21. Lev

—NADIE TE VA a ejplicá lo que tú lleva en el corazón —le dice a Lev—. Eso tendrá que averiguarlo por ti mimo.

Lev y su nuevo compañero de viaje van caminando por las vías del tren. Los rodea un terreno lleno de maleza.

—El corazón te dijo que ejcapara de la dejconesión, y nadie puede decite que eso ejté ma, aunque vaya contra la ley. El buen Señó no te lo habría metido en el corazón si fuera incorreto. ¿Me ejcucha, Peque? Porque así e la sabiduría. La sabiduría la puede enterrá en una tumba, para dejpué sacala cuando necesite solá. Solá, que quiere decir «consuelo».

—Ya sé lo que significa solaz —dice Lev, fastidiado por la mención al «buen Señor», que no ha hecho gran cosa por él últimamente, salvo mandar señales confusas.

El chico tiene quince años, y se llama Cyrus Finch, aunque no utiliza ese nombre.

—Nadie me llama Cyrus —le explicó a Lev al poco de conocerse—. Tos me conocen por CyFi.

Y, como a CyFi le gustan los apodos, llama a Lev «Peque». Dice que le va bien porque la única vocal que se pronuncia en ese apodo es la «e», igual que en Lev. Y Lev no quiere desilusionarlo explicándole que su nombre completo es Levi.

CyFi disfruta escuchándose.

—Se hace camino al andá —le dice a Lev—. Por eso vamo por la vía del tren en vez de por una carretera secundaria.

CyFi es un tierra:

—Ante no llamaban negro, ¿te lo puede creé? Luego llegó un artijta, uno que era mejtizo, un poco de ejto y un poco de lo otro, y se hizo famoso por pintá a gente de orígene africano en el Su Profundo. El coló que má empleaba él era el tierra. A la gente le gustaba mucho má, así que el témino triunfó. Me apuejto a que no sabía de dónde venía, ¿a que no, Peque? Dejpué de eso, a lo que ante se llamaba blanco se le empezó a llamá «siena», por otro coló empleado también en pintura. Son mejore palabra que la de ante porque no implican juicio de való. Por supuejto, no e que el racijmo haya desaparecido del to, pero como le gustaba decir a mi do papá, el barní de la civilización recibió entonce una segunda capa. ¿No te gujta eso, Peque? ¿Lo del «barní de la civilización»? —Al decirlo, pasa lentamente la mano por el aire, como si palpara el suave acabado de una mesa—. Mi do papá siempre están diciendo cosa como esa.

CyFi es un fugitivo, aunque él asegura que no:

«Yo no soy un fugitivo, no soy alguien que ejcapa de algo, sino alguien que corre hacia algo», le dijo a Lev en cuanto se conocieron, aunque CyFi no sería capaz de explicarle a Lev hacia dónde corre. Cuando Lev se lo preguntó, CyFi movió la cabeza hacia los lados en señal de negación y le dijo: «Esa información se suminijtrará solo en razón de la necesidá de conocimiento».

Bien, él puede guardarse el secreto, porque a Lev le da igual adónde se dirija CyFi. El simple hecho de que tenga un lugar de destino es suficiente para Lev, pues es más de lo que tiene él mismo. Un destino implica un futuro. Y si ese chico de piel tierra puede prestarle un poco de futuro, ya es bastante motivo para viajar a su lado.

Se habían encontrado en un centro comercial. Les había acercado el hambre. Tras perder a Connor y Risa, Lev se había escondido en lugares oscuros y solitarios durante casi dos días. Sin experiencia callejera, a Lev le fue mal y empezó a pasar hambre. Y el hambre termina convirtiendo a cualquiera en un maestro de la supervivencia.

El centro comercial era un buen sitio para una rata callejera recién nacida. El patio donde se encontraban los restaurantes estaba lleno de gente increíblemente derrochadora. El quid, según descubrió Lev, estaba en encontrar a personas que pidieran más de lo que seguramente podrían comerse, y después esperar a que hubieran acabado. La mitad de las veces, más o menos, dejaban la comida en la mesa. Entonces acudía Lev, que sin duda ya estaba lo bastante hambriento como para comerse las sobras de las mesas, pero todavía era demasiado orgulloso para hurgar en los contenedores de basura. Mientras se acababa la pizza de una animadora deportiva, Lev oyó una voz en el oído:

«¡No te tiene que comé lo rejto de otro, so tonto!».

Lev se quedó paralizado, seguro de que se trataba de un guardia de seguridad que venía para llevárselo. Sin embargo, no era más que aquel alto chico tierra de extraña sonrisa, que adoptaba aquella chulería como quien se pone una colonia:

«Déjame que te enseñe cómo se hace», le dijo, y entonces se fue hacia una chica muy guapa que estaba trabajando en el Wok, estuvo ligando con ella durante unos minutos, y después se volvió sin nada: ni comida, ni bebida, ni nada.

«Me da que voy a seguir comiendo sobras», le había dicho Lev.

«Paciencia, amigo. Mira, no ejtamos acercando a la hora de cierre. Todo ejto sitio tienen por ley que deshacese de toda la comida que hayan cocinado hoy. No pueden guardala para servila mañana. Así que ¿adónde te cree que va esa comida? Pue te voy a decí adónde va: lo del último turno se la llevan a casa. Pero la persona que trabajan en ejto sitio no se la comen porque ejtán de esa comida que se le sale por la oreja. ¿Ve esa chica con la que he estado hablando? Yo le gujto. Y ademá le he dicho que trabajaba en Shirt Bonanza, la tienda de ropa que ejtá en el piso de abajo, y que me temía que teníamo ejceso de estoc».

