Capítulo 2

La abuela de Yusef

Los primeros días, después de volver a casa con la recién nacida, fueron apacibles, aunque yo seguía preocupada e incluso me sentía culpable por haber dado a luz una tercera niña. Mi yo interior me juzgaba sin piedad: «¿Qué pensarán de mí?», me preguntaba abochornada, pero decidí relajarme y centrarme en atender a mis hijas. ¡Qué culpa ni qué culpable! Me negaba a convertirme en una desgraciada por algo que no se encontraba en mis manos solucionar. Mi suegra y mi cuñada continuaron realizando los abundantes trabajos domésticos; no disponían de muchos utensilios que les facilitaran las tareas del hogar y lo realizaban casi todo a mano, incluida la masa de sémola, el queso, el pan, matar a las gallinas, recoger los huevos, ordeñar la cabra, sacrificar a los pichones... ¡Trabajaban como muías!

La gastronomía de la casa me resultaba curiosa y muchas veces apetecible, con lo que me interesé por la elaboración de los platos observando cómo manipulaban los alimentos para cocinarlos, y cuando no entendía algo, le pedía a Yusef que me lo explicara.

Continuábamos desayunando en el patio de los limoneros, como en mi primer viaje, y poco a poco comencé a aprender el nombre de todos los platos que tanto me gustaron en mi primera estancia en Palestina. Lo que no podía faltar en estos desayunos era el labneh, un queso hecho con yogur natural y sal; lo escurrían sobre una gasa durante veinticuatro horas, le daban forma de bolitas y las rebozaban en orégano. Resultaban sabrosas y apropiadas para iniciar al paladar en las primeras horas del día. Llegué a acostumbrarme a ellas, olvidándome del café con leche y las tostadas.

También eran habituales las sambusaks, unas pastas rellenas de carne, y abundantes dulces como los pastelitos katayef; las ghraybeh eran galletas de mantequilla y las kunafas, galletas de cereales. Aprendí a saborear estos alimentos, todos muy especiados y sabrosos.

Además de dedicarme a mis tres hijas y de observar cómo las mujeres de la casa cocinaban, dedicaba parte del día a atender a la abuela de Yusef, de la que aún no he hablado, pero que jugó un papel importante en mi vida. Su marido se había casado con tres mujeres, siendo ella la segunda, cuando casi alcanzaba la cuarentena. Yo la conocí en mi primera visita a Palestina, ya muy anciana, medio ciega y cuando apenas se mantenía en pie, pero aún se desenvolvía sola e incluso salía de vez en cuando a comprar algún alimento necesario para la comida; era la sirvienta de mi suegra. Llevaba y traía leña y obedecía en todo a la madre de Yusef, que reinaba como dueña y señora. Pero ahora Gestah (así se llamaba) había perdido la vista por completo y se desplazaba de un lugar a otro de la casa reptando. Siempre sentada en el suelo, vestida con la chilaba típica palestina, negra bordada en colores a punto de cruz. Daba mucha penita contemplarla. Dormía en un cuchitril cerrado con una puerta bajita de lata (un metro de altura) que lindaba con nuestra habitación. La entrada al cuartucho se hacía a través del patio. Dentro, había un somier con un viejo colchón y, al lado, una lata vacía de aceitunas de cinco kilos para que hiciera sus necesidades por la noche... Solo eso. Al encontrarse tan cerca de nuestra habitación, escuchábamos todo lo que le pasaba por las noches y cómo se arrastraba para hacer sus necesidades en la lata. A mí se me partía el corazón y no comprendía por qué mi suegra era tan cruel con ella. Ali, mi suegro, era el único hijo de esta anciana (tenía hermanos, pero de la primera mujer de su padre y de la tercera) y no supe nunca por qué consentía que su mujer infligiera esta cadena de vejaciones a su propia madre. Sé por Yusef que vivió siempre con ellos, ya que mi suegra se casó muy joven, con quince años. Ama Yusef nació en Siria, donde vivía toda su familia, y de recién casada se encontraba muy sola en Gaza; como, además, Ali era hijo único por parte de madre, decidieron convivir con Gestah.

Los agravios continuos resultaban un insulto a la vista de cualquier bien nacido y a mí me daba mucha pena esta pobre mujer maltratada por la vida, por cuyas venas corría la misma sangre que la de sus verdugos. Cuando en la casa cocían pollo, apartaban las patas, la cabeza y el cuello para Gestan.

—¿Cómo le dais a la abuela los despojos de la comida? —preguntaba yo con grandes dosis de indignación y reproche en mi tono de voz.

—Porque le encanta chupar los huesos —respondía mi suegra.

—Gestah, ¿cómo te puede gustar eso, que son los desperdicios del animal?

—No te preocupes por mí, hija, yo con esto ya como bien.

Ni siquiera le permitían sentarse con nosotros en la mesa. ¡Me parecía vergonzoso!

Por las noches, a veces, la sentíamos levantarse para ir al servicio (el del agujero) a hacer sus necesidades. Debía por fuerza salir al patio hasta llegar a él, en verano y en invierno, arrastrándose, y, una vez allí, subirse la falda, bajarse la ropa interior...

A veces nos despertaban los gritos de mi suegra.

