3. Lev
ES UNA FIESTA importante y lujosa que ha sido preparada durante años.
En el Gran Salón de Baile del Club de Campo hay al menos doscientas personas. Lev ha elegido a los músicos, ha elegido la comida y hasta ha elegido el color de la mantelería: rojo y blanco, por los Rojos de Cincinnati, y con su nombre completo, Levi Jedediah Calder, estampado en oro en plateadas servilletas que la gente se llevará a su casa de recuerdo.
Esta fiesta es para él, y es por él. Y él está decidido a pasar en ella las mejores horas de su vida.
Los adultos presentes en la fiesta son parientes, amigos de la familia, socios de sus padres…, pero al menos ochenta de los invitados son amigos de Lev. Están presentes los amigos del colegio, los de la iglesia y los de los diferentes equipos deportivos a los que ha pertenecido. Algunos de sus amigos habían mostrado su incomodidad al aceptar la invitación:
—No sé, Lev —le habían dicho—, esto me parece un poco marciano. Porque, para empezar, ¿qué tipo de regalo se supone que tengo que llevarte?
—No tienes que traerme ningún regalo —les había respondido Lev—. No se llevan regalos a una fiesta del diezmo[3]. Lo único que tienes que hacer es venir y pasártelo bien, que es lo que pienso hacer yo.
Y eso es lo que está haciendo ahora.
Le pide un baile a cada una de las chicas que ha invitado, y ninguna le dice que no. Hasta hay unos cuantos que lo levantan, sentado en una silla, y bailan recorriendo toda la sala llevándolo a él en alto, y todo porque había visto que hacían eso en el bar mitzvá de un amigo judío y le había gustado. Es verdad que este es un tipo de fiesta muy diferente, pero al mismo tiempo sigue siendo una fiesta para celebrar su decimotercer cumpleaños, así que se merece que lo levanten y lo lleven por ahí en una silla, ¿o no?
A Lev le parece que sirven la cena demasiado pronto. Consulta el reloj y ve que ya se han pasado dos horas. ¿Cómo pueden haber transcurrido tan aprisa?
La gente no tarda en empezar a coger el micrófono. Levantando su copa de champán, empiezan a proponer brindis por Lev. Sus padres proponen un brindis, su abuela propone un brindis, un tío suyo al que no conoce propone otro brindis…
—¡Por Lev: ha sido una gran alegría verte crecer y convertirte en el buen muchacho que eres! ¡Y tengo el convencimiento de que harás grandes cosas para ayudar a todos los que te rodearán en este mundo!
Resulta maravilloso y extraño que tanta gente diga tantas cosas buenas de él. Resulta todo excesivo, y al mismo tiempo, en cierto modo, sigue sin ser bastante. Tendría que haber más: más comida, más baile, más tiempo… Ya llegan con la tarta de cumpleaños. Todo el mundo sabe que la fiesta termina con la tarta. ¿Por qué la sacan tan pronto? ¿Es posible que hayan pasado ya tres horas?
Entonces pronuncian un último brindis: el brindis que casi echa a perder toda la velada.
De entre los numerosos hermanos y hermanas que tiene Lev, Marcus ha sido el más callado durante toda la fiesta. Y no es propio de él. Lev debería haber comprendido que iba a pasar algo. Con sus trece años, Lev es el menor de todos. Con sus veintiocho, Marcus es el mayor. Ha cruzado la mitad del país para asistir a la fiesta del diezmo de Lev, pese a lo cual apenas ha bailado, ni hablado, ni participado de ningún modo. Además, ha bebido demasiado. Lev nunca lo había visto así.
Marcus habla después de pronunciados los brindis formales, mientras parten y reparten la tarta de Lev. Su discurso no empieza como un brindis, sino como unas palabras cruzadas entre hermanos.
—Felicidades, hermanito —le dice Marcus, dándole un fuerte abrazo. Lev percibe el olor a alcohol en su aliento—. Hoy eres un hombre. Aproximadamente.
Su padre, que está sentado en la mesa principal, a muy poca distancia de ellos, suelta una risita nerviosa.
