Capítulo 17
De vuelta a casa
Se acabó la boda y también mi estancia en Gaza. Respiré profundamente y sentí un gran alivio. La prueba estaba superada y yo volvía a mi casa. Todos se despidieron de mí con grandes muestras de cariño: abrazos, besos y alguna que otra lagrimita al contemplar a la niña. Me llevaron al aeropuerto de Ben Gurión en Tel Aviv los tres hombres que me habían ido a recoger el día de mi llegada: el padre de Yusef, su tío y el chófer, pero ya no me sentía tan desprotegida como aquel día. Los trámites al pasar la frontera fueron los mismos que a la llegada y no hubo problemas. Había aprendido durante estos intensos días bastantes palabras en árabe y por el camino iba hablando con ellos, aunque mi pronunciación debía de ser demencial y provocaba carcajadas en los hombres. Todos reíamos.
Me dirigí con mi hija al departamento de Iberia, compañía con la que volábamos, para facturar el equipaje, y oí por primera vez en mucho tiempo mi idioma, que me sonó a cánticos celestiales. Me atendió un joven amabilísimo uniformado con una chaqueta azul y una corbata verde. Sus manos perfectamente cuidadas y su sonrisa blanca como sus dientes configuraban un aspecto de absoluta limpieza.
—Hola, buenas tardes. ¿Viaja con equipaje de mano? Qué niña más preciosa. ¿Van a Madrid? ¿Necesitan ayuda?
—No, no necesitamos ayuda, está todo perfecto, no se preocupe. Llevo una bolsa de mano con las cosas necesarias para la niña y una maleta grande para facturar.
—Permítame que le ayude —me decía, tan cordial y tan amable que me sentí feliz.
—Muchas gracias por todo, de verdad. No sabe la ilusión que me ha hecho oírle hablar español. Llevo aquí quince días con la familia de mi marido y ya necesitaba comunicarme en mi idioma.
—Ya no le queda nada; solo el viaje, que espero les resulte cómodo, y estará de nuevo en su casa. Tiene prioridad para subir a la nave por viajar con la niña, así que puede hacerlo en primer lugar. El personal de Iberia que permanece en la puerta de embarque le va a informar en todo momento.
En el camino de vuelta, mientras volábamos, recordé, como si de una película se tratara, todo lo vivido los últimos quince días. Mi llegada a la casa de los padres de Yusef, descubrir toda la miseria que nos rodeaba puertas afuera, la pena que me producían los niños caminando descalzos y con los mocos surcándoles la cara, rodeados de moscas, los ancianos arrastrando sus débiles vidas por aquellos caminos polvorientos y pedregosos... Y, como contrapunto, la exótica boda de Saira, con sus rituales casi mágicos. Durante esas cuatro horas y media que duró el vuelo me dio tiempo a recopilar recuerdos tan cercanos que no costaba ningún esfuerzo revivir. Pero pensé: «En este viaje ha habido de todo, bueno y malo, pero no volvería nunca más a repetirlo. Debe quedarse en una experiencia única». Una vez más, me equivocaba.
En el aeropuerto de Barajas nos esperaba Yusef. El encuentro fue como siempre, aséptico, sin ninguna euforia por su parte. Llegamos a casa y allí comenzamos a hablar de todo lo que había pasado.
—¿Qué tal te recibió mi madre?
—Muy bien. Fue la primera mujer que conocí de la familia porque cuando llegamos era ya muy tarde y tus hermanas dormían.
—¿Qué dijo de la niña?
—Le pareció preciosa, se la comía a besos. Ha estado todo el tiempo muy pendiente de ella.
—¿Y cómo ha sido la boda?
Yo se la narré con todo lujo de detalles, como Sherezade en Las mil y una noches. Hablé sin parar de mi viaje. Parecía muy contento con las noticias y los comentarios que yo iba desgranando sobre mi estancia y me sometió a un largo interrogatorio que interrumpíamos en ocasiones porque nuestra hija requería atención. Le tocaba el pecho o debía cambiarle el pañal.
A partir de ahí nuestras vidas volvieron a la normalidad, a la rutina del día a día. A mí aún me quedaba mes y medio para incorporarme al trabajo en la zapatería y empleaba el tiempo libre arreglando cosas de la casa, llevando a Eva —que estaba con mis padres todavía— al colegio, paseando a Soraya por algún parque cercano, y Yusef seguía muy ocupado con su doctorado aunque ayudaba en los quehaceres domésticos. A veces llevábamos nuestra comida a casa de mis padres y almorzábamos allí todos juntos, hasta que se agotó el permiso por maternidad y volví a la zapatería.
Los días se sucedían unos a otros tan parecidos y tan tediosos que no merece la pena recordarlos. Ida y vuelta al trabajo, cuidar de la niña, ir a ver a Eva a casa de mis padres y, muy de vez en cuando, hacer el amor con Yusef, si se le podía llamar así, porque éramos como dos robots.
