14. Connor

DOCENAS DE AUTOBUSES se detienen ante el instituto. Los chicos asedian cada una de las entradas. Mientras, Connor sale del autobús con Risa y Lev y busca un lugar por el que escapar, pero no lo encuentra. Hay profesores de guardia y guardias de seguridad en el recinto. Cualquiera que pretenda alejarse del instituto llamará la atención de todos los que vigilan.

—No podemos entrar —dice Risa.

—Yo digo que sí —replica Lev, con cara de astucia.

Hay un profesor que ya les ha echado el ojo. Pese a que el instituto tiene una guardería para los hijos de las madres estudiantes, un bebé siempre resulta muy llamativo.

—Vamos a entrar —dice Connor—, y nos esconderemos en algún rincón donde no haya cámaras de seguridad, como el aseo de los chicos.

—Mejor en el de las chicas —dice Risa—. Estará más limpio, y habrá más cubículos en los que esconderse.

Connor lo piensa, y llega a la conclusión de que Risa acierta en ambas cosas.

—Vale. Nos esconderemos ahí hasta la hora de comer, y luego saldremos del recinto con el resto de los chicos.

—Eso suponiendo que este bebé quiera cooperar —observa Risa—. El problema es que tendrá hambre, y yo no tengo con qué alimentarlo, si entiendes a lo que me refiero. Si empieza a llorar en los aseos, su llanto retumbará seguramente en todo el instituto.

Es otro reproche. Connor lo nota en su voz, que es como dijera: «¿Tienes idea de lo mucho que nos has complicado las cosas?».

—Esperemos que no llore —dice Connor—. Pero, si lo hace, te dejaré que me eches la culpa durante todo el camino de aquí a la Cosechadora.

Para Connor, lo de esconderse en los aseos no es una práctica totalmente desconocida. Por supuesto, hasta aquel día el motivo había sido simplemente saltarse alguna clase. Hoy, sin embargo, no hay ninguna clase en la que se cuente con su presencia y, si lo descubren, las consecuencias serán un poquito más severas que tener que ir al insti el sábado.

Se cuelan allí después de que suene el timbre de la primera clase, y Connor les da una lección sobre el arte de esconderse en los aseos, que incluye sutilezas tales como aprender a diferenciar entre los pasos de los estudiantes y los de los adultos, o saber cuándo levantar los pies del suelo para que nadie pueda notar tu presencia, o cuándo se debe anunciar sencillamente que el váter está ocupado. Este último recurso podría funcionar para Risa y para Lev, ya que su voz sigue siendo aguda, pero Connor no puede imitar la voz de una chica.

Permanecen juntos, pero cada uno en su propio cubículo. Afortunadamente, la puerta del aseo chilla como un cerdo moribundo cada vez que se abre, así que no les pilla de sorpresa cuando llega alguien. Al principio de la primera clase entran algunas chicas, pero luego la cosa se calma, y los tres se quedan solos, acompañados tan solo por el retumbante goteo de una cisterna que no deja de perder agua.

—No podemos seguir aquí hasta la hora de comer —anuncia Risa desde el cubículo que se encuentra a la izquierda del de Connor—. Aunque siga dormido el bebé.

—Te sorprendería saber cuánto tiempo puedes quedarte en los aseos.

—¿Quieres decir que has hecho esto a menudo? —pregunta Lev desde el cubículo de la derecha.

Connor sabe que eso encaja muy bien en la imagen que se ha hecho Lev de Connor, como una mala simiente. Bueno, habrá que dejarle que piense así. Seguramente, tiene razón.

La puerta de los aseos rechina. Se quedan callados. Oyen pisadas rápidas y sordas: se trata de una estudiante en zapatillas deportivas. Lev y Connor levantan los pies y Risa mantiene los suyos en el suelo, tal como habían planeado. El bebé gorjea, y Risa se aclara la garganta, ocultando perfectamente el ruido del bebé. La chica hace lo que tiene que hacer y sale en menos de un minuto.

Cuando la puerta vuelve a cerrarse con otro chirrido, el bebé tose. Connor nota que se trata de un sonido rápido y limpio, no de bebé enfermo. Bien.

—Por cierto —dice Risa—: se trata de una niña.

Connor piensa en ofrecerse de nuevo para tenerla en brazos, pero teme que eso pueda dar más problemas que otra cosa. Ni siquiera sabe cómo coger a un bebé para que no llore. Connor llega a la conclusión de que debe ofrecer una explicación de por qué tuvo aquel acceso de locura transitoria que le hizo ir hacia el bebé. Es lo menos que se merecen sus compañeros.