—Gracias… aproximadamente —responde Lev.
Mira a sus padres. Su padre está esperando a ver qué sucede a continuación. El mal gesto de su madre hace que Lev se ponga tenso. Marcus lo mira y le dirige una sonrisa que carece de esa emoción que acompaña a las sonrisas normales.
—¿Qué piensas de todo esto? —le pregunta a Lev.
—Que es estupendo.
—¡Ya lo creo que lo es! Toda esta gente está aquí por ti. Es una noche increíble. ¡Increíble!
—Sí —dice Lev. No sabe adónde conducirá aquella conversación, pero conducirá a alguna parte—. Lo estoy pasando como nunca en la vida.
—¡Eso está muy bien! ¡Como nunca en la vida! Has tenido que fundir en uno todos los acontecimientos de la vida, todas las fiestas en una sola: cumpleaños, boda, funeral… —Entonces se vuelve hacia su padre—: Resulta muy práctico, ¿no, papá?
—Ya es suficiente —dice su padre sin levantar la voz, pero eso solo logra que Marcus sí la levante:
—¿Qué…? ¿No se me permite hacer comentarios capciosos? Bueno, lo comprendo…, esto es una fiesta. Casi se me olvida.
Lev quisiera que Marcus se callara, y al mismo tiempo quiere que siga.
La madre se levanta y dice con una voz más enérgica que la del padre:
—Siéntate, Marcus. Te estás poniendo en evidencia.
Para entonces, todos los asistentes al banquete han dejado lo que estuvieran haciendo o diciendo y han vuelto su atención al conato de drama familiar que se despliega ante ellos. Marcus, viendo que capta la atención de la sala, coge la copa medio vacía de alguien y la levanta:
—¡Por mi hermano Lev! —exclama Marcus—. ¡Y por nuestros padres, que han hecho siempre lo correcto! ¡Lo apropiado! ¡Que siempre han atendido con generosidad sus deberes caritativos, que siempre han dado a nuestra iglesia el diez por ciento de todo! Eh, mamá… ¡ha sido una suerte que tuvieras diez hijos en vez de cinco, porque de lo contrario hubiera habido que cortar a Lev por la mitad!
Todos los reunidos se quedan con la boca abierta. Mueve la cabeza hacia los lados, en señal de reprobación: ¡menudo comportamiento decepcionante en un primogénito! Entonces el padre se acerca y coge a Marcus por el brazo, bien fuerte:
—¡Has terminado! —le dice—. ¡Siéntate!
Marcus se sacude aquella mano y libera el brazo:
—Haré algo mejor que sentarme. —En aquel momento, al volverse hacia Lev, tiene lágrimas en los ojos—: Yo te quiero, hermanito… y sé que este es tu gran día. Pero yo no puedo participar en esto.
Arroja la copa de champán contra la pared, donde se rompe en añicos que se esparcen por toda la mesa del bufé. Entonces se vuelve y sale de la sala con tal seguridad en sus grandes zancadas que Lev comprende que no está en absoluto borracho.
El padre de Lev les hace una seña a los músicos, y estos empiezan a tocar una pieza bailable antes incluso de que Marcus haya acabado de salir de la enorme sala. La gente empieza a ocupar el espacio libre en la parte destinada al baile, haciendo todo lo posible por suavizar la incomodidad de la situación.
—Lo lamento mucho, Lev —le dice su padre—. ¿Por qué no…? ¿Por qué no sacas a alguna chica a bailar?
Pero a Lev se le han pasado las ganas de bailar. Sus deseos de ser el centro de atención han desaparecido juntamente con su hermano:
—Me gustaría hablar con el padre Dan, si es correcto.
—Por supuesto que lo es.
El padre Dan es amigo de la familia desde antes de que naciera Lev, y siempre ha sido mucho más fácil hablar con él que con sus padres de cualquier asunto que requiriera paciencia y sabiduría.
En la sala hay mucho ruido de voces, está demasiado concurrida. Así que salen al patio que da al campo de golf.
—¿Te está entrando miedo? —le pregunta el padre Dan. Siempre ha sido capaz de entender lo que pasa por la cabeza de Lev.
