Capítulo 8

Rezando a Alá

Entre Asima y yo terminamos de hacer el pan, ella sentada delante del horno y yo llevándoselo en bandejas para que lo introdujera en él. Las hogazas constituían el alimento esencial de la casa mañana, tarde y noche; sobre todo, los hombres podían comerse tres o cuatro piezas diarias untándolas en las salsas.

—¿Qué piensas hacer de comida, Ama Ali? —me preguntó Asima con gesto serio y voz preocupada.

—No sé, miraré ahora a ver lo que ha traído tu madre y cuando baje le preguntaré qué prefiere que hagamos.

—Mi madre no va a bajar. Ha subido muy enfadada y me ha dicho que se queda en mi casa.

No supe qué contestar. Mi suegro había regresado al trabajo y no conocía esta decisión. Busqué entre las sobras del día anterior, saqué de la nevera una pieza de carne para hacerla con patatas y me puse a prepararla.

—Ama Ali, yo me voy a subir con mi madre. Luego bajo otro rato a ver qué tal vas y, si lo necesitas, te echo una mano.

Asentí con la cabeza sintiéndome culpable de lo ocurrido, avergonzada, sin saber qué decir. «El padre me ha defendido, pero el hijo, cuando venga y se entere... ¿qué me va a pasar? Seguro que me echa la culpa a mí por meter la mano donde no debía. Pero si ella me dejó la harina preparada para que lo hiciera... Claro, que no sabía que Asima tardaría en bajar. Pensó que lo haríamos entre las dos», reflexioné con preocupación, temiéndome otra paliza. Ensimismada entre mis pensamientos y mis temores me encontraba cuando llegó de nuevo Ali.

—¿Dónde está mi mujer? —me preguntó.

—Me ha dicho Asima que está en su casa, pero que no piensa bajar.

—¿Cómo que no va a bajar?

—Sí, que fuera yo cocinando, porque su madre se iba a quedar en su casa.

—Muy bien, ella sabrá lo que hace.

Salió hacia el patio y se metió en la farmacia. Solía hacerlo a veces para charlar o tomar algo con el farmacéutico y otros hombres con los que compartía tertulia y té. No habían transcurrido más de cinco minutos cuando llegó Yusef.

—¿Estás sola? ¿Y mi madre?

—Se ha enfadado y ha subido donde tu hermana. Dice que no va a bajar.

—¿Qué ha ocurrido?

La profundidad de su mirada delataba la preocupación que le causaba la noticia y, sin siquiera esperar respuesta, salió en dirección a la casa de Asima. «¡Dios mío! ¿Dónde me escondo? Se está organizando una muy gorda y toda la culpa recaerá sobre mí con total seguridad», presentía yo horrorizada. «¿Qué va a ocurrirme cuando baje Yusef?» Mi día a día a partir de aquellas dos agresiones sufridas se había convertido en un continuo sobresalto. Me levantaba siempre con una misma obsesión: «¿Por dónde saldrán hoy? ¿Qué me va a pasar?». Y si, terminada la jornada, no había sucedido ninguna desgracia, respiraba aliviada y me preparaba para lo que pudiera ocurrir al día siguiente.

Di el biberón a Fátima temblando de angustia. Las mayores jugaban por el patio después de volver de la guardería (su abuelo las llevaba todas las mañanas y las recogía a mediodía); mi suegro descansaba sentado en la mesa cuando bajó Yusef y se puso a hablar con él en voz muy baja mientras yo en la cocina preparaba una ensalada de tomate, pepino y pimiento verde picante cortándolos en taquitos y aderezándolos con comino, albahaca, sal, pimienta, aceite, limón y un yogur. Coloqué en una fuente la carne estofada con patatas y zanahoria, gratiné al horno un poco de pollo cocido que saqué de la nevera y avisé a los hombres para que se sentaran a comer.

—Loli, ahora me vas a contar tú qué es lo que ha pasado —me habló en español con tono desafiante mientras su padre comía en silencio con la cabeza agachada.

