6. Lev

LEV DESPIERTA con un dolor sordo en el hombro. Piensa que tal vez ha dormido en mala postura, pero enseguida comprende que el dolor proviene de una herida. El hombro izquierdo ha sido el lugar por el que ha penetrado una bala aletargante, aunque eso aún no lo comprende. En su cabeza, todas las cosas que le han ocurrido doce horas antes son como tenues nubes que han perdido la forma. De lo único que está seguro es de que iba de camino a su sacrificio cuando lo secuestró un joven delincuente. Por alguna extraña razón, no logra quitarse de la cabeza la imagen del padre Dan.

El padre Dan le decía que escapara.

Sin duda tiene que tratarse de un recuerdo falso, porque no puede creerse que el padre Dan dijera tal cosa.

Cuando Lev abre los ojos, lo ve todo borroso. No sabe dónde está, solo sabe que es de noche y que no se encuentra donde debería encontrarse. El adolescente loco que lo secuestró está sentado al otro lado de una pequeña fogata. Hay una chica con él.

Solo entonces comprende que ha recibido una bala aletargante. La cabeza le duele, tiene la sensación de que podría vomitar en cualquier momento, y el cerebro aún le funciona a medias. Trata de levantarse, pero no puede. Al principio piensa que eso se debe también a la bala, pero enseguida comprende que está atado a un árbol por medio de unas gruesas lianas.

Intenta hablar, pero la voz le sale como un leve gemido y entre mucha baba. El chico y la chica lo miran, y está seguro de que lo van a matar inmediatamente. Si no lo han hecho hasta entonces es solo porque querían que estuviera vivo en el momento de matarlo. Los locos son así.

—Mira quién acaba de caerse de las nubes —dice el chico de los ojos furiosos. Solo que sus ojos ya no parecen furiosos, solo su pelo parece de salvaje. Lo tiene todo levantado, como de haber dormido y no haberse peinado.

Aunque Lev tiene la lengua de estropajo, logra pronunciar una palabra, solo una:

—¿Dónde…?

—No estamos seguros —responde el chico.

Entonces la chica añade:

—Pero al menos estás a salvo.

«¿A salvo?», piensa Lev. «¿En qué se parece la salvación a la situación en que me encuentro?».

—¿Re… rehén…? —consigue pronunciar Lev.

El chico mira a la chica, y después vuelve a mirar a Lev:

—Más o menos. Supongo.

«Esos dos hablan de manera relajada, como si los tres fuéramos amigos. Intentan que me sienta cómodo a su lado, para que tome parte en sus actividades criminales. Hay una expresión para eso, ¿no? Cuando un rehén se une a la causa de sus secuestradores… El síndrome de no sé qué».

El chico loco mira un montón de bayas y frutos secos que evidentemente han recogido en el bosque:

—¿Tienes hambre…?

Lev asiente, pero ese gesto hace que la cabeza le dé vueltas, y entonces comprende que no importa el hambre que tenga, hará mejor en no comer nada, pues podría vomitarlo todo:

—No —responde.

—Parece que no tienes las ideas muy claras —comenta la chica—. No te preocupes, es efecto de la bala. Enseguida se te habrá pasado.

«¡El síndrome de Estocolmo! ¡Eso es! ¡Bueno, este par de secuestradores no me convertirán en uno de los suyos. Nunca me pondré de su lado. El padre Dan me dijo que corriera. ¿Qué pretendía decirme? ¿Se refería a que escapara de los secuestradores? Tal vez, pero daba la impresión de que se refería a otra cosa completamente distinta».

Lev cierra los ojos y aparta aquel pensamiento de su cabeza.

—Mis padres me buscarán —dice Lev cuando por fin su boca es capaz de pronunciar una frase completa.

El chico y la chica no responden, porque seguramente saben que es cierto.

—¿Cuánto vais a pedir de rescate? —pregunta Lev.

—¿De rescate…? No hay ningún rescate —responde el muchacho loco—. ¡Te he cogido para salvarte, capullo!

¿Para salvarlo…? Lev se le queda mirando, incrédulo:

—Pero… pero el sacrificio del diezmo…

El muchacho loco lo mira y niega con la cabeza:

—No había visto nunca un niño que tuviera tantas ganas de que lo desconectaran.

No serviría de nada molestarse en explicarle a ese par de infieles el sentido del diezmo. Nunca entenderían que la bendición suprema consiste en ofrecerse uno mismo. Ni lo comprenderían ni se molestarían en comprenderlo. ¿Salvarlo…? Esos dos no lo han salvado: lo han condenado.

Entonces Lev comprende algo. Comprende que puede utilizar las circunstancias en su provecho:

—Me llamo Lev —dice, tratando de resultar lo más simpático posible.

—Es un placer conocerte, Lev —dice la chica—. Yo soy Risa, y este es Connor.

Connor le lanza una mirada asesina, haciendo palpable que ella ha proporcionado sus nombres auténticos. No es una buena idea para dos secuestradores que buscan pedir un rescate, pero muchos criminales son así de estúpidos.

—Esa bala aletargante no iba destinada a ti —le dice Connor—. Pero el poli tenía una puntería nefasta.

—No es culpa tuya —responde Lev, pese a que piensa que absolutamente todo ha sido culpa de Connor. Lev medita sobre lo que ha ocurrido, y comenta—: Yo nunca habría huido por mí mismo de mi sacrificio. —De eso al menos está seguro.

—Entonces has tenido suerte de que yo anduviera por allí cerca —comenta Connor.

—Sí —añade Risa—. Si no hubiera sido porque Connor atravesó la carretera, yo también estaría desconectada a estas horas.

Hay un momento de silencio, y después Lev, reprimiendo su rabia y su desprecio, dice:

—Gracias. Gracias por salvarme.

—No hay de qué —responde Connor.

Bien. No es mala cosa hacerles creer que se siente agradecido. Que se piensen que se están ganando su confianza. Y en cuanto estén confiados, ya se encargará él de que los dos reciban su merecido.