Capítulo 18
APROXIMADAMENTE una décima Parte de las embarcaciones se separaron de la confusión general y se reunieron lejos a unos cuantos kilómetros. A ellas se acercaron algunas embarcaciones de hielo que estaban todavía en uso. Las cubiertas de todas ellas estaban inundadas de guerreros que esperaban impacientemente. Estos eran los bajeles de los lannach.
Otra décima parte aproximadamente estaba ardiendo, o había sido deshecha y derrotada por el fuego, las piedras hasta que se hundieron bajo las aguas del Achan. Estas eran las embarcaciones de las que ya nadie tenía cuenta, abandonadas por ambos bandos, ambas naciones. Entre ellas había pequeñas embarcaciones abiertas en dos, rotas, en los que no había más que grandes despojos, o donde toda la tripulación estaba compuesta por dacconnay muertos. Los que quedaban se dirigieron formando una gran masa alrededor del castillo del almirante. Desde luego no era un grupo de embarcaciones bien constituidas, y mejor acondicionadas o formadas por canoas bien equipadas. Ninguna tripulación había escapado de tener sus pérdidas, y un buen número de bajeles se podía decir que eran ya inservibles. Si los Fleet pudiesen volver a la mitad de su fuerza de lucha normal ponerla otra vez en acción tendrían mucha suerte.
Sin embargo, esto era casi tres veces mayor que las unidades que los lannacha tenían en este momento. El número de machos por cada lado era aproximadamente igual; pero con un espacio superior de carga, los draconnay tenían además munición. Cada uno de sus bajeles era también superior individualmente, mejor construido que los barcos de hielo, y mejor acondicionados que los barcos capturados.
Breve, los draconnay aún tenían la balanza del poderío.
Mientras ayudaban a van Rijn a meterse en una canoa capturada, Tolk dijo con cierto malhumor:
—Yo en su lugar guardaría mi armadura puesta, terrestre. Así ni tendría más que atármela cuando la tregua termine.
—¡Ah!
El mercader extendió sus brazos de una manera monstruosa, se dio unos golpes en el estómago y se dejó caer sobre un asiento.
—Supongamos, sin embargo, que el armisticio no se rompe. Entonces habré estado vistiendo este maldito corsé sin ningún motivo. Lo que sería peor que un dardo en mi trasero, pongo por testigo a San Dimas.
—Me doy cuenta —añadió Wace—, que ni usted ni Trolwen llevan corazas.
El comandante se alisó su piel con mano nerviosa.
—Eso es a causa de la dignidad de los flock —murmuró—, estos estúpidos no van a pensar que tengo miedo de ellos.
La canoa empezó a moverse, su tripulación se inclinaba sobre los remos. Resbalaba dulcemente hacia un lugar de aguas oscuras por encima de ellos vigilaba el resto de la guardia lannacha, poniendo cuanto entusiasmo podían en la demostración del desfile volante para que les viese el enemigo. Había aproximadamente un centenar. No serviría para nada mezclarse entre las iracundos Fleet.
—No espero que podamos alcanzar ningún acuerdo —dijo Trolwen—, nadie puede… con una inteligencia tan extraña como la que ellos tienen.
—Las gentes del Fleet son exactamente igual que vosotros —dijo van Rijn—, lo que necesitáis es más comprensión entre vosotros mismos, ¡condenación! Me parece muy bien que os matéis, pero no tengáis prejuicios raciales.
—¿Dices que son como nosotros? —exclamó Trolwen. Sus ojos se agrandaron enormemente y se pusieron de un color amarillo—. Mira terrestre…
—No importa —dijo van Rijn—, estoy de acuerdo en que ellos no tienen una estación en el año para emigrar. Y vosotros pensáis que esto es una cosa muy grande, de mucha importancia. De acuerdo. Pero ahora tengo cosas en que pensar por mí mismo. ¡Cierra el pico!
El viento levantaba olas enormes y se arremolinaba con gran fuerza. El aire era frío, húmedo, oliendo un poco a vida salada. «No era un momento muy fácil para morir —pensó Wace—, el último de todos sin embargo, para salvar a Sandra, mientras ella estaba tendida bajo los arrecifes de hielo de Dawrnach. Ruega por mi alma, amada, mientras tú esperas seguirme. Ruega por mi alma».
