15

A Naomi le alegró la decisión de Kelsey de acompañarlos a Kentucky. Quería tenerla allí, la necesitaba, pero no se permitió dar por sentado que iría hasta que ella lo confirmó. Ya no daba nada por sentado.

El único desacuerdo surgió cuando Kelsey insistió en pagar sus gastos. Naomi estuvo de malhumor durante el tiempo que tardaron en hacer todos los preparativos, durante el vuelo y cuando se registraron en el hotel. Pero nada más demostrarlo le pidió a Kelsey que pasara a verla por su habitación.

—¡Esto es absurdo! —dijo mientras se paseaba por el cuarto, ignorando la comida y la botella de vino que había pedido para mantener una conversación cordial con su hija—. Has venido con el criadero. Estás ayudando a Boggs con Pride. Tus gastos son de la empresa.

—Estoy aquí porque quiero —la corrigió Kelsey—, porque por nada del mundo me perdería el derbi. Y en lo que a Pride se refiere, Moses y su gente no me necesitan.

—Pero yo sí —repuso Naomi sin poder contenerse—. ¿Te das cuenta lo que significa para mí tenerte aquí? ¿Que quieras estar aquí? ¿Saber, después de tanto tiempo y de haber perdido tanto, que estarás a mi lado, no solo cuando se inicie la carrera, sino a lo largo de todas las maravillosas tonterías que ocurren durante esos dos minutos finales? Me resulta más importante tenerte aquí desde ahora hasta el primer sábado de mayo, que ganar una docena de derbis. ¡Y tú ni siquiera me permites pagar tu factura del hotel!

Sorprendida, Kelsey observó a su madre, que seguía paseándose por la habitación. Nunca había visto a Naomi tan excitada, tan llena de emoción. Por fin estaba ante la mujer que reía en su fotografía de casamiento, que había flirteado con muchos hombres, que había matado a un hombre.

—Es que no me pareció bien… —empezó Kelsey, pero se interrumpió al ver que su madre giraba sobre sus talones y la enfrentaba.

—¿Por qué no te pareció bien? ¿Porque no he sido una madre convencional? ¿Porque estaba en la cárcel cuando debía enseñarte a atarte los cordones de los zapatos?

—Eso no es…

—No pretendo que me perdones todo eso —replicó Naomi—. No pretendo que lo olvides. No es necesario que me quieras, ni siquiera que pienses en mí como en tu madre. Pero creí que empezabas a considerar Three Willows como tu casa.

Kelsey se preguntó si tenía sentido hacer tanto escándalo solo porque ella había usado su propia tarjeta de crédito.

—Lo considero mi casa —dijo con cuidado, preparada para la siguiente explosión—. Pero no significa que quiera aprovecharme de eso, ni de ti.

Naomi se sentó y luchó contra su enojo.

—Si no quieres aceptar que yo pague el viaje, me gustaría que aceptaras que lo pague Three Willows. Tu relación con el criadero bien puede haberte costado una buena parte de tu herencia. Cosa que lamento profundamente.

—¿Así que quieres pagar mis gastos para no tener sensación de culpa? Está bien. —Al ver la furia reflejada en los ojos de Naomi, Kelsey alzó las manos—. Esto es una tontería. No me di cuenta que te había molestado tanto. Si te resulta tan importante, paga mis gastos. —Apartó su silla—. ¿Sabes? Siempre me he preguntado de dónde sacaba mi mal genio. Papá es plácido como un lago. Y a ti siempre te vi muy fría, muy controlada. Vale la pena haber perdido una batalla con tal de descubrir que mi temperamento ha sido heredado.

—Me alegro de haber podido ayudarte a desvelar uno de los pequeños misterios de la vida. —Después de encogerse de hombros, Naomi tomó una fresa de la cesta de frutas que había ordenado—. Pierda o gane, todas las batallas me dan hambre. ¿Quieres comer algo?

—Claro que sí. —Kelsey cogió una manzana—. Y también quiero decirte algo —agregó con un tono que logró que Naomi detuviera la mano con que sostenía una botella del vino—. Pienso en ti como en mi madre. De no ser así, no estaría aquí.

