Capítulo 2
LA DESOLACIÓN le tenía apresado.
Incluso desde este bajo y balanceante crucero del cielo asesino, Eric Wace podía ver una inmensidad de horizonte. Pensó que la inmensa dimensión de este anillo, donde el pálido cielo se encontraba con el gris que formaban las nubes y los túmulos tormentosos, y los grandes azotes de las olas, eran suficiente para aterrorizar a un hombre. El aspecto que presenta la muerte que nos acecha había sido arrostrado anteriormente, sobre la Tierra, por muchos de sus antepasados; pero el horizonte de la Tierra, no era tan remoto.
No importaba que estuviese a un centenar de años luz de su propio sol. Tales distancias eran demasiado grandes para poderlas comprender; se convertían en simples números, y no asustaban a alguien que contaba en su haber un viaje en nave espacial por semana.
Incluso los diez mil kilómetros de océano abierto, a un mundo de un solo grupo humano, gente emplazada allí por misión especial, no significaban más que otro número.
Más tarde, si vivía, Wace tendría que dedicar un tiempo agonizante, preguntándose cómo poder enviar un mensaje a lo largo de todo este vacío, pero por el momento estaba demasiado ocupado en mantenerse con vida.
Pero la distancia total del planeta era algo que él podía ver. Esta visión no se le había hecho presente antes en sus dieciocho meses de estancia, pero entonces había estado aislado tanto psicológicamente como físicamente por una inconquistable maquinaria técnica. Ahora estaba solo en un bajel que se hundía y estaba dos veces más lejos para poder mirar a lo largo de las desagradables olas de los límites del mundo de lo que lo había estado de la Tierra.
El crucero del cielo se conmovió y balanceó de una parte a otra bajo un impacto salvaje. Wace perdió su equilibrio y resbaló a lo largo de las planchas metálicas curvadas. Con rabia fue buscando con sus manos el cable de la luz que azotaba las cajas de comida en la torreta de navegación. Si iba hacia un lado sus botas y vestidos le hundirían hacia abajo como una piedra. Se agarró a tiempo y se dispuso a descansar un poco, la ola inoportuna abofeteó su rostro como si fuese una mano húmeda y salada.
Temblando de frío, Wace terminó de arreglar y ordenar la última caja y ponerla en su sitio y luego fue arrastrándose hacia la escotilla de entrada. Era una pequeña y miserable puerta de emergencia pero el paseo de cubierta de cristal, sobre el que los pasajeros habían paseado mientras los pilotos del crucero lo conducían a través del cielo, estaba lleno de agua y sus adornadas puertas de bronce sumergidas. El agua había llenado la sala de máquinas ahora totalmente averiada, cuando se hundieron. Desde entonces la nave había estado tomando agua alrededor de todos los retorcidos muros de contención, hasta que toda la nave estuvo a punto para un pargo y último viaje al fondo del mar.
El viento pasaba silbando por sus debilitados dedos y a través de sus mojados cabellos, intentando mantener abierta te escotilla mientras que Wace quería cerrarla tras él. Tenía una lucha contra el tifón. ¿Tifón? ¡Demonios, no! Tenía solo la velocidad de un viento que hubiésemos considerado normal, pero con una presión atmosférica seis veces superior y que azotaba como una tormenta terrestre. ¡Condenado PLC 2987165 II! ¡Maldito el mismo PL, y condenado Nicholas van Rijn y aún todavía más condenado Eric Wace por ser tan loco como para trabajar por la Compañía!
Brevemente, mientras luchaba contra la escotilla, Wace miró por encima de la espuma de las olas, como si buscase una salvación. No divisó más que un sol rojizo y grandes bancos de nubes, sucios de tormenta, en el norte y unos cuantos puntos, que pertenecían probablemente a la tierra en que se encontraban.
Satán hería con sus rayos a esas gentes nativas que no venían para ayudarles. Al menos deberían esos rayos desaparecer mientras seres humanos se ahogaban, en lugar de quedar allí suspendidos en el cielo regocijándose.