—Fue por lo que dijo el niño —explica Connor con voz suave.

—¿Qué…?

—En la casa… el niño gordito que estaba en la puerta. Dijo que les habían colado la cigüeña «otra vez».

—¿Y…? —pregunta Risa—. A muchísima gente le cuelan la cigüeña más de una vez.

Entonces, desde el otro lado, Connor oye decir a Lev:

—Eso le pasó a mi familia. Tengo dos hermanos y una hermana dejados por la cigüeña antes de que naciera yo. No hubo ningún problema.

Connor se pregunta si Lev realmente piensa que la cigüeña los llevó allí, o si simplemente está haciendo uso de la expresión habitual. Decide que prefiere no saberlo.

—Qué familia tan maravillosa: cuidan los hijos de la cigüeña, y envían a los suyos propios como desconectables. ¡Uy, perdón!, como diezmos, quise decir.

Claramente ofendido, Lev explica:

—El diezmo está en la Biblia. Se debe dar a Dios un diez por ciento de todas las cosas que se tienen. Y lo de la cigüeña también está en la Biblia.

—¡No, de eso nada!

—Moisés —dice Lev—. A Moisés lo dejaron en una cesta en el Nilo y fue encontrado por la hija del faraón. Fue el primer bebé al que dejó la cigüeña, ¡y mirad cómo le fue!

—Sí —dice Connor—, ¿pero cómo le fue al siguiente bebé que ella encontró en el Nilo?

—¿Queréis bajar la voz? —dice Risa—. La gente podría oíros desde el vestíbulo, y además vais a despertar a Didi.

Connor se concede un momento para poner en orden sus ideas. Cuando vuelve a hablar, lo hace en un susurro, pero en una estancia revestida de azulejos todo se oye:

—A nosotros nos colaron la cigüeña cuando yo tenía siete años.

—Qué horror —dice Risa.

—La verdad es que fue un horror por un montón de razones. Mirad, en la familia había ya dos hijos propios. Mis padres no planeaban tener más. De cualquier modo, ese bebé aparece en nuestra puerta, y a mis padres casi les da un ataque… Pero entonces se les ocurre una idea.

—No sé si quiero oírlo —comenta Risa.

—No, seguramente no. —Pero Connor no piensa callarse. Sabe que si no lo suelta en aquel momento, no lo hará nunca—. Era por la mañana temprano, y mis padres suponían que nadie había visto el bebé que habían dejado en la puerta, ¿vale? Y así, a la mañana siguiente, antes de que los demás nos levantáramos, mi padre dejó el bebé en la puerta de la casa de enfrente.

—Eso es ilegal —explica Lev—. Una vez te han colado la cigüeña, el bebé es tuyo.

—Ya, pero mis padres pensaron «¿quién va a saberlo?». Mis padres nos obligaron a guardar el secreto, y todos aguardamos a oír la noticia de que los vecinos de enfrente habían recibido una visita nueva e inesperada…, pero no la oímos. No dijeron nada de que les hubieran colado la cigüeña, y nosotros no podíamos preguntarles, pues eso habría sido tanto como delatarnos.

Mientras Connor habla, el cubículo, con todo lo pequeño que es, parece encogerse en torno a él. Connor sabe que los otros están allí, uno a cada lado, pero no puede dejar de sentirse irremediablemente solo.

—Las cosas siguieron como si aquello no hubiera sucedido. Todo estuvo tranquilo por un tiempo, pero entonces, dos semanas después, yo abrí un día la puerta, y allí, sobre aquel maldito felpudo, había otro bebé, en una cesta… y me acuerdo… me acuerdo de que casi me reí. ¿Os entra en la cabeza? Me pareció divertido. Me volví hacia mi madre y le dije: «Mamá, nos han colado la cigüeña otra vez». Lo mismo exactamente que dijo el niño de esta mañana. Mi madre, completamente alterada, metió al bebé en la casa… y solo entonces comprendió…

—¡Oh, no! —exclama Risa, imaginándoselo antes incluso de que Connor lo explique:

—¡Era el mismo bebé! —Connor intenta recordar la carita del bebé, pero no lo consigue. Lo único que ve en el ojo de su mente es la carita del niño que en aquellos momentos abraza Risa—. Resulta que el bebé había estado pasando de una casa a otra del vecindario durante dos semanas: cada mañana lo habían dejado en el umbral de la casa de al lado… solo que ahora su aspecto ya no era tan bueno.

