Capítulo 13

Mi segunda boda

Enseguida nos pusimos a arreglar los papeles para la boda. Tuvimos que ir al obispado y preguntar qué trámites debíamos seguir; rellenamos unas solicitudes para dejar constancia de que él, siendo musulmán, se quería casar por la Iglesia católica; tuvimos que llevar unos testigos que le conocían y podían asegurar que no estaba casado en su país (un tío de él y un amigo). Llegado este punto, debo resaltar un hecho que me llamó la atención. Mohamed se negó a participar como testigo, sin darnos ninguna razón que justificase su negativa. Aún a día de hoy desconozco sus motivos, que supongo tendrían que ver con aquel documento que Yusef firmó en Palestina comprometiéndose a casarse con otra mujer.

Esos días anduvimos muy ocupados con los temas burocráticos. Yusef consiguió que le mandaran su partida de nacimiento desde Gaza y nos empleamos a fondo para casarnos lo antes posible.

Por fin llegó el día de mi segunda boda. El padrino volvió a ser mi padre, que llegó a la iglesia muy guapo con su traje negro (el mismo de mi primera boda y de la de Amelia), camisa azul clara y corbata de rayas. La madrina fue la suegra de mi hermano, ya que Yusef no tenía familia en España. Nos parecía una señora muy agradable con la que manteníamos cierto trato. Yo, por fin, iba vestida de blanco, como había querido en la primera ocasión sin conseguirlo. Una amiga mía me había prestado su traje de novia, de encaje y raso, ¡precioso!, y me quedaba como hecho a medida. El velo lo sustituí por un tocado de flores. Me sentía guapa aunque desconcertada.

Comenzó la ceremonia y mis pensamientos se hallaban muy lejos de aquel lugar. Recordaba mi boda con Ángel, lo ilusionada y contenta que llegué al altar. Me venía a la memoria cómo nos amábamos, su lengua recorriendo mi vientre, sus muslos firmes..., pero volví en mí al escuchar la voz pausada del sacerdote advirtiéndole a Yusef que se casaba por la Iglesia católica y que eso le comprometía, a pesar de ser musulmán, a criar a sus hijos en la religión católica, a permanecer a mi lado hasta que la muerte nos separara. Una lágrima de tristeza resbaló por mi mejilla, mientras él, solícito, me la limpió con su mano.

Terminada la ceremonia, todos nos fuimos a celebrarlo al mismo sitio que había elegido mi hermana poco tiempo atrás. Amelia ya se había quedado embarazada de su hijo mayor y estaba muy guapa, con un vestido azul cielo y unos zapatos blancos de tacón. El pelo negro hacía resaltar aún más su rostro rosado de piel fina; los primeros meses de matrimonio le habían sentado muy bien y lucía una abierta sonrisa de satisfacción.

Ese día, no sé muy bien por qué, se me agudizó el oído de una manera alarmante y escuchaba todas las conversaciones que fluían en los corrillos de la familia y amigos.

—Pobrecita, mira, por lo menos ha encontrado a alguien que se quiera casar con ella. Yo pensé que no lo iba a conseguir —decía una invitada.

—Pero yo no creo que esto salga bien. Y, además, las dos hermanas con palestinos, con árabes, como si en España no hubiera hombres —contestaba otra.

A pesar de todo, fue un festejo agradable, muy parecido al de Amelia por las características tan semejantes en ambos casos. Cuando acabó la cena, nos fuimos para casa sin más celebraciones.

