10. Risa

RISA SE ENCUENTRA ante la puerta de una casa, a varias calles de distancia del bebé, en los confines de un denso bosque. Llama al timbre, y sale a abrir una mujer tapada con un albornoz.

Risa le ofrece una amplia sonrisa.

—Hola, me llamo Didi… y estoy recogiendo ropa y comida de parte del colegio, ¿sabe? Estamos… bueno, dándosela a los sin techo. Y es como una competición, ¿sabe…? El que consiga más ganará un viaje a Florida o algo parecido… Así que sería estupendo, realmente estupendo, que… ¿podría usted colaborar…?

Medio dormida, la mujer hace esfuerzos por comprender lo que le dice aquella alocada defensora de los sin techo. No saca una palabra en claro debido a que Didi habla demasiado deprisa. Si Risa hubiera tenido un chicle en la boca, podría haber hecho un globo en aquel momento para añadir autenticidad.

—Porfa, porfa, porfa, porfa… Estoy la segunda ahora, ¿sabe…?

En el umbral de la puerta, la mujer lanza un suspiro, aceptando el hecho de que «Didi» no se irá de allí con las manos vacías. A veces, el mejor modo de deshacerse de chicas como aquella es simplemente darles algo.

—Vuelvo enseguida —dice la mujer.

Tres minutos después, Risa se va de la casa con una bolsa llena de ropa y latas de comida.

—Has estado alucinante —dice Connor, que había estado observando, junto con Lev, desde el límite del bosque.

—¿Qué esperabais? Soy una artista —dice—. Y esto es como tocar el piano: solo hay que saber qué teclas tocarle a la gente.

Connor sonríe:

—Tienes razón, es mucho mejor que robar.

—En realidad —dice Lev—, engañar es lo mismo que robar.

A Risa le molesta este juicio, pero intenta que no se le note.

—Puede que sí —dice Connor—, pero es robar con estilo.

El bosque termina allí donde empiezan las primeras casas de la pequeña ciudad. Pulcramente recortado, el césped se ha vuelto amarillo al mismo tiempo que las hojas de los árboles. El otoño se ha instalado de un modo tajante. Las casas son casi idénticas, pero les falta el casi; y están habitadas por gente que es casi idéntica, aunque le falta el casi. Se trata de un mundo que Risa solo ha visto en revistas y en la tele. Para ella, las zonas residenciales en las que vive la clase alta aislada en sus casas son un reino mágico. Tal vez fuera por eso por lo que Risa había sido la única con el valor necesario para acercarse a la casa y fingir que era Didi. Aquel vecindario la atraía como el olor del pan recién cocido en los hornos industriales de la Casa Estatal número 23 de Ohio.

De regreso al bosque, donde no los pueden ver desde ninguna ventana, examinan aquella bolsa llena de cosas tan apetecibles como turrones de Navidad.

Hay un par de pantalones y una blusa azul con cuello abotonado que no le va mal a Connor. Y una chaqueta que le estará bien a Lev. No hay ropa adecuada para Risa, pero no pasa nada: puede volver a hacer de Didi en otra casa.

—Aún no entiendo de qué nos va a servir cambiar de ropa —comenta Connor.

—¿Es que no ves la tele? —responde Risa—. En los espacios de la policía, cada vez que transmiten un boletín dirigido a la población, dicen la ropa, dicen lo que llevaban los criminales.

—Nosotros no somos criminales —observa Connor—, somos ASP.

—Pero sí somos delincuentes —puntualiza Lev—, porque lo que estáis haciendo, quiero decir, lo que estamos haciendo, es un delito según las leyes.

—¿El qué, robar ropa? —pregunta Connor.

—No: robarnos nosotros mismos. Una vez firmados los impresos de desconexión, nuestros cuerpos pasan a ser propiedad del gobierno. Hacernos el ASP nos convierte en ladrones.

Eso no le sienta bien a Risa, ni tampoco a Connor, pero ninguno de los dos le hace caso.

Aquella incursión en una zona habitada es peligrosa pero necesaria. Tal vez a lo largo de la mañana puedan encontrar una biblioteca en la que descargarse mapas con los que encontrar una selva lo bastante grande para perderse en ella para siempre. Hay rumores de que existen comunidades de desconectables ASP. Tal vez puedan encontrar alguna.

Mientras atraviesan el barrio con cautela, una mujer se les aproxima. No es más que una joven, en realidad, de unos diecinueve o veinte años. Camina rápido pero de modo raro, como si tuviera alguna herida o se estuviera recuperando de ella. Risa teme que los vea y los reconozca, pero la chica pasa sin siquiera mirarlos y dobla a toda prisa una esquina.