Capítulo 3
NICHOLAS VAN RIJN llegó dando gritos al oír los de su compañero de viaje.
—Condenación —gritó—, ¿un barco dijiste? Mejor sería que fuese un tiburón si no te equivocas. ¡Condenación! —Fue hacia la torreta y miró hacia fuera a través del plástico y con incrustaciones de agua salada. La luz era muy tenue y también debido a la proximidad de las nubes cargadas de tormenta que azotaron con el aire su rostro.
—Así pues ¿qué es eso, dónde está ese pestilente barco?
—Allí señor —dijo Wace—, ese velero.
—Velero ¡Pólvora y balas en tu cabeza de cemento eso es un barco… no, espera, condenación, es un verdadero barco aunque muy rudimentario con un mástil principal y todo, ah!, y qué manera de manejarlo tienen, debe tener un timón bastante grande, ¡que todos los dioses nos ayuden! ¡Vaya una especie de barco!
—¿Qué otra cosa podía esperar usted en un planeta sin mortales? —dijo Wace. Sus nervios eran demasiado sensibles para él, para recordar la deferencia que debía al príncipe de los mercaderes.
—Hum… eso no son más que embarcaciones de salvamento, tal vez alguna otra especie de barcos raros, rápidamente, dame vestidos secos, esto está demasiado frío para monos desnudos.
Wace se dio cuenta de que van Rijn estaba metido en una especie de charca y que el agua amarga del mar llegaba a cubrir hasta su talle junto con sus piernas.
—Yo sé dónde están, Nicholas —dijo Sandra yendo hacia la parte del pasillo.
La embarcación se ponía más peligrosa cada minuto que pasaba a medida que el agua entraba a través de todas las partes de la misma.
Wace ayudó a su jefe a desvestirse del sobretodo que llevaba. Desnudo, van Rijn recordaba un gorila de dos metros de alto muy velludo y con un vientre, con sus espaldas muy encorvadas. Gritando a grandes voces su indignación y el frío y la humedad y la lentitud de sus asistentes. Pero unos grandes anillos destellaban en sus gruesos dedos y unos brazaletes en su muñeca y una pequeña medalla de San Dimas colgaba de su cuello. Por el contrario a Wace que encontraba más práctico un corte de pelo muy corto y afeitarse muy bien, van Rijn dejaba que su aceitoso y negro pelo se encaracolase y, llevarlo largos a la última moda, también dejando crecer su acerados bigotes por debajo de su nariz.
Entró en el departamento de navegación con fuerza y murmurando hasta que encontró una botella de ron.
—¡Ahhh! Yo sabía que esta maldita botella la había escondido yo en alguna parte —Puso la botella en sus labios y dio tres o cuatro tragos—. ¡Bueno, muy bueno!, ahora me siento como un hombre humano y respetable.
Dio media vuelta haciendo recordar un majestuoso planeta cuando Sandra volvió. Los únicos vestidos que ella había encontrado que pudiesen convenirle a él, eran los suyos propios, los de él, una especie de camisa con grandes lazos y con adornos en la parte del talle, unos pantalones con grandes reflejos de seda y unas medias, zapatos y un sombrero de plumas.
—Gracias —dijo él con cortesía—. Ahora Wace mientras me visto, ve a la sala de estar y allí encontrarás una botella de Perfectos y una caja de Perfectos y una pequeña botella de jugo de manzanas. Por favor, ve a buscarlos y luego ve afuera a encontrar a nuestros huéspedes.
—¡Bendito San Pedro! —gritó Wace—. La sala de estar está ya llena de agua.
—¡Ah! —Van Rijn suspiró—, entonces necesitamos solamente la botella de jugo de manzanas, ahora ve rápido, haz lo que puedas. —Hizo restallar sus dedos.
Wace dijo con gran rapidez: —No tenemos tiempo, señor, tengo que hacer aún todo el recorrido de la nave y buscar nuestras municiones, estos nativos podrían ser hostiles.
—Si ellos han oído hablar de nosotros, es posible —accedió van Rijn. Él comenzó a ponerse sus vestiduras interiores de seda natural—. ¡Brrrr. Cinco mil bujías daría ahora mismo por estar en mi oficina de Ámsterdam!
—¿A qué santo las ofrecerías? —preguntó Lady Sandra.
—A San Nicholas, mi nombre de pila… patrón de los errantes y…
—San Nicholas lo querría mejor por escrito —dijo ella. Van Rijn tuvo una mirada acerada pero uno no puede hablar ni contestar a la heredera de una nación, con importantes concesiones comerciales para ofrecer.
Pasó algún tiempo antes de que estuviesen fuera. Van Rijn se vio apurado para salir por la escotilla de emergencia y tuvo que ser empujado. El período de rotación de Diomedes era solo de doce horas y media y esta latitud de 30 grados norte estaba aún en el lado del equinoccio de invierno; así el sol estaba llegando a la parte baja del mar a una velocidad endemoniada. Llegaron a la parte superior y dejaron que la garra del viento restallase junto con las olas sobre ellos. No podían hacer otra cosa.