—Que tu madre me ha dejado la harina preparada con la levadura y la sal para que amasara el pan, y me he puesto a hacerlo antes de que bajara tu hermana. Ya había amasado otras veces delante de ella. Pensé que se pondría contenta cuando regresara, pero, en lugar de eso, se ha disgustado y me ha llamado de todo... Tonta, loca, idiota... y más cosas que no he entendido. Ha llegado tu padre en ese momento y le ha recriminado sus ofensas. Me llamaba sarmuta, ¿qué quiere decir?

Ante este último insulto, Yusef se echó a reír.

—Está enfadada contigo, por eso te lo dice.

—¿Qué significa? ¿Que soy imbécil... tonta... idiota...?

—Sí, más o menos —concluyó, lanzándome una mirada que se hundió en mis ojos.

Para mi sorpresa y alivio, no me pegó.

—¿Te ha dicho si piensa bajar más tarde?

—Se tomará unos días de descanso; se va a quedar por el momento donde mi hermana, así que te vas a encargar tú de todo. Mi padre irá al mercado a comprar y Asima bajará a ayudarte, pero mi madre ha decidido descansar una temporada.

Pasaron tres días y mi suegra no aparecía por la casa. Yo me encargaba de las tareas de limpieza y cocinaba. Desayunábamos, comíamos y cenábamos en silencio, casi sin mirarnos, y al cuarto día le dijo Yusef a su padre:

—¿Por qué no sube a hablar con ella?

—Yo no tengo que decirle nada —contestó él—. Se ha ido porque ha querido y ahora tiene que volver cuando le parezca oportuno.

Yusef sí que la visitaba a diario; pasaba horas conversando con ella y siguió insistiéndole.

—Esto no nos lleva a ninguna parte. Creo que lo mejor para todos es que suba, y si le tiene que pedir perdón, hágalo.

—¿Yo pedirle perdón? ¿Por qué? ¿Qué le he hecho para que me tenga que perdonar? Se ha ido ella y, cuando decida volver, la puerta la tiene abierta. Nunca la he echado.

—Bueno, padre, no sea así. Vaya a hablar con ella y solucione las rencillas de una vez por todas. Lo estamos pasando mal y ya es hora de cortarlo.

Escuchando sus palabras, me quedaba estupefacta. Si los consejos que le daba a su padre se los aplicara él en nuestra relación, la vida parecería una comedia romántica. Su actitud hacia mí distaba mucho de lo que predicaba. Utilizaba raseros distintos para valorar los sentimientos: los de su madre contaban, los míos no.

—Aunque tenga la culpa ella, ¿qué le cuesta a usted pedir perdón? Es la única manera de que se quede satisfecha porque se siente agraviada, aunque sin motivo, ya lo sé.

Seguí escuchando sus palabras, que parecían pronunciadas por otra persona. No podía ser el mismo Yusef que me pegaba, que me mentía, que me anulaba. Gracias a él y a su madre mi autoestima había desaparecido; me consideraba culpable de todo lo que sucedía por el solo hecho de existir, de vivir en esa casa. Desprotegida, vejada, aniquilada.

—Está bien, Yusef, te haré caso, voy a subir.

Dicho esto, Ali se encaminó hacia la casa de su hija Asima.

—No sé muy bien qué habéis hablado, pero me ha parecido entender que aconsejabas muy sensatamente a tu padre. Tus palabras eran conciliadoras cuando le has dicho que pida perdón a tu madre, a pesar de que ella es la que se ha ido y la que ha insultado. Tú no me tratas a mí como aconsejas a tu padre que actúe, aun sabiendo que estoy aquí sola y no tengo ninguna casa donde pueda retirarme a descansar.

—¡Tú te callas! —gritó—. ¡A ti no te importa lo que yo le diga a mi padre! ¡Estás aquí para obedecerme y hacer lo que yo te ordene, en las condiciones que yo te exija y como yo crea que debes estar! ¡No te permito ni un solo reproche, ni que me señales cuál debe ser mi comportamiento!

