Capítulo 1

Jabalia

Llegué a Gaza un día antes que Yusef y las niñas, cargada de maletas. Ya éramos cuatro de familia más el bebé que nacería enseguida. Traía conmigo trajes, vestidos, biberones, para dos o tres meses. También llevaba sábanas, porque en el primer viaje me di cuenta de que ellos no utilizaban y me sentí incómoda durmiendo con tan solo la manta por encima que lavaban de uvas a peras. También les quería enseñar los álbumes de fotos de la boda y del nacimiento de las niñas, y regalarles objetos españoles; a mi suegra le llevaba un abanico de madera pintado a mano por una conocida artista, a mi suegro pañuelos bordados con sus iniciales, etcétera. El dinero que me correspondió de la liquidación nos lo repartimos entre Yusef y yo. Cada uno llevaba una parte y serviría para cubrir las necesidades que se presentaran en Palestina. Además, cada mes me ingresarían en una sucursal bancaria de España el dinero del paro. Todo parecía en orden. Yusef me dijo:

—Si vamos a permanecer tres meses allí, será mejor que nos llevemos todo el dinero por lo que pueda pasar; no sé a cuánto ascenderá la cuenta del hospital donde darás a luz. A la vuelta tendremos aquí el colchón del paro hasta que encontremos trabajo. Es mejor que cojamos colchas y edredones, no vaya a ser que el último mes se nos eche el frío encima.

Y yo le hice caso en todo... paso por paso. ¡Me parecía tan razonable! ¡Yo misma discurrí de igual manera!

A mis padres les dejé las llaves de nuestra casa para que fueran de vez en cuando a echarle un vistazo y Eva se quedó con ellos; en realidad iba a ser un periodo muy corto de tiempo y la niña ya asistía al colegio, no me gustaba que perdiera clases.

De pronto, sin venir a cuento, Yusef me advirtió:

—No digas allí que tienes otra hija. No debemos dar explicaciones de nuestra vida, a nadie le importa.

Le miré fijamente a los ojos durante unos largos segundos, unos ojos que rehuían mi mirada, franca y sincera, sin ganas de esconder nada y menos algo relacionado con mi hijita.

—¡No entiendo tu secretismo! Cuando te casaste conmigo conocías bien la existencia de Eva, la aceptaste e incluso te casaste por la Iglesia católica, y ahora me encuentro con la desagradable sorpresa de que ¡no se lo has contado a tu familia! ¡Esto no me gusta! No eres el mismo hombre con el que me casé. Actúas como un desconocido y desde que nació tu primera hija has cambiado de actitud hacia Eva. Tu «discreción» hace que me sienta mal. Actúas como si en mi vida algo fuera reprochable; tú sabes bien que no es así y me gustaría que de ahora en adelante fueras más sincero. Tu comportamiento no es correcto, demasiado introvertido, solo cuentas medias verdades. Puedes confundir y causar mucho daño. Yo digo lo que siento, pero tú callas y más tarde me encuentro con situaciones inesperadas.

Él me escuchaba sentado en una mecedora, acunándose en ella, con la mirada baja, sin rechistar. Yo continué mi discurso, dolida, agraviada por el trato hacia Eva. ¡Pretendía anular a mi niña, como si no existiera!

—Viviremos allí dos o tres meses y no mencionaré a mi hija, pero a nuestro regreso exijo que Eva conviva definitivamente con nosotros. ¿De acuerdo, Yusef?

Su respiración se había acelerado al escuchar mis palabras y las manos le temblaban, lo que evidenciaba su nerviosismo. ¿Por qué esa excitación?

—Lo que tú quieras, Loli, no te enfades. Cuando regresemos, Eva convivirá con sus hermanas. Yo también lo deseo —su tono y actitud habían cambiado; en esta ocasión eran conciliadores y consiguieron transmitirme cierto sosiego.

