68. Lev

NO LEJOS DE ALLÍ, en una celda diseñada según sus necesidades específicas dentro de un centro de detención federal de alta seguridad, permanece Levi Jedediah Calder. Las paredes están acolchadas, y la celda cuenta con una puerta de acero a prueba de explosiones de más de siete centímetros de grosor. La celda se mantiene a una temperatura constante de ocho grados centígrados para evitar que aumente la temperatura corporal de Lev. Sin embargo, Lev no tiene frío, de hecho tiene calor. Tiene calor porque está envuelto en varias capas de aislante ignífugo. Allí colgado en el aire parece una momia pero, a diferencia de una momia, no tiene las manos cruzadas sobre el pecho, sino atadas a cada lado a una viga transversal para que no pueda juntarlas. Tal como lo ve Lev, no sabían si crucificarlo o momificarlo, así que hicieron ambas cosas a la vez. De esa manera, no puede dar una palmada, no puede caerse, no puede detonarse sin querer… Y si por algún milagro lo hace, la celda está preparada para aguantar la explosión.

Le han hecho cuatro transfusiones. No le van a decir cuántas más necesitará para eliminar por completo el explosivo de su cuerpo. No le dicen nada. Los agentes federales que lo visitan de vez en cuando solo están interesados en lo que les pueda decir él a ellos. Le han proporcionado un abogado que le cuenta que la locura es buena cosa. Lev trata de explicarle que no está loco, aunque ya no está seguro del todo.

Se abre la puerta de la celda. Se espera un nuevo interrogatorio, pero su visitante es alguien nuevo. A Lev le cuesta un rato reconocerlo, más que nada porque no va vestido con su modesta ropa de sacerdote. Lleva vaqueros y una camisa de rayas, con las puntas del cuello abotonadas a la camisa.

—Buenos días, Lev.

—¿Padre Dan…?

La puerta se cierra tras él con un portazo, pero no retumba, pues el acolchado de las paredes absorbe el ruido. El padre Dan se frota los brazos para hacerlos entrar en calor. Tendrían que haberle dicho que trajera una chaqueta.

—¿Te tratan bien? —le pregunta.

—Sí —responde Lev—. Lo bueno de ser explosivo es que nadie quiere pegarme.

El padre Dan fuerza una risotada, pero cuando deja de reírse después no consigue disimular la incomodidad. Hace un esfuerzo por mirar a Lev a los ojos.

—Tengo entendido que solo te van a tener así envuelto unas semanas, hasta que estés fuera de peligro.

Lev se pregunta a qué peligro en concreto se refiere. Desde luego, su vida va a ser un peligro dentro de otro peligro, dentro de otro peligro. Lev ni siquiera sabe por qué está allí el sacerdote, ni qué pretende demostrar. ¿Tendría que alegrarse de verlo, o tendría que ponerse furioso? Aquel es el hombre que siempre, desde que era pequeño, le dijo que el diezmo era algo sagrado, pero luego le animó a que escapara. ¿Ha ido allí el padre Dan a echarle una reprimenda? ¿A felicitarlo? ¿Lo habrán enviado los padres de Lev porque se ha vuelto tan intocable que no quieren ir ellos mismos? ¿O tal vez Lev está a punto de ser ejecutado, y el padre ha venido a ofrecerle la extremaunción?

—¿Por qué no lo dice ya? —le pregunta Lev.

—¿Decir el qué?

—Decir a qué ha venido. Hágalo y váyase.

No hay sillas en la celda, así que el padre Dan apoya la espalda contra una de las paredes acolchadas.

—¿Qué te han dicho de lo que está pasando ahí fuera?

—Yo solo sé lo que pasa aquí dentro. Que no es mucho.

El padre Dan lanza un suspiro, se frota los ojos, y se toma su tiempo para pensar por dónde empezar:

—Antes que nada, ¿conoces a un chico que se llama Cyrus Finch?

La mención de ese nombre provoca una reacción de pánico en Lev. Lev ya se suponía que todo su pasado sería estudiado y requetestudiado. Siempre lo hacen con los aplaudidores: su vida entera se convierte en un montón de hojas pegadas a una pared para ser examinadas, y todo el que ha pasado por su vida pasa a ser sospechoso. Por supuesto, eso suele ocurrir después de que el aplaudidor se haya ido al otro mundo aplaudiendo por el camino.

—¡CyFi no ha tenido nada que ver con esto! —dice Lev—. Nada en absoluto. ¡No pueden meterlo en esto!

—Tranquilo. Él está bien. Lo único que pasa es que ha salido a la palestra y está armando mucho jaleo. Y como te conoció, pues la gente lo escucha.

—¿Jaleo sobre mí?