«¿Trabajas allí?».

«¡No! ¿E que no me ejcucha? Mira, como te llame, jujto ante de que cierren me volveré a pasá por el Wok, le echaré a la chica una sonrisa y me pondré en plan ‘Eh, ¿qué va a hacé con toda esa comida que ha quedado?’ Y cinco minutos dejpué me verá caminando por ahí con la suficiente cantidá de pollo en salsa barbacoa pa da de comé a un ejército».

Y, desde luego, sucedió tal como había pronosticado. Lev se quedó asombrado:

«Tú no te separe de mí», le había dicho CyFi blandiendo el puño en el aire, «y a Dió pongo por tejtigo de que no volverá a pasá hambre». Y luego añadió: «E una frase de Lo que el viento se llevó».

«Lo sé», le dijo Lev, aunque no sabía de qué le hablaba.

Lev había accedido a ir con él porque sabía que los dos se necesitaban mutuamente. CyFi era como un predicador sin feligreses: era incapaz de vivir sin tener a alguien que lo escuchara. En cuanto a Lev, necesitaba a alguien que le llenara la cabeza de ideas que reemplazaran las ideas que había tenido durante toda la vida, y que acababa de perder.

Al día siguiente, Lev tenía las suelas de los zapatos desgastadas, y los músculos deshechos. El recuerdo de Risa y Connor seguía siendo una herida abierta, que se resistía a cicatrizar. Había posibilidad de que los hubieran atrapado y posibilidad de que hubieran sido desconectados, todo por culpa de él. ¿Le convertía eso en cómplice de asesinato?

Pero ¿cómo iba a ser así, si los desconectados no estaban realmente muertos?

Ya no sabe qué voz es la que oye en su cabeza. ¿La de su padre? ¿La del padre Dan? Eso le saca de quicio. Y prefiere oír la voz de CyFi fuera de su cabeza antes que las voces que resuenan dentro.

El paisaje que los rodea no ha cambiado mucho desde que dejaron la ciudad: hay unos pocos árboles y matorrales que les llegan a la cabeza. Parte de la vegetación es de hoja perenne, y otra parte está ya amarillenta y pasando a marrón.

Los hierbajos crecen entre las vías del tren, pero no demasiado altos.

—Cualquié hierba que sea lo bajtante tonta pa crecé en demasía carece de futuro: será decapitada por el primé tren que pase. Decapitá quiere decir cortá la cabeza.

—Sé muy bien lo que significa la palabra decapitar. Y puedes dejar de hablar de esa manera. ¡Y empezar a pronunciar las eses!

CyFi se para justo en el medio de la vía y mira a Lev fulminándolo con los ojos:

—¿Tiene tú algún problema con mi ejtilo de hablá? ¿Tiene algún problema con «el añejo dialeto universal de lo tierra»?

—Lo tengo cuando es falso.

—¿De qué me ejtá hablando, so tonto?

—Es evidente. Apuesto a que la gente jamás ha dicho cosas como «el añejo dialeto universal de lo tierra», salvo en programas tontos de la tele de antes de la guerra. Tú hablas mal a propósito.

—¿Ma…? ¿Po qué dice que hablo ma? Yo hablo de manera clásica, como hablaban lo negro en aquella película antigua, y no voy a permití que tú muejtre falta de respeto hacia mi dialeto. Dialeto quiere decí…

—¡Ya sé lo que quiere decí dialecto! —aduce Lev, aun cuando no está completamente seguro—. ¡No soy tonto!

CyFi levanta un dedo acusador, como si fuera un fiscal:

—¡A… JÁ! ¡Ha dicho «decí»! ¿Quién e el que habla ma?

—¡Eso no cuenta! ¡A mí se me ha escapado porque te lo estoy oyendo todo el tiempo! ¡Después de un rato, no puedo evitar que me lo contagies!

Al oír eso, CyFi sonríe:

—Ya —dice—. Eso e verdá. El añejo dialeto universal de lo tierra e contagioso. E dominante. Y hablalo no hace a una persona tonta. Entérate de que yo tenía la mejore nota en lectura y ejcritura de todo el colegio, Peque. Pero yo siento rejpeto por mi ancejtro y por to lo que pasaron para que yo pudiera ejtá aquí. Claro que puedo hablá como tú, pero he elegido no hacelo. Ejto e como el arte, ¿sabe? Picasso tuvo que demojtrale al mundo que sabía pintá correctamente antes de empezá a poné lo do ojo en el mijmo lado de la cara, y narice saliendo de una rodilla y cosa así. ¿Ve?, si pinta mal porque no sabe hacelo mejó, ere un inútil; pero si lo hace porque quiere, ere un artijta. —Le sonríe a Lev—. Aquí te ofrezco un poco de sabiduría CyFi, Peque. ¡Puede enterrala en una tumba, pa sacala cuando la necesite!

CyFi se vuelve y escupe un chicle que da contra una vía del tren y se queda pegado en ella. A continuación se mete otro chicle en la boca.

—De toda manera, mi do papá no han tenido problema con mi manera de hablá, y son siena clarito como tú.

—¿Tus dos papás…? —CyFi ya había dicho antes lo de «mi do papá», pero Lev se había pensado que se trataba de otro rasgo del viejo dialecto de los tierras.

—Sí —dice CyFi encogiéndose de hombros—. Tengo do: un papá y otro papá. No pasa na.

