6
El hipódromo al amanecer. Era un ambiente distinto del que Kelsey esperaba. Para ella una carrera significaba más que velocidad. Significaba apuestas y apostadores, cigarrillos y trajes mal cortados, olor a cerveza y a sudor.
El irascible mozo de cuadra a quien Gabe había despedido el día anterior encajaba mejor en la imagen que se había forjado, que la imagen apacible y casi natural de los caballos al amanecer.
Cuando llegó con Naomi, el hipódromo estaba envuelto en un manto de niebla. Los caballos habían salido aún más temprano del criadero para ser descargados, ensillados y preparados para el entrenamiento. El ambiente era silencioso, casi sereno. Las voces se oían amortiguadas y las figuras aparecían y desaparecían en la niebla como duendes. Los hombres se acodaban alrededor de la pista, bebiendo café en vasos de papel.
—Esos se encargan de cronometrar los tiempos —explicó Naomi—. Viven pendientes de la velocidad de los caballos. Algunos trabajan para el hipódromo, otros para revistas de hípica como el Racing Form. Se pasan horas aquí, tomándoles el tiempo a los caballos, estableciendo las marcas de cada uno. —Sonrió—. Persiguen la velocidad; supongo que es lo que hacemos todos. Me pareció que, para empezar, te gustaría conocer nuestro mundo desde este punto de vista.
—Es una maravilla. La niebla, los árboles que se alcanzan a divisar, las tribunas vacías… No es lo que imaginé. —Se volvió hacia Naomi, aquella hermosa mujer rubia, de pantalones y chaqueta tejanos, que era su madre—. Por lo visto nada es como lo imaginaba.
—La gente suele ver solo un aspecto de las carreras. Apenas dos minutos alrededor de una pista ovalada, sin duda excitantes y a veces aterradores. Muchas veces un hombre o una mujer son juzgados de la misma manera, solo por un aspecto o un acto. —No había amargura en su voz, solo aceptación—. Te llevaré a las caballerizas. Allí es donde está la verdadera acción.
Y los verdaderos personajes, descubrió Kelsey. Jockeys de edad avanzada que habían fracasado en las carreras o se habían excedido de peso se esmeraban por los cuarenta dólares que ganarían por ejercitar los caballos. Otros, apenas más que niños, con mirada ansiosa, daban vueltas por ahí, a la espera de una oportunidad. Se hablaba sobre caballos y se discutía acerca de estrategias. Un mozo de cuadra, de gorra de tweed, vareaba con suavidad a un caballo incapacitado, diciéndole palabras tranquilizadoras.
No había excitación ni expectativas especiales. Kelsey se dio cuenta de que era solo una cuestión de rutina, una rutina que se repetía día tras día mientras la mayoría de la gente dormía o bostezaba delante de la primera taza de café.
Vio a un hombre de traje azul celeste y botas brillantes, que conversaba con un individuo de mirada plácida que vestía un suéter gastado. De vez en cuando, el del traje enfatizaba sus palabras hundiendo un dedo regordete en el pecho del otro. Con cada movimiento que hacía, en su mano destellaba un anillo de brillantes en forma de herradura.
—Bill Cunningham —dijo Naomi, señalando con la cabeza al individuo que atraía la atención de su hija.
—¿Cunningham? —preguntó Kelsey frunciendo el entrecejo y tratando de recordar—. ¿No fue ese el nombre que mencionó el mozo de cuadra a quien Gabe despidió ayer?
—Antes, Longshot era propiedad de Cunningham. Bill lo heredó hace veinticinco años —explicó con profundo desdén—. Estaba haciendo todo lo posible por arruinar el criadero cuando lo perdió a manos de Gabe. Ahora tiene intereses en algunos caballos, y es único dueño de algunos ejemplares mediocres. Vive en Maryland. El cuidador de sus animales es Carmine, trabaja para Bill y para varios propietarios de caballos. En este momento Carmine escucha las instrucciones de Bill, y asiente a todo. Después Carmine hace lo que le viene en gana, porque sabe que Bill es un imbécil. ¡Uf! —suspiró—. Nos ha visto. Desde ya te pido disculpas.
—¡Naomi! —Con pasos largos que destacaban sus horteras botas relucientes, Cunningham se acercó. Sus ojos brillaban cuando tomó la mano de Naomi—. Una hermosa imagen para una mañana sombría.
—Hola, Bill. —La vida había dado a Naomi una gran tolerancia hacia los tontos, así que le ofreció la mejilla—. Ya casi nunca te dejas ver en los entrenamientos.
—Tengo una nueva yegua. Ganó la carrera de Hialeah, y con autoridad. Le estaba explicando a Carmine cómo debe trabajarla hoy. No quiero que rinda menos de lo que puede.
—Por supuesto —contestó Naomi con dulzura—. Bill, esta es mi hija Kelsey.
—¿Hija? —Simuló sorpresa. Como todos los demás, estaba enterado de la existencia de Kelsey—. Hermana, querrás decir. Encantado, querida. —Tomó la mano de Kelsey y la estrechó vigorosamente—. Piensas seguir los pasos de tu madre, ¿verdad?
—Solo he venido a mirar.
—Bueno, hay mucho que ver. Ya verás, para el anochecer estará cautivada y no querrá marcharse —agregó, guiñándole un ojo a Naomi—. Consúltame antes de hacer apuestas esta tarde, querida. Te enseñaré cómo se hace.