—Jaleo sobre la desconexión —dice el padre Dan, acercándose un poco a Lev por primera vez—. Sobre lo que ocurrió en la Cosechadora Happy Jack. Eso ha provocado que se ponga a hablar un montón de gente, gente que hasta entonces había hecho como el avestruz. En Washington ha habido manifestaciones contra la desconexión, y Cyrus incluso ha llegado a testificar ante el Congreso.

Lev intenta imaginarse a CyFi ante una comisión del Congreso, hablando mal en aquel dialecto tierra típico de las series de televisión de antes de la guerra. La sola idea le provoca una sonrisa. Es la primera vez que sonríe en mucho tiempo.

—Se rumorea que podrían bajar la edad a la que uno es legalmente mayor de edad, de los dieciocho a los diecisiete años. Eso salvará a una quinta parte de los destinados a la desconexión.

—Eso está bien —reconoce Lev.

El padre Dan se mete la mano en el bolsillo y saca unos papeles doblados:

—No te lo quería enseñar, pero supongo que tienes que verlo. Supongo que tienes derecho a saber hasta dónde están llegando las cosas.

Es la portada de una revista en la que aparece Lev. De hecho, su foto ocupa la portada. Es la foto que le hicieron para el equipo de béisbol de séptimo curso, con la mano enfundada en el guante y sonriendo a la cámara. El titular dice: «¿POR QUÉ, LEV, POR QUÉ?». En todo el tiempo que ha tenido, allí solo, para pensar y repensar en lo que ha hecho, nunca se le ha ocurrido que el mundo exterior estuviera pensando las mismas cosas que él. No pretende llamar la atención del mundo, pero ahora, por lo visto, el mundo y él pueden tratarse de tú.

—Has aparecido en la portada de casi todas la revistas.

No le hace ninguna gracia. Y espera que el padre Dan no guarde en el bolsillo la colección completa.

—¿Y eso qué? —dice Lev, haciendo como si no le importara—. Los aplaudidores siempre salen en las noticias.

—Sus acciones salen en las noticias, la destrucción que provocan… Pero nunca se preocupa nadie por el aplaudidor en sí. Para el público, todos los aplaudidores son el mismo. Pero tú eres diferente de los otros, Lev. Tú eres un aplaudidor que no aplaudió.

—Pero quería hacerlo.

—Si hubieras querido hacerlo, lo habrías hecho. Pero en vez de hacerlo, te metiste corriendo entre los escombros y sacaste de allí a cuatro personas.

—A tres.

—A tres… pero seguramente habrías seguido si hubieras podido. Los otros diezmos, todos se quedaron en su sitio, protegiendo sus preciosos órganos. Pero tú diste la pauta para rescatar a los heridos, porque algunos terribles te imitaron y se pusieron a salvar a los supervivientes.

Eso lo recuerda Lev. Incluso mientras la multitud tiraba abajo las puertas, hubo docenas de desconectables que volvieron con él al lugar de los hechos. Y el padre Dan tiene razón: Lev habría seguido salvando a gente si no hubiera sido porque comprendió que un movimiento en falso podría hacerle volar por los aires, a él y a todo lo que quedaba de la chatarrería y a todo cuanto le rodeaba. Así que volvió a la alfombra roja y se sentó con Risa y Connor hasta que se los llevaron las ambulancias. Entonces se puso en pie en medio del caos, y confesó que era un aplaudidor. Se lo confesó una y otra vez a cualquiera que estuviera dispuesto a escucharle, hasta que por fin un agente de policía se ofreció amablemente a arrestarlo. El agente tenía miedo de ponerle las esposas por si estallaba, pero no pasó nada, pues no tenía ninguna intención de resistirse al arresto.

—Lo que hiciste, Lev, dejó a todo el mundo desconcertado. Nadie sabe si eres un monstruo o un héroe.

Lev piensa en ello:

—¿No hay una tercera posibilidad?

El padre Dan no le responde. Tal vez no conozca la respuesta.

—Quiero creer que las cosas ocurren por un motivo. Tu secuestro, el hecho de que te convirtieras en un aplaudidor, y tu renuncia a aplaudir… —echa un vistazo a la portada de revista que tiene en la mano—, todo ha llevado a esto. Durante años, los desconectables no eran más que chicos sin rostro a los que no quería nadie, pero ahora tú le has puesto rostro a la desconexión.

—¿Y no le pueden poner mi rostro a otra cosa?

El padre Dan vuelve a reírse, esta vez con una risa menos forzada que la de antes. Mira a Lev como si fuera un simple niño, no un ser inhumano. Y eso le hace sentirse a Lev, aunque solo sea por un instante, como un chaval de trece años normal. Es una sensación extraña, porque ni siquiera en su vieja vida era un chico normal del todo. Los diezmos nunca lo son.