Entonces Naomi se inclinó y la besó en la mejilla. Luego hizo un esfuerzo para que no le temblara la mano y sirvió el vino.

—¡Por las mujeres de Three Willows! —Brindó entrechocando su vaso con el de Kelsey—. Es un brindis que hace mucho tiempo que tenía ganas de hacer.

Los días anteriores a la carrera de Bluegrass transcurrieron como en una nube. Kelsey conoció tanta gente que no logró recordar casi a nadie. Se levantaba al alba todos los días para presenciar los entrenamientos, preocupada, comparando a Pride con todos los demás potrillos y potrancas que corrían en medio de la niebla. Recorría las caballerizas estudiando a los jockeys, juzgando a los cuidadores y acosando a Boggs para que le contara cualquier comentario, noticia o especulación que hubiera oído.

Cada vez que podía, también acosaba a Reno, le preguntaba qué pensaba, cuál sería su estrategia. Se preocupaba por él, por el potrillo y por la pista.

—Dime —le preguntó el jockey—, ¿quién va a montar a ese caballo, tú o yo?

—Tú, pero…

—Pero habrías preferido hacerlo tú.

Kelsey no tuvo más remedio que sonreír.

—Tal vez. —Acarició el cogote de Pride, sintiendo su calidez y su suavidad—. Supongo que sufro de fiebre turfística.

—La fiebre te está abrasando. —Reno metió los pulgares en los bolsillos de su traje. Lo esperaba una mujer y tenía muchas cosas en la mente.

—Eso forma parte del asunto, ¿no es verdad? Los nervios, la ambición. —Sacó una manzana y se la ofreció a Pride—. El amor.

—Sí, es lo que nos engancha. —No tenía sentido que le dijera que, tarde o temprano, otras cosas interferirían en esa inocencia. Los números, las probabilidades. «Ya lo descubrirá por sí misma», pensó mientras le daba una palmada amistosa en la espalda—. Mantén feliz a nuestro muchacho, chiquilla. Y recuérdale la existencia de ese otro potrillo que correrá en Kentucky. Para que no se duerma sobre sus laureles.

Reno le dedicó un guiño y se alejó.

—No tienes que preocuparte por ese otro potrillo —le dijo Kelsey a Pride—. No se puede comparar contigo.

Pride masticó la manzana, por lo visto, completamente de acuerdo.

Midnight, un potrillo de Kentucky, era el favorito de la gente del lugar. Había sido el ganador inesperado del derbi de Florida en el que venció a Pride y a Double por un pescuezo. Y ese pequeño caballo, de poca alzada, recibía la atención de la prensa nacional.

Y Kelsey no tuvo más remedio que admitir que era una belleza. Las líneas clásicas, el carácter imprevisible, el fuego de sus ojos. En la pista le ponían anteojeras para que no se asustara de las sombras y de cosas inexistentes. Pero corría, Kelsey lo había comprobado con sus propios ojos.

La potranca de Bill Cunningham también tenía sus seguidores. No era necesario admirar al dueño para admirar al caballo. Sheba tenía corazón y coraje y saldría de las gateras como un tornado. Pero el sonido de su difícil respiración después de un entrenamiento fuerte, helaba la sangre de Kelsey.

Había otros que demostraban tener corazón y agallas, entre ellos Double, el potrillo de Gabe. Pero Kelsey apostaba por Pride. Se dijo que no era solo por lealtad ni por amor, sino por el buen criterio que empezaba a tener para juzgar a los caballos, después del severo tutelaje de Moses. Ese potrillo era uno entre un millón. Como ella estaba segura que también lo era su Honor.

El día de la carrera, Kelsey permaneció junto a su madre, ansiosa de que su confianza fuera justificada.

—Esta mañana me pareció que estaba espléndido.

Kelsey respiró hondo. Quería disfrutar del desfile inicial y del espectáculo, pero no podía dejar de hablar.