Cuando me quedé viuda había solicitado un piso al Ivima (Instituto de la Vivienda) y poco antes de casarnos me lo habían concedido. Me lo notificaron coincidiendo con la declaración de Yusef (sin ánimo de ser mal pensada, ¿tendría eso algo que ver con su enamoramiento?). Lo habíamos estado arreglando y amueblando los días previos a la boda y allí fue donde pasamos nuestra primera noche de casados. Yo pensaba que nos esperaba una velada deliciosa, pero me equivocaba; nos abrazamos, nos besamos y nos acariciamos sin ningún ímpetu por su parte. Eva pasó esa noche con mis padres, y cuando desperté, me encontraba vacía, sin ganas de nada, echando de menos a mi hija. Ni siquiera nos fuimos de viaje de novios. Con el paso del tiempo he visto claro que Yusef encontró en mí una mujer con piso propio, que trabajaba y ganaba dinero para mantener la casa, y que casándose conmigo conseguía la nacionalidad española. Todo eran ventajas para él, que podría terminar su doctorado tranquilamente y, además, se convertiría en ciudadano español, con los beneficios que eso le reportaría.

Habíamos hecho el amor dos o tres veces antes del día de la boda. Para evitarme sorpresas, yo quería saber cómo era Yusef sexualmente antes de casarme, como es natural. La primera vez que lo hicimos fue cuando me pidió en matrimonio. Nos fuimos al piso que él tenía alquilado con su tío, una casa pequeña y destartalada a pocas paradas de metro de la mía. Estábamos los dos solos y empezamos a besarnos y a jugar, pero fui yo, como siempre desde esa primera vez, la que tomó la iniciativa de hacer el amor y allí descubrí que era un amante mediocre y poco apasionado (si quería sexo, lo debía provocar yo). Aquella primera vez cerré los ojos, me imaginé que estaba con Ángel y me convertí en un volcán, aunque su pasividad me devolvió a la realidad. Comparado con mi primer marido, Yusef salía perdiendo por muchos puntos en todos los aspectos y eso me sumergió en un mar de dudas. Unas veces pensaba que había cometido un grave error, y otras no me importaba: me había casado con él para escapar de mi madre (más o menos como Amelia), para darle una familia a Eva, para tener un hombre a mi lado y dejar de ser la pobre viuda a ojos de todos... La misión estaba cumplida. Él quería a mi hija, o al menos eso es lo que yo creía entonces, y gracias a su presencia me libraba de la presión de mi madre. Dejaría de sentirme humillada y presionada por ella, era una escapatoria. Al principio de nuestra vida en común le llegué a coger cariño porque se portaba bien con nosotras, pero cuando sentía sus pisadas por la escalera esperaba que se abriera la puerta y encontrarme cara a cara con Ángel, mi único amor, al que era capaz de reconocer a oscuras. Pero no era él quien entraba en casa, ni su piel, ni su voz, ni su olor, ni sus caricias, ni sus risas, ni sus besos apasionados... Era Yusef, mi presente, el padre que necesitaba para mi hija y el hombre que compartía ahora mi vida.

Yusef quería ser pronto padre y no utilizábamos ningún método anticonceptivo cuando hacíamos el amor, y como consecuencia de esto me quedé embarazada el primer mes de casados. Le di la noticia en cuanto me enteré.

—Yusef, vas a ser padre. Se me ha retrasado la regla, he ido a la farmacia para hacerme la prueba del embarazo y ha salido positiva.

Él alzó los brazos en señal de triunfo, e incluso comenzó a dar saltos de alegría. Me cogió en volandas y me zarandeó de un lado a otro eufórico gritando:

—Vamos a ser padres, Loli, ¡qué bien, cariño! Me gustó que le hiciera tanta ilusión y yo también recibí la noticia como llovida del cielo. Ángel no era niñero, pero yo sí y me encantaba la idea de tener otro hijo. Íbamos a ser una familia completa y pensé que a Yusef el tener un hijo biológico (estaba convencido de que sería varón) le vendría muy bien. Sería positivo para todos, incluso para Eva, que compartiría juegos con un hermano. La niña vivía con nosotros en la nueva casa desde que nos casamos y la relación entre ambos era aceptable. Yo me iba a trabajar todas las mañanas a la zapatería y Yusef dejaba a Eva en casa de mis padres y luego mi madre la llevaba al colegio (ya tenía cuatro años y estaba en preescolar). Por las tardes, como salía de clase antes de que yo entrara en la zapatería, algunos días la iba a recoger con el coche (me había sacado el carné cuando murió Ángel para poder conducir su vehículo).

