65. Aplaudidores
¿QUIÉN PUEDE SABER lo que pasa por la mente de un aplaudidor justo antes de llevar a cabo su monstruoso acto? Sin duda, sean cuales sean esos pensamientos, son un engaño. Sin embargo, como todos los engaños peligrosos, las mentiras con las que se engañan los aplaudidores son disfraces seductores.
Para los aplaudidores a los que les han hecho creer que sus actos tienen el beneplácito de Dios, su engaño está revestido de túnicas sagradas y tiene unos brazos extendidos que prometen una recompensa que nunca llegará.
Para los aplaudidores que creen que su acto servirá para cambiar algo en el mundo, su engaño tiene la forma de una multitud que los observa sonriente desde el futuro, agradecida por lo que han hecho.
Para los aplaudidores que buscan tan solo compartir con el mundo su desgracia personal, su engaño es una imagen de ellos mismos liberados de su dolor al tiempo que dan fe del dolor de los otros.
Y para los aplaudidores que se mueven por venganza, el engaño es una medida de la justicia, que consigue equilibrar, por fin, los dos lados de la balanza.
Solo cuando un aplaudidor junta las manos, la mentira se revela, abandonando al aplaudidor en ese instante final para dejar que se vaya del mundo desnudo, sin tener siquiera una mentira que lo cubra en su camino al olvido.
A él, o a ella.
El camino que llevó a Mai a aquel lugar en su vida ha estado lleno de furia y decepción. Su punto de ruptura fue Vincent.
Vincent era un chico que nadie conocía. Era un chico al que ella encontró, y se enamoró de él en el almacén, hace más de un mes. Fue un chico que murió en el aire, apretado en una caja con otros cuatro chicos que se ahogaron en su propio dióxido de carbono. Nadie parecía haber notado su desaparición, y desde luego a nadie le importó. A nadie salvo a Mai, que había encontrado a su compañero del alma y lo había perdido el día en que llegaron al Cementerio.
El mundo tenía la culpa, pero cuando ella presenció a los cinco dorados del Almirante enterrando en secreto a Vincent y sus compañeros, su furia encontró cinco personas en las que centrarse. Los dorados enterraron a Vincent no con respeto sino con burlas. Soltaban chistes y se reían. Taparon sin ningún cuidado a los cinco chicos muertos con tierra, igual que tapan los gatos sus cacas. Mai nunca había sentido tanta rabia.
Cuando Cleaver se hizo amigo de ella, ella le contó lo que había visto, y él se mostró de acuerdo en que aquello clamaba venganza. Fue idea de Cleaver matar a los dorados. Fue Blaine quien los drogó y los llevó al avión de mensajería, pero fue Mai quien selló los agujeros de la caja. Le sorprendió que matar pudiera resultar tan fácil como cerrar una puerta.
Después de eso, no hay vuelta atrás para Mai. El ataúd está preparado, y solo le queda meterse en él. Hoy será el día en que entre a ocuparlo.
Una vez dentro de la chatarrería, Mai encuentra un almacén lleno de guantes de cirujano, de jeringuillas y de instrumentos brillantes que no puede identificar.
Sabe que Blaine se encuentra en algún punto del ala norte del edificio. Espera que Lev se encuentre también en su puesto, en la zona de carga, situada en la parte de atrás de la chatarrería. Al menos ese es el plan. Es exactamente la una en punto: el momento de hacerlo.
Mai entra en el almacén, cierra la puerta y aguarda. Lo hará, pero todavía no. Que empiece cualquiera de los otros. No quiere ser la primera.
Blaine aguarda en un pasillo desierto del segundo piso. Parece que aquella parte de la chatarrería no se utiliza actualmente. Ha decidido no usar sus detonadores. Los detonadores son para los peleles. Para un aplaudidor realmente duro, una sola palmada realmente fuerte es suficiente, sin necesidad de nada que facilite la labor. Y Blaine quiere demostrarse que es un tipo duro, como lo era su hermano. Está al final del pasillo, con las piernas abiertas a la medida de los hombros, rebotando sobre los pulpejos de los pies como un jugador de tenis que espera un saque. Tiene las manos separadas. Pero aguarda. Porque es un tipo duro, sí, pero no quiere ser el primero.