—¡Gestah, puerca, te has vuelto a ensuciar! —le gritaba indignada mientras le arrojaba dos o tres cubos de agua por encima para limpiarla.

¡Bonita manera! A mí me impresionaba tanto que rompía a llorar desolada. Estas escenas sucedieron de manera continuada desde que llegué hasta que Gestah falleció, durante un periodo de tiempo de unos seis o siete meses. Sentía que a esta pobre mujer se la trataba peor que a un animal.

—Yusef, ¿cómo pueden comportarse así con tu abuela?, y tú ¿por qué lo permites? No lo entiendo, pobrecita —le recriminaba entre sollozos.

—Loli, no la tratan mal, no exageres. La limpian, le dan de comer...

—Pero ¡qué dices! No he visto a nadie de esta casa que le dé un mínimo de cariño. Me muero de pena solo de oírla.

Como la pared de nuestra habitación colindaba con la suya, algunas noches llamaba a su nieto a gritos.

—Yusef, Yusef... Tráeme un trozo de pan con aceitunas y tomate.

—Abuela, ¿qué quieres?

—Hijo, tengo hambre.

Y Yusef se lo llevaba. Pero cuando por la mañana mi suegra abría la puertecita del cuchitril donde dormía la anciana desde el patio de los limoneros, el olor que despedía la estancia echaba para atrás. Se fijaba en los huesos de las aceitunas en la lata, mezclados con el orín, y la viejecita rebozada en excrementos y montaba en cólera.

—¿Quién te ha traído esta noche aceitunas? Pero ¡no saben que no puedes comer porque luego te haces caca! —gritaba de manera desaforada, como poseída por Lucifer.

Cuando llegaba Yusef, yo le contaba todo entre sollozos.

—Por Dios, Yusef, debes tomar las riendas de este asunto. Yo no puedo seguir permitiendo que traten así a un ser humano. ¡Pobrecita! Me muero de dolor cada vez que tu madre la maltrata. Ella es una mujer estupenda que toda la vida ha estado a su servicio. ¿Por qué no le pone unos pañales como hacemos con los niños? Sería una solución.

Los últimos días de su vida los pasó desnuda por dentro. Llevaba la chilaba, debajo de ella un camisón, y nada más, sin ropa interior. A la pobre mujer, ciega e inválida, le resultaba prácticamente imposible subirse la ropa y se ensuciaba, ¡normal!

Intuí que toda su vida se había desarrollado entre desprecios y órdenes. De rostro cuadrado, ancho, facciones duras por haber sufrido enormemente, surcaban su cara infinidad de arrugas. Distaba mucho de haber sido una mujer hermosa, saltaba a la vista; daba la impresión de que siempre había sido vieja, como ocurre con ciertas personas. El abuelo de Yusef se debió de casar con ella por pena; era ya mayor y poco agraciada físicamente cuando celebraron el enlace. Una mujer árabe que llega a esa edad soltera es indicativo de fealdad y de que ningún hombre la ha querido desposar. La pobre tuvo la gran suerte de parir este hijo, el único, una bendición, según pensó al traerlo al mundo. Puede que más tarde cambiara de opinión... o quizá no. El grado de resignación de las mujeres árabes alcanza cotas incomprensibles. ¿Cómo sería su retrato interior? ¿Qué pensaría esta anciana apocalíptica de la vida?

—Yusef, tus padres deberían darse cuenta de que todos, en el mejor de los casos, llegaremos a viejos y que si una anciana se hace encima sus necesidades, lo lógico es lavarla con cariño y no a base de golpes. Igual que Gestah ha servido a tu madre durante toda la vida, ella podría corresponder en lugar de protestar tanto. Ahora le toca cuidarla con ternura, y en lugar de eso... ¡qué pena me da!

—Mujer, no seas tan severa con mi madre —me contestaba mi marido dibujando una sonrisa burlona queriendo quitar hierro al dramático asunto.

Empecé a descubrir a través de estos y de otros comportamientos la categoría humana de mi suegra y que, a pesar de estar en Palestina, aquella casa era un matriarcado.

Gestah me llegó a tomar un gran cariño. Me acercaba a ella, le cogía su huesuda mano; aunque no me veía, percibía toda la ternura que le quería transmitir con mi gesto y me dirigía una sonrisa angelical rebosando gratitud.

—Ama Ali, Ama Ali, eres tú... Déjame que te toque. Que Alá te bendiga y te dé un hijo varón pronto —me repetía sin cesar mientras acariciaba mi cara. Su piel áspera me transmitía el calor que yo tanto necesitaba, huérfana de afectos.

—Si Dios quiere —le contestaba yo—. ¿Necesita usted algo?

—Bueno, hija... tráeme un poco de shattack.

El shattack nunca lo he visto en España, pero allí se comía mucho. Es un polvo de sésamo que se unta en pan con aceite y se mete al horno. A Gestah le encantaba, como todas las comidas picantes.

—Le voy a traer un poquito, pero Gestah, cuando quiera hacer caca dígamelo y le traigo la lata, ¿vale? No se lo haga encima si no quiere desatar la ira de Ama Yusef.

Ella me miraba sin ver, con esa carita de desvalida... Aún me resulta difícil no contener las lágrimas al recordarla. ¡Me inspiraba tanta ternura!