Capítulo 10


AHORA LA LUZ se hacía más tenue. Pronto comenzarían a aparcar las luces de la noche, en cuanto el sol se ocultara bajo el mar y el cielo recordara blancos puntitos de colores. Las dos lunas se podían ver ya tras la puesta de sol. Al mismo tiempo que Bodonis salía de su habitación, la resplandeciente Sk’huanax hacía su aparición en el horizonte y se deslizaba entre muchas estrellas hacia el lento y tranquilo Lykaris. Entre ellos, «La que Espera» y «El que Persigue» formaban un maravilloso doble puente entre las espaciosas aguas.

Rodonis había nacido en la vieja nobleza, y se le había enseñado a sonreír al culto de las Lunas. Bastante buena para los marineros comunes, que de no ser así hubiesen vuelto a sus primitivos sacrificios en las profundidades, pero en realidad, una persona culta sabía que había solamente un Lodestar. Sin embargo, Rodonis, bajo cubierta, se cubrió a sí misma con sus alas y susurró sus inquietudes a la resplandeciente madre Lykaris.

Un canto te dedico, un canto, solo para ti, hecho por los más exquisitos poetas de los Fleet y cantado en tu honor cuando pronto te unas en matrimonio con «El que te Persigue». No te volverás a unir en matrimonio con «Él» durante más de un año, los astrólogos me lo dijeron; habrá tiempo suficiente para crear un nuevo canto para ti que durará mientras sobrevivan los Fleet, ¡oh, Lykaris, y que solo será así si me permites tener conmigo a mi Delp!

No se dirigió en su plegaria a Sk’huanax el Warrier, del mismo modo que un varón drako no hubiese pensado en dirigirse a la Madre. Pero ella le dijo a Lykaris con su imaginación, que no había ningún mal en recordarle y poner ante su atención el hecho de que Delp era un ser valiente que siempre había cumplido la que antes prometiera.

Las lunas brillaron. Un banco de nubes por el oeste recordaba las cimas de las montañas. Mucho más lejos se divisaba la silueta de una isla. Podía oír el ruido de los hielos hacia el norte. Era un panorama del mar grande y maravilloso; este no era el querido verde Southwater donde el hambre dirigido a los Fleet, y ella se preguntaba si los dioses Achan permitirían nunca a los draconnay volver a sus hogares.

El ruido de las olas, el crujir de los troncos de la embarcación, el chirriar de las cuerdas y cables que les tenían sujetos, el murmullo del viento, el balanceo, la remota queja de una flauta, y los ruidos más cercanos procedentes de la misma embarcación, ronquidos y lloriqueos de los niños y las exhalaciones de alguna pareja satisfecha; todo esto era un alivio enorme en este frío vacío llamado el mar de Achan. Pensó en sus propios niños, dos pequeñas formas empeletadas y metidas en una camita ricamente tapizada, y esto le dio la fuerza que necesitaba. Extendió sus alas y se remontó en el aire.

Desde arriba, la Fleet por la noche no era más que el cúmulo de sombras, con el parpadeo de pequeñas luces donde algunos tripulantes trabajaban a altas horas de la noche. La mayor parte de ellos ya estaban acostados, deshaciéndose de las fatigas de un duro día de trabajo, manejando útiles y cabestrantes y bobinas, limpiando, salando y enderezando lo atrapado, plegando y desplegando las pesadas cuerdas de la embarcación, recogiendo algas y otros frutos comestibles, otros, en tierra firme, derribando árboles, dando forma y moldeando los troncos con útiles de piedra. Un miembro cualquiera de aquellas gentes tenía poco que esperar en la vida excepto los trabajos más brutales y pesados. Sus momentos de distracción eran casi tan extraños y violentos como el trabajo: los bailes, las pruebas atléticas más brutales, un constante deseo de las cuestiones amorosas, y los desgarrados cantos arrancados a pleno pulmón de sus gargantas que al mismo tiempo ingerían cantidades enormes de cerveza fabricada con cereales procedentes del mar.