Lev ha convencido al psicólogo de que se encuentra adecuadamente relajado. Ha sido la mejor actuación de su vida, pues lo cierto es que el corazón le late a toda velocidad, y tiene tanta adrenalina en la sangre que teme estallar de modo espontáneo.
—¿Por qué no vuelves a la Casa del Diezmo? —le sugiere el psicólogo—. Deberías dedicar algún tiempo a conocer a tus compañeros. Haz un esfuerzo, Lev. Después te alegrarás de haberme hecho caso.
—Sí. Sí, lo haré. Gracias. Ya me siento mejor.
—Bien.
El psicólogo hace una seña a los sacerdotes, y todos se levantan. Es la una con cuatro minutos. Lev quiere salir corriendo por la puerta, pero sabe que si lo hiciera se ganaría otra sesión de terapia. Abandona el despacho con los sacerdotes, que parlotean sobre la función de aquel lugar en el conjunto de las cosas y sobre las alegrías del diezmo. Solo cuando Lev sale de allí cobra consciencia del jaleo que hay. Los chicos corren, dejando sus actividades para ir a los campos comunes que se encuentran entre los dormitorios y la chatarrería. ¿Es que Blaine y Mai ya se han volado por los aires? No ha oído ninguna explosión. No: tiene que tratarse de otra cosa.
—Es el ASP de Akron —oye que grita uno de los chicos—. ¡Lo llevan a desconectar!
Entonces Lev ve a Connor. Va por la mitad de la alfombra roja, acompañado por dos guardias que van justo detrás. Los chicos se han reunido en los campos comunes, pero mantienen la distancia mientras se acercan otros. Salen de los dormitorios, del comedor, de todas partes.
En mitad de una pieza, la orquesta ha dejado de tocar. La chica del teclado lanza un gemido al ver a Connor sobre el camino de losas rojas. Connor alza la vista hacia ella, se detiene un instante, y le lanza un beso antes de seguir. Lev la oye llorar.
Entonces los guardias, los miembros de personal y los psicólogos se reúnen en el patio, aterrorizados, intentando reconducir a sus sitios a toda aquella imprevisible concentración de chicos. Pero ninguno se va. Los chicos se quedan allí, en pie. Tal vez no puedan hacer nada por evitarlo, pero al menos podrán presenciarlo. Podrán seguir allí mientras Connor avanza hacia el final de su vida con paso firme.
—¡Un aplauso para el ASP de Akron! —grita un chico—. ¡Un aplauso para Connor! —Y empieza él a aplaudir. Enseguida, toda la multitud de chicos aplaude y vitorea a Connor, mientras él marcha por la alfombra roja.
Aplausos.
Palmadas.
¡Mai y Blaine!
De repente, Lev comprende lo que está a punto de suceder. ¡No puede permitir que Connor entre allí! ¡No ahora! ¡Tiene que pararlo!
Lev se desprende de los sacerdotes. Connor está casi a las puertas de la chatarrería. Lev corre entre los chicos, pero no puede apartarlos para abrirse paso entre ellos. Si lo hace, sabe que detonará. Tiene que ser rápido, pero también tiene que tener cuidado. Y el tener cuidado le obliga a ir más despacio.
—¡Connor! —grita él, pero los vítores que lanzan por todas partes son demasiado potentes. Y la orquesta ha empezado otra vez a tocar. Están tocando el himno nacional, tal como se hace en el funeral de las grandes personalidades. Ni los guardias ni el resto del personal del centro pueden evitarlo. Lo intentan pero no pueden. Y están tan ocupados tratando de controlar a la multitud, que dejan que Lev se meta en la alfombra roja.
Ahora tiene el camino despejado hacia Connor, que ha empezado a ascender los peldaños que hay ante la puerta. Lev vuelve a gritar su nombre, pero Connor no puede oírle. Aunque Lev corre por el camino, Connor sigue veinte metros por delante de él cuando se abren las puertas de cristal y entra flanqueado por los guardias.
—¡No! ¡Connor, no!