—Gracias.
—Nada es demasiado para la hijita de Naomi. Sabes, si no hubiera sido tímido tal vez ahora sería tu padre. Cuídate.
—¡Qué imbécil! —exclamó Naomi en voz baja mientras Bill se alejaba para seguir fastidiando a su entrenador—. Le gusta creer que alguna vez salimos juntos, pero lo más cerca que estuvimos fue cuando no pude evitar que me diera un beso pringoso.
—Me alegra que hayas tenido buen gusto. ¿Qué decía sobre su yegua?
—Al parecer fue a una carrera en la que los propietarios habían puesto en venta a la yegua. Como el animal ganó con facilidad, Bill pagó el precio que los propietarios querían. Y cree que durante el entrenamiento no se debe contener al animal. —Miró a Cunningham con ceño—. Es uno de esos tipos que paga primas al jockey por cada fustazo que le pega al caballo. Si a un caballo no lo castigan, Bill se siente defraudado.
—Me sorprende que hayas sido tan amable con él.
—Gajes del oficio. —Se encogió de hombros—. Además, conozco lo que es ser despreciado. Vamos, Moses ya debe tener algún caballo preparado.
Cruzaron la zona del corral donde los jinetes encargados de ejercitar los caballos eran ayudados a montar. La montura era muy pequeña, apenas más que un trozo de cuero. Los chicos, como los llamaban, se erguían sobre los altos estribos mientras los cuidadores caminaban junto a ellos rumbo a la pista.
—Ese es uno de los nuestros —dijo Naomi, señalando un bayo que iba al trote—. Es Virginia’s Pride. Si no resistes la tentación de apostar, te aconsejo que le confíes un par de dólares. Es un magnífico ejemplar y le gusta esta pista.
—¿Tú sueles apostar?
—Mmmm. —Naomi miraba a Moses, quien marchaba medio cuerpo detrás del bayo—. Nunca he rehusado una apuesta. Pero veámoslo correr.
Había otros caballos en la pista. La niebla se estaba disipando y los purasangre la cortaban como si fuesen balas, explotando a través de ella, deshaciéndola. Ante aquel espectáculo Kelsey no pudo menos que contener el aliento. Cuerpos enormes sobre patas muy delgadas que levantaban polvo, cogotes estirados y pequeños jinetes agazapados sobre el lomo. El corazón de Kelsey latía al compás de los cascos de los caballos.
—¡Allí! —exclamó, excitada—. ¡Aquel es tu caballo!
—Sí, ese es el nuestro. Hoy la pista está ligera, pero supongo que Moses le ha dicho al chico que lo mantenga por debajo de los dos minutos.
—¿Y cómo puede saberlo el jinete?
—Tienen un reloj en el cerebro. —La voz de Gabe resonó a sus espaldas. Aunque Kelsey se sobresaltó, no dejó de mirar a los caballos que corrían por la pista—. Parece bueno, Naomi.
—Estará aún mejor cuando llegue el momento del derbi. —Entrecerró los ojos—. Ese es el tuyo, ¿verdad?
—Doble o nada. —Gabe se inclinó sobre la barandilla para ver pasar su caballo—. Él también estará mejor en mayo.
Kelsey no comprendió cómo era posible. En ese momento los dos caballos eran magníficos y devoraban la pista. Parecían volar y sus delgadas patas se elevaban de la tierra como si fueran alas.
Podía haber permanecido allí durante horas observando a los caballos, vuelta tras vuelta de la pista. Solo tardaban un minuto o dos en recorrerla tanto para los hombres que los cronometraban, como para los entrenadores que también les tomaban el tiempo, pero para Kelsey era algo ajeno al tiempo.
—¿Ya has elegido a tu favorito? —preguntó Gabe.
—No —contestó ella sin mirarlo. No quería verlo ni recordar lo oído la noche anterior, para no estropear su estado de ánimo—. No soy una gran jugadora.
—Entonces supongo que no querrás apostar a que estarás en las ventanillas antes de que termine la tarde, ¿verdad?
Ella se encogió de hombros, pero no pudo resistirse y contestó:
—Bill Cunningham se ofreció a darme algunos datos.
—¿Cunningham? —Gabe lanzó una risotada—. Entonces espero que tengas los bolsillos bien provistos. —Se inclinó sobre la barandilla y consideró la posibilidad de encender un cigarrillo, pero comprendió que le impediría percibir el aroma de Kelsey. Era un perfume suave y sutil, uno de esos perfumes que se meten en los sentidos de un hombre y permanecen allí hasta mucho después de que la mujer se haya alejado.
—No hay mejor hora que la mañana —dijo Naomi protegiéndose los ojos con una mano mientras el sol salía por entre las nubes—. Uno tiene la pizarra limpia.
—Y posibilidades. —Gabe miró a Kelsey—. Todo es cuestión de posibilidades.
Después volvieron a las caballerizas. Los animales soltaban chorros de vapor en el aire frío mientras los desensillaban y los hacían andar. Les revisaban las patas, en busca de esguinces, torceduras o lastimaduras. Un mozo de cuadra se agazapaba bajo el caballo a su cuidado, buscando alguna lastimadura. Un herrero de delantal de cuero y con una gastada caja de herramientas, clavaba una herradura.