Por un momento y mientras tales pensamientos cruzaban por su imaginación, Rodonis se sintió orgullosa de su tribu. Para una gran parte de nobles, un tipo de la clase baja, era un animal doméstico, con malos modales, sin un nombre, casi indecente, que había que tenerle a raya a fuerza de látigo para su propio bien. Pero volando por encima de la gran bestia durmiente de un Fleet, Rodonis sintió un estremecimiento que se removía como una culebra por encima de ella. Estos eran los señores del mar, y los altos estandartes del Drako se alzaban sobre las espaldas vigorosas de los componentes de la escuadra.

Quizá, simplemente era que los antecesores de su marido se habían elevado hasta más altos rangos desde los más humildes puestos de una embarcación no hacía muchas generaciones. Ella le había visto ayudar a los suyos muy a menudo, trabajando codo a codo con ellos en la tormenta y en la pesca. Ella se había dado cuenta de que no era una desgracia hacer los trabajos más humildes y al mismo tiempo poder fletar un barco para ella sola.

Si el trabajo era un placer para el Lodestar, como decían los libros sagrados, entonces, ¿por qué los nobles del Drako lo consideraban una cosa detestable? Había algo de insano en las viejas familias, algo que desde luego no denotaba una verdadera nobleza de sentimientos. Esos sentimientos habían muerto y reemplazados por otros más bajos, centuria tras centuria. Era bien sabido que los obreros más humildes eran los que más descendientes tenían, los obreros especializados y los empleados a jornadas completas tenían menos, y los oficiales por herencia los que menos de todos. ¿Por qué el almirante Syranax no había tenido en su larga vida, más que un hijo y dos hijas? Ella, Rodonis, ya tenía dos pequeños en cuatro años escasos de matrimonio.

¿No era esta una muestra evidente de que el Alto Lodestar favorecía a las personas honradas, que trabajaban con manos honradas?

Pero no, esos lannach’honai tenían todos un nuevo niño cada año, como maquinarias, a pesar de que muchos de los pequeños murieran en la emigración. Y los lannach’honai no trabajaban; cazaban, se reproducían, y pescaban con sus enclenques anzuelos. Eran gentes bastante vigorosas, pero nunca se sometían a un trabajo durante horas y días como un marinero drako. Y, naturalmente, sus costumbres eran verdaderamente detestables. ¡Animal! Vigor indiscriminado y eso era todo. Para el resto de su vida el padre de su pequeño no era más que otro macho para ella, no importa que sepas quién es él de todos modos, tú, mujer que no sirves para nada, de horribles modales. Y en el hogar no había modestia entre los sexos; había, incluso más distinción en las costumbres de cada día, porque ya no había más deseos. ¡Uf!

Y a pesar de todo, esos puercos lannach’honai, habían florecido, quizá al Lodestar no le importaba mucho. No, era demasiado frío un pensamiento, aquí en el viento de la noche, bajo la cenicienta Sk’huanax. Seguramente que el Lodestar había designado a los Fleet como un instrumento para destruir a esos lannach bestiales y apoderarse de los territorios que ellos habían estado disfrutando.

Las alas de Rodonis batieron con un poco más de rapidez. La bandera del barco estaba un poco más cerca ahora, y las torretas parecían picos de montañas en la noche. Había muchas lámparas encendidas sobre la cubierta o en las silenciosas habitaciones. Había marineros desplazándose interminablemente de una parte a otra y en todas direcciones.

La bandera del almirante ondulaba todavía sobre el mástil, lo que indicaba que este vivía aún; pero la muerte le cercaba hora tras hora cada vez con más fuerza.

«Como pájaros hambrientos de carroña, al acecho», —pensó Rodonis con un suspiro.

Uno de los centinelas le silbó desde su limitada posición y se acercó. La luz de la luna se desparramaba por todos lados: —¡Detente! ¿Quién eres?

Ella estaba preparada de antemano para tal alto conminatorio, pero de pronto, la lengua permaneció rígida en su boca. Ella no era más que una hembra, y un monstruo rugía más alto que ella.

Un golpe de viento azotó las cosas secas que colgaban de un poste: las alas de algunos oficiales marineros que ahora no tenían otras funciones que ocuparse de los remos o el timón, en el caso en que vinieran todavía. Rodonis pensó en los rojos trazos que se reflejarían en la espalda de Delp, y esto hizo que la rabia y la cólera montaran en ella hasta el punto de tenerlas que exteriorizar con un grito.