Nos pusimos en camino. Yo sola y muy pesada, con un embarazo de ocho meses, partí del aeropuerto de Barajas hacia el de Ben Gurión, el más grande de Israel, en vuelo directo y sin ninguna incidencia. Las nubes formando suelo dibujaban bajo nuestros pies esculturas de animales diversos, de árboles gigantescos... Hasta una figura de Charlot conseguí descifrar. Por encima, el firmamento limpio, azul en toda su intensidad, solo roto por el gris metálico de la nave que brillaba como una gran bombilla reflejando en su cubierta la luz intensísima del sol. Cuatro azafatas uniformadas atentas a mis necesidades, aunque nunca serviles, ayudaron con su trato afable a que las casi cinco horas de vuelo me parecieran más cortas. Una de ellas, pelirroja y muy pizpireta, me trajo un sonajero en forma de avión, el primer regalo que recibió mi hija Fátima antes de nacer.

—Es usted muy valiente. Se atreve a viajar sola a punto de dar a luz.

—¡No pasa nada! Tampoco es un vuelo muy largo, y si tiene que nacer en el aire, bienvenido sea —nos reímos las dos abiertamente.

—No diga usted eso, por Dios. Será mejor que venga al mundo en un hospital. ¿Dónde lo va a tener?

—Aún no lo sé. Cuando llegue a Gaza mi marido me lo dirá. Voy allí a dar a luz y luego regresaremos a España.

—¿Va a dar a luz en Gaza?

—Ese es el plan.

La chica me dedicó una sonrisa enigmática y siguió con sus quehaceres. Evidentemente, se había quedado con ganas de decirme algo, pero se arrepintió antes de comenzar a hablar.

Llegué a Tel Aviv con casi una hora de retraso y en el aeropuerto me sometieron a un pequeño interrogatorio. El agente de aduanas, un judío de rasgos característicos, no me miró en ninguna ocasión abiertamente a la cara, pero se comportó conmigo de manera educada y respetuosa. Su trabajo consistía en ejecutar sistemáticamente una cadena de trámites, ni más ni menos, y así lo entendí yo.

—¿Usted para qué va a Gaza?

—Porque tengo allí familia. Me esperan mi marido y sus padres. He venido a verlos.

—¿Está casada con un palestino?

—Sí, Yusef es palestino.

—Acompáñenos, tenemos que revisar sus maletas.

Una mujer se unió a nosotros; le quedaba el uniforme estrecho. Me fijé en su barriga, casi tan abultada como la mía; entre los botones de la camisa se apreciaba una piel morena, brillante y estirada por la cantidad de grasa acumulada en su cuerpo.

Registraron todo detenidamente: las sábanas, los álbumes de fotos, los regalos... Me requisaron dos tabletas de turrón (ellos sabrían por qué), pusieron un sello especial en mi pasaporte y me indicaron que podía continuar. Todo en regla; mi visado me permitiría permanecer en Gaza tres meses, como programamos.

El rótulo de salida en inglés me indicó la dirección en la que me esperaban mi suegro con sus acompañantes, sonrientes y amabilísimos como la primera vez, aunque en esta ocasión sin llamarme a voces ni hacer aspavientos con los brazos. Recorrimos de nuevo el camino que nos separaba de Jabalia sin problemas. Lucía un hermoso día y me pude recrear en el paisaje. Grandes carteles publicitarios bordeaban la carretera con eslóganes en hebreo, árabe e inglés. Conducía el chófer por un firme perfectamente asfaltado de tres carriles; a los lados, árboles frondosos bordeándolo como centinelas, sus ramas danzaban al ritmo de la brisa, abrazándose en un ir y venir majestuoso. Divisé campos inmensos de algodón, según me iban contando, sembrados por agricultores palestinos. Muchos de ellos residían en Gaza e iban y venían todos los días hasta la zona judía (no existían ni remotamente los problemas actuales, ya que era el año 1983 y aún no se había producido la primera Intifada). El paisaje verde y rico se perdía en el horizonte en una estampa de inmensidad hasta la línea final donde se unía el verde del campo con el azul turquesa del cielo, y llegamos al paso fronterizo de Eretz, donde mis acompañantes entregaron sus permisos correspondientes y yo mi pasaporte y visado. ¡Todo en regla! A partir de ahí el panorama cambió. El verde fue marchitándose y dio paso a un ocre amarillento para regresar poco después con otras tonalidades, convertido en inmensas extensiones de naranjos y limoneros.