Lev asiente:
—Pensé que estaba preparado. Lo creía realmente.
—Es natural: no te preocupes.
Pero eso no alivia aquella especie de decepción que Lev siente en su interior. Ha tenido toda la vida para prepararse para aquel día, y eso debería ser suficiente. Desde que era pequeñito, sabía que él era el diezmo. «Tú eres muy especial», le habían dicho siempre sus padres. «Tu vida está destinada a Dios y a la Humanidad». No recuerda qué edad tenía exactamente cuando se enteró de lo que le aguardaba.
—¿Te han hecho pasar un mal rato los compañeros del cole?
—No más de lo normal —le responde Lev. Y era cierto. Durante toda su vida ha tenido que vérselas con niños que le tenían envidia porque los mayores lo trataban como si fuera alguien especial. Había niños buenos y niños malos. Así era la vida. Pero le molestaba cuando los niños le llamaban cosas como «sucio desconectable». Como si él fuera igual que aquellos otros niños cuyos padres firmaban el impreso de desconexión para deshacerse de ellos. No podía haber nada más opuesto al caso de Lev. Él era la alegría y el orgullo de su familia: rotundos sobresalientes en el colegio, excelente deportista en la liga infantil… El hecho de que fuera a ser desconectado no lo convertía en un sucio desconectable.
Por supuesto, hay otros diezmos en su colegio, pero todos pertenecen a otras religiones, así que Lev nunca se ha sentido verdadero compañero de ellos. El elevado número de asistentes a la fiesta testifica cuántos amigos tiene Lev, pero ellos no son como él: ellos vivirán su vida en un estado indiviso. Su cuerpo y su futuro serán los suyos propios. Lev siempre se ha sentido más cerca de Dios que de sus amigos, e incluso de su familia. A menudo se ha preguntado si el hecho de resultar elegido aísla siempre tanto a una persona de los demás. ¿O hay algo incorrecto en él?
—He tenido muchísimos pensamientos incorrectos últimamente —le comenta Lev al padre Dan.
—No hay pensamientos incorrectos, solo pensamientos que deben ser tratados y superados.
—Bueno… He estado sintiendo celos de mis hermanos y hermanas, he estado pensando que el equipo de béisbol me va a perder… Sé que es un honor y una bendición ser un diezmo, pero no puedo dejar de preguntarme por qué tengo que ser yo.
El padre Dan, al que siempre se le ha dado tan bien mirar a la gente a los ojos, ahora los aparta:
—Eso se decidió antes de que tú nacieras. No tiene nada que ver con ninguna cosa que hicieras ni dejaras de hacer.
—El caso es que conozco a muchas personas de familia numerosa…
El padre Dan asiente con la cabeza:
—Sí, hoy día es algo muy común.
—Pero la mayoría de esas familias no sacrifican ningún diezmo. Conozco incluso familias de nuestra propia iglesia que no lo hacen. Y nadie se lo echa en cara.
—También hay familias que sacrifican al primer hijo, o al segundo, o al tercero. Cada familia decide por sí misma. Tus padres tardaron mucho hasta que te eligieron a ti.
Lev asiente a regañadientes, sabiendo que es verdad. Él era un «diezmo auténtico». Con cinco hermanos naturales, más uno adoptado, y tres que llegaron por la cigüeña, Lev era exactamente el décimo. Sus padres siempre le habían explicado que eso le hacía el más especial de todos.
—Te voy a decir algo, Lev —dice el padre Dan, mirándolo por fin a los ojos. Como Marcus, tiene los ojos empañados, a punto de verter lágrimas—. Yo he visto crecer a todos tus hermanos y hermanas y, aunque no me gusta tener predilectos, pienso que tú eres el mejor de ellos en muchos aspectos, no sabría ni por dónde empezar. Eso es lo que reclama Dios, ya sabes: no el primer fruto, sino el fruto mejor.
—Gracias, padre. —El padre Dan siempre sabe qué decir para hacer que Lev se sienta mejor—. Estoy preparado para esto. —Y al decirlo comprende que, pese a todos sus temores y recelos, es cierto que está preparado. No ha vivido para otra cosa. Aun así, su fiesta del diezmo ha terminado demasiado pronto.