—Parece un cuadro, ¿verdad? —dijo Gabe, como si acabara de leerle el pensamiento a Kelsey.
—Sí, es igual a un cuadro.
—Todo lo que ves aquí era igual hace cien años. Las patas de los purasangre pueden estropearse en cualquier momento, así que nos obsesionan. Fíjate en ese cuidador.
Ella se volvió y vio un caballo tirado del cabestro por su cuidador.
—Mira sus patas —dijo.
—Y no apartará de allí la mirada. —Señaló con la cabeza en otra dirección—. Ese también andaba por aquí hace cien años.
Un hombre de gorra seguía de cerca a Moses. Hablaba con rapidez y jadeaba para mantenerse a la par del cuidador.
—¿Quién es?
—El agente de un jockey. Van siempre por los criaderos tratando de convencer a todo el mundo de que representan al próximo Willie Shoemaker. —Con gesto indiferente, apartó un mechón de pelo de la cara de Naomi y se lo colocó detrás de la oreja—. ¿Queréis que traiga un poco de café?
—Perfecto. ¿Te apetece, Kelsey?
—Por supuesto. Gracias. ¿Puedo acercarme a mirar a tu caballo mientras lo varean?
—Adelante.
Naomi se sentó sobre un cubo colocado boca abajo. El trabajo matinal estaba casi terminado. Ahora empezaba la espera. Ella había aprendido a esperar, y en ese momento lo hacía con un placer especial, mientras miraba a su hija caminar en círculos alrededor del cuidador de su caballo. «Debe de estar haciendo preguntas», supuso Naomi. Aquella chica siempre había estado llena de preguntas. Pero nunca se había mostrado distante, como en ese momento.
Esa mañana, por unos instantes, mientras permanecían de pie en medio de la niebla mirando correr a los primeros caballos, había sentido que algo se relajaba entre ellas. Después volvió la tensión. Una tensión sutil, porque su hija estaba llena de sutilezas y contradicciones.
Kelsey lanzó una carcajada. Era la primera vez que Naomi la oía reír así, con naturalidad y sin reservas.
—Se está divirtiendo —comentó Gabe mientras le entregaba una taza de café.
—Lo sé, y me alegra. Estaba pensando que tal vez no siempre habrá tanta tensión entre nosotras. —Bebió un sorbo del café, caliente y dulzón—. Tengo ganas de acariciarla, de abrazarla, aunque sea una sola vez. Y no puedo. Tal vez me permitiría hacerlo, pero por compasión. Y para mí eso sería peor que el rechazo.
—Al menos está aquí. —Gabe le pasó con suavidad una mano por el pelo y la espalda—. No me parece la clase de chica que se quedaría en un lugar si no tuviera ganas de hacerlo.
—No pretendo que vuelva a quererme. Pero quiero que me permita quererla. —Se llevó una mano al hombro para cubrir la de Gabe.
Al volver caminando hacia ellos, Kelsey trató de ignorar la intimidad de la postura de ambos. «Es asunto de ellos», se recordó. Mantuvo la sonrisa en los labios y recibió de Gabe su taza de café.
—Gracias. Acaban de darme los ganadores de las carreras de hoy.
—Jimmy siempre tiene algún ganador —dijo Naomi—. Y se equivoca tantas veces como acierta.
—Pero los de hoy son seguros. —Kelsey sonrió al levantar su taza—. Juró que nunca le daría a la hija de la señorita Naomi nada que no fuese un ganador seguro. Se supone que debo apostar a Necromancer en la quinta, porque la pista está lenta y como él es generoso, ganará con… una carcajada. —Arqueó una ceja—. ¿Lo he dicho bien?
—Nadie adivinaría que es tu primer día en el hipódromo —dijo Gabe.
—Aprendo rápido. —Miró alrededor y notó que la actividad era mucho menor—. ¿Y ahora qué sucederá?
—Esperaremos. —Naomi se puso de pie y se desperezó—. Ven, te compraré unas rosquillas para que acompañes el café.
Por lo visto, esperar era una forma de vida en el hipódromo. A las diez de la mañana, la jornada había terminado para los caballos que no estaban anotados en ninguna carrera. Los empleados del hipódromo arreglaron la pista.
A mediodía, las tribunas empezaron a llenarse. En el restaurante, situado detrás de las tribunas, se servía el almuerzo a aquellos que en las carreras preferían estar lejos del bullicio de la multitud.
En las caballerizas volvían a preparar los caballos. Las patas hinchadas se metían dentro de cubos de hielo. Según la estrategia a seguir, mantenían nerviosos a algunos caballos, mientras tranquilizaban a otros como si fuesen bebés. Los jockeys se ponían sus camisas de seda con los colores del stud del caballo que iban a montar.
Ahora reinaban la expectativa y la excitación ausentes durante la mañana. Los caballos se movían nerviosos y corcoveaban, ansiosos por correr. Algunos se tranquilizaban cuando sus jockeys los montaban, otros piafaban y se estremecían.
Desde la zona del corral se encaminaban a la pista, en fila, algunos acompañados por mozos de cuadra y otros solos.
En ese momento las tribunas hervían, los asistentes novatos se mezclaban con los habituales. Todos con la esperanza de que ese día fuese su día. El desfile, el ritual fundamental de los muchos de una carrera, comenzó cuando los caballos entraron en la pista. A toque de clarín empezaron a andar en círculos, ubicados en orden de salida. Los que se preparaban a apostar estudiaban revistas, caballos y jockeys, con la esperanza de elegir un ganador.