—Esto es Beit Hanún —me explicó mi suegro.

Poco a poco, pude comprobar cómo la carretera se transformaba. Proliferaban los socavones, el firme no hacía honor a su nombre y el conductor maniobraba continuamente para evitar los baches. A derecha e izquierda se empezaba a vislumbrar terreno ya desierto, con dunas amarillas, sin vegetación. Llamó mi atención, al fondo, una tienda de campaña baja de forma rectangular habitada por beduinos. Hombres, mujeres, niños, cabras, camellos... parecía una secuencia de película.

—Ellos van y vienen, son nómadas —me explicaba mi suegro entre risas, divertido al ver mi cara de asombro.

—¿De qué se alimentan? —pregunté acercándome la mano a la boca para que me entendiera.

—Crían ganado y organizan la vida alrededor de él. Beben leche y fabrican con ella una manteca que se llama ghee. Está buena. Se desplazan constantemente buscando oasis donde encontrar agua y pastos y recogen dátiles de las palmeras y otros frutos que da el desierto.

Hablaba medio en árabe, medio inglés, medio comunicación no verbal, mediante signos, gestos y señas, pero conseguí hacerme una idea bastante concreta de lo que me estaba contando.

—Van muy tapados para el calor que hace.

—Es una ropa muy ligera, de algodón... el thawb les protege del sol —afirmó señalándome con el dedo la túnica blanca que vestía uno de los hombres, tapado hasta los ojos.

—¿Duermen todos juntos?

—Una parte de la tienda está reservada a los hombres e invitados, son muy hospitalarios y fomentan el sentido del honor. La otra parte es para mujeres y niños.

Continué observando aún algunos segundos a aquella gente tan peculiar que arrastraba un modo de vida tan distinto al habitual.

—Ten cuidado con los agujeros, no vayas a provocar que mi nieto nazca antes de tiempo —le dijo al conductor, soltando al mismo tiempo una sonora carcajada.

«Según parece, todos esperan que sea niño», pensé preocupada. Existía un cincuenta por ciento de posibilidades de que acertaran, pero ¿y si no fuera así?

Impresionaba sobre todo la gran diferencia de paisaje e infraestructura entre un territorio, el judío, y otro, el palestino. Por la parte alta de Jabalia comenzaron a aparecer casas de dos plantas, edificaciones construidas con cemento sin enfoscar, algunos marcos puestos en las ventanas y otras solo con la abertura. También había vigas que sobresalían más de tres metros por encima de la vivienda, etcétera.

—Ali, ¿por qué todas estas casas están sin terminar?

—Porque los hijos se van casando y aquí se sigue construyendo la vivienda hacia arriba dando cabida a las nuevas familias —me explicó mi suegro.

Me contó algunas historias de amigos suyos que yo, con mi precario árabe, no llegué a comprender y me limité a dedicarle un amplio surtido de sonrisas y afectuosas miradas.

Al llegar a Jabalia el caos se adueñaba de la vista. Coches, cabras, burros, gentes, todos entremezclados en un amasijo sin pies ni cabeza. Viejos coches desvencijados que cargaban en sus bacas un sinfín de objetos disparatados, desde percheros hasta secadores de pelo enormes. Por las ventanillas asomaba su cabeza alguna que otra cabra. Una anciana sentada ante un diminuto taburete vendía dos dentaduras postizas usadas. Un camionero había tenido un accidente, y allí mismo había improvisado un tenderete con la carga de agonizantes gallinas que vendía a pie de camino mientras una brecha abierta en su frente chorreaba sangre roja. ¡Pobres, pobres! ¡Qué inhumano!

Y llegamos a casa, donde nos esperaban las mujeres. El recibimiento fue efusivo, afectuoso, caluroso... «Bienvenida de maraharjá», pensé. Tanto mi suegra como mi cuñada Asima se alegraron sinceramente al verme. Se lo noté en su expresión, en su manera de actuar. Yo significaba la avanzadilla de su hijo Yusef, la vanguardia que se adelanta. Le tendrían con ellas enseguida, y se quedaría para siempre. Yo aún no lo sabía, pero ellas sí; formaban parte de la trampa tramada entre todos contra mí.