—Deja los sentimientos personales de una parte —dijo Tolk—, hay mucho que discutir sobre nuestros asuntos. Por ejemplo, una tribu con vida tan ajena a nosotros como los draska, tendrá un espíritu igualmente extraño. Yo no pretendo, no intento seguir tus pensamientos, terrestre. Yo le considero mi amigo, pero admitámoslo, tenemos muy poco en común. Yo solo confío en ti porque tu motivo inmediato, sobrevivir, ha sido fácilmente comprensible para mí. Cuando yo no consigo seguir perfectamente tus razonamientos, puedo fácilmente creer que cuando menos lo haces con buena intención.
»Pero los draska ahora, ¿cómo podemos confiar en ellos? Digamos que se llega a un acuerdo de paz. ¿Cómo podremos saber que ellos lo respetarán? Ellos no pueden tener concepto del honor en absoluto, así como no tienen ningún concepto de la decencia sexual. O incluso aunque ellos intenten llevar a cabo sus juramentos, es que podremos estar seguros de que las palabras del tratado significarán lo mismo para ellos que para nosotros. En mi capacidad de Heraldo, he visto muchas incomprensiones semánticas, entre tribus con diferentes lenguas. Así pues, ¿qué será de las tribus con diferentes instintos?
»O bien me pregunto… ¿Es que acaso podremos incluso contar nosotros mismos en respetar tal tratado? Nosotros no odiamos a nadie por el simple hecho de haber luchado contra nosotros, pero nosotros odiamos el deshonor, la perversión, la suciedad. ¿Cómo podemos vivir con nosotros mismos, si establecemos la paz con criaturas a quienes los dioses deben despreciar?
Suspiró y miró con gran agitación hacia las embarcaciones más próximas.
Wace hizo una mueca:
—¿Se te ha ocurrido pensar que ellos están pensando de la misma forma, las mismas cosas en cuanto a vosotros? —le replicó.
—Claro que lo están haciendo —dijo Tolk—. Este es otro punto importantísimo en la senda de las negociaciones.
«Personalmente —pensó Wace—, estaré muy satisfecho con un tratado temporal».
»Nada más hay que dejarles que arreglen sus diferencias lo suficientemente como para que nos permita enviar un mensaje que alcance a Thursday Landing. Por mi parte después de que el mensaje haya llegado, ellos se pueden matar y aniquilarse los unos a los otros sin que a mí me importe, en absoluto.
Miró a las formas aladas y delgadas que había a su alrededor, y pensó en el trabajo y en la guerra, en el tormento y en el triunfo; sí y de cuando en cuando en alguna risa o en el fragmento de una canción. Pensó en el buen corazón de Trolwen, en el filosófico Tolk, en el joven impulsivo Angrek; pensó en el bravo y amable Delp y en su esposa Rodonis, que era mucho más señora que muchas hembras humanas que él había conocido. Y los pequeños jovencitos recubiertos de pieles, que se revolcaban entre las basuras o bien subían entre sus piernas. «No —se dijo a sí mismo—, estoy equivocado. Esto significa mucho para mí, después de todo, que esta guerra debería terminar para siempre».
La canoa se deslizó entre otras embarcaciones. Algunas caras drako miraban imperturbables hacia abajo, hacia ellos. De vez en cuando alguno escupía el agua. Estaban todos muy tranquilos. Había un montón de guerreros extendidos por todas partes y una guardia especial formaba un anillo cercando la cubierta principal. Delante del castillete de madera, rodeado de pieles y cojines, el almirante T’heonax y su consejero esperaban. A un lado estaba el capitán Delp con unos pocos de sus guardias personales, revestido de los hábitos de guerra, llenos todavía de sudor y sucios.
Un silencio total se extendía por encima de ellos a medida que la canoa llegaba y hasta que esta se detuvo ante la embarcación. Trolwen, Tolk y la mayor parte de las tropas lannacha volaban por encima de la cubierta. Fue unos minutos más tarde después de muchos sufrimientos y juramentos que los humanos pudieron llegar al tope de la cubierta donde se encontraban los jefes de ambos ejército.
Van Rijn miró a su alrededor.
—¡Qué hospitalidad! —exclamó en lenguaje drako—. Tan solo una pequeña cuerda que le tienden a uno desde abajo, y que está izando a mis pobres huesos cansados hacia una tumba que no… tendría que ser más que para vosotros. Pongo a los cielos por testigo, que esto es muy duro. ¡Muy duro! Algunas veces pienso en abandonar y retirarme. ¿Entonces qué será de la Galaxia? En aquel momento todos os sentiríais muy apenados, cuando ya fuera demasiado tarde.