Lev hace todo lo que puede por asimilar aquello. Por supuesto, él ha oído hablar de parejas del mismo sexo con hijos, a las que a menudo se llama «familias yin». Pero en la atmósfera protectora en que ha sido criado, tales cosas siempre parecía que pertenecían a otro planeta.

CyFi, sin embargo, ni siquiera se da cuenta de la sorpresa de Lev, y sigue con su ataque de autoexaltación:

—Sí, yo tengo un coeficiente intelectuá de ciento cincuenta y cinco. ¿Sabía tú eso, Peque? Por supuejto que no lo sabía, ¿cómo iba a sabelo? —Entonces duda—. La verdá e que me bajaron alguno punto po culpa de un accidente. Yo iba en mi bici y me dio un capullo con su Mercede. —Señala una cicatriz que tiene en un lado de la cara—. Menudo ajco, quedó to llenito de sangre. Casi me muero allí mijmo. Aquello convirtió mi lóbulo temporal derecho en una ejpecie de gelatina de fruta. —Tiembla al pensar en ello, pero termina encogiéndose de hombros—. De toda manera, lo daño cerebrale ya no son el problema que eran ante. Ahora te cambian el tejido cerebral y te dejan como nuevo. Mi do papá hajta le pagaron al cirujano pa que me pusiera un lóbulo temporal entero y to perfecto proveniente de un dejconectado, en ve de un porrón de cachito de cerebro que e lo que le ponen a la gente generalmente.

Lev ya está enterado de eso. Su hermana Cara tiene epilepsia, así que le reemplazaron una pequeña parte del cerebro con cien fragmentos diminutos. Aparentemente al menos, eso ha solucionado el problema, y ella no da muestras de resentirse del hecho. A Lev no se le había ocurrido pensar de dónde provenían esos diminutos fragmentos de tejido cerebral.

—Mira, lo trozo de cerebro funcionan bien, pero no de maravilla —le explica CyFi—. E como poner masilla en un agujero de la paré: no importa lo bien que lo haga, esa paré nunca quedará perfecta del to. Así que mi do papá se aseguraron de que me pusieran un lóbulo temporal entero, proveniente de un solo donante. Lo que pasa e que aquel chico no era tan inteligente como yo. No era imbécil, pero tampoco tenía un ciento cincuenta y cinco de coeficiente intelectuá. El último escane cerebral me otorgó un ciento treinta, lo que me sitúa dentro del cinco por ciento má inteligente de la población, aún dentro de lo que se considera un genio, pero no un Genio con mayújcula. ¿Tú qué coeficiente intelectuá tiene? —le pregunta a Lev—. ¿Ere una bombilla apagada o un foco de lo de mil vatio?

Lev exhala un suspiro:

—No lo sé. Mis padres están en contra de los escáneres de inteligencia. Tiene que ver con la cosa de la religión. Con lo de que todo el mundo es igual a los ojos de Dios y tal y cual.

—¡Ah, tú viene de una de esa familia religiosa! —CyFi lo mira detenidamente—. Entonce, si lo tuyo son de lo del Buen Señó Grande y Todopoderoso, ¿por qué te querían dejconectá?

Aunque Lev no quiere abordar el tema, piensa que CyFi es el único amigo que le queda, y no tiene nada de extraordinario contarle la verdad:

—Yo soy el diezmo.

CyFi lo mira con los ojos como platos, como si Lev le acabara de decir que es el Dios en persona.

—¡Santo Dio! ¿O sea que tú ere una cosa sagrada?

—Ya no.

CyFi asiente con la cabeza, frunce los labios, y durante un rato no dice nada. Siguen caminando por la vía. Las traviesas cambian: venían siendo de madera, pero ahora son de piedra; y la grava que hace de lecho a las vías ahora parece mejor conservada.

—Acabamo de cruzá la frontera del ejtado —explica CyFi.

Lev le preguntaría en qué estado acaban de entrar, pero no quiere parecer ignorante.

En cierto punto en el que se juntan y separan múltiples vías de tren, se encuentra una casucha de dos pisos que se alza como un faro desterrado lejos del mar. Es una caseta de guardagujas. Hay muchas de ellas a lo largo de aquel tramo de la vía, y esos son los lugares que Lev y CyFi eligen para refugiarse cuando llega la noche.

—¿No te da miedo que nos encuentre aquí alguien del ferrocarril? —pregunta Lev cuando se acercan a uno de esos pequeños edificios de aspecto triste.

—No… ejta caseta ya no se usan —responde CyFi—. Todo el sijtema ejtá automatizado, y lleva automatizado uno cuanto año, pero cuejta demasiado derribá toda ejta caseta de guardaguja. Supongo que ejperan que la naturaleza termine haciéndole grati el trabajo.

La caseta está cerrada con candado, pero un candado solo es fuerte en la medida que lo sea la puerta en la que está puesto. Y esta puerta en concreto está carcomida por los termes. Una simple patada consigue arrancar el anclaje del candado. La puerta sale despedida hacia dentro, levantando una nube de polvo y arañas muertas.

En el piso de arriba hay una habitación de dos metros y medio por dos y medio, con ventanas a los cuatro lados. Hace un frío helador. CyFi lleva un abrigo con pinta de caro que lo mantiene calentito toda la noche. Lev solo cuenta con una chaqueta guateada que robó aquel día de una silla en el centro comercial.