—Moses le indicó a Reno que lo contuviera un poco, porque lo quiere mantener nervioso. La pista es dura y rápida, como a él le gusta. Oí los comentarios de algunos de los que cronometraban los entrenamientos. Los sentimentales apoyan a Midnight, pero las preferencias de los que tienen la cabeza fría se dividen entre Pride y Double. —Se pasó la mano por la boca—. Pero Sudden Forcé podría ser el eslabón perdido. Me refiero al zaino de Arkansas. Esta mañana me pareció que estaba en buenas condiciones. Y no podemos descartar a la potranca de Cunningham. Tiene mucho corazón.

Divertida e impresionada, Naomi acarició el brazo de su hija.

—Te aconsejo que respires hondo. Dentro de unos minutos todo habrá terminado.

—Dispongo del tiempo justo para desearles suerte a mis dos señoras predilectas —dijo Gabe, y las besó a ambas—. Parece que tanto mi potrillo como el vuestro están siete a cinco —comentó, estudiando la cartelera de apuestas—. ¿Os parece que el ganador invite a comer a los demás?

—Siempre que el perdedor pague el champán —precisó Naomi con una sonrisa—. Me gusta que los hombres me paguen las bebidas.

—¡Bien dicho! —exclamó Kelsey, y de pronto contuvo el aliento: los caballos empezaban a ser conducidos a las gateras.

Desde el anonimato de las tribunas, Rich observaba a su hijo. Ese chico siempre había tenido buen gusto para las mujeres. Y una suerte endemoniada con ellas. «Igual que su padre», pensó Rich mientras palmeaba las nalgas de la rubia que había conocido la noche anterior.

—Mira bien al número tres —le murmuró—. Tengo un interés especial en ese caballo.

Sonó la campana. Los caballos salieron como una exhalación y la mujer que acompañaba a Rich empezó a alentar a viva voz al número tres.

Los ojos entrecerrados de Rich estaban protegidos por gafas de vidrios espejados. El favorito local tomaba la delantera, seguido de cerca por el potrillo de Arkansas. Caballos y jinetes no eran más que una mancha de color en movimiento, pero él nunca perdió de vista al número tres. La potranca de Cunningham corría con coraje, y en la primera curva ya estaba a un pescuezo del delantero. Pero Pride se destacaba del resto y devoraba distancias.

Rich asintió con lentitud y sonrió. Double empezó a avanzar por dentro. Hasta el ruido de los cascos era ahogado por los gritos de la multitud. En uno de esos momentos dignos de una fotografía, tres caballos corrieron cabeza con cabeza, moviendo las patas casi al unísono, los colores de los jockeys al viento.

Entonces Pride se adelantó una cabeza, un pescuezo, medio cuerpo. Cruzaron la línea de llegada con fracciones de segundos entre uno y otro, Pride, Double y Big Sheba: ganador, placé y tercera.

Rich echó atrás la cabeza y lanzó una carcajada.

—¡Princesa, esto ha sido un batacazo!

Ella hizo un mohín mientras hacía girar la cerveza dentro del vaso.

—¡Pero el número tres no ganó!

Rich volvió a reír mientras acariciaba el boleto de mil dólares que había jugado al hocico de Pride.

—Eso es lo que crees, princesa. Los presentimientos del viejo Richie siempre aciertan.

—¡Oh, Dios! —Kelsey todavía se cubría la boca con una mano. Hacia el final de la carrera casi había cedido a la tentación de taparse los ojos—. ¡Lo ha conseguido! ¡Ha ganado! —Rio de felicidad y arrojó los brazos al cuello de Naomi—. ¡Qué alegría! ¡Este es el preludio del derbi! ¡Lo presiento!

—Yo también. —Naomi la abrazó con fuerza, ignorando el repentino acoso de fotógrafos y periodistas—. Ven, acompáñame al círculo de los ganadores. Quiero que estés conmigo.

—¡Te aseguro que no podrías mantenerme alejada! —Se volvió hacia Gabe. Para tratarse de alguien cuyo caballo acababa de perder por medio cuerpo, parecía muy feliz consigo mismo—. Tu potrillo hizo una excelente carrera.