La puerta de los aseos vuelve a chirriar, y Connor se queda callado. Una rápida sucesión de pisadas. Son dos chicas. Hablan un poco sobre chicos y citas y fiestas sin padres vigilando. Ni siquiera utilizan los aseos. Otra sucesión de pisadas en dirección salida, el chirrido de la puerta, y vuelven a encontrarse solos.

—Entonces, ¿qué le ocurrió al bebé? —pregunta Risa.

—Cuando volvió a aparecer en el umbral de nuestra puerta, estaba enfermo. Tosía como una foca y tenía la piel y los ojos amarillentos.

—Ictericia —dice Risa con voz suave—. Muchos bebés aparecen en las Casas Estatales con esa enfermedad.

—Mis padres lo llevaron al hospital, pero ya no se podía hacer nada. Yo estaba con él cuando murió. Lo vi morir. —Connor cierra los ojos y aprieta los dientes para evitar que se le caigan las lágrimas. Sabe que los otros no pueden verlo, pero de todas formas no quiere llorar—. Me acuerdo que pensé: si este bebé estaba destinado a que nadie lo quisiera, ¿por qué Dios tuvo que ponerlo en el mundo?

Se pregunta si Lev tendrá algo que decir sobre el tema. Al fin y al cabo, en lo que se refiere a Dios, Lev parecía tener todas las respuestas. Pero lo único que Lev dice es:

—No sabía que creyeras en Dios.

Connor se concede un instante para sobreponerse a sus emociones, y prosigue:

—De todas maneras, como era legalmente nuestro, pagamos el funeral. Ni siquiera tenía nombre, y mis padres no tuvieron redaños para darle uno. Se quedó tan solo como «bebé Lassiter». Aunque nadie lo había querido, el vecindario entero acudió al entierro. Todo el mundo lloraba como si el bebé muerto fuera suyo… Y entonces comprendí que los que lloraban eran las mismas personas que se lo habían ido pasando unos a otros. Todos ellos, como mis padres, habían contribuido a matarlo.

Se quedan callados. La cisterna gotea. En la puerta de al lado, en los aseos de los chicos, tiran de la cadena de un váter, y el sonido resuena hueco a su alrededor.

—La gente no debería desprenderse de bebés que otros han dejado en su puerta —dice Lev por fin.

—La gente no debería desprenderse de sus bebés —responde Risa.

—La gente no debería hacer muchas cosas —añade Connor. Sabe que los dos tienen razón, pero eso no cambia nada. En un mundo perfecto, todas las madres querrían tener a sus bebés, y los extraños abrirían su casa a los no queridos. En un mundo perfecto todo sería blanco o negro, correcto o incorrecto, y todo el mundo vería con claridad la diferencia. Pero este no es un mundo perfecto. El problema es la gente que piensa que lo es—. Bueno, yo solo quería que lo supierais.

Poco después suena el timbre, y se oye alboroto en el vestíbulo. La puerta de los aseos chirría al volver a abrirse. Las chicas se ríen, hablando de todo y de nada.

—La próxima vez, ponte un vestido.

—¿Me puedes dejar tu libro de Historia?

—Ese examen era imposible.

Interminables chirridos de la puerta de los aseos, y constantes tirones de la puertecita cerrada del cubículo de Connor. Ninguna chica es lo bastante alta para mirar por encima, y ninguna tiene ganas de mirar por abajo. Suena el siguiente timbre. La última chica corre al aula. Está empezando la segunda clase. Si tienen suerte, el instituto tendrá un recreo a mitad de mañana. Quizá puedan escaparse entonces. En el cubículo de Risa, el bebé hace ruidos al despertar. No llora, pero hace ruiditos con la lengua. Está a punto de empezar a llorar de hambre.

—¿No tendríamos que cambiarnos los sitios? —pregunta Risa—. Si vuelve la misma gente y ve mis pies en el mismo sitio, pueden empezar a sospechar.

—Buena idea.

Escuchando con atención para asegurarse de que no se oyen pasos por el vestíbulo, Connor abre su puerta y le cambia el sitio a Risa. La puerta de Lev también se ha abierto, pero él no sale. Connor la abre del todo: Lev ya no está allí.

—¿Lev?

Connor mira a Risa, que se limita a negar con la cabeza. Comprueban todos los cubículos, y vuelven a mirar en el de Lev, como si esperaran que apareciera por arte de magia. Lev se ha fugado. Y el bebé empieza a llorar con todas sus fuerzas.