CyFi había hecho un gesto de desprecio al ver que Lev cogía aquella chaqueta justo antes de dejar el centro comercial. «Robá e de pringado», le había dicho CyFi. «Cuando uno tiene clase, no roba lo que necesita, sino que consigue que otra gente se lo dé voluntariamente… Jujto como hice yo en aquel sitio chino. E cuestión de inteligencia y de suavidá. Ya irá aprendiendo, Peque.

La chaqueta robada es blanca, y Lev la odia. Toda su vida lo han vestido de blanco, una prístina ausencia de color que servía para definirlo. Pero ahora no hay nada de consolador en llevar prendas blancas.

Comen bien esa noche, gracias a una ocurrencia de Lev, que finalmente ha tenido sus propias ideas de supervivencia. La ocurrencia ha tenido algo que ver con pequeños animales atropellados por el tren.

—¡No pienso comeme nada que haya matado el tren! —insistió CyFi cuando Lev lo sugirió—. Eso bicho pueden llevá semana pudriéndose ahí, quién sabe.

—No —le respondió Lev—. Te diré lo que vamos a hacer: vamos andando unos kilómetros por la vía, señalando cada bicho muerto con un palo. Luego, cuando pase el siguiente tren, volvemos hacia atrás. Todos aquellos animales que encontremos sin marcar estarán recién muertos.

La idea parecía al principio bastante desagradable, pero en realidad no era algo muy distinto de cazar, solo que en este caso el arma era una locomotora diésel.

Encienden una pequeña fogata al lado de la caseta del guardagujas, y cenan conejo y armadillo asados. Este último no sabe tan mal como se había temido Lev. A fin de cuentas, la carne es carne, y la barbacoa hace con el armadillo lo mismo que hace con un filete de ternera.

—¡¡Trenacoa!! —decide llamar CyFi a este método de caza mientras comen—. Ejto e lo que yo llamo resolución creativa de lo problema. Puede que sea un genio dejpué de to, Peque.

Es agradable contar con la aprobación de CyFi.

—¡Eh, ¿no es hoy jueves? —pregunta Lev, cayendo en la cuenta en aquel instante—. ¡Me parece que estamos en el día de Acción de Gracias!

—Bueno, Peque, ejtamos vivo. Eso e motivo pa sentise agradecido.

Esa noche, en la pequeña habitación que hay en la parte de arriba de la casa del guardagujas, CyFi hace la gran pregunta:

—¿Po qué tu padre te querían sacrificá, Peque?

Una de las cosas buenas de estar con CyFi es que habla un montón sobre sí mismo. Eso le evita a Lev tener que pensar en su propia vida. Salvo, claro está, cuando le pregunta CyFi. Lev le responde con el silencio, fingiendo que está dormido. Y si hay una cosa que sabe que CyFi no puede soportar es el silencio, así que se apresura a llenarlo:

—¿Te dejó la cigüeña? ¿E eso? ¿E que no te querían, y no veían el momento de deshacese de ti?

Lev sigue con los ojos cerrados y sin moverse.

—Bueno, a mí me dejó la cigüeña —dice CyFi—. Mi do papá me encontraron en el umbral de la casa el primé día de verano. No fue un gran problema, porque ello ejtaban preparado para tené una familia. De hecho, se pusieron tan contento que al final lo hicieron oficial y se cuasaron.

Lev abre los ojos. La curiosidad le puede lo suficiente para admitir que está despierto:

—Pero… después de la Guerra Interna, ¿no declararon ilegal el matrimonio entre hombres?

—Yo no he dicho que se casaran, sino que se cuasaron.

—¿Cuál es la diferencia?

CyFi lo mira como si fuera un tarado:

—La letra u. En cualquié caso, por si te lo ejtá preguntando, yo no soy como mi do papá: mi brújula apunta a las chicas, no sé si entiende a lo que me refiero.

—Sí, sí, la mía también. —Lo que no le dice a CyFi es que lo más cerca que ha estado en su vida de quedar o incluso de besar a una chica fue en los bailes lentos de su fiesta del diezmo.

La idea de la fiesta le provoca un sobresalto de puros nervios que le da ganas de ponerse a gritar, así que aprieta los ojos y se esfuerza en superar aquel impulso explosivo.

Ahora, todas las cosas de la antigua vida de Lev son como esa: una bomba de relojería a punto de estallarle en la cabeza. Tengo que olvidar esa vida, se repite. Ya no soy el mismo de antes.

—¿Cómo son tu padre? —pregunta CyFi.

—Los odio —dice Lev, sorprendiéndose él mismo de lo que dice. Y sorprendiéndose de que sea verdad.

—Eso no e lo que te he preguntado.

Esta vez CyFi no acepta el silencio como respuesta, así que Lev le dice lo mejor que puede:

—Mis padres —empieza—, hacen todo lo que se supone que tienen que hacer. Pagan sus impuestos, van a la iglesia, votan al partido que sus amigos esperan que voten, piensan lo que se supone que tienen que pensar, y nos envían a colegios que nos educan para pensar exactamente lo mismo que piensan ellos.

—No me suena demasiado terrible.

—No lo era —dice Lev, cada vez más incómodo—. Pero ellos amaban a Dios más de lo que me amaban a mí, y yo los odio por eso. Así que supongo que iré al infierno.

—¡Ummm! Solo te digo una cosa: cuando llegue, guárdame sitio, ¿vale?

—¿Por qué? ¿Qué te hace pensar que irás allí tú?

—No lo pienso, lo digo solo po si acaso. Hay que ejtá preparado pa lo que no depare el futuro, ¿no?