—Es cierto, pero el vuestro corrió mejor. —Dio un leve tirón a la trenza de Kelsey que le caía por la espalda—. Esta vez. Bien, nos veremos a la hora de comer.

La victoria no significaba que nadie descuidara sus obligaciones. Permanecerían en Kentucky hasta después del derbi, pasando de Keeneland a Churchill Downs.

El amanecer seguía significando entrenamientos, cronometrar tiempos, café solo y cuidadores que observaban desde la baranda de la pista.

Solo que en ese caso se trataba del derbi. Los entrenamientos ya no eran un asunto privado. Cuando los peones vareadores se levantaban de la cama, los fotógrafos ya estaban instalando sus equipos. La televisión, los diarios, las revistas, todos querían publicar reportajes; todos querían la entrevista perfecta, la fotografía perfecta.

Kelsey sabía cómo habría sido la de ella.

El suave amanecer, el momento de más magia para caballo y jinete, cuando la niebla empezaba a levantarse, sofocando los colores y los sonidos. Y a través de la niebla iba apareciendo la pista. Barriles llenos de agua caliente agregaban vapor. Los pájaros entonaban sus canciones matinales.

La primavera había llegado a Louisville, pero a esa hora todavía persistía un frío agradable y excitante. Un frío que arrancaba aún más vapor de los flancos de los caballos que volvían de galopar, tras deslizarse a través de la niebla con la misma magia de un Pegaso que se impulsa con los cascos y las alas. Aquellas criaturas de media tonelada de peso que se movían sobre estilizadas patas habían nacido para correr.

De los millares de purasangres que nacían cada año, solo unos pocos elegidos andaban sobre esa pista en medio de la niebla del amanecer. Y solo uno de ellos se erguiría victorioso el sábado, con una manta de rosas sobre el lomo resplandeciente.

Los mozos de cuadra, cargados de cubas y mantas, se movían entre los caballos, mientras el sol naciente despejaba el alba y convertía el rocío en una miríada de diminutos diamantes. Un gato maullaba, las botas crujían sobre el suelo. Y luego se oía el ruido de cascos sobre la tierra, misterioso e incorpóreo al principio, para luego crecer mientras la niebla gris se abría para dar paso a un potrillo.

Esa era su fotografía, el recuerdo que Kelsey llevaría consigo, silencioso y reconfortante en medio del colorido y el espectáculo.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Gabe, acercándose a ella.

Kelsey no contestó y se limitó a cogerle la mano. Debió suponer que él entraría en escena, convirtiéndose en parte de aquella imagen maravillosa que siempre conservaría en el recuerdo.

—Estoy tomando una especie de fotografía mental. No quiero que todo esto se pierda entre las fiestas, el periodismo y el estrés.

—Te has levantado temprano, considerando que no debes haberte acostado antes de las dos.

—¿Quién puede dormir en este momento?

Por toda respuesta, Gabe señaló con un movimiento de la cabeza al caballerizo que dormitaba, recostado contra una pared, Kelsey rio y respiró hondo, absorbiendo el olor a caballos, linimentos y boñiga.

—Todo esto es nuevo para mí. Esta mañana vi a tu jockey trabajar a Double. Me impresionaron muy favorablemente.

—Sí, te vi apoyada sobre la baranda. Y también tú me impresionaste muy favorablemente.

—No sé cómo tienes ánimo para flirtear con todo lo que está sucediendo. Esto es como el Mardi Gras de Nueva Orleans, el festival de Woodstock y las finales del Super Bowl, todo en uno. —Echó a caminar—. Desfiles, zepelines de publicidad, celebraciones por doquier, una carrera de barcos a vapor… Nunca he visto nada parecido.

—He ganado cinco mil.

Kelsey suspiró.

—¡Dinero! ¿Quién fue lo suficientemente tonto como para apostar contra ti?

Gabe sonrió.

—Moses.