Si el caballo sudaba, tal vez estuviera nervioso. Una ventaja o una desventaja. Cada apostador tenía su propia opinión. Las manos vendadas podían significar un problema. ¡Ah! Y ese que mordisqueaba el freno, tal vez ese día estuviera de mal humor. Y también era posible que fuese veloz. Aquel tenía aspecto de ganador.
En la línea de llegada, apenas cinco minutos después de comenzar, el desfile se disolvió, como un multicolor confeti lanzado al aire.
A Kelsey no le importó. Había demasiado para ver. La pista no era lisa, sino ancha y roturada con surcos y baches, un kilómetro y medio circular de velocidad y sueños.
Allí, contra la barandilla, era como si ella alcanzara a oler esos sueños. Lo olía en los jockeys y en el público que colmaba las tribunas. Algunos olores eran frescos y fragantes; otros, rancios y secos por el polvo. Y allí de pie comprendió lo poderosa que era la droga del triunfo.
—Creo que aceptaré ese primer ganador que me dieron.
Naomi rio. Lo estaba esperando.
—Acompáñala, ¿quieres, Gabe? Nadie debería enfrentarse sola a su primera ventanilla de apuestas.
—No es necesario —dijo Kelsey cuando Gabe le cogió la mano—. Puedo arreglármelas sola.
—Eso es lo que todo el mundo cree. —Se encaminó hacia adentro, donde ya se formaban colas frente a las ventanillas—. Te daré una rápida lección sobre la manera de apostar a los caballos. ¿Cuánto quieres apostar?
Ella frunció el entrecejo.
—Cien.
—Entonces duplica la cifra. Sea cual fuere la cantidad que pienses jugar, duplícala. Luego considérala perdida. Y ahora ya tienes tu manera de jugar.
—Entiendo. —No lo comprendía, pero la tenía.
—Por lo general necesitarás varias horas en un lugar tranquilo para estudiar el asunto, estudiando las carreras del día, para eliminar algunos caballos y sustituirlos por otros en tu lista. Lo mejor es reducir el número de los elegidos a dos o tres. No tienes binoculares, ¿verdad?
—No, no pensé…
—No importa, te prestaré los míos. —La ubicó en una fila y le rodeó los hombros con un brazo en actitud amistosa. Ella no sonrió, aunque tenía ganas de hacerlo. Se limitó a escucharlo como un buen alumno escucha a un profesor veterano—. Ahora bien, tienes que desechar el apostar a cualquier clase de combinación. Apuesta a ganador.
—Por supuesto.
—Bien. Una apuesta agresiva es un premio en sí misma. Apostar para pavonearse es cosa de perdedores. —Tuvo la satisfacción de ver que el hombre que los precedía en la fila encogía los hombros—. ¿Estudiaste el cartel de la proporción de apuestas?
—No —contestó ella, con la sensación de ser una tonta.
—Tu caballo está cuatro a uno. Eso está bien. Apostar por los favoritos es para cobardes. Es una pena que me hayas dicho que no te gustaba apostar; de lo contrario no te hubiera permitido comer o beber antes de hacer tus apuestas.
—¿Qué?
—Nunca comas o bebas antes de elegir a un ganador, Kelsey.
Ella entrecerró los ojos.
—¡Te lo estás inventando!
—No. Es el evangelio del buen apostador. —Sonrió—. Era broma. Apuesta porque es divertido. Cierra los ojos y elige un número. Los caballos no son máquinas y uno nunca puede saber como se desempeñarán.
—Muchas gracias. —Divertida, se acercó a la ventanilla—. Diez dólares a Necromancer. —Le dirigió una rápida mirada a Gabe—. A ganador.
Sin dejar de rodearle los hombros con el brazo, Gabe sacó su billetero.
—Cincuenta al tres. Ganador.
Mientras cogía su boleto, Kelsey frunció el entrecejo.
—¿Cuál es el tres?
—No tengo la menor idea —dijo él, y se metió el boleto en el bolsillo.
—¿Has apostado a un número? ¿Solo a un número?
—Una corazonada. ¿Apostamos a quién llega primero, tu ganador o mi corazonada?
—Otros diez —replicó ella.
—Conque no eras jugadora, ¿eh?
Volvieron a su sitio en la barandilla en el momento en que los caballos entraban a las gateras, especies de jaulas donde se los colocaba para la salida. Por tonto que resultara, a Kelsey le palpitaba el corazón y las manos se le habían humedecido. Al toque de campana, se inclinó hacia adelante deslumbrada por el colorido de la escena.
Ya no se trataba de un entrenamiento en la niebla, sino de una multitud de animales poderosos que luchaban por el triunfo. A los pocos segundos ya corrían a toda velocidad, los primeros por el flanco interior. El sonido era sobrecogedor, un trueno en el frente, un rugido detrás. Entonces llegaron a la curva.
—El número tres va delante —le susurró Gabe al oído.
—¿Cómo puedes saber que ganará si la carrera acaba de comenzar? —replicó Kelsey.