Por la mañana, los Calder desayunan en el comedor, sobre la mesa del banquete, que sigue completamente desplegada. Se encuentran allí todos los hermanos y hermanas de Lev. Solo algunos de ellos siguen viviendo en casa, pero hoy han venido todos a desayunar. Claro está, todos menos Marcus.
Sin embargo, para tratarse de una familia tan grande, hay un silencio excesivo e infrecuente. El tintineo de las cucharillas en las tazas de porcelana resalta la ausencia de palabras.
Vestido con las sedas blancas del diezmo, Lev come con cuidado, pues no quisiera dejar ninguna mancha en la ropa. Tras el desayuno, las despedidas se prolongan, repletas de abrazos y de besos. Ese es el peor momento. Lev preferiría que acabaran ya las despedidas y lo dejaran marchar.
Llega el padre Dan. Lo hace porque Lev se lo ha pedido. En cuanto llega, las despedidas se abrevian, pues nadie quiere desperdiciar el valioso tiempo del sacerdote. Lev es el primero en entrar en el Cadillac de su padre, y aunque trata de no volver la vista cuando su padre arranca y el coche abandona la casa, no puede evitarlo. Observa cómo desaparece la mansión a su espalda.
«No volveré a ver mi casa», piensa, aunque trata de apartar ese pensamiento de su cabeza. Es un pensamiento improductivo, inútil y egoísta.
Se vuelve hacia el padre Dan, que se sienta a su lado, en el asiento trasero, y lo está mirando a su vez. El sacerdote sonríe.
—¿Todo bien, Lev? —le pregunta. Y solo el oírselo preguntar ya hace que, efectivamente, todo vaya bien.
—¿Está lejos la Cosechadora? —pregunta Lev a quien quiera responderle.
—Como a una hora de aquí —dice la madre.
—Y… ¿lo harán nada más llegar?
Sus padres se miran el uno al otro:
—Seguro que hay algún tipo de adaptación —dice su padre.
Esa breve respuesta le deja claro a Lev que sus padres no están mejor informados que él.
Al entrar en la autovía, Lev baja la ventanilla para sentir el aire en la cara, y cierra los ojos para prepararse.
«Para esto nací. Para esto he vivido toda mi vida. Soy un elegido. Es una bendición. Y estoy feliz».
De repente, su padre pisa a fondo el freno.
Como tiene los ojos cerrados, Lev no ve el motivo de aquel frenazo inesperado. Solo siente la brusca desaceleración del Cadillac y el tirón del cinturón de seguridad en el hombro. Al abrir los ojos, descubre que se han parado en medio de la autovía. La policía tiene luces encendidas. Y ¿no es un disparo lo que acaba de oír?
—¿Qué sucede?
Justo delante de la ventanilla hay otro niño que es solo unos años mayor que él. Parece asustado. Y peligroso. Lev trata de subir el cristal de la ventanilla a toda prisa, pero el niño de fuera se da más prisa en meter la mano, abrir el seguro de la puerta, y tirar de ella. Lev se queda paralizado. No sabe qué hacer.
—¿Mamá…? ¿Papá…? —los llama.
El muchacho de ojos asesinos tira a Lev de la camisa de seda blanca con la intención de sacarlo del coche, pero el cinturón de seguridad lo mantiene en su sitio.
—¿Qué estás haciendo? ¡Déjame…!
La madre de Lev grita para que el padre haga algo, pero este no pasa de forcejear con su propio cinturón de seguridad.
Aquel loco estira la mano y, en un rápido movimiento, desata el cinturón de Lev. El padre Dan agarra al intruso, que responde con un puñetazo rápido y potente, dirigido con acierto a la mandíbula del sacerdote. El susto de presenciar semejante acto de violencia distrae a Lev en un instante crucial. El loco vuelve a tirar de él, y esta vez Lev cae del coche y se golpea la cabeza contra el asfalto. Al levantar la vista, ve por fin a su padre saliendo del coche, pero el muchacho loco abre la puerta con todas sus fuerzas para golpearle con ella, y lo despide a unos cuantos metros e distancia.