T’heonax le dirigió una mirada satírica.
—Usted no fue el invitado que mejor se condujo de todos cuantos tuvieron los Fleet, Terrestre —respondió—. Tengo muchas deudas con usted. Sí. No lo he olvidado.
Van Rijn se dirigió hacia Delp, extendiendo su mano: —Así pues, era yo quien tenía razón, y era usted el que estaba haciendo todo el trabajo —replicó—, tenía que habérmelo supuesto. Nadie más que usted entre los Fleet tiene tanto cerebro. Yo, Nicholas van Rijn le manifestó todos mis respetos.
T’heonax se irguió y sus consejeros, rígidos, miraron un tanto sorprendidos hacia el almirante a quien no se prestaba atención. Delp se encogió por un momento. Pero más tarde accedió a dar la mano a Rijn y la apretó con fuerza al modo terrestre.
—Que el Lodestar me ayude, me satisface ver su grueso y vil rostro por aquí de nuevo —dijo—. ¿Sabe usted lo a punto que estuvo de costarme mi…?, ¿bueno todo lo que soy? Si no hubiese sido por mi esposa…
—Nosotros no mezclamos los negocios y las amistades —dijo van Rijn con cierta soltura—. ¡Ah, si!, su buena esposa Rodonis. ¿Cómo se encuentra ahora y todos los pequeños? Todavía recuerdan al viejo tío Nicholas y los cuentos que él les narraba cuando se iban a dormir como por ejemplo él…
—Si me hace el favor —dijo T’heonax con una voz que revelaba su nerviosismo—, querríamos, si usted nos lo consiente, continuar. ¿Quién hará de intérprete? Sí, ahora le recuerdo, Heraldo —Una mirada llena de rencor—. Entonces preste atención. Diga a su líder que este parlamento fue consentido por mi comandante de campo, Delp hyr Orikan, sin enviar si quiera un mensajero aquí para consultarme. Me hubiese opuesto a ello de haberlo sabido. Pero no fue prudente ni necesario. Tendré que hacer barrer estas cubiertas donde hayan pisado los bárbaros. Sin embargo, puesto que el honor de los Fleet está empeñado, ustedes también tienen una palabra de honor en su lenguaje, ¿no es así? Entonces oiré lo que vuestro líder tiene que decir.
Tolk asintió cortésmente y lo tradujo al lenguaje lannacha. Trolwen se sentó, manifestando en sus ojos toda la atención concentrada. Sus guardias se retiraron un poco, y sus manos se estrecharon sobre sus armas. Delp movía sus pies inquieto, y alguno de los capitanes de T’heonax miraba a lo lejos de una forma embarazosa.
—Dile —dijo Trolwen tras un momento, con una precisión amarga—, que permitiremos que los Fleet se vayan inmediatamente. Naturalmente necesitaremos rehenes.
Tolk tradujo, T’heonax retiró sus labios de entre mis dientes y se rio.
—Están sentados aquí con su pequeño puñado de embarcaciones deshechas, ¿y se atreven a decirnos esto?
Pero sus consejeros, que capitaneaban sus flotillas, permanecieron graves. Fue Delp quien dijo:
—El almirante sabe que he tomado parte en esta guerra. Con estas manos, estas alas, esta cola, he matado machos enemigos; con estos dientes he mordido la sangre del enemigo. Sin embargo, digo ahora que sería mucho mejor que les escuchásemos.
—¿Qué? —T’heonax abrió desmesuradamente sus ojos—. Espero que estarás bromeando.
Van Rijn se adelantó también.
—No tengo tiempo para estupideces —espetó—, escúcheme, y pondré las cosas y las palabras tan claras que un retoño de dos años podría explicárselo. Hemos tomado los lugares más esenciales de esta guerra y los puntos principales de los Fleet, y si usted no se porta como es debido y razona debidamente, les aplastaremos. ¡Mire allí! —Su brazo se extendió ampliamente hacia el mar—. Tenemos embarcaciones. No tantas, tal vez, pero bastantes. Tendrá que conversar con nosotros o continuaremos luchando. Si no es así, pronto será usted quien no tendrá embarcaciones suficientes. Así que métase eso en la pipa y chupe con fuerza.
Wace asintió. Bueno. Bastante bueno. Estaba demostrando que deseaba bastante vivamente intercambiar disparos y más disparos entre ellos o bien hacer que los guerreros luchasen los unos contra los otros en el aire.