Wace cerró la escotilla, se separó de ella con rapidez y bajó la escalera. A sus pies tenía que mantenerse con fuerza contra las fuertes sacudidas. Aún podía oír las olas batiéndose sobre la nave y la fuerza del viento.
—¿Está todo en orden?
—Sí, mi señora —dijo—, tanto como lo haya estado nunca.
—Lo que no es mucho, ¿no? —La señora Sandra Tamarin ejerció todo su fulgor sobre él. Tras esto ella no significaba más que otra sombra en la oscuridad de la nave muerta—. Pero pareces una rata ahogada, amigo mío. Ven, tenemos vestiduras secas para ti.
Wace asintió y se despojó de su chaqueta mojada y tiró a lo lejos sus botas llenas de agua. Se hubiese quedado helado sin ellas —no podían estar a más de cinco grados centígrados—, pero parecía que esas vestiduras hubieran permanecido durante mucho tiempo sumergidas en el océano. Sus dientes castañeaban mientras la seguía a ella por el pasillo.
Era un hombre alto y joven típico del norte de América, pelo rojizo, ojos azules y con rasgos de dureza en sus facciones que se manifestaban en todo su cuerpo lleno de muy desarrollados músculos. Había comenzado como aprendiz en unos almacenes a la edad de doce años, allá lejos en la Tierra y ahora formaba parte de la Compañía Solar de Especias y Licores en todo el planeta conocido con el nombre de Diomedes. No había sido una elevación a su rango conseguida a una velocidad sorprendente. Las tácticas de van Rijn eran elevar en categoría de acuerdo con los resultados, que era lo mismo que lograr que una mentalidad de reflejos rápidos, un revólver rápido y una visión clara de las cosas se viese favorecida por la oportunidad en el ascenso. Pero había sido la de él, una sólida y buena carrera con un futuro de ocupaciones sobre los menos aislados y desagradables puestos, ultimado con una posición ejecutiva y de categoría allá en el mundo al que pertenecía y… y ¿para qué servía todo esto si las aguas más desconocidas iban a tragarle en unas cuantas horas?
Al final del pasillo donde se elevaba la torreta de navegación, se mostraba de nuevo el cobrizo brillo del sol que irritaba sus nervios y que se veía en el cielo por debajo de las oscuras nubes, por la parte suroeste a medida que el día declinaba. Lady Sandra dejó su antorcha y señaló hacia un lugar sobre la cubierta. Al otro lado se hallaban las vestimentas exteriores, vestimentas reforzadas, suaves y protectoras que él necesitarla antes de aventurarse de nuevo en el exterior sometiéndose a la primavera equinoccial.
—Ponte todo esto —dijo ella—. En cuanto el bote empiece a hundirse, tendremos que abandonarle a la mayor velocidad.
—¿Dónde está Freeman van Rijn? —preguntó Wace.
—Dedicado a los últimos minutos de trabajo sobre la balsa. Es un hombre muy mañoso con las herramientas, ¿verdad? Pero fue en un momento dado un simple obrero del espacio.
Wace se encogió de hombros y esperó a que ella se fuese.
—Te he dicho que te cambies —dijo ella.
—Pero…
—¡Oh! —Una tenue sonrisa cruzó su rostro—. Nunca pensé en que hubiera un tabú desnudo sobre la Tierra.
—Bueno… no exactamente, creo, mi señora. Pero después de todo usted pertenece a la nobleza, y yo no soy más que un comerciante.
—De los planetas republicanos como la Tierra llegan los peores de los snobs —dijo ella—, aquí todos somos seres humanos. Y ahora, cámbiate rápidamente. Me volveré de espaldas si lo deseas.
Wace se enfundó en sus vestiduras lo más rápido posible. La alegre despreocupación que ella mostraba, era un bálsamo inesperado para mí. Pensó en la suerte que siempre acompañaba a esa cabra gordinflona y vieja que era su compañero de viaje, van Rijn.
¡No había derecho!