—¿En este tono hablar a una Sa Axallon?

El guardián no conocía su personalidad entre los miles de ciudadanos Fleet, pero distinguió la vestimenta propia de la clase de oficiales. Era una cosa bien sabida que nunca se había permitido que un condenado a los trabajos más duros durante toda su vida pudiese entorpecer el camino de ese delicado cuerpo que, además, formaba parte de la alta esfera.

—¡Póstrate sobre la cubierta, condenado! —dijo con ira Rodonis—. ¡Tápate los ojos cuando te dirijas a mí!

—Yo…, mi señora —susurró él—. Yo no…

Ella se lanzó directamente hacia él. Él no tenía otra cosa que hacer que salirse del camino. La voz de Rodonis restalló como un látigo:

—Teniendo en cuenta, naturalmente, que el jefe de la compañía a la que pertenezcas haya obtenido mi consentimiento para que me hables.

—Pero… pero… pero…

Otros guerreros habían acudido en aquel momento, yendo de una parte a otra en el aire, imposibilitados de hacer nada. Esas leyes existían, pero nadie las había llevado al pie de la letra durante centurias.

Un oficial sobre la cubierta mayor, se dio cuenta de la situación cuando Rodonis aterrizaba.

—Mi señora —dijo con la debida deferencia—, no es muy aconsejable para una hembra sin escolta alejarse lo más mínimo y mucho menos visitar esta embarcación de terror.

—Es necesario —le dijo ella—. Tengo un mensaje para el capitán T’heonax que no puede esperar.

—El capitán se halla al lado de su honorable padre. Me temo que no…

—Serán tus dientes los que arrancará cuando sepa que Rodonis Sa Axallon haya podido provocar otro motín.

Ella cruzó la cubierta y se inclinó sobre la barandilla de borda como si estuviese vomitando su rabia por encima del mar. El oficial titubeó como si no hubiera comprendido. Pero, de pronto, como si hubiera recibido un coletazo en el estómago exclamó:

—Mi señora. Inmediatamente… espere, espere aquí, solo un segundo. ¡Guardia! ¡Aquí la guardia! Velad por mi señora. Cuidad que no le falte de nada.

Y desapareció.

Rodonis esperó. La verdadera prueba llegaba en este momento.

Hasta entonces no había habido problema. El Fleet estaba demasiado conmovido; sin oficiales, los marinos enfermos, ellos se hubieran negado a un nuevo levantamiento, cuando ella les hablase de ello y se lo pidiera.

El primer motín había sido muy malo. Tal horror —una verdadera revuelta contra el Oráculo del Lodestar—, había sido desconocido durante más de cien años… y al mismo tiempo con el problema de una guerra entre ellos. El primer impulso había sido negar que cualquier cosa importante por pequeña que fuera hubiera ocurrido. Un penoso malentendido. Los partidarios de Delp, llegaron y se entregaron a la contienda de un modo quijotesco al mismo tiempo que se entregaban a una lucha desesperada desprovista de lealtad para su capitán. Después de todo, no se podía esperar de unos marineros ordinarios de la clase baja que comprendiesen los más modernos principios y que el Fleet y su almirante pudiesen trascender a las situaciones de una embarcación individual.

De pronto sus lágrimas se extendieron por su rostro, recordando que Rodonis había estado hablando con Syranax y la conversación que había tenido hacía ya unos días se repitió en su memoria.

—Lo siento, mi señora —había dicho él—, créame que lo siento. Se provocó a su marido, y él tenía más justicia de su parte que T’heonax, tenía más razón. En realidad, si que fue una simple lucha lo que ocurrió, que no había sido planeada, solo una oportunidad para hacer saltar la chispa de antiguos rencores, y en las cuales, mi propio hijo era quien iba a salir perjudicado.

—¡Entonces, permita que su hijo cargue con la responsabilidad que tuvo! —dijo ella.

La blanca cabeza se movió balanceándose adelante y hacia atrás implacablemente.