Al día siguiente, Yusef llegó desde Jordania con las niñas.

—Mamá, mamá... guapa. Hemos venido en un coche muy grande que volaba por el cielo —me decía Soraya, que ya con tres años hablaba español perfectamente.

No conocían a nadie y miraban extrañadísimas y recelosas todo lo que les rodeaba; aquellos ojos que se clavaban insistentes en sus infantiles caritas, esos rasgos desconocidos. Las dos se abrazaron a mis piernas, aferrándose como ventosas; era imposible separarlas.

Hanna había cumplido año y medio, y balbuceaba alguna palabra suelta...

—Mamaá, tatatata..., hola —parloteaba, mientras todos reían sus gracias y los extraños sonidos que profería.

¡Qué preciosas las dos con sus vestidos rosas iguales! Las miré embelesada, orgullosa de estas pequeñitas adorables que me aportaban tanto cariño.

Me faltaban pocos días para dar a luz y tanto mi suegra como mi cuñada Asima me continuaban colmando de atenciones.

—Tú no hagas nada, ya lo hacemos nosotras —me decían mientras elaboraban la masa del pan o preparaban la comida.

Pero no me sentía cómoda. Me había precipitado. Había accedido a los deseos de Yusef de viajar tres meses a Gaza, pero una vez allí me di cuenta del grave error cometido. «¡Dios mío, para qué he venido! ¡Qué atolondrada! ¡No debí haber accedido nunca!», me reprochaba, aunque sabía que ya no había vuelta atrás.

Me encontraba mal, extraña, como la primera vez que fui con Soraya. Entendía pocas palabras en árabe y comenzaba a sospechar algo que no podía explicar. Percibía que me faltaba información, que existían elementos que ellos conocían y yo no. ¿Qué me ocultaban?

Yusef seguía tan introvertido como siempre, lo habitual en él. Contaba las cosas como yo quería oírlas, me envolvía con su charla; todo lo que decía en teoría resultaba razonable, pero otra cosa era la práctica. Una parte de lo contado era cierto y otra, inventado. La mezcla significaba un engaño en toda regla.

Mi estancia allí los primeros días transcurrió con total normalidad. Mi suegra, al principio, se mostraba hiperbólica y exagerada con las niñas: las quería coger, abrazar, besar, no las dejaba ni a sol ni a sombra, pero poco a poco se fue normalizando. Muy pendiente de mí, demostraba una amabilidad exagerada, deseosa de que en mis últimos días de embarazo me encontrara a gusto.

Nos visitaba con frecuencia un primo de Yusef, médico especializado en pediatría, para comprobar que todo seguía su curso adecuado; un hombre educado, de refinados modales y sonrisa fácil, que lucía unas manos impolutas perfectamente cuidadas.

—Ama Ali, tienes que andar mucho para que el niño vaya bajando y se encaje —me aconsejó en árabe, y Yusef tradujo.

Pero las calles que nos rodeaban no resultaban muy transitables, por lo que me dedicaba, siguiendo sus consejos, a dar vueltas por el patio y el jardín de limoneros, que tanto me gustó en mi primer viaje. Las urracas enredaban entre los árboles y el incesante trinar de los gorriones se confundía con los ruidos lejanos de la calle, el quiquiriquí del gallo, el cacareo de las gallinas, el chillido de los conejos, el arrullo de las palomas... Sin olvidar los balidos de la maloliente cabra, que me embestía en cuanto me descuidaba.

Me acercaba hasta el corral y entretenía mis horas observando la difícil relación de gallinas y conejos, todos juntos, recelando unos de otros con miradas asustadizas.

