Capítulo 2
Dolor
El hospital se puso en contacto con toda la familia y, tino a uno, todos sus miembros fueron llegando: mis padres (les vi un instante, con los ojos velados como cristales opacos), mis suegros (elevando voces dantescas, iracundas, quejidos de animal herido)... y mi niña, Eva. Me abracé a ella llorando, rota de dolor, sin apenas reparar en el resto del grupo, ¡tal era mi abatimiento! El destino había sacudido con fuerza nuestra vida y el dolor se cebaba en nosotras con tanta crudeza que creí morir. Al verme en ese estado de nervios, la niña se puso a llorar también; me la querían quitar de los brazos y no fueron capaces de hacerlo entre todos. Me aferré a ella como si fuera mi única salvación. Ángel se apartaba de nosotras tan bruscamente que, solo de pensarlo, enloquecía por momentos. Ya iba a ser así para siempre y había que vivirlo día a día. «¡Para siempre!, ¡para siempre!», me repetía como una neurótica. Nosotras dos solas, sin el hombre de nuestras vidas. Mi hija se quedaba huérfana al poco de haber nacido.
La enfermera me dio una pastilla que consiguió tranquilizarme bastante, o más bien me atontó. En ese estado de semiinconsciencia pedí que me enseñaran el cadáver.
—Loli, si quieres verle, te tienes que calmar —me decía la enfermera, una chica joven, delgada, de cara agradable y ojos rasgados y verdes. La pobre ponía todo su empeño en ayudar, pero la situación se le escapaba de las manos.
—¡Si estoy muy tranquila! ¿No me veis? Estoy completamente tranquila —decía yo, elevando cada vez más el tono de voz (a pesar del fármaco, mi tensión nerviosa era muy alta).
—Está bien —dijo el doctor—. Te vamos a llevar a que lo veas, pero te adelanto que va a ser muy duro para ti, y yo más bien te aconsejaría que en este estado de excitación en el que te encuentras no lo hicieras.
—Necesito verle para comprobar que es él. Todavía pienso que se pueden haber equivocado. A lo mejor es otro Ángel. Doctor, por favor... Estoy bien, de verdad.
Me llevaron a una cámara, a la que pasé sin mi familia, acompañada solo por la enfermera y el médico. Una bofetada de olor a formol y alcantarilla nos golpeó al entrar. Hacía frío, yo no dejaba de tiritar y el lugar era inquietante. Ángel estaba metido en una especie de nicho y el enfermero tiró de la tapa para sacar el cuerpo, ya completamente rígido. Levantaron la sábana que le cubría, pero estaba tan pálido que no le reconocí. Parecía un muñeco de cera, frío y de color blanco amarillento. ¿Era mi Ángel, mi marido, el que me había estado besando esa misma mañana, con el que había hecho el amor la noche anterior? Le vi la cicatriz que tenía en la ceja izquierda, recordatorio de una travesura infantil, y por un momento pensé que me desplomaba. En un acto reflejo le cogí la cara con mis manos y se le abrió la boca; sí, eran sus dientes... Era él. Ya no cabía ninguna duda. ¡Fueron unos instantes tan dolorosos! Un escalofrío de muerte subió por mis pies hasta la cabeza, y todo el bello se me erizó. Retuve la respiración implorando a Dios que lo retornara milagrosamente a la vida, pero no obtuve respuesta. El vendaval de la muerte había sacudido con virulencia nuestro futuro apacible.
«Ángel, nunca te podré olvidar», le susurré al amor de mi vida mientras sentía que se iba para siempre de mi lado.
El cadáver de Ángel fue trasladado al tanatorio y allí se instaló el velatorio. El Cuerpo Militar se hizo cargo de todo. Al día siguiente, un coche del ejército nos trasladó al cementerio de la Almudena, donde se celebró el entierro. Las losas de mármol descansaban sobre la tierra adornadas con flores frescas y siemprevivas. El viento abrazaba la larga figura de los cipreses y transmitía un frescor saludable a nuestros rostros de ojos hinchados y envejecidos por tanto llanto. Las nubes nos sobrevolaban como algodones sucios, amenazando con descargar toda su ira encima de nuestras cabezas.
Ángel no se merecía menos. Hubiera sido imposible que el día de su entierro luciera un sol radiante.
Todos sus compañeros y los altos cargos nos acompañaron en ese día de duelo y dolor profundo, desgarrador, salvaje, hiriente, inhumano. Yo veía a mucha gente, pero no reconocía a nadie. Miré uno por uno aquellos rostros angulosos de gesto grave tratando de ponerles un nombre, un recuerdo, pero fue inútil. Me fijé en una mujer de mirada estrábica y sonrisa boba que a veces relajaba para simular un gimoteo, y de pronto se eclipsó entre la multitud. Un estado de ausencia mental me invadía. La muerte de Ángel era el final de las ilusiones de nuestra corta juventud. A los diecinueve años debía convertirme en una mujer madura, sin ningún futuro por delante.