—Bueno, ¿y ahora qué? —pregunta Lev.

—Según tengo entendido, te limpiarán la mayor parte del explosivo de la sangre en unas semanas. Tú seguirás siendo explosivo, pero no como antes. Podrás dar todas las palmadas que quieras sin estallar, pero no podrás jugar a deportes de choque por una buena temporada.

—¿Y luego me desconectarán?

El padre Dan niega con la cabeza:

—No desconectarán a un aplaudidor…, esa sustancia nunca dejará del todo tu cuerpo. He estado hablando con tu abogado. Tiene la sensación de que piensan ofrecerte un trato, pues, al fin y al cabo, tú les ayudaste a atrapar a ese grupo que te hizo la transfusión. Los que te usaron tendrán su merecido. Pero los tribunales seguramente verán en ti a una víctima.

—Yo sabía lo que hacía —le dice Lev.

—Entonces dime por qué lo hacías.

Lev abre la boca para explicarse, pero no puede ponerlo en palabras. Ira, traición, furia contra un universo con pretensiones de justicia… Pero ¿era eso realmente una razón? ¿Era una justificación?

—Tú puedes ser responsable de tus acciones —dice el padre Dan—, pero no es culpa tuya que no estuvieras preparado emocionalmente para la vida en el mundo real. La culpa fue mía. Mía y de todos los que te educamos para ser un diezmo. Somos tan culpables como la gente que te metió ese veneno en la sangre. —Aparta la vista avergonzado, conteniendo la propia ira que se enciende en su interior, pero Lev sabe que no es ira contra él. Respira hondo y prosigue—: Tal como soplan los vientos, seguramente tendrás que afrontar unos años de reclusión juvenil, y después algún año más de arresto domiciliario.

Lev sabe que debería sentirse aliviado al oír aquello, pero ese alivio tarda en llegar. Considera la idea del arresto domiciliario.

—¿En qué domicilio? —pregunta.

Se da cuenta de que el padre Dan lee entre líneas todo lo que implica aquella pregunta:

—Tienes que comprender, Lev, que tus padres son el tipo de gente que no sabe doblarse sin romperse.

—¿En qué domicilio?

El padre Dan lanza un suspiro:

—Cuando tus padres firmaron la orden de desconexión, pasaste al cuidado del estado. Tras lo ocurrido en la Cosechadora, el estado ha ofrecido a tus padres devolverles la custodia, pero ellos han rehusado. Lo siento.

Lev no se sorprende. Está horrorizado, pero no sorprendido.

Pensar en sus padres hace renacer los mismos sentimientos que lo enloquecieron lo bastante para convertirlo en un aplaudidor. Pero se da cuenta de que la desesperación que siente ya no es infinita.

—Entonces ¿ahora me apellido Expósito?

—No necesariamente. Tu hermano Marcus está solicitando la custodia. Si se la conceden, tú quedarás a su cuidado cuando te suelten. Así que seguirás siendo un Calder… Vamos, si quieres serlo.

Lev asiente con la cabeza para mostrar su aprobación, recordando su fiesta del diezmo y cómo Marcus fue el único que lo defendió. En aquel momento, Lev no había comprendido su actitud.

—Mis padres también lo han repudiado a él.

Al menos, sabe que estará en buena compañía.

El padre Dan se alisa la camisa y se estremece a causa del frío. Lo cierto es que no parece él. Es la primera vez que Lev lo ve sin su ropa de sacerdote:

—Por cierto, ¿por qué va vestido así?

Él se toma un momento antes de responder:

—He renunciado a mi cargo. He dejado la Iglesia.

La idea de que el padre Dan pueda ser otra cosa diferente del padre Dan deja a Lev helado.

—Usted… usted… ¿ha perdido la fe?

—No —dice él—, solo mis convicciones… Sigo creyendo en Dios ciegamente. Pero no en un dios que aprueba el diezmo humano.

Lev empieza a sentirse ahogado por la inesperada marea de sentimientos, y por todas las emociones que se han ido acumulando durante la conversación y a través de las semanas, y que llegan todas a la vez en un estruendo.

—Yo no sabía que se podía elegir.

Durante toda su vida, a Lev solo le estaba permitido creer una cosa. Esa cosa lo había rodeado, lo había envuelto, lo había constreñido con la misma suavidad sofocante de las capas de material aislante que lo envuelven ahora. Por primera vez en su vida, Lev siente que aquellos lazos que le aprietan el alma empiezan a aflojarse.

—¿Cree que yo también podría creer en ese Dios?