Dos días después, llegan a la ciudad de Scottsburg, perteneciente al estado de Indiana. Bueno, al menos Lev sabe ahora en qué estado se encuentran. Se pregunta si aquel será el destino de CyFi, pero este no ha dicho nada en ningún sentido. Han abandonado la vía del tren, y CyFi le dice que tienen que dirigirse al sur por carreteras secundarias hasta que encuentren una vía de ferrocarril que vaya en esa dirección.

CyFi ha estado muy raro.

La cosa empezó la noche anterior con algo que le sucedió a su voz, y también a sus ojos. Al principio, Lev creyó que era imaginaciones suyas, pero ahora, a la pálida luz de aquel día de otoño, queda claro que CyFi no es el mismo. En vez de ir delante, se queda atrás. De su gran zancada y su porte rígido y orgulloso no queda ni rastro, y ahora camina casi arrastrando los pies. Esto pone a Lev más nervioso de lo que haya podido estar desde que conoció a CyFi.

—¿Me vas a decir adónde vamos? —pregunta Lev suponiendo que tal vez se hallen ya cerca, y que por eso es por lo que CyFi se comporta de manera extraña.

CyFi duda, sopesando si será prudente contar algo. Al final dice:

—Estamos yendo a Joplin. Eso es al sudoeste de Missouri, así que todavía nos queda un largo camino.

Sin ser del todo consciente, Lev se da cuenta en parte de que CyFi ha dejado de hablar con su viejo estilo de los tierras. Ahora habla como cualquier otro chico que Lev haya podido conocer en su ciudad. Pero hay también, además, algo oscuro y ronco en su voz. Es algo ciertamente inquietante, como la voz de un hombre lobo antes de su conversión.

—¿Qué hay en Joplin? —pregunta Lev.

—Nada que tenga que preocuparte.

Pero Lev está empezando a preocuparse, porque cuando CyFi llegue adonde va, él volverá a encontrarse solo. Este viaje era más fácil cuando no conocía el destino.

Mientras caminan, Lev se da cuenta de que la mente de CyFi está en otro lugar. Tal vez en Joplin. ¿Qué habrá en esa ciudad? Quizá una novia que se haya ido a vivir allí, o puede que vaya tras el rastro de su madre biológica. Lev ha ido imaginándose una docena de motivos para que CyFi se embarque es este viaje, y seguramente hay una docena más de motivos posibles que ni siquiera se le han pasado por la imaginación.

Hay una calle importante en Scottsburg que intenta ser pintoresca pero solo llega a anticuada. Es última hora de la mañana cuando atraviesan la ciudad, y los restaurantes se preparan para recibir a la multitud de clientes que irán a almorzar.

—¿Vas a usar tus dotes para conseguir comida gratis, o me tocará intentarlo a mí? —pregunta Lev.

Se vuelve hacia CyFi, pero él ya no está allí. Un rápido vistazo a las tiendas que se encuentran tras él le sirve para descubrir una puerta que se balancea hasta cerrarse. Es una tienda navideña, cuyas ventanas están llenas de adornos verdes y rojos, de renos de plástico y de nieve de algodón. Lev no se puede creer que CyFi haya entrado allí, pero cuando atisba por la ventana lo ve, mirando a su alrededor como cualquier cliente. Pensando en la extraña manera en que CyFi se está comportando últimamente, Lev no tiene más remedio que entrar tras él.

En la tienda se está calentito, y huele a pino artificial. Es el tipo de aroma que se emplea en los ambientadores de coche. Hay árboles de Navidad fabricados en aluminio y completamente adornados, exhibiendo toda clase de decoraciones navideñas, cada uno de ellos con un tema distinto. En otra época y lugar, a Lev le habría encantado caminar por una tienda como aquella.

Una dependienta los mira con recelo desde detrás del mostrador. Lev agarra a CyFi del hombro:

—Vamos, salgamos de aquí.

Pero CyFi se desprende de él y se acerca a un árbol completamente adornado con rutilantes dorados. Parece hipnotizado por todos aquellos espumillones y bombillas. El ojo izquierdo le tiembla ligeramente.

—CyFi —susurra Lev—, vámonos, tenemos que llegar a Joplin, ¿recuerdas? ¡A Joplin!

Pero CyFi no se mueve. La dependienta se acerca a ellos. Exhibe un jersey y una sonrisa igualmente navideños:

—¿Estáis buscando algo?

—No —responde Lev—. Ya nos vamos.

—Un cascanueces —dice CyFi—. Estoy buscando un cascanueces para mi madre.

—¡Ah!, están en la pared de atrás. —La mujer se vuelve para mirar al otro lado de la tienda, y en cuanto lo hace, CyFi coge un adorno dorado que cuelga del rutilante árbol y se lo mete en el bolsillo del abrigo.

Lev se limita a quedarse quieto, sin podérselo creer.

CyFi ni siquiera le dirige a Lev una mirada al seguir a la mujer hacia la pared trasera, donde se ponen a hablar de tipos de cascanueces.

En lo más hondo de sí, Lev siente un pánico que va tratando poco a poco de aflorar a la superficie. CyFi y la mujer siguen charlando un poco más, y entonces CyFi le da las gracias y regresa a la parte de delante de la tienda.

—Tengo que ir a casa a buscar más dinero —dice con su voz de CyFi que ya no parece la de CyFi—. Creo que a mi madre le va a encantar el azul.

«Tú no tienes madre», quiere decirle Lev, pero no lo hace porque lo único que importa ahora es salir de la tienda.

—De acuerdo, pues —responde la dependienta—. ¡Que tengáis un buen día!