Pero lo que no deseaba era arriesgarse a ser abordado, desechar sus embarcaciones o que se apoderasen de ellas los lannach. Porque esto era su casa, el único camino en que la cultura de estas gentes concebía el vivir. Si se deshacían las embarcaciones, no habría bastantes para poder ir a la pesca o bien para poder albergar lo pescado, ni tampoco lugares donde pudiesen habitar los grupos de guerreros que saliesen vivos de esta contienda. No era más que esto.
—Os hundiremos —chilló T’heonax. Se levantó, batiendo sus alas, izando la cresta, y estirando la cola con tanta fuerza que parecía una barra de hierro—. Ahogaremos a cada uno de los que queden de vosotros.
—Es posible —dijo van Rijn—, pero ¿crees que eso va a asustarnos? Si abandonamos ahora, habremos terminado para siempre también. Así que primero te llevaremos al infierno con nosotros, para que nos abrillanten nuestros zapatos y para tomar bebidas frías, ¿no es eso?
Delp, dijo con cierto embarazo en sus palabras:
—Nosotros no vinimos a Achan por el mero hecho de amar la destrucción, sino porque el hambre nos condujo. Fuisteis vosotros quienes nos negasteis el derecho de pescar, derecho que nadie nunca os otorgó. Oh, sí, nosotros también tomamos parte de vuestras tierras, pero es el agua lo que nosotros necesitamos. No podemos abandonar en este momento.
Van Rijn se movió inquieto.
—Hay otros mares. O tal vez os permitamos que pesquéis unos peces más antes de que os vayáis.
Un capitán de los Fleet dijo muy despacio: —Mi señor, Delp ha dicho lo más crucial de nuestro asunto. Esto merece una solución. Después de todo, el mar de Achan tiene poco valor o ninguno para vosotros los lannacha. Nosotros, es verdad, nos apoderamos de vuestras costas, y ocupamos algunas islas que son la fuente de la madera y de otras cosas que necesitáis. Y naturalmente queríamos un puerto para nosotros solos en Sagna Bay para momentos de emergencia y reparaciones. Estos con asuntos de defensa y de la suficiencia de cada uno de nosotros, pero no una cosa tan necesaria para vivir como el agua. Así, pues, tal vez…
—No —gritó T’heonax.
Fue casi un chillido. Les hizo permanecer en silencio a todos ellos. El almirante se encogió, dando pequeños saltos durante un momento, y entonces se dirigió a Tolk:
—Dile a tu Líder… que yo, la autoridad suprema… rehúso. Yo digo que podemos burlarnos de vosotros y de vuestros navíos de juguete con pequeñas pérdidas por nuestra parte. No tenemos motivos para daros más explicaciones. Lo único que os concedemos es que guardéis las Tierras Altas de Lannach. Es la más alta concesión que podéis esperar de nosotros.
—Imposible —espetó el Heraldo. Entonces dijo con toda prisa lo que había oído a Trolwen, que se encogió de hombros y miró hacia el aire.
—Las montañas no nos soportan —explicó Tolk con más calma—, nos hemos comido de ellas todo cuanto tenían, y eso no es un secreto para nadie. Tenemos que tener las Tierras Bajas también. Y estamos seguros de que no permitiremos que os apoderéis de esas tierras como quiera que sea, para que nos ataquéis un año más tarde.
—Si piensas que podemos barreros del mar ahora, sin una pérdida que os haga hundiros a vosotros también, inténtalo ahora mismo —añadió Wace.
—¡Dije que podemos! —dijo encolerizado T’heonax.
—Mi señor —dijo Delp dubitativamente. Sus ojos se cerraron durante un segundo. Entonces dijo con bastante desconfianza—. Mi señor almirante, una lucha en estos momentos sería seguramente el final de nuestra nación. Las pocas embarcaciones que han sobrevivido serían la proa de los primeros bárbaros que están en las islas.
—Y una retirada hacia el océano acabaría también con nosotros —dijo T’heonax. Su dedo índice se extendió—, a menos que puedas sacar los frutos y la madera que necesitamos del mar de Achan o de aguas que todavía nos son desconocidas.
—Eso es verdad naturalmente, mi señor —dijo Delp. Se volvió y miró a los ojos de Trolwen. Se miraron el uno al otro altivamente, pero con respeto.