Las puertas se cierran. Connor ya está dentro de la chatarrería. Pero no será desconectado: morirá igual que todos los que están allí dentro…
Como para perfeccionar la sensación de fracaso y error, Lev mira finalmente hacia arriba, al terrado, y distingue a la teclista, que en ese momento lo mira a él.
Es Risa.
¿Cómo podía ser tan idiota? Tenía que haberlo sabido por el modo en que la había oído llorar, y por el beso que Connor le había lanzado. Lev se queda allí, petrificado, sin podérselo creer.
Y entonces el mundo se acaba.
Blaine sigue al final del pasillo, esperando que alguno de los otros dos sea el primero.
—¡Eh! ¿Quién eres tú? ¿Qué estás haciendo aquí? —le grita un guardia.
—¡Quédese ahí! —exclama Blaine—. ¡Quédese ahí, o de lo contrario…!
El guardia saca su pistola aletargante y habla por su aparato de radio:
—¡Tengo ante mí a un desconectable escapado! ¡Necesito ayuda!
—¡Se lo advierto! —dice Blaine. Pero el guardia sabe exactamente cómo tratar con un desconectable que anda suelto por la chatarrería. Apunta con su pistola aletargante al muslo izquierdo de Blaine, y dispara.
—¡No!
Pero ya es demasiado tarde. El impacto de la bala aletargante es más efectivo que ningún detonador. Blaine y el guardia arden en el mismo instante en que lo hacen los seis litros de explosivo que corren por las venas de Blaine.
Mai oye la explosión, que sacude como un terremoto el almacén entero. No piensa en ello. No puede. Ya no. Mira los detonadores que tiene en la palma de la mano. Aquel es por Vincent, y aquel es por sus padres, que firmaron la orden de desconexión. Y aquel otro por el mundo entero.
Da una palmada.
Nada.
Da dos palmadas.
Nada.
Da una tercera palmada.
Y a la tercera va la vencida.
En el mismo instante en que Risa descubre a Lev allí abajo, delante de ella, sobre la alfombra roja, una explosión desgarra el ala norte de la chatarrería.
Se vuelve para ver desmoronándose el ala entera.
—¡Dios mío! ¡Dios mío!
—Tenemos que salir de aquí! —grita Dalton, pero antes de que pueda dar un paso, retumba a sus pies una segunda explosión que lanza los respiraderos del tejado hacia el aire, como si fueran cohetes. A sus pies, el terrado se resquebraja como si fuera una delgada capa de hielo, y se hunde. Risa cae con el resto de la orquesta al humeante abismo, y en ese instante no puede pensar más que en Connor y en que la orquesta no ha terminado de tocar el himno con que lo despedían.
Lev permanece allí mientras el cristal estalla y los añicos pasan a su lado. Ve caer la orquesta al derrumbarse el techo. Un alarido nace dentro de él y le sale por la boca, un sonido inhumano nacido de una agonía que no podría describir. Su mundo ha terminado definitivamente, y ahora solo le queda concluir su misión.
Allí, ante el edificio desplomado, se saca el calcetín del bolsillo. Rebusca en él hasta que encuentra los detonadores. Desprende la parte de atrás, dejando al aire el adhesivo, y se los pega en la palma de las manos. Parecen estigmas: las heridas de los clavos de las manos de Cristo. Gimiendo su agonía, levanta las manos delante de él, y se prepara para hacer desaparecer todo su dolor. Mantiene las manos en alto, delante de sí. Mantiene las manos en alto, delante de sí. Mantiene las manos en alto, delante de sí.
Y no consigue juntarlas.
Quiere hacerlo. Necesita hacerlo. Pero no puede.
«¡Esto tiene que terminar! ¡Por favor, que acabe de una vez!».
Pero no importa la fuerza que ponga en intentarlo, no importa con qué intensidad su mente quiera terminar con todo en aquel preciso momento y lugar, pues otra parte de él (que resulta ser más fuerte) se niega a unir una mano con otra. Ahora, él es un fracaso incluso en su condición de fracasado.
«Dios, Dios querido, ¿qué estoy haciendo? ¿Qué he hecho? ¿Cómo he llegado hasta aquí?».