—¡Papá!
Su padre cae en el camino de un coche que llega. El coche gira bruscamente y, gracias a Dios, lo evita, pero choca contra otro coche, que pierde el control y empieza a dar vueltas. El estruendo de los impactos retumba en el aire. El muchacho pone a Lev de pie, agarrándolo del brazo y tirando de él. Lev es pequeño para su edad. El otro niño es un par de años mayor que él, y mucho más grande. Lev no tiene la fuerza suficiente para resistirse.
—¡Espera! —grita Lev—. Puedes coger lo que quieras. Toma mi cartera —le dice pese a que no lleva cartera—. Coge el coche. Pero no le hagas daño a nadie.
El muchacho piensa en el coche, pero solo por un instante. Las balas pasan entre ellos. En los carriles de sentido sur hay policías que por fin han detenido el tráfico, y han llegado a la mediana que separa los dos sentidos. El agente más cercano vuelve a disparar. Una bala aletargante pega en el Cadillac y salpica.
El chaval loco agarra a Lev por el cuello casi ahogándolo, y lo utiliza como escudo entre él y los agentes de policía. Lev comprende entonces que el muchacho no anda buscando el coche, ni dinero, sino un rehén.
—¡Quédate quieto… tengo una pistola!
Y Lev nota algo clavado en el costado. Sabe que no es una pistola, sabe que no es más que el dedo del niño, pero está claro que se trata de un loco y no quiere provocarlo.
—No valgo de nada como escudo humano —dice Lev, tratando de razonar con él—. Los policías están disparando balas aletargantes, y eso significa que no les va a importar darme, porque lo único que pasará es que perderé el conocimiento.
—Mejor que lo pierdas tú.
Las balas pasan a su alrededor mientras serpentean por entre el tráfico:
—Por favor… no lo entiendes… no puedes llevarme de rehén ahora… Me dirijo al diezmo. ¡Llegaré tarde a mi propio sacrificio! ¡Lo vas a echar todo a perder!
—¿Eres un desconectable?
Hay un millón de cosas más por las que enfadarse, pero Lev se enciende de cólera al oírse llamar de ese modo:
—¡Yo soy un diezmo!
Suena una atronadora bocina, y Lev se vuelve para ver un autobús que se les viene encima. Antes de que tengan tiempo de gritar, el autobús se sale de la carretera para evitarlos, e impacta frontalmente contra el grueso tronco de un enorme roble que detiene el vehículo en seco.
Aparece sangre en todo el parabrisas roto. Es la sangre del conductor del autobús, que ha quedado colgando a través del cristal y no se mueve.
—¡Mierda! —grita el loco. Su voz es un gemido escalofriante.
Una chica acaba de salir del autobús. El loco la mira, y Lev comprende que ese instante en el que está distraído será su última posibilidad de escapar. El loco es un animal, y la única manera que tiene Lev de tratar con él es convertirse en un animal él mismo. Así que agarra el brazo que le aferra el cuello y hunde en él los dientes, con toda la fuerza de sus mandíbulas, hasta que prueba el sabor de la sangre. El loco grita y lo suelta. Y Lev echa a correr en dirección al coche de su padre.
Cuando se acerca, se abre una puerta trasera. Es el padre Dan, que ha abierto la puerta para recibirlo. Sin embargo, la expresión del rostro del sacerdote es cualquier cosa menos alegre.
Con el rostro ya hinchado a causa del brutal puñetazo del loco, el padre Dan le dice en un extraño tono de voz:
—¡Escapa, Lev!
Lev no se esperaba oír aquello:
—¿Qué…?
—¡Escapa! ¡Corre lo más rápido que puedas! ¡CORRE!
Lev se queda allí, impotente, incapaz de moverse, incapaz de asimilar lo que oye. ¿Por qué le pide el padre Dan que escape? Entonces siente un dolor repentino en el hombro, y todo empieza a darle vueltas y vueltas y vueltas, que lo hacen descender hasta la oscuridad.