Capítulo 10
La muerte de mi padre
Se hizo un silencio profundo dentro de ese aparato que yo sujetaba nerviosa, con fuerza, entre mis dos manos, imprimiendo así en él mis miedos y mi angustia. Mi padre se encontraba muy enfermo, no cabía la menor duda. El llanto de mi madre debía de ser por ese motivo. ¿O le habría ocurrido algo a Eva? ¡Qué incertidumbre! Y yo en Jabalia, tan lejos, sin poder reaccionar...
Por fin se puso mi hermano.
—Hola, Loli.
—Pepe, ¿qué está pasando para que me coja mamá el teléfono y se ponga a llorar desconsolada?
—Loli, es que... verás. Te tengo que dar una mala noticia... Muy mala... Acaba de morir papá. Hace una hora que ha ocurrido. Le tenemos en la cama y empezábamos a vestirle cuando has llamado.
—¿Cómo que ha muerto papá? Pero ¿qué ha pasado? Por Dios, ¿qué me estás diciendo? ¡Explícate!
—Hace cuatro meses le detectaron un cáncer de hígado y todo ha pasado muy rápido. Pensábamos que el proceso de la enfermedad sería más largo y, para evitar preocuparte, no te lo dijimos.
—¿Pero cómo me hacéis esto? ¿Por qué no me contasteis lo que pasaba?
Se hizo un silencio salpicado de lamentos que interrumpió mi hermano.
—Sí, Loli. Le hicieron una biopsia y descubrieron una cirrosis.
El estómago se me revolvió y la cabeza me daba vueltas. Necesitaba estar allí, cerca de ellos.
—Dios mío, ¿quieres decir que ya no puedo hablar con papá?
Mi desesperación era total.
—No, tranquilízate, no te pongas así. Ha muerto hace una hora y no se puede hacer nada por él. Estamos aquí todos pasándolo fatal, así que perdona, pero te tengo que dejar.
—Por Dios, Pepe, dime cuándo le entierran... Espérate un minuto... No me cuelgues... Cuéntame algo más.
—Lo único que te puedo decir es esto, que acaba de morir, que nos pasaremos la noche velándole aquí en casa y que mañana le enterraremos, pero aún no sé a qué hora.
¡Mi padre había muerto! Con él desaparecía la mejor parte de mi vida. Había sido mi guía, mi defensor, mi maestro, la fuerza, la vida, la protección, y ni siquiera me pude despedir de él. Me sentía indignada con mis hermanos y con mi madre por no haberme avisado de algo tan grave. De habérmelo dicho, yo habría viajado a España mucho antes. No concebía la vida sin él.
Yusef escuchó toda la conversación en silencio, mirándome con los ojos a veces muy abiertos; otras paseando nervioso por el salón.
—¿Qué ha pasado, Loli?
—Que mi padre acaba de morir —respondí abatida—. Está en la cama y yo necesito verle antes de que le entierren... Lo necesito... Lo necesito... —repetía mientras lloraba enloquecida de dolor—. Mañana debo estar allí en su entierro... No me puedo esperar a la comunión, ¡qué importa ahora eso! No me vengas poniendo más disculpas ni retrasos porque es mi padre y quiero estar allí con él, ya que no he tenido la suerte de dedicarle unas palabras antes de morir.
—Tranquilízate, que ahora mismo lo voy a mirar.
—Por favor, Yusef, consígueme un billete para esta misma tarde, te lo suplico.
Me encontraba cada vez peor y fui al servicio presa de terribles náuseas; al limpiarme, comprobé la braga algo manchada de sangre y se lo dije a mi suegra.
—Hija, tranquilízate, que por ponerte así no vas a devolver la vida a tu padre. Relájate un poco, túmbate en una colchoneta y pon las piernas hacia arriba. Te voy a hacer un zumo de limón; piensa también en el bebé y procura calmarte; lo de tu padre ya no tiene remedio.
—Yo debía estar ahora allí con ellos. ¡Sí hubiera sabido que mi padre se encontraba tan grave, nada ni nadie me hubiera impedido ir antes a verle! Me quedo sin decirle todo lo que ha significado para mí y ya nunca lo sabrá. Hay cosas irrecuperables en la vida y esta es una de ellas. Nunca le dije que fue mi mayor apoyo cuando me encontraba más perdida y que si no llega a ser por él, la enfermedad de la tristeza habría acabado conmigo.
Hablaba para mí misma, sin darme cuenta de que en mis palabras Ama Yusef no hallaría un significado coherente. ¡Qué sabía ella de mi vida! Mi marido le ocultó hasta la existencia de mi hija Eva; este secreto constituía un dolor que se agitaba en mi corazón destrozándome el pecho.