CyFi se dirige hacia la puerta, y Lev se asegura de que sigue tras él, no vaya a ser que de repente CyFi sienta el impulso fantasma de volver a la tienda y llevarse algo más.

Entonces, en cuanto la puerta se cierra tras ellos, CyFi se lanza a la carrera. No es que corra simplemente, sino que sale expelido como si intentara dejar atrás su propia piel. Corre por la manzana, después llega a la calle, y vuelve. Los coches pitan y un camión casi se lo lleva por delante. Se lanza en direcciones azarosas, como un globo que pierde aire, para desaparecer por un callejón.

Aquello no puede tener nada que ver con el robo de la dorada bola de Navidad, es imposible. Es un cruce de cables, un ataque cuya naturaleza Lev ni siquera puede adivinar.

«Debería dejarlo ir», piensa Lev. «Dejarlo ir, y correr en dirección contraria, y volver la vista atrás». Lev ya está preparado para sobrevivir por sí mismo. Ya está lo bastante espabilado. Podría apañárselas perfectamente sin CyFi.

Pero había visto aquella expresión del rostro de CyFi, antes de que echara a correr… Aquella mirada de desesperación. Era idéntica a la expresión que había visto en la cara de Connor en el momento en que arrancó a Lev del cómodo sedán de su padre. Lev había traicionado a Connor, pero no traicionará a CyFi.

Con un paso mucho más calmado que el de CyFi, Lev cruza la calle y se interna por el callejón.

—¡CyFi! —lo llama, lo bastante fuerte para que él lo oiga, pero no tanto que atraiga la atención—. ¡CyFi! —Va mirando en las puertas y los contenedores—. ¿Dónde estás, Cyrus? Llega al final del callejón y mira a derecha e izquierda. No ve ni rastro de él. Entonces, cuando está a punto de perder toda esperanza, oye:

—¿Peque?

Vuelve la cabeza y presta atención:

—Peque, por aquí…

Esta vez se da cuenta de por dónde llega la voz: de un parque de columpios que hay a la derecha. Plástico verde y postes de acero pintados de azul. No hay niños jugando: el único indicio de vida es la puntera del zapato de CyFi, que asoma de detrás del tobogán. Lev cruza un seto, penetra en la zona de arena que rodea los columpios, y rodea el tobogán hasta que ve a CyFi.

A Lev le entran deseos de volverse y alejarse de lo que ve.

CyFi está hecho un ovillo, con las rodillas pegadas al pecho, como un bebé. El lado izquierdo de la cara le vibra, y la mano izquierda tiembla, floja como gelatina. Hace muecas de dolor.

—¿Qué pasa? ¿Qué te ha ocurrido? Dímelo. A lo mejor te puedo ayudar…

—Na —dice entre dientes—. Se me pasará…

Pero a Lev le parece como si se estuviera muriendo.

En su mano izquierda CyFi aferra el adorno que robó.

—No lo he robado yo —dice.

—CyFi…

—¡HE DICHO QUE NO LO HE ROBADO YO! —Se golpea en un lado de la cara con el pulpejo de la mano derecha—. ¡No fui yo!

—Vale… lo que tú digas. Lev mira a su alrededor para cerciorarse de que nadie los observa.

CyFi se tranquiliza un poco:

—Cyrus Finch no roba. No lo ha hecho nunca y nunca lo hará. No es su estilo.

Lo dice mirando la prueba en contra que está allí, en su mano. Pero un segundo después la prueba ha desaparecido: CyFi levanta el puño derecho y golpea contra la palma de la izquierda, haciendo añicos la bola. Los cristalitos dorados caen al suelo tintineando. La sangre empieza a rezumar de la palma izquierda y de los nudillos de la derecha.

—CyFi, tu mano…

—No te preocupes por eso —dice—. Quiero que hagas algo por mí, Peque. Hazlo antes de que cambie de opinión.

Lev asiente con la cabeza.

—¿Ves mi abrigo que está ahí? Quiero que mires en los bolsillos…

El pesado abrigo de CyFi se encuentra a unos metros de distancia, tirado sobre el asiento de un columpio. Lev se dirige al columpio y coge el abrigo. Mete la mano en un bolsillo interior y encuentra nada más y nada menos que un encendedor de oro. Lo saca.

—¿Es esto, CyFi? ¿Es que quieres un cigarrillo? —Si un cigarrillo pudiera sacar a CyFi de aquel estado, Lev sería el primero en encendérselo. Al fin y al cabo, hay cosas mucho más ilegales que un cigarrillo.

—Mira en los otros bolsillos.

Lev mira en los otros bolsillos en busca de un paquete de cigarrillos, pero no hay ninguno. En su lugar, encuentra un pequeño tesoro escondido: pendientes, relojes, una gargantilla de oro, una pulsera con diamantes…, cosas que brillan incluso a la escasa luz de aquel día.

—CyFi, ¿qué has hecho…?

—¡Ya te lo he dicho, no he sido yo! Ahora coge todos esos chismes y deshazte de ellos. Deshazte de ellos y que yo no te vea dónde los dejas. —Entonces se tapa los ojos, como si fuera un juego del escondite—. ¡Hazlo antes de que cambie de idea!

Lev saca todas las cosas del bolsillo y, recogiéndolas entre los brazos, corre hasta el final del parquecito. Excava un hoyo en la fría arena y lo deja caer todo dentro, para después volver a cubrirlo con la misma arena, que mueve con el pie. Cuando termina, allana el suelo con un lateral del zapato y esparce hojas por encima. Regresa con CyFi, que está sentado allí mismo, tal como Lev lo dejó, tapándose la cara con las manos.