Oía los gritos de los jockeys, gritos de amenaza o de aliento, mientras blandían las fustas. En la recta final, con la llegada a la vista, Kelsey había olvidado por completo su apuesta y era parte de la carrera misma, del espectáculo, el dramatismo de la velocidad. Vio a un caballo acercarse desde atrás, tenso y lanzado. Casi sin darse cuenta, empezó a alentarlo, fascinada por aquel relámpago de coraje y corazón.
El caballo superó al delantero por fuera y arribó a la llegada con medio cuerpo de ventaja.
—¡Oh! ¿Lo habéis visto? —Echó atrás la cabeza y rio—. ¡Fue una belleza!
Gabe no había visto el final de la carrera, pero la había visto a ella. Con la excitación había desaparecido la máscara de amabilidad, revelando la pasión y la energía que había dentro de aquella mujer. Y él deseaba a esa mujer como nunca había deseado a otra.
Con los labios apretados, Naomi observó la expresión de Gabe.
—Tu caballo ha terminado quinto —le informó a Kelsey.
—¡No importa! —Kelsey respiró hondo. Todavía seguía sintiendo la fascinación—. Ha valido la pena. ¿Has visto cómo se adelantó? Como si hubiera salido de la nada.
—Era el tres —dijo Gabe y esperó a que ella lo mirara—. Mi corazonada ha ganado.
—¿Ese era el número tres…? —Kelsey se volvió hacia el círculo de los ganadores, vacilando entre el enfado de que Gabe hubiera triunfado y el júbilo de haber visto ganar al caballo—. Hoy es tu día de suerte.
—Tal vez sí.
—Bien. —Levantó la vista y lo miró—. ¿Cuál te gusta para la próxima carrera?
Por la tarde, Kelsey tomó una salchicha y un refresco. Sintió una inesperada oleada de satisfacción cuando Virginia’s Pride ganó su carrera. Era obvio, pensó, hasta para su vista poco entrenada, que en la pista no había otro caballo que se le pudiera comparar.
Otra emoción, menos fácil de definir, la embargó cuando el caballo de Gabe resultó triunfador en su carrera.
Al atardecer las tribunas estaban cubiertas de boletos perdedores, colillas de cigarrillos e ilusiones frustradas.
—¿Me permitís invitaros a cenar?
Distraída, Naomi se abotonó la chaqueta. Ya estaba buscando a Moses con la mirada.
—Yo todavía debo estar aquí alrededor de una hora —dijo—. ¿Por qué no llevas a Kelsey?
Instintivamente, Kelsey trató de zafarse.
—No me importa esperarte —dijo.
—Ve y diviértete —repuso su madre—. Te veré en casa dentro de un par de horas.
—De verdad, yo… —Pero Naomi ya se alejaba—. Te agradezco la invitación, Gabe, pero…
—Eres demasiado educada para rechazarla. —La tomó del brazo.
—No, no lo soy.
—Entonces tienes demasiada hambre. Una sola salchicha no puede producir tanta energía. Y de paso puedo ayudarte a contar tus ganancias.
—No creo que hagan falta muchos conocimientos de matemáticas para eso.
Pero de todos modos, tenía hambre, y permitió que él la guiara por la playa de estacionamiento hacia un Jaguar verde.
—Tienes un bonito coche.
—Es veloz.
Tenía razón, Kelsey se arrellanó en el asiento y disfrutó del trayecto en el crepúsculo. Le encantaba viajar a alta velocidad, con la capota bajada, la radio bien fuerte. Wade le había aconsejado incontables veces que no sobrepasara la velocidad permitida. Un consejo sensato, pensó Kelsey en ese momento.
Pero Wade nunca entendió que, de vez en cuando, ella tenía que cortar las ataduras y hacer algo, cualquier cosa, hasta el fondo. Él le pedía moderación y ella aceptaba… siempre que pudiera. Un impulso repentino de gastar dinero, una multa por exceso de velocidad, una necesidad de último momento de volar a las Bahamas. Esos fulminantes cambios de humor habían sido la causa de la mayoría de discusiones domésticas.
Cosas sin importancia, había pensado siempre Kelsey. Pero en ese momento comprendió que no era así. ¿Adónde la había llevado su impulsiva y sorpresiva visita a Atlanta? A la libertad, se dijo.
Cuando volvió a prestar atención al paisaje, se dio cuenta de que casi estaban en Bluemont.
—Creí que íbamos a comer a alguna parte.
—Es lo que haremos. ¿Te gusta el pescado?
—Sí. ¿Hay algún restaurante por aquí?
—Uno o dos. Pero comeremos en casa. Llamé hace un rato para avisar. ¿Te apetece pez espada a la parrilla?
—Magnífico. —Se irguió en el asiento, oyendo las alarmas que sonaban en su cabeza—. ¿Cómo sabías que aceptaría tu invitación a cenar?
—Fue una corazonada. —Dobló, cruzó las verjas de hierro y enfiló el camino de Longshot—. Si quieres, antes de comer puedes echarle un vistazo a la casa.
El jardinero había trabajado con esmero. Los parterres estaban removidos para que las plantas perennes pudieran volver a florecer. Unos cuantos valientes narcisos ya habían florecido y sus encantadoras cabezas amarillas parecían saludar.
Era extraño, pero no imaginaba que Gabe fuese un hombre a quien pudieran gustarle los narcisos o las flores en general.