—Heraldo —dijo Delp—, dile esto a tu Jefe. No vamos a abandonar el mar de Achan. No podemos. Si insistís en que lo hagamos, lucharemos y espero que seáis destruidos sin muchas pérdidas por nuestra parte. No tenemos otra elección.
—Pero pienso que tal vez podemos abandonar cualquier pensamiento de ocupación bien sea Lannach o Holmonach. Podemos guardar toda la tierra sólida. Podemos sacar también pescado, sal, algas, obreros, comidas, piedra, madera, vestidos y aceite. Con el tiempo sería beneficioso para todos.
—E incidentalmente —dijo van Rijn—, podríais pensar en esto también. Si los draconnay no tienen tierra, y Lannach no tiene barcos, sería un poco más duro para cada uno de ellos hacer la guerra con el otro. ¿No es así?
—Después de unos cuantos años, el comercio y la riqueza de cada uno los habría hecho independientes y las guerras serían imposible. Así que si estáis de acuerdo ahora vuestras rencillas habrán acabado y entonces vendrá Nicholas van Rijn con cosas de la Tierra para todos. Como el padre Noel, mis premios también son muy razonables. ¿Qué decís?
—Cállate —gritó T’heonax.
Fue hacia el jefe de sus guardias y le dio un empujón con una de sus alas y señaló a Delp.
—¡Arresta a este traidor!
—Mi señor. —Delp se tiró hacia atrás. El guardia dudó. Los guerreros de Delp se acercaron rodeando a su capitán amenazadoramente. Desde la cubierta más baja se oían ciertos murmullos.
—¡El Lodestar me escucha! —dijo Delp—, yo solo sugería… yo sé que el almirante tiene la última palabra…
—Y mi última palabra es no —declaró T’heonax dejando de un lado por el momento el arresto—. Como almirante y oráculo, lo prohíbo. No hay un acuerdo posible entre los Fleet y estos… estos viles… puercos, asquerosos, animales… —pasó la mano por sus labios. Sus manos se curvaron haciéndose garras, que luego pasó por su cabeza. Un murmullo pasó a través de los dacconnay. El capitán estaba con las alas extendidas, manteniendo todavía su dignidad, pero había terror en sus ojos. Los lannacha, ignorantes de las palabras pero presintiendo lo que ocurría se arremolinaron juntos y cogieron sus armas todavía con más fuerza.
Tolk tradujo con rapidez en voz baja. Cuando hubo terminado, Trolwen suspiró.
—Odio tenerlo que admitir —dijo—, pero si haces saber estas palabras a ellos, son verdad. ¿Crees verdaderamente, en serio, que dos razas tan diferentes como las nuestras puedan vivir la una junto a la otra? Costaría mucho no romper el tratado. Pueden volvernos a robar nuestra tierra mientras estamos en nuestra emigración, tomar todas nuestras ciudades de nuevo… o bien nosotros podríamos venir hacia el Norte una vez más con los aliados bárbaros, y luchar con la promesa del Drako. Volveríamos a hundir nuestras garras en las gargantas, de una forma o de otra en el término de cinco años. Mejor será que lo hagamos ahora. Mejor será que terminemos de una vez. Deja que los dioses decidan quién tiene razón y, quién no tiene derecho a vivir.
Casi sin darse cuenta puso en tensión sus músculos, para aprestarse a luchar de nuevo si T’heonax terminaba el armisticio en este momento.
Van Rijn levantó su mano y su voz. Sonaba como un tambor. Hizo que todo el mundo se detuviera y las flechas fueron nuevamente poniéndose sobre los carcaj.
—¡Deteneos! Esperad solamente un minuto por todos los demonios. No he terminado todavía de hablar.
Se dirigió hacia Delp.
—Tú tienes buen sentido. Tal vez podamos encontrar algunos otros con cerebro aunque no serán más que los que caben en una cucharada de té de las que venden mis competidores. Ahora voy a decir algo. Me serviré del lenguaje drako. Tolk, tú puedes ir traduciendo al mismo tiempo. Tengo que deciros algo que nadie en este planeta ha oído antes. Os digo que vosotros, los draconnay y los lannacha no sois extranjeros, sois la misma e idéntica raza estúpida.
Wace contuvo la respiración.
—¿Qué? —susurró en inglés—, pero los ciclos reproductores…
—Matadme a este gusano gordinflón —gritó T’heonax.
Van Rijn hizo un gesto con la mano impaciente.
—Tranquilízate. Estoy hablando. Así pues, siéntate, sentaos las dos naciones, y escuchad a Nicholas van Rijn.