24. Risa
LOS GUERRILLEROS llegan una hora tarde con la cena de nochebuena. Se trata de la misma bazofia de siempre, con la diferencia de que los guerrilleros llevan puestos unos gorritos de Papá Noel. La impaciencia es la norma de la noche. Todos están tan hambrientos que se amontonan gritando, y parece que se tratara del reparto de alimentos entre víctimas de una hambruna. Para empeorar las cosas, en vez de los cuatro de costumbre, aquella noche no hay más que dos guerrilleros para servir la comida.
—¡Una sola fila! ¡Una sola fila! —gritan los guerrilleros—. Hay bastante para todo el mundo, ¡jo, jo, jooo!
Pero esta noche no se trata de comer bastante, sino de empezar ya.
Risa tiene tanta hambre como los demás, pero sabe que la hora de la comida es el mejor momento para disfrutar de un poco de intimidad en el cuarto de baño, sin correr el riesgo de que alguien entre de repente por la puerta sin cerradura, o simplemente aporree la puerta sin parar para que una se dé más prisa. Esa noche, mientras todos gritan implorando su plato de carne con verduras, el cuarto de baño está vacío, así que, dando largas al hambre, Risa se aparta de la multitud y cruza el almacén en dirección al cuarto de baño.
Una vez dentro, cuelga del pomo de la puerta un letrero hecho a mano que dice «OCUPADO», y cierra la puerta. Se concede un momento para mirarse en el espejo, pero no le gusta la chica harapienta y de pelo desgreñado en que se ha convertido, así que no se queda demasiado tiempo contemplándose. Se lava la cara y, como no hay toallas, se seca con la manga. Luego, antes de volverse hacia el váter, oye la puerta, que chirría al abrirse.
Se vuelve y sofoca un grito. Es Roland, que acaba de entrar en el cuarto de baño, y ahora cierra la puerta suavemente tras él. Inmediatamente, Risa comprende que ha cometido un error. Nunca debería haber entrado allí sola.
—¡Sal de aquí! —le dice. Le gustaría que su voz sonara más enérgica en aquel momento, pero Roland la ha pillado por sorpresa.
—No hay necesidad de ponerse así. —Roland se dirige hacia ella con zancada lenta y depredadora—. Aquí todos somos amigos, ¿no? Y como todo el mundo se está zampando la cena, podemos aprovechar este momento para conocernos uno al otro.
—¡Apártate de mí! —Intenta pensar cuáles son sus opciones, pero comprende que el espacio es demasiado pequeño y no tiene más que una puerta. Y no hay nada que ella pueda utilizar como arma, así que sus opciones son escasas.
Ahora Roland se encuentra peligrosamente cerca:
—A veces me apetece tomarme el postre antes de la cena. ¿A ti no te pasa?
En el mismo instante en que él entra dentro de su alcance, ella actúa con rapidez para golpearlo, para pegarle un rodillazo, infligirle cualquier tipo de dolor que le pueda distraer lo suficiente para permitirle alcanzar la puerta. Pero Roland tiene muy buenos reflejos: le agarra las manos, la empuja hacia atrás, contra la fría pared de azulejos verdes, y la presiona con la cadera para que la rodilla de Risa no pueda alcanzar su objetivo. Y sonríe, como si todo resultara sencillísimo. Ahora le pone la mano en la mejilla. El tiburón tatuado de su antebrazo está a solo unos centímetros, y parece listo para atacar.
—Entonces, ¿qué te parece si nos divertimos un poco y te aseguras de que en nueve meses no te desconectan?
Risa nunca ha sido de las que dan gritos. Según le ha parecido siempre, gritar es una muestra de debilidad, un signo de derrota. Ahora tiene que admitir la derrota, pues aunque tiene mucha experiencia rechazando tipos asquerosos, Roland tiene más experiencia aún siendo uno de ellos.
Así que grita. Suelta un grito aterrador con toda la fuerza de sus pulmones. Pero lo hace en el peor momento posible, pues justo entonces un avión brama al pasar por encima de ellos, haciendo temblar las paredes y engullendo por completo su voz.
—Tienes que aprender a disfrutar de la vida —dice Roland—. Esta será tu primera lección.
Entonces se abre la puerta, y por encima del enorme hombro de Roland, Risa ve a Connor, que ha aparecido en el umbral, con ojos encendidos. Risa nunca se ha alegrado tanto de ver a alguien.