Sentí lástima de aquellos bichos de orejas largas en posición habitual de letargo; los terribles picotazos que me propinaron las aves en mi primera visita al recoger sus huevos me obligaron a desistir para siempre de volver a intentarlo, y los recelosos mamíferos debían, por obligación, compartir su espacio con ellas. «¡Pobres! —pensé—. Triste destino el suyo.» La cabra campeaba a sus anchas dándose importancia, sabiéndose más grande y fuerte que el resto del grupo. Todos olían muy mal, pero en lo más alto del podio, los conejos. ¡Uffff, qué peste! Situado muy cerca, se encontraba el palomar con sus estanterías artesanales, en las que descansaban las palomas y sus pichones. Estaba construido en madera, aunque casi no se distinguía por la cantidad de excrementos que acumulaba. No me acercaba demasiado a él; había oído que las palomas transmiten ciertas enfermedades, contagian hongos y una bacteria que se encuentra en los excrementos. Pero sí alzaba la cabeza hasta llegar con mi mirada a apreciar el robusto cuerpo de las aves, su pico delgado y corto, y cómo encubaban los huevos, macho y hembra indistintamente, en un reparto equitativo de obligaciones paterno-filiales. Alimentaban a sus pichones ambos también, desde el buche, en una estampa verdaderamente enternecedora. Tan entrañable me pareció que corrí el riesgo de convertirme en una apasionada de las palomas, si no hubiera sido por aquel olor tan desagradable y el riesgo que entrañaban para la salud. Debo reconocer que su modo de vida me parecía muy curioso. En esa casa uno de los platos preferidos era el pichón; sin embargo, las palomas no se comían. «No sirven, saben mal», decía mi suegra, pero consideraban a las crías el plato más exquisito, y su carne constituía un sabroso bocado; primero la cocían durante unos minutos con agua para más tarde introducirla en el horno sazonada con sal y especias. Ya dorada, la servían con arroz y salsas. ¡Exquisito!

Contando ya los días que quedaban para dar a luz, recibimos una visita inesperada. Se trataba de una mujer, a la que yo recordaba porque fue la que había depilado a mi cuñada Saira un día antes de su boda; venía acompañada por una hermana de Yusef a la que yo no conocía porque vivía fuera. Comenzamos a charlar sentadas en el poyete del jardín, muy cerca de los rosales, que aún mantenían algunas flores inundando la atmósfera con su sutil fragancia.

Bromeábamos, nos reíamos... Resultaba simpático su comportamiento, desinhibido y cordial. Me hicieron sentir cómoda por primera vez desde mi llegada. El aspecto de la «depiladora» era peculiar, cómico, y sus gestos también. Sonaba en la radio música árabe y aquella mujer se dejaba llevar por su ritmo moviendo las caderas y el vientre con mucho arte, al tiempo que cantaba presumiendo del don que le había sido concedido: su voz resultaba melodiosa y sensual.

—Ama Ali, ¿tienes el pubis limpio? Te quedan muy pocos días para parir y debes irte preparando —me soltó sin venir a cuento.

Su rostro rudo de nariz prominente albergaba una boca grande que había perdido quién sabía cuándo varias piezas dentales dejando al descubierto una cueva negra salpicada por tres o cuatro dientes cuando se reía abiertamente, algo que ocurría con frecuencia.

—No puedes llegar al hospital con «eso» lleno de pelos —continuó diciendo.

La simpatía que había despertado en mí se esfumó instantáneamente y me puse en guardia, con los músculos de todo el cuerpo agarrotados.

—No te preocupes, cuando llegue a la clínica ya sabrán ellos lo que deben hacer y me prepararán adecuadamente, como ha ocurrido en los otros partos.

Pero ni a ella ni a mi cuñada les resultó satisfactoria esta contestación y le pidieron a mi suegra (sin que yo en ese momento lo pudiera entender) que me espiara cuando entrara en la ducha. De esta forma averiguarían si era necesaria su intervención.

Y, efectivamente, cuando por la tarde me fui a duchar, oí la voz de mi suegra que me avisaba:

—Ama Ali, voy a entrar.

—Me estoy duchando, pero no tardo nada. Ahora mismo acabo.

—No te preocupes; solo es para recoger una cosa del lavabo.

Entró y, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, corrió la cortina de la ducha mirando descaradamente mis partes pudendas entre risas y bromas. Me di inmediatamente la vuelta, pero le dio tiempo a ver mi pubis cubierto de vello y corrió a contárselo a las dos mujeres, que aún estaban en la casa.

