Capítulo 3
Ángel
Nos habíamos conocido en el colegio, cuando yo tenía catorce años y él dieciséis. El edificio en el que yo estudiaba estaba muy cerca del suyo, y cuando nos encontrábamos por las calles del barrio todo un ejército de hormigas recorría mi estómago. ¡Qué miradas nos cruzábamos! Limpias como el agua del deshielo, pero cálidas como una noche de verano.
Era delgado, de mediana estatura, guapísimo, con la mandíbula cuadrada y muy varonil. Ojos castaños expresivos y rasgados, nariz fina en medio de un rostro terso y joven, pelo rubio ceniza, ondulado, ¡y tan simpático! Siempre se estaba riendo, gastando bromas a sus amigos. Era un gamberro en la mejor acepción de la palabra.
—Loli, ¿te vienes conmigo a la sierra? —me dijo un día—. Está todo nevado y nos lo podemos pasar muy bien —fue la primera vez que me dirigió la palabra. Así era él de impredecible. Y lo arreglé, ¡vaya si lo arreglé para ir! Él ya tenía diecinueve años y carné de conducir; eso facilitaba las cosas.
Cuando cumplí los diecisiete años, una tarde me sorprendió.
—Loli, sabes que me gustas mucho. ¿Yo te gusto a ti?
—Sí, también me gustas.
—Es que había pensado que podríamos salir juntos, ¿qué te parece?
Yo le miraba con los ojos chispeantes de felicidad.
—A mí sí que me gustaría salir contigo, pero me veo muy poca cosa. Casi todas las chicas del barrio tienen más pecho que yo y algunas son muy guapas. No sé qué has visto en mí, la verdad, y no quiero que me tomes el pelo. Yo aparento menos años de los que tengo y no me veo nada atractiva. ¿No te cansarás de mí enseguida? ¡Qué insegura estaba en aquella época, y era tan vulnerable!
—Loli, que sí. De verdad que me gustas mucho. Si quieres quedamos alguna tarde para ir a los coches de choque o al cine... Lo que tú prefieras.
—Yo nunca tengo dinero. Todo lo que gano lo doy en casa.
—No te preocupes, que te invito a todo.
Así empezaron nuestros escarceos amorosos. En el cine algunas veces me echaba el brazo por los hombros, otras me cogía de la mano y, entonces, todos mis sentidos se disparaban. Nos solíamos poner en la última fila para permanecer a salvo de miradas inoportunas y disfrutar a nuestras anchas de esos instantes de amor, aunque el aire allí dentro era denso y pesado.
Luego me llevaba a casa y en el portal me besaba apasionadamente en la boca, hasta que nuestros cuerpos se fundían en uno, sin poder llegar a más. Deseaba que la noche transcurriera a gran velocidad para volver a verle. Vivía para nuestros encuentros.
Yo era menor y mis padres no me dejaban salir sola con él. Sin embargo, pronto encontramos la solución; mi hermana Amelia ya era mayor de edad, veintiún años, y Ángel tenía también un hermano, Lorenzo, de la misma edad que ella. Empezamos a salir los cuatro juntos y así ya no pusieron más pegas. Amelia y Lorenzo accedieron porque estaba claro que también se atraían. Todo era maravilloso. Pasábamos unas deliciosas tardes en el campo o en el cine, arropados por la oscuridad de la sala, oliendo nuestros cuerpos y nuestro deseo mutuo de querernos apasionadamente; o paseando con las manos entrelazadas, riéndonos por todo y de todo.
Como ya éramos novios, me propuso que quería tener relaciones sexuales conmigo y así se afianzaría nuestra relación. Para mí era todo nuevo y me dejé llevar. Ni siquiera pensé que me podría quedar embarazada. ¡Era tan cariñoso! Simplemente con cogerme de la mano yo me deshacía; por la calle me echaba el brazo por el hombro, para que todos supieran que nos queríamos, que estábamos juntos, que éramos el uno para el otro. En una ocasión me besó apasionadamente para escandalizar a unas monjas que pasaban a nuestro lado con sus caras semicirculares emergiendo de sus hábitos y de sus tocas almidonadas como dos suflés. Se le ocurrían las cosas más disparatadas y siempre estaba alegre.
—Mi hermana se ha ido de vacaciones a Valencia y me ha dejado las llaves de su casa para que le riegue las plantas. ¿Me quieres acompañar? —me propuso un día.
—Bueno, vamos.
Después de estar un rato en la casa, él intentó llevarme a la cama, pero yo, en principio, me resistí.
—Ángel, me da mucho miedo. Yo no he hecho nunca esto.
—Cariño, tranquila, que no pasa nada.
Me abrazó apasionadamente. Yo estaba muy entregada, pero al mismo tiempo sentía mucho miedo. Era algo nuevo para mí y no sabía qué iba a ocurrir. ¿Me dolería?