—No me gusta nada que conduzcas estando embarazada, Loli. Que vaya a buscar a Eva tu madre, pero no quiero que corras ningún peligro —me dijo un día Yusef.

Yo ya le notaba que se iba distanciando de mi hija a pasos agigantados. Su actitud hacia ella había cambiado; distaba mucho de cómo la trataba cuando éramos novios, cuando jugaban como dos niños y se la subía sobre los hombros mientras yo les miraba embelesada y satisfecha por su comportamiento.

—¡Qué pesadez! Todos los días igual. Mañana tengo que llevar de nuevo a tu hija a casa de tus padres. ¡Menudo rollo!

Comenzó a protestar por todo lo que tuviera que hacer que estuviera relacionado con Eva, y el colmo fue cuando nació su propia hija. Al ponerme de parto, llevó a la niña a casa de mis padres, en principio para que se quedara allí mientras yo permaneciera en la clínica. Pero cuando me dieron el alta médica y regresé a casa, entre mi madre y Yusef me volvieron a apartar de Eva. La niña terminó por quedarse con mis padres todos los días.

—Loli, es por tu bien —decía mi madre—. Estás recién parida y Eva en tu casa lo único que puede hacer es estorbar. Hija, la niña está mucho mejor ahora con nosotros.

—Bueno, mamá, está bien, que se quede con vosotros, pero me la tenéis que traer los fines de semana. Quiero verla y creo que es muy conveniente que se familiarice con su hermana.

Y así lo hacía. Eva se quedaba con nosotros sábados y domingos, pero Yusef no dejaba a la pobre ni moverse.

—Eva, deja al bebé tranquilo, ¿eh? ¿No ves que es muy pequeña? No te acerques a ella para nada —le reprochaba Yusef, y la pobre hacía pucheros y se refugiaba en mí por un tiempo.

—Pero, Yusef, deja que se acerque a su hermana, si no le va a hacer nada, no te preocupes, que estoy yo pendiente. Venga, hombre, tranquilízate.

—Es que Eva es muy pesada, siempre haciendo ruidos y molestando. ¡Ya me tiene harto esta cría!

A mí, con esta actitud, me clavaba mil puñales en el pecho, pero al margen de esto nuestra vida transcurría con total normalidad; yo seguía trabajando en la zapatería, él en casa aportaba su granito de arena fregando los platos o pasando la aspiradora, al mismo tiempo que trabajaba en su doctorado, y en ocasiones participaba en algún programa de radio (una emisora árabe ubicada en España) que dirigía un amigo suyo. Por sus intervenciones le pagaban algo de dinero, pero casi todo lo aportaba yo con mi trabajo en la tienda. Al casarme con él había perdido la pensión de viudedad y la Seguridad Social me había dado lo que se llamaba entonces la dote (cierta cantidad de dinero), que sirvió de ayuda para pagar la boda y los gastos de la nueva casa (electrodomésticos, muebles, televisión...). Lo que sí seguía cobrando era la orfandad que el ejército le había concedido a Eva cuando Ángel murió.

Mientras yo trabajaba, mi madre se hacía cargo de llevar a Eva al colegio y de cuidar a la pequeña Soraya. Si Yusef no tenía nada que hacer, era él el que se quedaba en casa con las dos pequeñas, pero las tensiones entre él y Eva fueron aumentando por momentos. También es cierto que mi hija mayor (iba a cumplir cinco años cuando nació Soraya) sentía algunos celos por su hermana, típico y normal en estos casos. Aquello se convirtió en una batalla campal. Lo que Eva quería era llamar la atención porque la pobre había perdido el protagonismo y eso, como a todos los niños, le molestaba. A consecuencia de esto, Yusef comenzó a sentir un rechazo absoluto hacia ella.

—¿Dónde está el libro que había dejado encima de mi mesilla de noche? Eva, ¿lo has cogido tú?

—Solo quería ver las fotos y jugar a pintar los ojos de las señoras.