—No te lo han dicho y ya no tiene solución, así que ahora tranquila, que Yusef te va a sacar el billete para que puedas darle el último adiós.
Como siempre ocurría, la noticia se expandió de forma inmediata y vecinos y familiares vinieron a expresarme sus condolencias. Y por fin llegó Yusef con novedades sobre mi pasaje de avión.
—Mira, Loli, hoy es viernes [día festivo para los musulmanes] y todas las oficinas se encuentran cerradas. He conseguido hablar con un amigo que trabaja en una agencia y me ha asegurado que lo mirará a ver qué puede hacer, pero tampoco promete nada concreto, tenemos que esperar. Considera probable que como muy pronto salgas mañana; nos hace un favor especial dadas las circunstancias. Me ha dicho que se pone ya mismo a buscar porque, aunque aquí al ser festivo se encuentra todo paralizado, las oficinas de Madrid están abiertas. A ver si a través de ellos consigue un billete; luego vendrá a contarnos a qué hora puedes volar.
—Yusef, debes tranquilizarla. Esta mañana ha empezado a manchar —le comentó mi suegra.
—¿Manchas mucho?
—No, muy poquito, no te preocupes.
—A ver si encima vas a perder el niño —susurró con cara de preocupación.
Su temor terminaba ahí, cuando el mío se centraba en ver a mi padre por última vez y acompañar a mi familia en estos terribles momentos de pérdida irrecuperable.
Cerré los ojos tumbada en la colchoneta y procuré seguir sus consejos. Al fin y al cabo, tenían razón: poco se podía ya hacer. Recordé a mi padre sonriéndome, tendiéndome la mano los domingos para salir juntos a misa de doce, todos emperifollados o disfrutando abiertamente con sus amigos mientras pescaban en el río. Los recuerdos se acumulaban en mi cerebro. Pensé en mi hija Eva; para ella, mi padre era un dios. Lo estaría pasando muy mal, no me cabía la menor duda, aunque gracias a su corta edad su grado de conciencia sería menor, pero debía estar con ella inmediatamente para consolarla. Quería abrazarla y besar una y mil veces su preciosa carita que tanto añoraba; estaba siempre presente en mi pensamiento. Ni siquiera conocía aún a su hermana pequeña. ¡Qué destino tan extraño el nuestro, viviendo separadas a la fuerza casi desde que nació!
Inmersa en mis recuerdos, volví en mí al escuchar la voz de Yusef, que entraba en el salón con su amigo.
—Loli, ¡te ha conseguido el billete!, pero para que salgas mañana por la mañana. Hoy imposible.
Su aliento acelerado dejaba a las claras que no mentía; los dos hombres habían hecho lo posible para que yo volara esa misma tarde, pero no pudo ser.
—Te aseguro que no he parado de buscar desde que me lo comunicó Yusef, pero esto es lo único que he encontrado —agregó su amigo, cabizbajo, como disculpándose por no traer mejores noticias.
La nuez de Adán ascendía y descendía por su largo cuello según hablaba. Carraspeó y me ofreció sus condolencias, que yo agradecí sinceramente. Observé por unos instantes su cuerpo corpulento y él me devolvió una mirada afectuosa, de comprensión ante el dolor.
—A ver si con un poco de suerte le entierran por la tarde y puedes llegar a tiempo —agregó, arrastrando las palabras.
Con el billete en mi poder me encontré más tranquila. Lo compró de ida y vuelta, desde primeros de mayo hasta junio, ¡todo un mes! Además, mi viaje les favorecía a nivel legal; me renovaban el visado cada tres meses y mi marcha a España permitiría que lo tramitara desde allí, lo que resultaba ventajoso y eliminaba posibles sospechas por parte del gobierno israelí. Volvería a entrar con un visado nuevo.
Mi suegro y Yusef me llevaron en uno de sus taxis a Ben Gurión, donde embarqué sin problemas hacia Madrid, pero mis deseos no se cumplieron y, cuando llegué a casa de mis padres, ya le habían enterrado. Me encontré con una gran reunión familiar: mi madre, mi hermano, mis tíos, Amelia... ¡Me sentía tan mal, tan triste, tan abatida, tan desolada! Al verme así, Amelia insistió en llevarme con ella un rato a su casa para que pudiéramos hablar a solas.
—¿Por qué no me avisasteis de que se encontraba tan grave? Tú sabías lo que significaba papá para mí y no podré perdonarme el no haberle acompañado en los últimos días de su vida. Debíamos decirnos muchas cosas los dos, y ahora... ya no podremos.