Los coleccionistas de Kermes habían sido en su mayor parte una gran agrupación y sus descendientes habían hecho la verdad como algo inherente en ellos, especialmente los aristócratas, después de que Kermes se proclamase como un gran ducado autónomo durante la Ruptura. Lady Sandra Tamarin era casi tan alta como él y sus vestidos de invierno carentes de forma no llegaban a esconder por completo la silueta llena de feminidad. Tenía un rostro demasiado duro para ser bello: frente amplia, boca grande, nariz pequeña, pómulos salientes pero con grandes y rasgados ojos verdes bajo unas cejas muy negras, que eran lo más bonito que Wace hubiese visto nunca. Su pelo era largo, lacio, rubio ceniza y que estaba recogido en una especie de moño en aquel momento, pero que Wace había visto flotando libremente bajo una corona a la luz de una candela.
—¿Ya estás listo, Freeman Wace?
—Oh… Lo siento, señora. Estuve pensando. ¡Solo un momento y estoy preparado! —Puso sobre él la túnica que debía cubrirle todo el cuerpo, pero la dejó sin llegar a cerrar la cremallera. Todavía quedaba un cierto aspecto humano en sus vestiduras—. Sí, ya estoy. Le pido perdón.
—No tiene importancia —Ella se volvió. En el pequeño espacio en que podían moverse, sus cuerpos se rozaron. Ella miró al exterior hacia el cielo—. Esos nativos, ¿aún no están aquí?
—Eso creo señora. Demasiado altos para mí para poder estar seguros pero ellos pueden elevarse a varios kilómetros de altura sin inconveniente.
—Me lo he preguntado a mí misma pero no he tenido la oportunidad de enterarme. Pensé que no podría haber animales voladores de la talla de un hombre, y estos diomedanos tienen seis metros de anchura con las alas extendidas. ¿Cómo?
—¿Ahora pregunta usted esto?
Ella sonrió.
—Solo estamos esperando a Freeman van Rijn. ¿Qué otra cosa podemos hacer que hablar de curiosidades?
—Le… ayudaremos… a terminar esa balsa pronto, sino nos hundiremos.
—Me dijo que teníamos tan solo baterías suficientes para un corto viaje, de modo que pronto estará listo. Por favor, continúa hablando. Los aristócratas de Kermes, tienen sus costumbres y tabús, incluso para morir correctamente. ¿Qué otra cosa es un hombre, sino un cúmulo de costumbres y tabús?
Su voz seca tenía cierta vivacidad, ella sonreía un poco, pero él se preguntaba hasta qué punto la postura que ella adoptaba era real.
«¡Al demonio con esa farsa! —hubiese querido decir él—. Estamos hundidos en el océano de un planeta, cuya vida nos es venenosa. Hay una isla a unos cuantos cientos de kilómetros de aquí, pero solo conocemos su dirección vagamente. Quizá podamos o tal vez no, terminar la balsa a tiempo, salvar los depósitos de combustible y quizá podamos aunque no es seguro, cargar en ella nuestras raciones tipo humano a tiempo; y todo esto dependerá de la tormenta que se está formando en el norte. Estos eran nativos que acechaban por encima de nuestras cabezas hace unas cuantas horas, pero desde entonces han dejado de mostrarse… ante nosotros, o… vigilarnos. Cualquier cosa menos ofrecernos ayuda».
«Alguien le odia a usted o al viejo van Rijn —quiso decir—. No a mí, yo no soy lo suficientemente importante para que me odien. Pero van Rijn es la compañía solar de Especias y Licores, lo que significa un gran poder en la Liga Polesotécnica, la que es el más grande poder en la galaxia conocida. Y usted es Lady Sandra Tamarin, heredera del trono de un planeta entero, “si usted vive”, que ha despreciado muchas ofertas de matrimonio de su decadente y desmoronada aristocracia, prefiriendo públicamente buscar por otras partes un padre para sus hijos, de manera que el próximo Gran Duque de Kermes pueda ser un hombre y no un motivo de burlas. Y muchos cortesanos deben temer su acceso».