Yusef se desesperaba, le gritaba, le daba un manotazo en las manos y la niña rompía a llorar. Antes de nacer Soraya, Eva también hacía travesuras como cualquier niño de su edad, pero Yusef las encajaba de forma muy diferente. Le hablaba con cariño y utilizaba un tono conciliador en sus explicaciones.

—Yusef, por Dios, ¡que es una niña, solo tiene cinco años! No la trates así, hombre. Si muchas veces se acerca a ti para ver lo que estás haciendo.

Yo esperaba y pedía a todos los santos que Yusef volviera a ser como antes con mi hija. Me dolía muchísimo cuando se enfadaba con ella, que era ya constantemente.

Nuestro día a día de pareja era monótono, tedioso y aburrido. Nos levantábamos, desayunábamos, nos duchábamos, ni beso en la despedida, ni a la vuelta, ni nunca. ¡Todo lo contrario que con Ángel! ¡Cuánto le seguía echando de menos! Por la calle nunca me cogió de la mano, o del brazo; salíamos a pasear con el carrito de la niña por algún parque cercano y nuestras conversaciones eran para salir del paso, sin contenido. Alguna vez le invitaron a una fiesta en la Embajada de Líbano.

—Loli, ponte muy guapa porque irá gente importante, pero a Eva no la llevamos, ¿eh?

En cambio su hija Soraya sí podía asistir.

—¿Por qué no puede ir Eva? Eso no es justo, tenemos que ir toda la familia. ¿Por qué una niña sí y otra no?

—Pues porque si va Eva se darán cuenta de que no es mi hija. Han venido a nuestra boda, saben cuándo nos hemos casado, Eva ya tiene cinco años y van a percatarse de que no es mía. Yo no quiero que se enteren, ¿no lo comprendes?

—No, Yusef, no lo comprendo. Cuando nos casamos yo tenía una hija y todo el mundo lo sabe. No me podía imaginar que tú te ibas a comportar de esta manera después de nuestra boda.

La conversación terminó con malas caras por parte de ambos.

Eva se mostraba encantada con su hermanita pequeña; la quería coger a todas horas, para peinarla como si fuera su muñeca, para abrazarla, pero comenzó a sentirse incómoda delante de Yusef porque era consciente de su rechazo. Cuando sabía que iba a llegar a casa decía:

—Si viene Yusef yo no quiero estar, me tengo que ir al colegio.

Pobrecita, yo me sentía fatal. Cuando nos encontrábamos las tres solas era todo felicidad, pero en cuanto aparecía él por la puerta, todo cambiaba. Se había convertido en un rechazo mutuo; ninguno de los dos se soportaba, y Eva prefería irse a casa de mis padres.

Yo hablaba con él, pero no había nada que hacer porque negaba la evidencia.

Ante esta nueva situación tan desagradable que debía soportar día tras día no me parecía oportuno quedarme de nuevo embarazada y, aunque Yusef estaba deseoso de tener más hijos, me fui por mi cuenta al centro de planificación familiar de mi barrio para que me recetasen la píldora anticonceptiva. Me la llevaba tomando unos diez días cuando él la descubrió en el cajón de mi mesilla de noche y, sin contar conmigo ni decirme una palabra, tiró la caja a la basura.

—Yusef, ¿no has visto tú un paquete de pastillas que yo tenía en este cajón?

—¿Te refieres a las que te tomas para no quedarte embarazada? Sí, las he visto y las he tirado. ¿A quién has pedido tú permiso para tomarte esas pastillas?

—Tener otro hijo ahora es una decisión que debo tomar yo, ¿no te parece?

—No estoy de acuerdo en absoluto. Yo también tengo algo que ver en esto, ¿no?

Y las dejé de tomar, con los desarreglos hormonales correspondientes. A partir de ahí vigilaba todos mis movimientos y horarios. Me resultaba muy complicado actuar sin su consentimiento.

—Loli, cuando salgas de la zapatería te espero aquí, ¿vale? —comenzó a ejercer un control salvaje sobre mí.