—Loli, no te castigues de esta manera. Papá sabía todo lo que le querías y le sigues adorando. Disfrutasteis toda la vida de una relación excelente. Ha muerto, descansa en paz. No te lo dijimos porque hasta hace tan solo tres meses no nos dieron los resultados de la biopsia y todo ha ocurrido a una velocidad vertiginosa. No nos culpes tampoco a nosotros. Aquí no existen responsables; es la vida, que va por su camino, haciendo y deshaciendo.
—Pero lo sabíais desde hace tres meses. ¿No me lo podíais haber dicho? Una llamada, una carta...
—No teníamos ni idea de que iba a morir tan pronto y, puesto que venías a la comunión de Eva, pensamos que ya te enterarías para entonces. Papá ha permanecido en cama un solo día, el anterior a su muerte. El resto del tiempo pasó la enfermedad trabajando, yendo y viniendo.
—Amelia, no me convences. Me ha sentado muy mal que me ocultarais un hecho de tanta importancia para mí. Todos lo sabíais y no os puedo entender.
—Loli, solo me queda entonces pedirte perdón. Lo siento. No ha sido de mala fe y tú lo sabes. Pensamos que era lo mejor para todos dentro de la terrible desgracia que nos tocaba vivir.
Dicho esto, Amelia se me abrazó llorando, hermanándonos también en el dolor, huérfanas para siempre de nuestro querido padre.
Entre mis hermanos y yo comenzamos los preparativos para el funeral, pero mi madre ya tenía comprado el vestido de comunión de Eva y la niña seguía con la ilusión de hacerla. El dinero que se gastaba en mi hija y en los escasos pagos de mi casa lo sacaba de la cuenta del banco inscrita a nombre de las dos, donde ingresaban la paga de la orfandad de Eva y lo que yo seguía percibiendo por el paro.
Mi padre, cuando ya se encontraba mal, le hizo prometer que, aunque él no pudiera asistir a la comunión, se debería celebrar para no frustrarle la ilusión a Eva y porque, además, llegaba yo de fuera; según Amelia, esto le obsesionaba, fue su última voluntad. Antes del fallecimiento habían concertado un menú en un restaurante cercano a nuestro domicilio, pero en estas circunstancias no teníamos el cuerpo para fiestas y decidimos anularlo sustituyéndolo por una comida familiar en casa; de alguna forma, así también cumplíamos los deseos de él.
El azul tenaz del cielo presagiaba un bello día cuando nos despertamos para ir a la iglesia. Preparé a mi hija para que recibiera por primera vez la comunión viendo a su madre feliz, pero no lo conseguí; intentaba aparentar una ilusión inexistente, sin embargo. La sombra de su abuelo nos envolvía transmitiéndonos grandes dosis de melancolía imposibles de repeler. Más bien al contrario, nos regodeábamos en el recuerdo de aquel buen hombre tan importante en nuestras vidas que nos había dejado demasiado pronto.
—Es una pena que hoy no esté aquí el abuelito. Le echo mucho de menos. ¡Pobrecito!
—Sí, hija, pero seguro que desde el cielo te estará viendo guapísima con este vestido de princesa. Cierra los ojos cuando comulgues y dile con el pensamiento todo lo que le quieres. Verás como te llega una de sus sonrisas.
Eva estaba preciosa. Después de la iglesia, paseamos y nos hicimos fotos en un parque cercano plagado de flores y de columpios. Un corrillo de mirlos picoteaba insistente algo del suelo y Eva sonreía abriendo a la vista su dentadura infantil con algunos dientes ya cambiados.
—Mamá, he hecho lo que me ha» dicho y le nías razón. He sentido como si el abuelito se encontrara a mi lado. (Cuánto le quiero! Y a ti también, mamaíta.
Preparamos la comida el día de la comunión en casa de mi madre y lo que en principio se había pensado como una celebración íntima se transformó en un tumulto infantil. Ya solo con Eva, los tres hijos de Amelia y los tres de mi hermano Pepe sumaban siete. Habían transcurrido más de veinte días desde la muerte de mi padre y su recuerdo permanecía tan vivo que notábamos su presencia entre nosotros, real e insistente; su sonrisa burlona, el acento malicioso cuando pretendía gastarnos una broma, su cara serena de hombre de bien.
Los únicos que disfrutaron un buen rato fueron los niños; los adultos, con un nudo en la garganta, tragábamos saliva para recomponernos y aparentar una normalidad muy lejos de ser verdadera. Faltaba el patriarca; le había vencido la enfermedad, dejándonos huérfanos, rodeando aquella precaria mesa que tantas horas soportó encima sus corpulentos brazos. Su olor aún persistía impregnado en todos los rincones de esa casa en la que vivió durante tantos años.