—No. Tal vez él no es la persona más honesta y más responsable de sus actos en el mundo, pero es mi hijo. Y el heredero. No me queda mucho tiempo que vivir, y el tiempo de guerra no es el momento para arriesgarse en una batalla con motivo de la sucesión. Por la salvación de los Fleet, T’heonax debe sucederme sin discusión de nadie; y por esto, debe permanecer a la vista de todos como un irreprochable personaje de la oficialidad.

—Pero ¿por qué no puede usted dejar libre a Delp también?

—¡Por el Lodestar que lo haría si pudiera! Pero no es posible. Puedo dar amnistía a cualquiera, si… si lo quiero. Pero debe haber alguien que cargue con las culpas, alguien donde se cicatrice y donde recaiga el dolor de nuestras heridas. Delp tiene que ser acusado por haber imaginado e intentado un motín, y debe ser castigado, de modo que todo el mundo pueda decirlo; «De acuerdo, luchamos, habíamos luchado entre nosotros, pero toda la culpa la tuvo él, así que ahora podemos confiarnos de nuevo los unos a los otros».

El almirante suspiró; un suspiro lleno de cansancio que salía de sus pulmones conmovidos.

—Bien sabe el Lodestar que no quisiera hacer esto. Quisiera… También os amo mucho a vosotros, y a ti, mi señora. Quisiera que volviésemos a ser amigos.

—Podemos —susurró ella—, si deja libre a Delp.

El conquistador del Maion, la miró sorprendido y dijo:

—No. Y ahora ya he oído bastante.

Ella desapareció de su presencia.

Los días pasaron y allí continuaba la farsa de pesadilla del juicio de Delp y la pesadilla de la sentencia que pesaba sobre él, y la pesadilla de la espera de su ejecución. El ataque rápido de los lannach había sido como el momento del despertar de un febril sueño, pues era agudo real y verdadero, y el compañero de barco ya no era simplemente un enemigo furtivo sino un marinero que se enfrentaba con los bárbaros en las nubes y que azotaba a aquellas tropas haciéndolas retroceder y alejándolas de los hijos.

Tres noches después, el almirante Syranax cayó enfermo de muerte. Si no hubiese caído enfermo, Delp sería ahora un esclavo mutilado, pero en esta tensión nerviosa y en esta incertidumbre las cosas habían permanecido quietas por el momento y la sentencia aún no se había pronunciado.

«En cuanto T’heonax tuviese el cargo del almirantazgo —pensó Rodonis en lo más profundo de su cerebro—, ya no habría más demora. Al menos que…».

—¿Quiere, mi señora, venir por este camino?

Todos ellos eran obsequiosos, los oficiales que la guiaban a lo largo de la cubierta y la introducían entre una gran pila desordenada de troncos. Sirvientes de la casa cruzaban y andaban arriba y abajo por los corredores, pasillos y ventanas que se iluminaban con lámparas, y la miraban con una especie de terror. De cualquier modo las cosas más secretas eran siempre conocidas en aquella parte de la embarcación, y las sabían inmediatamente, como si las oliesen. Estaba oscuro, lleno de cosas y en silencio. ¡En tanto silencio! El mar nunca estaba quieto. Solo en este momento Rodonis se dio cuenta de que ellas no habían nunca, en toda su vida, sentido ninguna atracción por el sonido de las olas y por el crujir de los troncos y de las cuerdas de las embarcaciones. Sus alas se tensaron; hubiese querido estallar en un chillido. Liberarse con un chillido.

Caminaba incómodamente.

Le abrieron la puerta. Entró, y se cerró tras ella con un sonido lleno de frialdad y de sobrecogimiento. Vio un pequeño y bien amueblado saloncito donde ardían muchas lámparas. El aire era tan denso, que casi le impedía respirar. T’heonax yacía sobre un cojín mirándola, jugando con una de los cuchillos de los terrestres. No había nadie más.

—Siéntese —dijo él.

Ella se encogió sobre su cola, con ojos interrogadores y fríos, aunque le miró de igual a igual.

—¿Qué era lo que quería decir? —preguntó él con indiferencia.

—¿Vive el almirante, vuestro padre? —preguntó ella.

—Me temo que no le quede mucho —dijo él—. El dios Aeakah’a le comerá antes del mediodía —Sus ojos se dirigieron a donde estaba su padre—. ¡Qué larga es la noche!