Soraya ya tenía siete meses cuando a mí me empezó a dar pánico quedarme de nuevo embarazada, por lo que decidí visitar un centro de planificación familiar para que me recetaran la píldora anticonceptiva. Me la empecé a tomar y no había terminado el primer paquete cuando desapareció del cajón de mi mesilla. Yusef no tuvo ningún reparo en confesar que las había tirado él y dejó bien claro que nunca más las podría tomar mientras fuera su mujer. Pretendía seguir teniendo todos los hijos que vinieran, sin utilizar ningún método anticonceptivo. Su decisión era firme y tajante y yo la debía aceptar si quería permanecer con él.
—Pero, Yusef, estoy trabajando, tengo que atender a Soraya, que es aún muy pequeña, y Eva también me necesita, pasa mucho tiempo en casa de mis padres porque tiene celos del bebé y siente tu rechazo, pero yo quiero que vuelva con nosotros lo antes posible. Es una locura que ahora tengamos otro hijo, ¿no lo entiendes?
No hubo argumento posible que le pudiera convencer. Yusef era un hombre introvertido y frío. Adiviné en su mirada que iba a hacer todo lo posible para que yo me quedara embarazada cuanto antes.
Interrumpir la ingestión de la píldora me produjo desarreglos hormonales y, aunque fui al día siguiente a comprarme otra caja del fármaco, él la volvió a descubrir y realizó la misma operación que con la primera. Yusef estaba enseñándome otra cara, distinta a la que yo conocía hasta entonces. Autoritario, machista, frío. No era cariñoso conmigo, pero tampoco con su hija. Lejano, poco comunicativo y tajante; cuando decía algo, era inamovible. Fui descubriendo cosas en él que no me gustaban, y si las hubiera visto antes, seguro que me hubiera echado para atrás. Pero había tomado la decisión: estaba casada, con una hija y mi responsabilidad era seguir adelante. No me planteé en ese momento la separación ni remotamente. Mi concepto de matrimonio era para toda la vida, como nos había dicho el sacerdote en nuestra boda.
Pasó lo que tenía que ocurrir y que yo tanto temía. A los dos meses de descubrir y tirar Yusef la caja de píldoras me quedé de nuevo embarazada, y eso que hacíamos el amor como mucho una vez por semana; mi fertilidad era evidente. Soraya era un bebé de nueve meses, y una profunda tristeza me invadió. Me sentía desolada por varios motivos. Para empezar, estaba descubriendo en la forma de ser de mi marido características muy poco recomendables. Yusef sentía un rechazo visceral cada vez más acentuado hacia mi hija Eva; insistía en que la niña debía permanecer el mayor tiempo posible en casa de los abuelos, y eso a mí me hacía mucho daño; además, Soraya era demasiado pequeña para tener otro hermano.
—Mira, Loli, Eva está mucho mejor en casa de tus padres. ¿No comprendes que el colegio lo tiene al lado? Así madruga menos y nosotros nos podemos dedicar mejor a la pequeña, que es la que más lo necesita ahora. Eva está muy contenta allí, no te preocupes. Tú, trabajando fuera de casa, no puedes con todo. Lo digo por tu bien.
Este era su discurso diario cuando yo protestaba porque quería que Eva viviera con nosotros. Resultaba envolvente, manipulador.
—Puede que tengas razón, Yusef. Al fin y al cabo, veo todos los días a Eva a la hora de comer —le contestaba poco convencida de lo que le estaba diciendo.
Aunque la noticia me cayó como un tiro en la boca del estómago, «a lo hecho pecho», pensé, y seguí adelante con este nuevo embarazo que yo consideraba precipitado e innecesario en aquellos momentos.
«A ver si por lo menos es un niño», imaginé, acordándome de que él deseaba tener un hijo varón. Ali se llamaría, por supuesto, como el padre de Yusef; en Palestina, su familia me llamaba Ama Ali, que quiere decir «madre de Ali», ¡tanto añoraban todos un varón! Ya a la primera niña la llamamos Soraya, como su madre, para que se percataran de mi buena predisposición hacia ellos.
Aun embarazada, continué trabajando en la zapatería hasta que mi jefe se dio cuenta de la situación. Era el dueño de la tienda y yo, su única empleada. Cada embarazo mío significaba un serio trastorno para él.
—Loli, ¿estás otra vez embarazada?
—Sí, Juan, otra vez —le dije dibujando con mi boca y mis ojos una mueca de resignación.
—¡Qué le vamos a hacer! Tú verás lo que haces.
El embarazo transcurrió con total normalidad y, en noviembre de 1981, año y medio después del nacimiento de Soraya, nació Hanna.