La puerta de entrada estaba flanqueada por cristales biselados grabados con formas geométricas. Con la luz interior que resplandecía a través de ellos, brillaban como diamantes. Kelsey recordó que las camisas de los jockeys de Gabe también tenían dibujos parecidos a diamantes.
—¿Cómo elegiste los colores de tu criadero?
—Por una escalera de diamantes, del ocho al rey. —Abrió la puerta—. En una partida, contra toda probabilidad saqué el diez y la sota. La gente te informará que así pasé a ser dueño de este lugar. Ganando una partida de cartas.
—¿Y fue así?
—Más o menos.
Kelsey entró en un atrio de suelo de mosaicos, un amplio espacio abierto con grandes claraboyas. La balaustrada de cobre que rodeaba el primer piso seguía la forma suavemente redondeada de una escalera. Del techo colgaban enormes macetas de terracota de las que caían verdes follajes.
—Una entrada impresionante —dijo Kelsey.
—No me gusta sentirme encerrado. Te serviré una copa.
—De acuerdo. —Lo siguió al salón a través de una amplia arcada.
El salón se comunicaba con otra habitación por medio de otra arcada. Las puertas cristaleras invitaban a entrar en la noche; las luces suaves la suavizaban.
Había un fuego encendido en la chimenea de piedra. Frente a ella, una mesa puesta para dos. Mantel blanco, velas, champán frío en un cubo.
—¿También tuviste la corazonada de que Naomi no nos acompañaría?
—Después de un día en el hipódromo, por lo general ella se reúne con Moses. —Abrió la botella—. ¿Tienes ganas de ver la casa o preferirías comer primero?
—Ya que estoy aquí, me gustaría conocer la casa. —Aceptó una copa de champán y notó que no había otra en el sitio de Gabe—. ¿No te unes a la celebración?
—Por supuesto, pero no bebo. Ven, empezaremos el recorrido por el piso de arriba.
La condujo al primer piso por la escalera curva. Kelsey contó cuatro dormitorios antes de que subieran otro corto tramo de escalera para llegar al dormitorio principal, que estaba concebido en dos niveles: tres escalones de mármol llevaban a la cama, que estaba por encima del resto del cuarto. Una chimenea de piedra calentaba los pies de la cama, y una claraboya en el techo invitaba a contemplar la luna.
Como el resto de la casa, era una mezcla de clásico y moderno. Sobre una mesa Chippendale había una escultura abstracta hecha en bronce y cobre. Sobre una alfombra persa, una mesa de madera de teca.
Vasos de Meissen junto a objetos de arte moderno. Varios cuadros atrajeron la atención de Kelsey, que reconoció que eran trabajos del mismo artista que había pintado los de la casa de su madre.
¡Cuánta pasión!, pensó mientras estudiaba las pinceladas frenéticas, la yuxtaposición violenta de colores primarios.
—No es un cuadro muy tranquilizador para un dormitorio.
—Me pareció que este era el lugar ideal para colgarlo.
—N. C. —leyó Kelsey, y se quedó atónita—. ¿Es obra de Naomi…?
—Sí. ¿No sabías que pintaba?
—Vaya… Nadie me lo comentó. Tiene talento. Conozco a varios marchantes que querrían representarla.
—Ella no te agradecería que se los presentaras. Su arte es algo personal.
—Todo arte es personal. —Se volvió y se alejó de Gabe—. ¿Siempre ha pintado?
—No siempre. En algún momento deberías preguntarle al respecto. Ella te dirá todo lo que quieras saber.
—Antes tendré que decidir qué es lo que quiero saber. —Recorrió la habitación mientras bebía el champán—. No sé cómo era la antigua casa tan digna estilo Cape Cod, pero dudo que pudiera compararse con esta. —Se volvió a mirarlo—. ¿Escandalizaste a la gente de la zona al hacerla demoler?
—Espanté a todos los que viven en treinta kilómetros a la redonda.
—Y al hacerlo te divertiste como nunca, ¿no es así?
—¡Por supuesto! ¿De qué sirve forjarse una reputación si uno no es capaz de vivir a su altura?
—¿Y qué reputación te has forjado?
—Terrible, querida, terrible e incorregible. Cualquiera te puede decir que estar conmigo a solas en mi dormitorio es el primer paso hacia la perdición.
—Hay un largo trecho entre el primer paso y la caída definitiva.
—No tan largo como crees.
Ella se encogió de hombros y se acabó el champán de la copa.
—Cuéntame lo de esa partida de naipes.
—Te lo contaré durante la cena. —Le tendió la mano—. Si seguimos aquí en el dormitorio podría precipitar tu caída definitiva.
Intrigada, ella le dio la mano.
—No me pareces tan terrible, Gabe Slater.
—Acabo de empezar.
Una vez abajo, Gabe volvió a llenarle la copa. Un sirviente ya había dispuesto dos platos con tapa de plata, encendido las velas y puesto música. Se sentaron al compás de una pieza de Gershwin.
—Bien. ¿Cómo fue esa famosa partida de naipes? —preguntó, y probó un bocado del pescado deliciosamente asado y cerró los ojos—. Es uno de los pescados mejor preparados que he comido.
—Se lo diré al cocinero. Bien, hace cinco años intervine en un maratón de partidas. Con grandes apuestas.
—¿Cerca de aquí?
—Cerca no. Aquí mismo. En la digna casa estilo Cape Cod.
Kelsey entrecerró los ojos.