Su mirada tan fiera me dañó el alma y sus palabras me hicieron sentir que mi identidad desaparecía convirtiéndome en menos que nada, un ser insignificante al que mi marido podía vapulear a su antojo.

¡Qué vida me esperaba aquí! Me odiaba, lo leí en sus ojos. Me llevé las manos a la cara, horrorizada, pero callé por temor a una nueva paliza. Comencé a recoger los platos de la mesa y los fui llevando a la cocina mientras reflexionaba sobre mi futuro: «No podré soportar esta situación por mucho más tiempo. Necesito encontrar una solución. ¡Por Dios, Ángel, enséñame el camino!». Pero Ángel ya no contestaba; su fuerza, su energía, su sentido del humor, su pasión amorosa desaparecieron de mi vida para siempre. Ya no volverían. Mi presente constituía mi realidad; mi pasado yacía enterrado en Madrid, donde me esperaba Eva. Pensando en ella, decidí seguir adelante. La existencia de mis cuatro hijas me obligaba a no desistir.

Los padres de Yusef bajaron juntos de la casa de Asima y la vida de la familia se normalizó. Si percibía el desprecio de mi suegra anteriormente, desde esa fecha lo notaba con mayor intensidad. Ella imponía su ley, dejando claro que yo pisaba su territorio; ¡cuidado con invadirlo! Si a Ali se le hubiera ocurrido casarse con otras mujeres, como algunos de sus vecinos, Ama Yusef no sé lo que habría hecho con ellas. Por mucho menos, a mí me sacrificaba.

Pasaban los días y yo me sentía cada vez más rechazada. Sin embargo, sí percibía el cariño de la gente que nos visitaba, e incluso su admiración.

—Eres maravillosa, Ama Ali —me dijo una tarde el primo pediatra de Yusef—. Te vistes como las mujeres árabes, haces el pan, limpias, te has amoldado a nuestras costumbres a la perfección. Yusef no puede quejarse. Te admiro por tu comportamiento.

Y yo pensaba: «¡Si tú supieras lo que estoy viviendo puertas adentro cuando nadie nos ve...!».

Llegó el Ramadán y decidí celebrarlo con ellos. Mi religión seguía siendo la católica y mi mentalidad occidental, pero no me pareció coherente continuar comiendo como siempre mientras la familia ayunaba desde el alba hasta que se ponía el sol, así que me levantaba con Yusef a las tres de la madrugada y preparaba sandía y dátiles, que engullíamos al instante. A la hora del almuerzo daba de comer a las niñas y nosotros nos echábamos a dormir sin probar bocado, levantándonos cuando caía el sol para preparar la cena, que resultaba contundente (era la comida fuerte del día). Como anochecía temprano, a las cinco de la tarde en invierno, antes de acostarnos volvíamos a ingerir algo y poníamos el despertador a las tres de la madrugada para tomar fruta antes de la salida del sol. En eso consistía nuestro ciclo alimentario. Descansé de ayunar únicamente los días de la menstruación, pero el resto del mes seguí la tradición musulmana como ellos, incluidos los rezos. Tan desesperada me encontraba viviendo esa cadena de malos tratos y vejaciones que le pedí a Alá que se apiadara de mí y me librara de ese infierno, rezándole como el resto de la familia, cinco veces al día: al amanecer, al mediodía, por la tarde, a la puesta del sol y por la noche. Me aprendí en árabe sus principales oraciones y las recitaba con devoción implorándole ayuda. Recuerdo que una de ellas decía: «Dios no tiene misericordia del que no la tiene con los demás». Eran palabras del profeta, que mi familia obviaba.

Les quería demostrar con mi comportamiento que estaba dispuesta a todo con tal de ser aceptada; necesitaba desesperadamente su aprobación y que me incluyeran en su clan. Si para ello era necesario hacer gala de una infinita sumisión, yo lo aceptaba con tal de conseguir paz y sosiego; por mi bien y por el de mis hijas.