Ella se bajó el ala de la gorra.

—Bueno, con su diez por ciento de la bolsa del sábado puede permitírselo.

—Te estás poniendo socarrona, querida.

—Siempre lo he sido. Supongo que irás al museo para el sorteo de los puestos de salida, ¿no?

—No dejaría de asistir por nada del mundo. —Hacía cinco años que no se perdía ese sorteo. Su presencia o ausencia no modificarían el lugar que le tocaría a su potrillo, pero, diablos, se trataba de su potrillo—. Antes ofrecen un desayuno en el viejo corral. ¿Tienes hambre?

Kelsey gimió y se llevó una mano al estómago.

—Desde que llegué a Louisville no he hecho más que comer. Creo que me saltaré ese desayuno. Si tú… —se interrumpió al notar que Gabe no le prestaba atención. La atención de él estaba fija en algo que acababa de ver en las caballerizas—. ¿Ocurre algo?

—No… —Por un instante había creído ver a su padre. Ese modo tan familiar de moverse, ese traje tan fuera de lugar en medio de tejanos y camisas de algodón. Pero solo fue una visión fugaz. Y sin duda Rich Slater no andaría paseándose por Churchill Downs al amanecer—. No es nada —repitió, tratando de sacudirse el escalofrío que eso le había provocado—. Si no quieres comer, al menos acompáñame.

No pensó más en el asunto. Antes de que terminara la mañana, Gabe estaba ocupado analizando con Jamison y el jockey la posición número tres que ocuparía su potrillo.

—Nos ha tocado correr por el lado interior. —Kelsey estaba con Boggs en las caballerizas, mordisqueando una de las manzanas que tenía en los bolsillos—. Es una muestra de que Dios está con nosotros.

Boggs tomó una de las pinzas de ropa que llevaba sujetas a la pierna del pantalón y colgó una manta azul.

—Supongo que Dios ve el derbi, como todos los demás. Posiblemente hasta tenga su favorito. —Pasó los dedos sobre una montura cuyos estribos había lustrado con sus propias manos—. Tal vez apueste al potrillo unos pavos.

—Tú nunca apuestas, ¿verdad?

—Así es. —Con el mismo cuidado colgó otra manta de la soga—. Desde abril del setenta y tres no he vuelto a apostar.

Le dirigió una mirada para comprobar si ella sabía que ese era el año en que su madre había matado a Alee Bradley. Al ver solo un leve interés en los ojos de Kelsey, añadió:

—Ocurrió en Keeneland. Three Willows también tenía un candidato para ganar el derbi. Un potrillo espléndido. Yo quería a ese potrillo más de lo que jamás he querido a una mujer. Se llamaba Sun Spot. Supongo que debí de haberme vuelto loco, porque le jugué toda mi paga. Salió de las gateras como un torbellino, como si ya alcanzara a ver la llegada. En la primera curva, el potrillo que corría a su lado tropezó y chocó contra él. Spot cayó y al punto supe que no volvería a correr. Se destrozó una pata y no hubo más remedio que sacrificarlo. Tu madre le asestó el tiro de gracia. El potrillo era suyo y lo sacrificó llorando, pero hizo lo que había que hacer. —Suspiró—. Así que desde entonces nunca he vuelto a apostar. Creo que trae mala suerte.

Kelsey rodeó a Boggs con un brazo y juntos examinaron las herramientas de su trabajo: las mantas puestas a secar, las vendas.

—Nada le sucederá a Pride.

Boggs asintió y aceptó la manzana que ella le ofrecía.

—Querer a un caballo es un error, señorita Kelsey. —Lustró la manzana sobre su camisa y se la devolvió—. De una u otra manera le rompen a uno el corazón.

Ella sonrió, arrojó la manzana al aire y volvió a cogerla.

—¿Esta es para mí o para Pride, Boggs?

Una sonrisa desdentada iluminó el rostro del viejo.

—A él le encantan las manzanas.

—Entonces será mejor que vaya a dársela.