—¡Detenlo, Connor!
Roland también lo ve, pues capta su reflejo en el espejo del cuarto de baño. Pero no suelta a Risa.
—Bien —dice Roland—. Esto no será difícil.
Connor no hace ningún movimiento por separarlos. Se limita a permanecer allí, en el umbral de la puerta. Sigue echando chispas por los ojos, pero sus manos… ni siquiera se han cerrado en sendos puños. Le cuelgan allí, a ambos lados del cuerpo, como muertas. ¿Qué le ocurre?
Roland le guiña el ojo a Risa, y después le dice a Connor por encima del hombro:
—Mejor que no te metas, si sabes lo que te conviene.
Connor da un paso en el umbral, pero no avanza hacia ellos. Por el contrario, se dirige al lavabo:
—¿Os importa si me lavo las manos antes de cenar?
Risa espera que él haga un movimiento brusco y repentino, pillando a Roland con la guardia baja. Pero no lo hace. Simplemente se lava las manos.
—Tu novia me puso los ojos encima ya en el sótano de Sonia —explica Roland—. Lo sabías, ¿no?
Connor se seca las manos en el pantalón.
—Puedes hacer lo que quieras, Risa y yo hemos roto esta mañana. ¿Queréis que apague la luz al salir?
La traición es tan inesperada, tan absoluta, que Risa no sabe a quién odiar más, si a Roland o a Connor. Pero entonces Roland afloja los brazos:
—Bueno, se me han pasado las ganas, la verdad. —La suelta—: Qué demonios, solo estaba bromeando. No pensaba hacer nada. —Se aparta y vuelve a ofrecer aquella sonrisa suya—. ¿Qué tal si esperamos a que estés lista? —Entonces sale del cuarto de baño con el mismo descaro con que había entrado, golpeando el hombro de Connor como despedida.
Risa desata toda su confusión y contrariedad en Connor, y lo empuja contra la pared, sacudiéndolo:
—¿Qué ha querido decir eso? ¿Estabas dispuesto a dejarle que lo hiciera? ¿Te pensabas quedar ahí como un pasmarote, permitiendo que lo hiciera?
Connor se desprende de ella:
—¿No me advertiste tú de que no mordiera el anzuelo?
—¿Qué…?
—Él no se limitó a entrar en el cuarto de baño detrás de ti, sino que me empujó a mí al pasar. Se aseguró muy bien de que yo me enteraba de lo que ocurría. Todo esto no lo hizo por ti, sino por mí, tal como tú dijiste. Quería que yo lo pillara y que me pusiera furioso, para que peleara con él. Así que no mordí el anzuelo.
Risa mueve la cabeza hacia los lados, no porque no crea en lo que le dice Connor, sino simplemente tratando de asimilarlo:
—Pero… ¿pero y si…? ¿y si él…?
—Pero no lo hizo, ¿no? Y no lo hará. Porque si él piensa que tú y yo hemos roto, entonces le serás más útil si cree que puede tenerte de su lado. Puede que todavía vaya tras de ti, pero de ahora en adelante, me apuesto a que te asediará con gentilezas.
Todas las emociones que repuntan furiosamente en Risa estallan finalmente, y las lágrimas le brotan de los ojos. Connor se acerca a ella para consolarla, pero ella lo rechaza con la misma fuerza que habría usado para rechazar a Roland.
—¡Sal de aquí! —le grita—. ¡Sal!
Connor levanta las manos en un gesto de frustración:
—Como quieras. Supongo que debería haberme ido a cenar y no haber entrado.
Sale, y Risa cierra la puerta, pese a que se ha formado una fila de gente que espera para entrar en el cuarto de baño. Ella se sienta en el suelo con la espalda contra la puerta, para que nadie pueda entrar mientras ella trata de controlar sus emociones.
Connor había hecho lo correcto. Por una vez, había visto la situación con más claridad que ella, y se había asegurado de que Roland no volviera a amenazarla físicamente, al menos por un tiempo. Y, sin embargo, una parte de ella no podía perdonarle que se hubiera quedado allí, impasible. Al fin y al cabo, se supone que los héroes tienen que comportarse como héroes. Se supone que tienen que luchar sin que les importe poner en riesgo su vida.
Y en aquel momento Risa se percata de que, pese a lo que le pasa con él, ve a Connor como un héroe.