—Tranquila, mi vida, lo hacemos otro día, no hay prisa.
—¿No te enfadas conmigo?
—¡Cómo me voy a enfadar contigo! No seas niña, lo haremos cuando tú estés preparada, no pasa nada.
—¿Pero me vas a dejar de querer por esto?
—¡Qué cosas dices! Te querré siempre, mi amor, pase lo que pase.
Yo estaba deseando hacer el amor con Ángel, pero al mismo tiempo sentía pánico a lo desconocido y, por otra parte, tenía mucho miedo a que me dejara de querer si no accedía a sus deseos, que también eran los míos.
Un día en que sus padres habían salido fuimos a su casa a ver la televisión. Era la portería de un edificio de Madrid, de escalera oscura e intenso olor a comida en la entrada. La ropa tendida escurría ante las ventanas y los gatos enredaban por los cubos de basura en la calle enmarcada por una mercería, una tienda de ultramarinos, una peluquería de señoras (peinados Paqui) y una panadería. Estábamos solos en la casa con Atila, su perro. Nos metimos en su habitación a «charlar» y comenzamos con los juegos amorosos. Me abrazó, me besó, me acarició el sexo... Su olor era delicioso, a hombre deseoso de mí, de hacerme suya para siempre, de quererme hasta la extenuación, de darme placer. Sus ojos destilaban un brillo especial y su cuerpo firme y joven se aferraba al mío con toda la pasión imaginable. Éramos dos locos de amor solos en el mundo, nuestras piernas hechas un nudo se retorcían de gozo, no existía nada ni nadie más. De repente reaccioné.
—Ángel, ¿y si vienen tus padres? ¡Qué vergüenza si nos ven en tu habitación!
Rodeándome con sus brazos y sin dejar de recorrer mi cuerpo con su boca me llevó hasta el cuarto de baño.
—¿Estás así más tranquila, mi vida? Si vienen mis padres, les decimos que nos estamos lavando las manos —me susurró al oído sin dejar de besarme, de acariciar mi pecho, mis muslos, mi nuca. Si el mundo se hubiera acabado en ese instante, no me habría importado en absoluto.
Me bajó los pantis lentamente, como si se tratara de un ritual ceremonioso y magnífico, y suave, muy suavemente, comenzó a penetrarme, allí, en el cuarto de baño, contra la pared. El rostro me quemaba y mis movimientos eran inseguros y torpes, pero su lengua continuaba descubriendo las zonas más sensibles de mi anatomía mientras su miembro, dentro de mí, me hada desfallecer de placer. Abrí los ojos y descubrí por la ventana que el sol brillaba como nunca lo había visto antes. ¿Había ocurrido, por fin? ¿Ya había terminado? ¡Pues no era para tanto! El amor total que desde niña suspiraba por descubrir, ¿era esto? Tampoco hubo dolor, es cierto, pero me excitaban más las caricias y los besos que nos dábamos que esta experiencia.
—Cariño, cada día irá mejorando. La primera vez es muy difícil que todo salga perfecto —me aclaró Ángel con mucha paciencia, y parecía que incluso con experiencia. Desconozco si también para él era su primera vez.
Decidimos pasar de nuevo al dormitorio, pero dejamos la puerta abierta. Yo me había puesto la ropa y me senté sobre la cama, cubierta por una colcha azul oscuro, aunque tuve la precaución de levantarme la falda, y menos mal que se me ocurrió hacerlo. Oímos la puerta de la calle abrirse.
—Hola, Ángel, ¿estás ahí? —dijo su madre.
—Sí, estamos Loli y yo viendo unas cosas, ahora salimos.
—Muy bien, yo me voy a la cocina, ahora os veo.
Nerviosa, me levanté de un salto y vi horrorizada una gran mancha de sangre en la colcha de la cama justo donde yo había estado sentada. A punto de soltar una exclamación de espanto, Ángel tapó mi boca con sus labios.
—No te preocupes, mi amor, yo lo soluciono. Ya verás lo que voy a hacer.
El perro andaba por allí ajeno a nuestras vidas. Descansaba pacífico y confiado sobre la alfombra cuando Ángel le hizo un mínimo corte en una de sus patas con una navaja, lo suficiente para que se le viera una pequeña herida. Atila gruñó.
—¿Qué pasa? —dijo la madre.
—Nada, que se ha debido de hacer daño antes en la calle. Le he visto una herida en la pata —y lo colocó encima de la cama, justo en la mancha. Atila se quedó ensimismado mirándole, pero no se movió, afortunadamente para nosotros.
—Bueno, mamá, me voy a acompañar a Loli a su casa. Dentro de un rato vuelvo.
Y su madre nunca sospechó lo que acababa de ocurrir. Nos salió perfecto. Ella quitó la colcha, la puso a lavar y allí no había pasado nada.