interesar a nadie; tan vacía estaba, y entregada en cuerpo y alma a la nostalgia. Veía a todos reír, bailar, gastarse bromas... con sus caras despreocupadas, relajadas, pero la mía no, y mi corazón tampoco. Seguía devorada por la peor de las angustias, el haber perdido al hombre que yo quería, del que seguía locamente enamorada.
Yusef se me acercó para que me uniera al grupo y yo le dediqué una tímida sonrisa. Un chico alto y muy pálido, con un enorme flequillo que le tapaba toda la frente y parte del ojo derecho y que no pertenecía a nuestra fiesta, me pidió que bailara con él. Le rechacé, pero él insistió una y otra vez.
—Oiga, ¿la quiere dejar en paz? Es mi mujer y ya le ha dicho varias veces que no quiere bailar. ¿Es usted sordo? —me sorprendieron estas palabras en boca de Yusef, un hombre al que apenas conocía y con el que tan solo había cruzado un par de frases.
—¿Cómo has dicho eso?
—Disculpa si te he molestado, pero me parecía que se estaba poniendo muy pesado. Solo pretendía que te dejara en paz.
—No me ha molestado, te agradezco el detalle; me ha sorprendido lo que has dicho, que eras mi marido...
—Bueno, la cuñada de mi amigo no se merece menos y me parece lógico intentar quitarte a los pelmas de encima, ¿no crees?
Los dos reímos abiertamente.
Yusef se sentó a mi lado y comenzamos una conversación casi a gritos (el sonido de la música no nos lo ponía fácil). Hablamos del tiempo que llevaba él en España, de lo que había hecho aquí, de cómo era su país, pero no tocamos el tema de mi viudedad, ni tampoco el de mi hija. Aunque él me había visto con ella en la cena, en ese momento de nuestra conversación no me pareció oportuno abordar el asunto, ni él me preguntó nada, pero estoy segura de que ya lo sabía a través de Mohamed. Allí acabó ese encuentro. Luego cada uno se fue para su casa y tardé tiempo en volver a verle porque mi hermana y su marido se fueron de viaje de novios a Beit Hanún, en Gaza, donde vivía la familia de él y donde permanecieron seis meses. A su vuelta, como en Madrid vivíamos en el mismo edificio, me llamaban algunas tardes cuando yo salía de trabajar para que fuera a tomar el té con ellos, y allí estaba Yusef (Amelia me decía que siempre preguntaba por mí y se le notaba muy interesado). Comenzamos a vernos asiduamente, yo llevaba a mi hija a estas reuniones y ya no tuvo más remedio que preguntarme, no le dejé otra alternativa.
—¡Qué preciosa es Eva! ¿Por qué la traes siempre?
—Porque es mi hija y tiene que estar conmigo. Paso muchas horas al día trabajando y cuando vuelvo a casa estoy deseando encontrarla y disfrutar de ella. Es mi angelito. Sé que ella me va a preservar de todo lo malo que me pueda ocurrir.
—¿Me quieres contar tu historia? Eres una mujer muy enigmática.
—Claro, ¿por qué no? Se resume en pocas palabras. Me casé muy joven, tuve a mi hija Eva y en poco tiempo me quedé viuda.
—Tienes mucha suerte, es una niña preciosa, encantadora.
Creí que se iba a asustar apartándose de mí, pero no fue así. Él seguía viniendo a las reuniones en casa de mi hermana para tomar el té, y yo continuaba asistiendo con mi hija.
—Loli, ¿qué te parece si el domingo por la mañana nos vamos a pasear con la niña por el Retiro? Los tres solos, ¿te apetece?
Yo asentí complacida.
Resultaba muy agradable pasear con él y con Eva por ese parque tan lleno de vida, con parejas de enamorados besándose, ancianos leyendo en un banco a la sombra de un sauce con sus ramas enclenques al alcance de todos y señoras mayores que le llevaban comida a los pájaros y a una carnada de gatitos cuya madre les acababa de parir. No es mal sitio para tener a tus hijos, pensé mientras observaba a la felina. Las ardillas se acercaban con unos ojos redondos color marrón avellana. Alquilamos una barca y remamos plácidamente por el estanque observando a los patos comerse las migas de pan que les tirábamos o la sombra majestuosa y alegre de los pájaros que nos sobrevolaban. Poco más tarde nos sentamos en un banco a mirar a los patinadores. Nos asombramos con los echadores de cartas, que tenían su clientela, aunque pueda parecer mentira. Eran unos paseos soleados, agradables y placenteros, con algunas nubes que viajaban a toda velocidad adoptando formas diversas y majestuosas, donde notaba la presencia de Ángel entre nosotros, infundiéndome fuerza y apoyándome en mis decisiones. «¡Debes seguir para adelante, mi amor!», le oía decir en mi subconsciente. Y un escalofrío recorría todo mi cuerpo, echándole en falta, añorando sus besos y su presencia. ¡Tan lejos, pero tan cerca le percibía!
Otro domingo elegimos el circo, algún espectáculo itinerante que pasaba por la ciudad. Yo disfrutaba enormemente con la cara de Eva. Miraba alucinada a los leones y a su domador, un hombre de pelo liso y grasiento, y pies planos. La niña se reía embobada con los payasos y sus narices de bola roja, y se angustiaba con los trapecistas, que podían caerse con un mal movimiento. Muchas tardes, Yusef venía a buscarnos para ir a pasear un rato los tres juntos. Yo no salía de mi asombro. Era hombre, musulmán, y no le importaba que yo fuera viuda y además tuviera una hija. «¡Vamos a ver qué nos depara el futuro!», pensé.
Transcurrieron así cuatro o cinco meses y partió hacia Gaza para ver a su familia.
—Loli, me tengo que ir un tiempo a Palestina porque necesito arreglar unos papeles y, de paso, ver a mis padres. Estaré fuera unas semanas.
Y aunque no hablamos de relación ni de amor, se sobrentendía que me pedía guardarle ausencia. Yo le respondí con una amplia sonrisa cargada de gratitud. Sí, le agradecía infinitamente que se hubiera fijado en mí, en una viuda con una niña pequeña sin esperanzas de futuro, machacada por el infortunio. A finales de los años setenta, una viuda tenía pocas probabilidades de rehacer la vida en pareja. Sin embargo, a este hombre no solo le interesaba yo como mujer, sino que además sentía cariño por mi hija. Me hacía experimentar una gran complacencia y ganas de corresponderle. Desde la muerte de Ángel, no me había vuelto a arreglar ni a maquillar y Yusef imprimía en mí un soplo de esperanza. Aquella noche salí yo Hola a la calle para reflexionar, las estrellas coronaban el cielo negro destellantes y una luna como una hamaca amarilla y luminosa parecía hacerme un guiño de complicidad. ¿Eran signos de que mi vida cambiaba? Lo deseaba tanto... ¿Por qué no? Todo es cíclico, pensé, y ahora toca descansar de tanto dolor, desesperación y angustia. Pero tampoco me debo hacer demasiadas ilusiones. Él ahora se va y quién sabe si nos volveremos a ver...