—¿En este estado el juego no es ilegal?
—Puedes denunciarme si quieres. Pero ¿antes quieres oír la historia o no?
—Sí. De modo que participaste en una importante partida de póquer ilegal. ¿Y entonces qué?
—Cunningham tenía una racha de mala suerte. No solo durante esa partida sino desde hacía meses. Sus caballos lo traían de cabeza. Hacía más de un año que no ganaba una carrera y él tenía deudas importantes. Supuso, como les pasa a todos los que están en mala racha, que lo único que necesitaba era ganar una apuesta grande.
—De ahí la partida de póquer.
—Así es. Yo tenía participación en un caballo que había estado corriendo bien. Así que me sentía pródigo. —Esbozó una sonrisa maliciosa—. Quería un criadero como este, era algo que siempre había querido. De manera que empecé a jugar pensando que, si me acompañaba la suerte, tal vez ganaría bastante para comprar otro caballo. Para ir acercándome a la meta.
—Entiendo. Y, por lo visto, ganaste más que un caballo.
—No podía perder. Fue uno de esos momentos maravillosos en que la suerte te acompaña de manera constante. Si él tenía tres números iguales, yo tenía un full. Si él tenía escalera, yo tenía póquer. Pero los problemas de Cunningham comenzaron cuando no pudo dejar de apostar. Ya estaba alrededor de sesenta o sesenta y cinco abajo.
—¿Seiscientos o seiscientos cincuenta?
—Sesenta o sesenta y cinco mil, querida. Y no disponía de ellos en efectivo. De manera que huyó hacia adelante y siguió aumentando las apuestas.
—Y, por supuesto, tú hiciste lo posible por hacerlo recapacitar.
—Le dije que se estaba equivocando, pero él se negó a escucharme. —Gabe se encogió de hombros—. ¿Quién era yo para discutírselo? En ese momento solo quedábamos cuatro. Hacía quince horas que jugábamos. Esa sería la última partida. Abrimos con cinco mil, sin límite para las apuestas.
—¿Eso significaba cinco mil antes de empezar siquiera?
—Y más de ciento cincuenta mil cuando nos tocó el turno a Cunningham y a mí.
Kelsey detuvo el tenedor que estaba por llevarse a la boca.
—¿Ciento cincuenta mil dólares en una sola partida?
—Cunningham creyó que tenía cartas ganadoras y seguía aumentando las apuestas. Yo fui el último y las subí en otros cincuenta mil. Creí que tal vez así lo salvaría de la ruina. Pero él subió otros cincuenta.
Kelsey alzó la copa y bebió un sorbo con lentitud. La parecía estar allí, con la palma de las manos húmedas y la garganta reseca y con una pequeña fortuna apostada a una partida de cartas.
—Eso es un cuarto de millón de dólares.
Gabe sonrió.
—Eres una alumna aventajada. Yo le tenía lástima, pero no te voy a decir que no gocé del momento en que mostré mi escalera contra sus tres reyes. Como ya dije, Cunningham no tenía dinero en efectivo. —Gabe le sirvió más champán—. Solo contaba con las propiedades. Así que hicimos un trato: Cunningham apostó el criadero y lo perdió.
—¿Y tú sencillamente lo recibiste con los brazos abiertos?
Gabe ladeó la cabeza y la observó.
—¿Qué habrías hecho tú?
—No lo sé —contestó Kelsey tras pensarlo un momento—. Pero no creo que hubiera sido capaz de arrojar a Cunningham de su propia casa.
—¿Aunque hubiera jugado con dinero que no tenía?
—Aun así.
—Eso quiere decir que eres débil. Hicimos un trato que nos satisfizo a los dos. Y por jugar contra todas las posibilidades, obtuve lo que había querido toda la vida.
—Es toda una historia. Supongo que habías conocido al infortunado Bill Cunningham en el hipódromo.
—No, por lo menos al principio. Yo era empleado suyo.
—¿Aquí? —Depositó el tenedor sobre el plato—. ¿Trabajabas aquí?
—Cuidaba caballos, limpiaba los boxes de estiércol, lustraba los arneses. Durante tres años fui uno de los muchachos de Cunningham. En ese tiempo tenía una caballeriza excelente. Por supuesto que los caballos siempre le importaron un pimiento; para él no eran más que dinero. Y la gente que los cuidaba le importaba aún menos. Nuestros cuartos eran como pequeñas celdas, estrechas y sucias. No le parecía bien invertir un dólar en mejorarlos: lo consideraba innecesario.
—Por lo tanto no te importó quedarte con su casa.
—Pues no me hizo perder el sueño, si vamos a eso. Cuando dejé de trabajar aquí, estuve una temporada en Three Willows. Ese es un criadero decente. Chadwick poseía el don necesario para dirigirlo, igual que lo posee tu madre. Cuando me fui (en esa época tenía diecisiete años) supuse que algún día volvería con dinero suficiente para comprar uno de esos criaderos.
—Y lo conseguiste.
—De alguna manera.
—¿Qué hiciste mientras estuviste fuera?
—Eso es otra historia.
—Ya. —Relajada, después de haber comido y bebido, apoyó el mentón en las manos—. Apuesto a que odiabas la vieja casa estilo Cape Cod.
—Sí, odiaba cada centímetro de esa casa.
Kelsey rio, se reclinó en la silla y tomó su copa.