—No es un lugar para un pobre hombre viejo y gordo —susurró van Rijn. El tifón se llevaba las palabras por encima de él y las hacía volar por encima del mar encrespado—. Mejor sería que me hubiese quedado en casa en Holanda donde se está tan tibio y no pierdo mis pocos últimos años de vida en malgastarlo aquí.
Wace dirigió sus ojos hacia las olas. El barco se acercaba. Al mismo tiempo podía apreciar la maestría de la tripulación y van Rijn no se abstuvo en alabarlos.
—Yo les pondría en el club Sunday Yacht, condenación, ¡sí!, y meterlos en las próximas regatas apostando por ellos.
Era un barco de más de treinta metros de largo con una buena elaboración en sus velas pero no tenía la velocidad y la prestancia de otros barcos.
—Los diomedanos —El tono de Sandra estaba aún en sus oídos bajo el amenazador viento y el zumbido de las aguas—. Tú has hablado con ellos alguna vez durante un año y medio, ¿no? ¿Qué podemos esperar de ellos?
Wace se encogió de hombros:
—¿Qué podemos esperar de una tribu de humanos allá en la edad de piedra? Podrían ser poetas o caníbales o ambas cosas. Todo lo que conozco es la tribu de Tyrlania que son unos cazadores emigrantes. Ellos siempre se mantienen según la letra de sus leyes; no son muy escrupulosos en cuanto al espíritu, naturalmente, pero son en general una tribu decente.
—¿Hablas su idioma?
—Lo hablo cuanto me permite mi paladar humano y mi cultura tecnoterrestre, mi señora. No quiero decir que pueda comprender todos sus conceptos pero me salgo del paso.
La deshecha nave espacial se movía, oyeron como crujían los muros y el agua que entraba por dentro y al mismo tiempo sintieron como una convulsión bajo sus pies. Sandra cayó contra él. Entonces él pudo apreciar unas gotas heladas en sus cejas.
—Esto no quiere decir que comprenderé el lenguaje local —terminó él—. Estamos más lejos de Tyrlan que Europa de China.
La canoa estaba ahora casi sobre ellos, nunca hubiesen podido llegar más a tiempo. Lo que quedaba de la nave espacial iba a hundirse en algunos minutos, llegó a tiempo, los marineros echaron unas cuerdas, un áncora de mar y unos fornidos brazos hicieron todos los esfuerzos para sacarles del agua. Despacio entonces un diomedano se acercó con una cuerda. Otros dos iban a su lado muy cerca, desde luego se notaban ser guardias. El primero de ellos se acercó y miró a los humanos.
Tyrlan estando muy al norte, muchos de sus habitantes aún no habían vuelto de los trópicos; y este era el primer diomedano que Sandra había encontrado. Ella estaba muy mojada, tenía mucho frío y era incapaz de poder disfrutar de la presencia y de la gracia inhumana de sus movimientos pero no obstante miraba con mucho detenimiento.
Posiblemente tendría que vivir con esta raza durante mucho tiempo si es que ellos no la mataban. Era de la talla de un pequeño hombre, con una cola espesa de un metro de larga y terminando en una especie de timón grasiento y unas tremendas alas que se plegaban sobre su espalda. Sus brazos estaban bajo las alas cerca de la mitad del cuerpo y tenían un aspecto que recordaban algo humano, bajo sus manos llenas de músculo con cinco dedos. Las piernas eran menos familiares, curvadas hacia atrás desde los pies con cuatro talones que podrían casi haber pertenecido a un pájaro de proa. La cabeza al final del cuello que hubiese sido dos veces más largo que el de un humano, era redonda, con una amplia frente de ojos amarillos y con unas membranas bajo unas espesas cejas, una nariz negra en una cara que tenía unos bigotes de gato cortos y una gran boca con dientes oseznos de los comedores de grasa. No tenía oídos externos, pero tenían una cresta llena de músculos en la cabeza que les ayudaba a controlar el vuelo. Les cubría una especie de piel morena; era realmente un macho mamífero. Vestía dos cinturones que pasaba a través de sus «espaldas» y un tercero que ataba en su talle y un par de bolsas de cuero que colgaban del mismo. Llevaba un cuchillo, un hacha de pedernal. A través de la espesa oscuridad era muy difícil adivinar qué clase de armas llevaban sus compañeros, era algo largo y delgado, pero que seguramente no era un rifle, pues en este planeta no había cobre ni hierro.
Wace se inclinó hacia delante y forzó su lengua para pronunciar algunas sílabas de tyrlaniano.
—Nosotros… somos… amigos. ¿Me… comprende… usted?
