Capítulo 15

El entorno

Mi suegro llamó a uno de los conductores que trabajaban para él y le ordenó que nos recogiera en la puerta de la casa y nos llevara a mis cuñadas, a mi suegra y a mí a la peluquería. Salimos por el pasillo descubierto que recorrí la noche de mi llegada y el taxi ya nos esperaba, pero tuve tiempo de vislumbrar todo lo que nos rodeaba. Mis ojos, como un abanico, hicieron en segundos un recorrido de 180 grados y se abrieron de forma alarmante al descubrir la carretera o calle principal, que era de arena (desconozco si debajo del polvo se encontraba el asfalto), en primer término, y enfrente un montón de chabolas con los techos de uralita, apiñadas unas contra otras. Entre ellas, algunas callecitas tan estrechas que solo permitían el paso de una persona. El paisaje era desalentador y el sol implacable que se cernía sobre nuestras cabezas dejaba al descubierto, con su luz cegadora, todo aquel panorama que solo había podido intuir la noche de mi llegada. Una mujer desdentada, cubierta de ropa por completo, pasaba a nuestro lado subida en un burro famélico, de caminar cansino. Su rostro arrugado y muy moreno (lo único que se hallaba descubierto) no cambiaba nunca de expresión, como si de una careta se tratara. Un rebaño de cabras cruzaba la calle y los coches tenían que sortearlas como podían. Pregunté con la mirada qué era aquello y me contestaron que estábamos en el campamento de refugiados palestinos de Jabalia. El impacto fue tremendo. El olor a basura y orines revolvía el estómago; tiraban los desperdicios en un lugar asignado, pero allí mismo, al lado de las viviendas (si así se podían llamar), y una vez a la semana los quemaban. En la misma chabola en las que vivían las personas, dormían los animales. Por la mañana los soltaban, con lo que corderos, ovejas, cabras, asnos... campaban a su libre albedrío. Las aguas fecales, en ausencia de alcantarillados, transcurrían por un canal abierto de cemento; su olor nauseabundo era insoportable y una nube gigantesca de insectos revoloteaba a sus anchas ante la impasibilidad de todos, acostumbrados a esa cotidianidad.

Puestos ambulantes con manzanas, gallinas vivas, huevos, verduras, plátanos, telas, jabones... se organizaban en filas desiguales sin ninguna coordinación. Algunos estaban cubiertos con un pequeño lienzo a modo de toldo para evitar la solanera, pero otros eran carros con su burro o muía correspondientes; amo y animal pasaban el día a pleno sol. Las bestias, como es natural, hacían sus necesidades, aportando más olores al paisaje dantesco. Como era la calle principal y enfrente estaba el ambulatorio de la ONU, resultaba ser la zona más «comercial» y por ese motivo proliferaban los puestos ambulantes. Los palestinos acudían a los almacenes para recoger harina de trigo, garbanzos, aceite, azúcar, la leche que les daban como ayuda para los niños, o iban a vacunar a sus hijos o a visitar a algún médico, y de paso hacían alguna pequeña compra necesaria: un poco de champú, un par de manzanas, dos o tres huevos. Me sentí una privilegiada rodeada de tanta miseria. La casa de mi familia era un palacio comparándola con todo aquello y nosotros, luego lo pude comprobar, gozábamos de muchas prebendas al ser el padre de Yusef trabajador de la ONU; teníamos prioridad siempre que necesitábamos cualquier cosa. Cuando ellos lo creían conveniente, pasábamos con mi hija por la puerta de la casa que daba directamente al ambulatorio, atravesando un pequeño descampado, y los médicos dejaban lo que estuvieran haciendo para atendernos. Afortunadamente, Soraya nunca enfermó estando allí; íbamos simplemente a pesarla o revisarla. El lugar estaba formado por naves habilitadas para distintos usos y en una de ellas se encontraba la sala de partos, con camas blancas cubiertas por mosquiteras. Varias matronas realizaban a diario su trabajo ayudando a venir al mundo a los pobres niños, cuyas madres carecían de bienes para dar a luz en un hospital.

El cielo, de un azul tan intenso que hacía daño mirarle, cobijaba bajo su inmenso manto todo tipo de alimañas e insectos que proliferaban por doquier alimentados por el calor y los residuos orgánicos presentes. Moscas, mosquitos, cucarachas, arañas, ratas... cohabitaban con el resto de la población y por mucho que echaran en el agua de limpiar zotal, que yo descubrí por el olor, los bichos no desaparecían nunca. Incluso mis suegros tenían en el jardín un pequeño corral con una cabra, gallinas y conejos, foco importante para que proliferaran los parásitos, pero los huevos frescos que recogían todos los días me encantaban (un día pretendí hacerlo yo misma, pero me llevé unos cuantos picotazos de las aves y desistí para siempre), así como la leche y el queso de cabra que hacía mi suegra; todo, por supuesto, sin pasar por ningún control sanitario.

«Aquí no cogemos cualquier cosa porque Dios no quiere», pensaba yo mientras me bebía la leche todavía con espuma, caliente, recién ordeñada de la cabra.