Rodonis esperó.

—¿Y bien? —dijo él. Su cabeza se tiró hacia atrás con un movimiento un tanto repulsivo. Había cierta crudeza en su tono—. ¿Dijo usted algo acerca de… otro motín?

Rodonis se irguió sobre sus pies. Enderezó su pecho y dijo: —Sí —replicó con una voz escalofriante—, la tripulación de mi marido no le ha olvidado.

—Tal vez no —replicó T’heonax—, pero ellos han tenido suficiente lealtad para el almirante y no se separaran de él por el momento.

—Lealtad para el almirante Syranax, sí —le dijo ella—, pero esto nunca faltó. Usted lo sabe tan bien como yo, lo que ocurrió no fue un motín… simplemente un movimiento de hombres que estaban en contra suya, de usted. A Syranax ellos siempre te han admirado, por no decir amado.

—El verdadero motín será contra su asesino.

T’heonax dio un salto.

—¿Qué quiere decir con esto? —gritó él—. ¿Quién es un asesino?

—Usted —escupió Rodonis entre sus dientes—, usted ha envenenado a su padre.

Ella esperó. Esperó durante un tiempo que mantuvo la respiración en su pecho. Ella no podía decir si el notable hombre violento al cual se enfrentaba la mataría por haber dicho tales palabras.

Casi lo hizo. Él se tiró hacia atrás cuando su cuchillo se aproximó a la garganta de Rodonis. Apretaba con fuerza sus mejillas, y saltó sobre su cojín y se mantuvo allí al mismo tiempo con la espalda arqueada, la cola rígida, y las alas levantadas.

—Continúa —dijo él—, di tus mentiras. Yo sé muy bien hasta qué punto odias a toda mi familia a consecuencia del marido sin ninguna clase de valor que tienes. Todos los Fleet lo saben. ¿Crees que pueden creer tus venenosas palabras?

—Nunca odié a su padre —dijo Rodonis con un tanto de nerviosismo; la muerte había pasado muy cerca de ella—, él condenó a Delp, sí. Yo pensé que no tenía razón para hacerlo, pero él lo hizo por los Fleet, y yo… yo soy de un sector de oficiales también. Debes recordar que el día después de la batalla te pedí que cenases conmigo para celebrar que los draconnay tuvieron que marchar.

—Así lo hizo usted —susurró T’heonax—, un bonito gesto. Ahora recuerdo cuán condimentada dijeron los invitados estaba la comida. Y el pequeño recuerdo que le entregó usted a él, aquel disco brillante que pertenecía a los terrestres. Como si correspondiese a usted el entregarlo, todo aquello pertenece al almirantazgo.

—De acuerdo, pero esto fue el terrestre grueso quien me lo dio a mí —dijo Rodonis. Ella estaba llevando deliberadamente la conversación hacia unos terrenos relevantes, buscando que ambos se calmasen—. Él lo había cogido de su equipaje —me dijo—. Él le llamó una moneda, un artículo de mercado entre su pueblo. Pensó que a mí me podía gustar recordarle a él con aquel objeto. Esto fue poco después de que… la avalancha… y poco antes de que él y sus compañeros se hubiesen cambiado del Gerunis a esta otra embarcación.

—Fue un regalo miserable —dijo T’heonax—, el disco estaba bastante desprovisto de formas. ¡Va! —Sus músculos se curvaron de nuevo—. Venga. Acúseme más todavía si se atreve.

—De todos modos no he sido bastante tonta —dijo Rodonis—, he dejado cartas escritas, para que las abran mis amigos si no vuelvo. Pero consideremos los hechos, T’heonax. Usted es un macho ambicioso, y una de las personas que más están deseando que ocurra lo peor. La muerte de su padre hará de usted mismo un almirante, el propietario virtual de los Fleet. ¡Cuánto tiempo ha debido usted estar esperando esta oportunidad! Su padre está muriendo, azotado por una enfermedad al parecer desconocida por nuestros cirujanos: Ni siquiera una enfermedad debida a un veneno conocido, y tan feroz que le destruirá. Ahora se sabe que los atacantes no se llevaron toda la comida que tenían a bordo los terrestres; tres paquetes pequeños se quedaron aquí. Los terrestres nos advirtieron con mucha frecuencia y a todos que no deberíamos comer ni tan solo la menor parte de sus raciones, eso sería tanto como señalarnos con la muerte. ¡Y usted, se ha ocupado de todas las cosas de los terrestres!