—Ya está —dice Lev—. Ya puedes mirar.

Cuando CyFi aparta las manos, tiene sangre por toda la cara de los cortes que se ha hecho en la mano. CyFi se las mira, y después mira a Lev impotente, como… bueno, como un niño que acaba de lastimarse en los columpios. A Lev no le hubiera extrañado si se hubiera puesto a llorar en aquel momento.

—Espera aquí —dice Lev—. Iré a buscar unas vendas. —Sabe que tendrá que robarlas. Se pregunta qué diría el padre Dan sobre todas las cosas que está robando últimamente.

—Gracia, Peque —dice CyFi—. Te ha portado bien conmigo, y no pienso olvidalo. —El viejo tono de los tierras está de nuevo allí, en su voz. El temblor del lado izquierdo de la cara ha cesado.

—¡Claro! —responde Lev con una sonrisa reconfortante, y se va en busca de una farmacia.

Lo que CyFi no sabe es que Lev se ha quedado la pulsera de diamantes, que ahora esconde en un bolsillo interior de su chaqueta ya no tan blanca.

Lev encuentra un lugar para dormir esa noche. Es lo mejor que han tenido hasta entonces: una habitación de motel. Encontrarla no ha sido tan difícil: primero examinó detenidamente un motel venido a menos, en cuya parte de delante había muy pocos coches. Después no tuvo más que encontrar una ventana de baño abierta en una habitación libre. Siempre y cuando mantuvieran las cortinas corridas y las luces apagadas, nadie sabría que se encontraban allí.

—Se te ejtá pegando mi genialidá —le dice CyFi. CyFi ha vuelto a su antiguo ser, como si nunca hubiera tenido lugar el incidente de aquella mañana. Pero sí tuvo lugar, y los dos lo saben.

Oyen una puerta de coche que se abre fuera. Lev y CyFi se preparan para escapar corriendo en caso de oír la llave hurgando en la cerradura de la puerta de su habitación. Pero es otra puerta la que abren, a varias habitaciones de distancia. CyFi se relaja, pero Lev no. Aún no.

—Quiero que me expliques lo que te ha pasado hoy —dice Lev, y no se trata de una pregunta, sino de un ruego.

CyFi no se preocupa:

—Hijtoria antigua —dice—. Lo pasado, pasado ejtá: vivamo el momento presente. Ejto e un consejo que puede enterrá en una tumba, pa cavá y sacalo cuando lo necesite.

—¿Y si resulta que quiero cavar precisamente ahora? —Lev se calla un momento, para que CyFi considere la petición, tras lo cual se mete la mano en el bolsillo y saca la pulsera de diamantes. La levanta delante de él, procurando que la luz de una farola, que entra de la calle por una rendija que hay entre las cortinas, incida en los diamantes y los haga brillar.

—¿Dónde ha encontrado eso? —La voz de CyFi ha perdido toda la alegría de que había dado muestras hasta un segundo antes.

—Me lo quedé —dice Lev con calma—. Pensé que podría venirnos bien.

—Te dije que te deshiciera de to.

—No estabas en condiciones para tomar una decisión como esa. Al fin y al cabo, tú mismo lo dijiste: no fuiste tú quien la robó. —Lev mueve la pulsera para que uno de los diamantes refleje una chispa de luz justo en los ojos de CyFi. Con las luces de la habitación apagadas, Lev no ve gran cosa, pero podría jurar que distingue que la mejilla de CyFi empieza a temblarle.

CyFi se pone en pie, alzándose por encima de Lev. Lev también se levanta, pero CyFi le saca la cabeza entera.

—Quítame eso de la cara —dice CyFi—, o te juro que hago contigo chuleta de cerdo.

Lev piensa que sería capaz de cumplir la amenaza. CyFi cierra los puños. Con las vendas, parece un boxeador que se ha envuelto bien las manos antes de colocarse los guantes. Aun así, Lev no retrocede. Deja colgando la pulsera, que proyecta leves destellos que revolotean por la habitación como en una discoteca.

—Lo quitaré si me dices qué hacían en tu bolsillo esta pulsera y todas las otras cosas.

—Apártalo primero, y luego te lo digo.

—Me parece justo. —Lev vuelve a meterse la pulsera en el bolsillo y aguarda, pero CyFi no dice nada. Así que Lev le apremia un poco—: ¿Cómo se llama? —le pregunta—. ¿Es chico o chica?

CyFi deja caer los hombros en un gesto de derrota. Se acurruca en la butaca. Ahora Lev ya no puede ver su cara en la oscuridad, pero escucha atentamente su voz. Mientras siga sonando como la voz de CyFi, sabrá que CyFi está bien. Lev se sienta en el borde de la cama, a un metro de CyFi, y escucha.

—E chico —dice CyFi—. Ni siquiera sé su nombre, porque debía de guardalo en otra parte de su cerebro. A mí lo único que me pusieron fue su lóbulo temporal derecho. Eso no e má que una octava parte de la corteza cerebrá, así que soy siete octavo yo, y un octavo él.

—Me imaginaba algo así. —Lev había comprendido lo que estaba sucediendo aun antes de robar las vendas de la farmacia. CyFi le dio él mismo una pista: «Hazlo antes de que cambie de idea», le había dicho CyFi—. Entonces… ¿él se dedicaba a robar en las tiendas?

—Él tenía… problema. Me supongo que eso problema serían el motivo por el que su padre decidieron desconectalo. Y ahora uno de eso problema e mío.