«Oh, sí —hubiese querido decir él—, había muchísimas gentes que saldrían ganando, si tanto Nicholas van Rijn o Sandra Tamarin, no lograban volver. Era una galantería calculada por su parte haberle ofrecido un viaje en su nave particular desde Antares, donde se encontró ella, a la Tierra, haciendo altos en el camino que siempre resultaron interesantes. Cuando menos podía buscar concesiones comerciales en el Ducado. Cuando más, no, apenas podría lograr una verdadera alianza; había demasiado demonio metido en él. Incluso él (más fuerte inteligente e inocente) nunca permitiría que reposara sus gruesas posaderas sobre los sillones de tus padres».
«Pero yo voy errante, mi querida —hubiese querido decir él—, y la causa es que alguien en la tripulación del barco, había sido sobornado. El esquema del soborno estaba bien perpetrado; ese alguien buscaba su oportunidad. Llegó cuando tomaste tierra sobre Diomedes, para ver cómo es un verdadero e inesperado nuevo planeta, un planeta donde hasta las principales configuraciones continentales habían sido apenas determinadas en los mapas durante los escasos cinco años que un puñado de hombres había estado aquí. La oportunidad llegó cuando se me dijo de conduciros a usted y a mi viejo endiablado jefe a aquellas montañas a mitad de camino alrededor de este mundo, que ha sido designado como un escenario espectacular. Una bomba en el generador principal, una tripulación cruel, ingenieros y mayordomos de tripulación desaparecidos en el soplo de la muerte, la cabeza de mi copiloto destrozada al hundirnos en el mar, la radio destruida, y lo último que queda de los despojos va a hundirse mucho antes de que en Thursday Landing empiecen a inquietarse por nosotros y vengan a buscarnos. Y aun en el caso de que sobrevivamos, ¿es que habrá la pequeña oportunidad de que unas cuantas naves espaciales, atravesando un mundo casi desconocido en los mapas, dos veces mayor que la Tierra, puedan llegar a ver a tres seres humanos para volar sobre él?».
«De todos modos —hubiese querido señalar—, puesto que todos nuestros esquemas y adaptaciones no nos han conducido más que a esto, no estaría de más que los olvidásemos durante el poco tiempo que nos queda y en su lugar me besara».
Pero su garganta se cerró y él no dijo nada de todo esto.
—¿Así pues? —Una nota de impaciencia se reflejaba en la voz de Sandra—. Estás muy callado, Freeman Wace.
—Lo siento, mi señora —murmuró—, creo que no soy muy apto para entablar conversación bajo… hum, estas circunstancias.
—Siento mucho no estar calificada para ofrecerte el consuelo de la religión —dijo ella con punzante sarcasmo.
Una gran ola blanca subió por encima de la cubierta exterior, y alcanzó la torreta. Ellos notaron como el acero y el plástico temblaban a consecuencia del golpe. Durante un momento, mientras el agua se agolpaba ellos permanecieron en un ciego y tenebroso runruneo.
Luego, mientras se esclarecía, y Wace vio cuán lejos los despojos habían llegado y se preguntaba si llegarían a ser capaces de poder alcanzar la balsa de van Rijn, que se hallaba fuera de la escotilla, y había una blancura que cegaba sus ojos.
Primero no lo creyó y luego no lo hubiese creído porque no se atrevía, pero más tarde ya no podía negarlo.
—Lady Sandra —habló con inmenso cuidado; él no debía dar las noticias a gritos a ella como un terrestre de más baja estofa.
—¿Sí? —Ella no separó la vista de la contemplación de la parte norte del horizonte completamente vacío, excepto de nubes y de luz.
—Allí, mi señora. Hacia el sureste. Creería… navega, batiéndose contra el viento.
—¿Qué? —Fue como una exteriorización por parte de ella. Algo que hizo reír en voz alta a Wace.
—Un barco o algo similar —señaló él— que viene en esta dirección.
—No sabía que los nativos fuesen marineros —dijo ella en voz queda.
—No lo son, mi señora… en los alrededores de Thursday Landing —replicó él—, pero este es un gran planeta, aproximadamente cuatro veces el área de la superficie de la Tierra, y solo conocemos una pequeña parte de un continente.
—¿Entonces, tú no sabes cómo son estos marineros?
—Mi señora, no tengo ni la menor idea.