T’heonax se irguió.

—Mentira —gritó él—, yo no sé… Yo no he… Yo nunca… Podrá alguien decir que yo… ¿cualquiera podría haber hecho tal cosa como… envenenar… su propio padre?

—De usted, lo creerán todo —dijo Rodonis—. ¡Lo juro por el Lodestar!

—El Lodestar no le dará suerte ni protegerá a los Fleet si están mandados y a las órdenes de un parricida.

—Habrá motines solo por esto, T’heonax.

Él la miró fijamente mientras el salvajismo se reflejaba en su rostro.

—¿Qué es lo que quiere? —gritó él.

Rodonis le miró con la más fría de las miradas que nunca hubiese dirigido a nadie.

—Quemaré esas letras —dijo ella— y me callaré para siempre. Incluso me retractaré de lo que ha dicho de usted, y le defenderé si a alguien se le han ocurrido los mismos pensamientos que a mí. Pero él debe tener, a partir de este mismo momento y para siempre, una amnistía total.

T’heonax se relajó y la miró con crudeza.

—No podría luchar contra usted —dijo—, podría haberla arrestado por hablar de forma tan llena de traición y matar a cualquiera que osara hacerlo.

—Tal vez —dijo Rodonis—, pero ¿merece la pena?, podría marcharse de los Fleet y dejarnos a la merced de los lannach’honai. Todo lo que pido es que vuelva mi marido.

—¿Y por eso amenaza usted arruinar a los Fleet?

—Sí —dijo ella.

Después de unos momentos continuó:

—Usted no comprende. Ustedes los hombres hacen las naciones y las guerras y los cantos y la ciencia, todas las cosas pequeñas. Ustedes imaginan que son los fuertes, el sexo práctico. Pero una mujer vuelve una vez y otra bajo las sombras de la muerte para traer de nuevo una nueva vida. Ustedes son los duros, nosotras, tenemos que serlo. T’heonax le dio la espalda, temblando.

—Sí —susurró él al final—, sí, condenada seas. Ridícula mujer, horrible mujer, sí, puedes tener a tu marido, ahora mismo te daré una orden, en este instante. Toma sus podridos pies y sácalos de mi embarcación antes del alba, ¿lo oyes? Pero yo no envenené a mi padre.

Sus alas se batieron en el aire llenas de poder, hasta que él se levantó hasta el techo de la embarcación manteniéndose allí y gritando:

—¡No lo maté!

Rodonis esperó.

En aquel momento ella cogió la orden escrita y salió de allí, fue hacia el puente, donde ellos cortaron las cuerdas que tenían aprisionado a Delp hyr Orikan. Él la estrechó entre sus brazos y lloró.

—Conservaré mis alas…

Rodonis Sa Axallon apretó su cresta, le habló al oído, le apretó con fuerza, le habló todas las cosas, le dijo que todo iría bien ahora, que volvían a casa y lloró un poco porque le amaba.

En su interior tenía un pequeño recuerdo de como el viejo van Rijn le había dado la moneda, pero le había advertido contra… ¿contra qué había dicho…?, contra metales pesados venenosos. «Para vosotros el hierro, el cobre y otros metales son objetos desconocidos. No soy un químico; los químicos los alquilo cuando la química me es necesaria; pero creo que mejor comería arsénico que no lo que está tratando de masticar uno de vuestros niños en estas monedas».

Y ella recordó, sentada en la oscuridad, con una piedra en su mano, afilando la moneda, hasta que allí hubo las especias necesarias que pondría en la cena del almirante.

Después, ella recordó que el terrestre no tenía tal maestría de su lenguaje. De pronto pensó con un sobresalto que él, el terrestre, podía muy bien haber dejado esta comida mortal a propósito, con la intención de que causara disgustos. «Pero ¿hasta qué punto había llegado él a suponer los acontecimientos?».