—Vaya, qué guarrada.

CyFi se ríe con amargura del comentario:

—Sí, Peque, e una guarrada.

—Es un poco como lo que le sucedió a mi hermano Ray —dice Lev—. Fue a una subasta del gobierno y adquirió cinco hectáreas de tierra a la orilla de un lago, tiradas de precio. Pero después se enteró de que la tierra incluía una carbonera llena de productos tóxicos que se iban filtrando en el terreno. Ahora es propiedad suya, y el problema también es suyo. Limpiarlo de esas sustancias químicas le ha costado casi diez veces más que el precio que dio en la subasta.

—Qué capullo —comenta CyFi.

—Pues sí, pero al menos esos productos químicos no estaban en su cerebro.

CyFi baja la vista por un momento.

—No e mal chico, ¿sabe? E un chico que sufre, que sufre mucho. —Tal como habla CyFi, es como si el chico siguiera allí, en la habitación, al lado de ellos—. Tiene ese impulso de robá cosa, e como una adicción, ¿me entiende? Le pasa sobre todo con la cosa brillante. No e que la quiera realmente, e como si necesitara afanalas. Me supongo que e un cleptómano. Eso quiere decir…, ya sabe lo que quiere decir.

—Así que… ¿te habla?

—No, no en realidá. Yo no tengo la parte de su cerebro que emplea la palabra. Má bien lo que percibo de él son sentimiento. A vece imágene, pero normalmente na má que sentimiento. Impulso. Cuando yo siento un impulso y no sé de dónde me viene, comprendo que me viene de él. Como cuando vi un setter irlandé en la calle y quise ir hacia él para acaricialo. A mí no me gujtan lo perro, ya ve, pero de repente sentí que tenía que i a acariciá a aquel chucho.

Ahora que ha empezado a hablar del asunto, ya no puede parar. Lo echa todo fuera, como agua que desborda por encima de un dique:

—Una cosa e acariciá un perro, y otra muy dijtinta e robá. El robo me pone furioso. Quiero decí, bueno, ya me ve, soy un ciudadano rejpetuoso con la ley, nunca en toa mi vida cogí na que no me perteneciera, y ahora tengo que conviví con ejto. Hay gente por ahí, como esa señora de la tienda navideña, que ve a un tierra y automáticamente piensa que no puede se bueno. Y ahora, por culpa de ese chico que tengo en la cabeza, tienen razón. ¿Y sabe lo más gracioso de to? Ejte chico era siena clarito, como tú: pelo rubio, ojo azule…

Oír eso sorprende a Lev. No la descripción, sino el hecho de que CyFi pueda describirlo:

—Pero ¿sabes qué aspecto tenía?

CyFi asiente con la cabeza:

—A vece lo veo. E difícil, pero a vece lo consigo. Cierro lo ojo y me imagino mirándome en un ejpejo. Normalmente solo me veo reflejado a mí mijmo, pero de vez en cuando lo veo a él. Tan solo por un instante. E como atrapá un rayo despué de habé vijto el dejtello. Pero lo demá… lo demá no lo ven a él cuando roba, me ven a mí. Ven mi mano agarrando lo que él roba.

—La gente que importa sabe que no eres tú. Tus padres…

—¡Ello no saben na de ejto! —dice CyFi—. Ello creen que me hicieron un gran favó metiéndome dentro ese cacho de cerebro. Si yo le contara la verdá, se sentirían culpable hasta el fin de su día, por eso no se lo puedo decí.

Lev no sabe qué añadir. Quisiera no haberle obligado a hablar. Quisiera no haberse empeñado en saber. Pero, sobre todo, quisiera que CyFi no tuviera que convivir con aquello. Es un buen tipo: se merecería mejor suerte.

—Y ejte chico… ni siquiera comprende que e parte de mí —dice CyFi—. E como eso fantasma que no saben que ejtán muerto. Sigue tratando de se él, y no puede comprendé por qué el resto de él no ejtá ahí.

De repente, Lev cae en la cuenta de algo:

—Él vivía en Joplin, ¿no?

CyFi tarda mucho en responder. Por eso Lev sabe que no se ha equivocado. Finalmente, CyFi dice:

—Hay cosa que me ha metido en el cerebro y yo no puedo quitá. Lo único que sé e que tiene que ir a Joplin, así que yo tengo que ir allí también. Una ve allí, tal vez me deje en pa.

CyFi mueve los hombros. No es que los alce, sino que los mueve con incomodidad, como cuando uno siente un picor en la espalda, o un escalofrío repentino.

—No quiero seguí hablando de él. Ejta octava parte parece mucho má grande cuando me entretengo en su porción de materia gri.

Lev quiere echarle el brazo por los hombros como si fuera su hermano mayor, para darle fuerzas, pero no se atreve a hacerlo. Así que en su lugar coge la manta de la cama y tapa con ella a CyFi, que está sentado en la butaca.

—¿Por qué hace ejto?

—Para asegurarme de que no os enfriáis ninguno de los dos. —Y entonces añade—: No te preocupes por nada. Lo tengo todo bajo control.

CyFi se ríe:

—¿Tú…? Tú ni siquiera ere capaz de cuidate a ti mijmo, ¿y ahora te cree que puede cuidarme a mí? Si no fuera por mí tú todavía andaría revolviendo en la basura que dejaban lo otro, allí en el centro comerciá.

—Eso es verdad, pero tú me ayudaste. Ahora me toca a mí hacer lo mismo por ti. Y te pienso llevar a Joplin.