La multitud, que había echado a correr al oír las explosiones, regresa. Ignoran a Lev, porque hay otra cosa que atrapa su atención.
—¡Mirad! —grita alguien—. ¡Mirad!
Lev se vuelve para ver dónde señala el muchacho. Saliendo por las rotas puertas de cristal de la chatarrería se halla Connor. Se tambalea. Tiene el rostro destrozado y lleno de sangre. Ha perdido un ojo. El brazo derecho lo tiene aplastado y deshecho. ¡Pero está vivo!
—¡Connor ha hecho volar por los aires la chatarrería! —grita alguien—. ¡Lo ha hecho volar y nos ha salvado a todos!
Y entonces un guardia prorrumpe en la escena:
—¡Volved a los dormitorios! ¡Todos! ¡Ahora mismo!
Nadie se mueve.
—¿No me habéis oído?
Entonces, un muchacho le pega al guardia un gancho de derecha que prácticamente le hace girar todo el cuerpo. El guardia responde sacando su pistola aletargante y disparando al muchacho en el brazo que le ha golpeado. El muchacho cae inconsciente, pero hay otros chicos, y estos le arrancan la pistola al guardia y la emplean contra él, tal como había hecho Connor en aquella ocasión.
El rumor de que el ASP de Akron ha hecho volar por los aires la chatarrería corre como la pólvora de un desconectable a otro en todo Happy Jack, y en cosa de segundos la desobediencia estalla en una revuelta total. Cada uno de los terribles se convierte de pronto en un terror. Los guardias disparan, pero hay demasiados chicos y no suficientes balas. Por cada chico que cae, hay otro que se mantiene en pie. Los guardias pronto se ven sobrepasados, y una vez los han arrollado, la multitud se dirige como una marea hacia la entrada del centro.
Connor no comprende lo que ocurre. Lo único que sabe es que lo metieron en la chatarrería, y entonces sucedió algo. Ahora ya no está en el edificio. Su cara está mal, siente en ella un dolor insoportable. No puede mover el brazo. El suelo resulta extraño bajo sus pies. Le duelen los pulmones. Tose, y aún le duelen más.
Baja los peldaños tambaleándose. Hay chicos allí. Montones de chicos. Desconectables. Eso está bien, él es un desconectable. Todos son desconectables. Pero el significado de tal palabra se le va escapando rápidamente.
Los chicos corren. Luchan. A Connor le fallan las piernas y se encuentra de repente en el suelo, elevando la mirada al sol.
Quiere dormir. Sabe que no es un buen lugar para hacerlo, pero de todas maneras quiere dormir. Se encuentra empapado, pegajoso. ¿Le sangra la nariz?
Entonces ve un ángel sobre él, todo de blanco.
—No te muevas —dice el ángel. Connor reconoce la voz.
—Hola, Lev. ¿Qué tal van las cosas…?
—¡Shhh!
—Me duele el brazo —dice Connor con pereza—. ¿Es que me has vuelto a morder?
Entonces Lev hace algo extraño. Se quita la camisa y la rasga por la mitad. Aprieta la mitad de esa camisa rasgada contra el rostro de Connor. Eso hace que la cara le duela aún más, y profiere un gemido. Lev coge la otra mitad de la camisa y la ata en torno al brazo de Connor. La ata fuerte. Eso también duele.
—Eh… ¿qué…?
—No hables. Solo relájate.
Ahora hay otros a su alrededor. No sabe quiénes. Un chico que tiene en la mano una pistola aletargante mira a Lev, y Lev le hace un gesto afirmativo con la cabeza. Entonces el chico se arrodilla junto a Connor.
—Esto va a dolerte un poco —dice el chico de la pistola aletargante—. Pero me parece que lo necesitas.
Apunta inseguro a varias partes del cuerpo de Connor, hasta que se decide. Connor oye el disparo, siente un dolor agudo en la cadera, y cuando su visión empieza a nublarse, ve a Lev corriendo sin camisa hacia un edificio del que sale una nube de humo negro.
—Es extraño —dice Connor. Y entonces su mente llega a un lugar tranquilo en el que no importa nada de lo que está pasando allí.