—Creo que estás empezando a gustarme. Espero que no hayas inventado todo lo que me has contado.
—Descuida. ¿Quieres postre?
—¡No! No podría probar un bocado más. —Lanzó un quejido, se levantó y se alejó de la mesa para recorrer el cuarto—. Al ver esta casa por primera vez, me pareció arrogante. Creo que tenía razón. —Cerró un instante los ojos.
—¿Por qué?
—Olvídalo. —Meneó la cabeza y se acercó a los ventanales—. Debe ser maravilloso mirar por las ventanas y ver todas las cosas que te pertenecen.
—¿Y qué ves desde tus ventanas?
—Un restaurante, un pequeño centro comercial, una boutique y una panadería. Vivo casi al lado de una estación de metro y creí que me resultaría cómodo.
Él le apoyó las manos en los hombros y la hizo volverse.
—Pero no es así.
—No. —Su propio temblor la sorprendió cuando él le pasó la mano por el cuello.
—Entonces ¿qué?
—Todavía no lo he decidido.
Gabe le tomó la cara entre las manos y hundió los dedos en su pelo.
—Yo sí.
La besó en los labios, al principio con suavidad, para que ella pudiera rechazarlo. Pero Kelsey no se movió, subyugada por el beso de Gabe y la repentina excitación que la asaltó.
En lugar de apartarse le echó los brazos al cuello mientras su boca se fundía con la de él.
Kelsey había olvidado que existían tantas sensaciones. O tal vez nunca lo había sabido. No había nada elegante ni discreto en ese abrazo salvaje, una explosión de sensaciones que se burlaba de la débil luz de las velas y el suave fondo musical.
Por su parte, el contacto con el cuerpo de Kelsey vació la mente de Gabe de todo pensamiento y solo le quedó una sensación de sensualidad desnuda, su olor, su sabor, que se entremezclaban como una droga exótica. La excitación que le producía el apretarse contra su cuerpo, su propia respiración agitada y el deseo acuciante destruyeron todo vestigio del comportamiento cortés y educado que con tanto cuidado había cultivado, para dejar solo al hombre que había debajo.
Necesitaba tocarla. Bajó las manos con avidez y ella arqueó el cuerpo entregándose a él. «¡Date prisa! —Quería gritarle—. No me dejes pensar, no permitas que tome conciencia de lo que estamos haciendo…».
Entonces él le acarició la cara y le colocó el cabello detrás de las orejas. La idea de que, pocas horas antes, él le había hecho eso mismo a su madre centelleó en la cabeza de Kelsey. El horror y la vergüenza la asaltaron. Kelsey se apartó luchando por respirar.
—¡No sigas! —Retrocedió otro paso y tropezó. Él trató de sujetarla—. ¡No me toques! —Todavía conservaba el sabor de Gabe, todavía lo deseaba—. ¿Cómo hemos podido hacer esto?
—Te deseo… —Tuvo que contenerse para no tomar por la fuerza lo que casi había sido suyo—. Y tú me deseas.
Aquella era la verdad pura y dura, y ella intentó defenderse.
—No soy una yegua a quien se maniata y se sirve. Y tampoco he venido aquí para que comprobaras si la hija se parece a la madre.
Para contenerse, Gabe se metió las manos en los bolsillos.
—Explícate.
—Por lo menos tengo la decencia de detener esto antes de que llegue más lejos. En cambio tú no tienes ninguna decencia. —Se arregló el pelo. La furia, unida a su sensación de culpa, convirtió su voz en un látigo—. Para ti no es más que otra partida, ¿verdad, Gabe? Atiborras a la hija de vino y comida, la convences de que se acueste contigo y después compruebas si es tan buena como la madre. ¿Has hecho tus apuestas?
Gabe tardó un momento en contestar. Cuando por fin lo hizo, ni su voz ni su rostro demostraron la furia que lo consumía.
—¿Sugieres que me acuesto con Naomi?
—Lo sé.
—Me halagas.
—Eres… ¿Qué clase de hombre eres?
—No tienes la menor idea, Kelsey. Dudo mucho que te hayas cruzado con alguien como yo en tu pequeño, agradable y cómodo mundo. —Se adelantó y le rodeó el cuello con una mano.
A pesar de lo tiesa que ella se mantenía, le temblaba el cuerpo.
—¡Quítame las manos de encima!
—Te gusta que toque tu cuerpo —dijo él con tono lascivo—. En este momento tienes miedo, estás excitada pero tienes miedo y te preguntas qué harías si yo te arrastrara al dormitorio. ¡Diablos! ¿Para qué tomarse tanto trabajo si aquí tenemos un suelo? —En sus ojos destellaba un fuego peligroso—. ¿Qué harías, Kelsey, si te poseyera aquí, ahora mismo?
El miedo le subió por la garganta y le ahogó la voz.
—¡Te he dicho que me quites las manos de encima!
Él alcanzó a leer terror en su rostro. Era tan claro como un grito, hasta cuando la soltó y Kelsey retrocedió. El terror no desapareció del todo, como tampoco desapareció el malestar que sentía Gabe.
—Me disculparé por eso. Pero solo por eso. —La estudió unos instantes—. Eres muy rápida para juzgar, Kelsey. Pero ya que tienes una idea hecha, no perderemos tiempo hablando de realidades y de fantasías. Te llevaré a casa.