Toda una retahíla de palabras totalmente extrañas fueron contra él. Él se encogió y extendió sus manos. El diomedano se volvió a través de la nave espacial y su cuerpo se inclinó hacia dejante mientras balanceaba sus alas y su cola, y rápidamente ató su propia cuerda al mismo lugar en que estaban atadas las anclas de la nave espacial.
—Un nudo cuadrado —dijo van Rijn, casi tranquilamente—, me hace ganas de volver a casa.
En el otro final de la cuerda ellos comenzaron a atar la canoa. El diomedano volvió su rostro a Wace y señaló a su bajel. Wace asintió pero de pronto se dio cuenta que el gesto era probablemente sin ninguna significación allí y dio un paso muy precario en aquella dirección. El diomedano cogió otra cuerda y la pasó sobre él. Señaló hacia allí a los humanos e hizo gestos.
—Ya comprendo —dijo van Rijn—, no se atreven a acercarse más. Es demasiado factible que sus barcos estallen contra nosotros. Nosotros tenemos que atarnos esta cuerda alrededor de nuestros cuerpos y ellos nos izarán. ¡Bendito es Cristóbal, qué cosas le tienen que hacer a un pobre viejo hombre con los huesos ya demasiado duros!
—Pero sin embargo queda nuestra comida —dijo Wace.
El crucero del cielo se movió y bajó todavía más, el diomedano se movió con nerviosismo.
—No, no —gritó van Rijn—. Él tenía la impresión de que si gritaba bastante podría hacerse entender y penetrar en la barrera lingüística.
Sus brazos se extendieron.
—Nunca me comprendes, ¿especie de idiota? Vale más que nos ahoguemos en lo que queda de nuestro barco en este pestilente océano, que intentar comer vuestra comida. ¡Moriremos! ¡Tendremos dolores de vientre! ¡Suicidio! —Señaló su boca, dio unos golpes en su abdomen y señaló las raciones.
Wace se dio cuenta de que estas demostraciones eran demasiado peligrosas. Aquí tenían un planeta con oxígeno, nitrógeno, hidrógeno, carbono, sulfuro y unas proteínas bioquímicas que formaban genes, cromosomas, células, tejidos, protoplasma para dar una definición razonable, y el humano que intentase comer un fruto o carne de los diomedanos, moriría diez minutos más tarde de cincuenta cualquiera reacciones alérgicas. No eran las apropiadas proteínas. En realidad solo unos determinados alimentos harían que los hombres no alcanzasen enfermedades crónicas como asma y otras manifestaciones que podrían alcanzarse en el aire que ellos respiraban o en el agua que bebieran.
Había estado durante muchas horas hoy reuniendo todos los aprovisionamientos de comida que tenían en el crucero para traerlos a los barcos. Este lujurioso bajel atmosférico en el cual había llegado con van Rijn estaba presto para hacer unas orgías de picnic cuando les asaltasen las ganas. Estaba lleno de pan, mantequilla dulce, queso Edam, salmón ahumado, melocotones, frutas en conserva, chocolate, pudín, cerveza, vino y Dios sabe cuántas otras cosas para permitir que tres seres humanos pudiesen estar allí durante meses.
El diomedano extendió sus alas haciéndolas chocar y al mismo tiempo aleteando para mantenerse en pie.
El mercader esperaba estólido señalando de vez en cuando con el dedo hacia las cajas amontonadas. Finalmente el diomedano alcanzó la idea o simplemente dio con ella. Pero quedaba muy poco tiempo que perder. Él señaló hacia la canoa, uno de sus compañeros llegó, deshizo las ataduras y comenzó a transportar cajas.
Wace ayudó a Sandra a atar la cuerda alrededor de ella.
—Me temo que se mojará muchísimo antes de alcanzar el barco, mi señora —dijo él tratando de sonreír.
Ella hizo un gesto de indiferencia.
—Así pues este es el bravo pionero entre las estrellas. Yo se lo diré a mi corte de poetas cuando vuelva a casa si es que vuelvo.
Cuando ella hubo cruzado y la cuerda había descendido, van Rijn hizo señas a Wace. Él, van Rijn estaba discutiendo con el jefe diomedano. Todo esto se llevaba a cabo en el verdadero y real lenguaje entre ellos, Wace no lo sabía pero ellos habían alcanzado un punto en que los gritos de indignación se lanzaba de uno a otro. Así como Wace hubo alcanzado el barco, van Rijn se sentó sobre el crucero del cielo y no quiso moverse.
Y cuando el más joven Wace hizo su llegada al barco empapado de agua, el mercader había ganado evidentemente la batalla. Un diomedano podía levantar aproximadamente cincuenta kilos en distancias cortas en el aire. Tres de ellos improvisaron una cuerda que se ataron de unos a otros y colgaron de ella a van Rijn para transportarlo por encima del agua. Van Rijn aún no había alcanzado la canoa cuando el crucero del cielo se hundió.