—Ama Ali, debemos limpiarte —me espetaron nada más salir.

Simulé en un principio no entender a qué se referían. «¡Huy, madre! ¡Qué me querrán hacer estas dos!», pensé asustada.

—Ven con nosotras. Mira.

Y me enseñaron aquella pasta que elaboraban con agua, azúcar y limón. —Con esto te quitaremos todos los pelos —me decían en árabe. Continué sin darme por aludida.

—No entiendo... No sé lo que me queréis decir.

Y fueron a buscar a Yusef para que tradujera.

—Loli, te quieren depilar. Insisten en que no puedes llegar en estas condiciones a dar a luz. Debes entrar al hospital limpia.

—No, no y no... Me niego. No quiero que ellas me depilen. Cuando llegue a la clínica ya se encargarán de rasurarme, pero yo no tengo por qué ponerme ahora en sus manos. Además, cuando se casó tu hermana Saira fui testigo del daño que le hicieron; es una zona pudorosa, me da vergüenza. No quiero que me la manipulen. ¡No!

—Aquí es diferente. Son otras costumbres. Puede que llegues al hospital y, como las parturientas van depiladas, no te quieran afeitar.

—Me rasuro yo, pero ellas no me van a tocar.

—Es como un rito y no te debes negar. No va a pasarte nada.

—Ni se me ocurre dudar de sus buenas intenciones, pero me va a doler muchísimo... Lo sé.

—Loli, tranquila. Si no quieres que te depile la otra señora, se lo decimos a mi hermana, que es una experta. Ya verás como no te duele. Debes ser condescendiente, mujer. Es una nimiedad. Dales gusto en esto, no seas niña. Además, recuerda lo que decís en España: «Allí donde fueres, haz lo que vieres».

Una vez más, Yusef y su familia se salieron con la suya y cedí. Mi marido, el encantador de serpientes, me envolvió de nuevo con su verborrea y yo asentí como un cordero que llevan al matadero.

Esa misma tarde se pusieron manos a la obra. Yo me moría de vergüenza, pero lo peor fue el terrible dolor que aquello me produjo, y encima con una tripa descomunal a punto de dar a luz. ¡Qué sensación tan desagradable! Me aplicaban el emplaste, que era una especie de caramelo casi hirviendo, y estiraban. Sentía que iba a perder la piel y que mi carne se quemaba. La sensación era mucho más dolorosa que cuando en España nos depilamos con la cera; dolía más, mucho más. Además, hay ciertas partes que las occidentales no nos solemos depilar, pero las orientales sí lo hacen. Son las zonas más delicadas y dolorosas. Aunque después me pasaran las manos y me frotaran para paliar el dolor, no lo lograban en absoluto.

—Tranquila, que ya queda poco. Respira hondo, venga, cuenta hasta tres.

Y cuando menos me lo esperaba daban el tirón. ¡Qué dolor! Utilizaron la misma pasta una y otra vez, llena de pelos... ¡qué asco! Los del pubis se entremezclaban con los de brazos, piernas...

Sudaba, gritaba, parecía que estaba ya pariendo. Me depilaron de arriba abajo sin dejarme ni un solo pelo: brazos, piernas, axilas, pubis... Como decían ellas, me limpiaron, pero pelándome como a una gallina cuando le arrancas las plumas.

Salía de cuentas a principios de agosto y, sin embargo, al día siguiente de este martirio, antes de lo estipulado, me puse de parto; yo lo achaco al mal rato que pasé; creo que aceleró el proceso. Me noté mucho flujo y comencé a encontrarme mal, así que me llevaron rápidamente a la clínica de la ONU (nuestros vecinos). Atravesando un descampado donde crecían a su antojo las malas hierbas, entramos a las dependencias, unos ochocientos metros cuadrados repartidos en dos plantas diáfanas coronadas por un gran patio en el centro. Y llegamos al departamento donde trabajaban las matronas; allí, una de ellas me realizó una minuciosa revisión tumbándome en un potro rodeado de mesas, todo blanco, impoluto; me introdujo los dedos, cerciorándose así de que me encontraba de parto, pero, según afirmó, todavía iba para largo. No vi ni un solo instrumental ginecológico y menos una incubadora. En caso de existir un imprevisto, no sé cómo habría actuado esta mujer. Quedó claro que mi hijo no vendría allí al mundo; el ambulatorio lo reservaban para gente menesterosa, sin recursos económicos, y nosotros disponíamos de ellos.

—Que se quede en casa por el momento. Si veis que esta noche se encuentra peor, la lleváis al hospital donde vaya a dar a luz —le dijo la matrona a Yusef, demostrando la práctica y la experiencia adquiridas a base de tratar parturientas; su universidad era el día a día, solventando en ocasiones complicados partos. ¡Cuántas situaciones límite habrían sostenido sus manos! ¡Y cuántas vidas debían de agradecerle haber nacido!

Regresamos a casa atravesando la sala ocupada por las recién paridas, una nave grande con unas cien camas muy cerca unas de las otras, recubiertas por mosquiteras y con su omita al lado, también a salvo de insectos. La mayoría se encontraban vacías; las mujeres daban a luz y, si todo salía bien, las mandaban a casa a las pocas horas de haber traído su hijo al mundo. Acababan de parir tres; ellas se quejaban quedamente mientras sus retoños lloraban abriendo por vez primera sus ojos, sus bocas y sus pulmones a la vida. «¡Pobrecitos, qué duro es llegar a este mundo!», pensé al escuchar su llanto sutil, parecido al maullido de un gato.

Pasé la noche intranquila y con muchas molestias. Tras permanecer un mes en Jabalia, me encontraba ya de parto y aún no sabía dónde daría a luz; no había ido a hacerme ningún análisis ni ecografía.

Me hallaba ante la más absoluta improvisación. A las cuatro y media de la madrugada (ya era de día) comencé a sentirme muy mal. El dolor me doblaba, ¡no podía soportarlo! Me levanté al servicio y tuve una contracción tan fuerte que me obligó a gritar de manera desaforada. Al oírme, Yusef y su padre decidieron llamar un taxi (las mujeres se quedaron con las niñas) y llevarme al hospital americano privado de Gaza. Dos celadores aguardaban con una silla de ruedas en la recepción mientras yo sangraba abundantemente, y una enfermera me condujo de inmediato a una sala atravesando varios patios árabes, con su cerámica característica y sus fuentes. Cuatro grandes macetones repletos de flores multicolores se entremezclaban con una buganvilla que abrazaba impetuosa uno de los muros aferrándose a él como un pulpo expandiendo sus tentáculos rosa fucsia de esplendorosa floración. Me llamó la atención tanta belleza inesperada en este lugar. Respiré tranquila porque el sitio me inspiraba confianza, las dependencias olían a limpio y me sentí segura. ¡Aspira, espira, aspira, espira...! Y allí di a luz el 31 de julio de 1983 a mi hija Fátima, la única nacida en Gaza.

Todo el personal del hospital me hablaba en inglés y yo no les entendía, pero la experiencia no la recuerdo con desagrado.

Entré con la dilatación muy adelantada y en una hora escasa, Fátima descansaba en mis brazos; serían las seis de la mañana, al alba, ¡qué bella hora para nacer!, cuando la oscuridad da paso a la luz de la mañana, la más limpia y especial del día. Por la ventana los colores malvas del cielo dibujaban en el rostro de mi hija un reflejo mágico. Suspiré feliz al contemplarla con ese gesto tranquilo.

Me hizo gracia recibir enseguida la visita de mi suegra y mi cuñada cargadas de comida para mí: un caldito de gallina, conejo tiernito... todos productos caseros, del corral. ¡Qué bien me trataban! Igual que en mi primera visita. Desde luego, no me podía quejar. Con ellas venía mi marido, que miró a su hija con gesto inexpresivo.

—Yusef, lo siento mucho, ha sido otra niña.

—No te preocupes, Loli, ya llegará el chico. Lo mismo que se traen niñas nacen niños. Es cuestión de tiempo.

Esta reacción de Yusef me tranquilizó por el momento. Todo, en apariencia, había salido bien.