Cuando ella iba a salir, Boggs se rascó el cuello y dijo:

—¿Sabe?, hoy vi a alguien que hacía mucho que no veía. Alguien a quien conocí en esa primavera del setenta y tres.

—¿Ah, sí?

Para ganar tiempo, Boggs cogió la manzana, la apretó entre sus manos deformadas y la partió en dos trozos iguales.

—El padre del señor Slater.

—¿El padre de Gabe? ¿Lo has visto aquí?

—Me pareció que era él. Pero mis ojos ya no son los que eran y es raro que esté aquí. Recuerdo que andaba por allí el día fatídico de Spot. Organizó un buen alboroto, acusando a la señorita Naomi de haber planeado perder la carrera y el caballo. Desde luego estaba borracho, pero Rich Slater es persuasivo. Examinaron al potrillo en busca de rastros de dopaje.

Kelsey estaba de pie de espaldas al sol, con la cara en sombras.

—¿Y qué encontraron?

—Nada. Los Chadwick no hacen trampa. Pero sí encontraron algo en el potrillo que lo golpeó. Anfetaminas.

—¿De quién era ese potrillo?

—De Cunningham. —Escupió—. Extraño, ¿verdad? Al principio todo señalaba a Cunningham, pero después resultó que el culpable era el jockey, Benny Morales, un jinete excelente. Antes de ahorcarse en el cuarto de monturas del señor Cunningham, dejó una nota confesando su culpa.

—¡Dios, qué terrible!

—En las carreras hay cosas que huelen muy mal, señorita Kelsey. Rich Slater decía que los Chadwick habían pagado a Benny para que dopara a su caballo, para que lo descalificaran aunque ganara. Eso no era más que una mentira podrida, por supuesto, pero un hombre como Slater siempre tiene que culpar a alguien. La cuestión es que ese día casi todo el mundo perdió. Posiblemente no haya sido él a quien vi hoy, pero en todo caso convendría que usted se mantuviera lejos de él.

—Lo haré.

Rich Slater no tenía ninguna intención de encontrarse con nadie de Three Willows. Estaba allí como espectador. Y aunque hubiera sido mejor que ese sábado se mantuviera lejos de Louisville, quería tener un asiento en primera fila.

Estaba de parabienes: un fajo de billetes en el bolsillo, una mujer guapa cogida de un brazo y a punto de participar en una serie de fiestas. Por fin lo había logrado. Pero la mejor parte, la más sabrosa, sería ver a los que caerían mientras él ascendía.

Debía admitir que era una persona brillante, e incluso se había preocupado de no emborracharse hasta las cejas. No solo saldaría una antigua deuda y bajaría de un plumazo al desagradecido de su hijo, sino que, al hacerlo, ganaría una pequeña fortuna.

Y en realidad, él no había hecho nada. Se había limitado a poner el instrumento indicado en las manos indicadas.

Esa zorra Chadwick pagaría. Se acercó al bar de la habitación para servirse una copa. Su compañera de esa semana se había dormido, el cuerpo entre las sábanas arrugadas, tras una maratónica sesión de sexo. «Has comprobado lo que es un macho de verdad», le dijo mentalmente, observando su cuerpo inerte y exhausto.

Todavía podía agotar a la fulana más briosa.

Rich se volvió y se solazó ante el espejo. Su vanidad era tan ciega que no vio los michelines de la cintura. En cambio vio el cuerpo de un joven de treinta años, fuerte, firme y delgado. El cuerpo que había heredado su hijo, ese imbécil que había intentado conformarlo con un cheque de cinco mil dólares. «No permitiste que tu padre pasara una noche bajo tu techo. Pero cuando esto termine yo seré dueño de tu techo y tú te irás a la puta calle». Bebió el whisky. Ese muchacho arrogante se creía mejor que nadie. Siempre había sido así. Pero en un par de días no se sentiría tan superior. En un par de días su suerte se habría acabado.

En realidad debía agradecer a las circunstancias, tanto pasadas como presentes, el haberle ofrecido la gran oportunidad de su vida. Cunningham era la guinda extra. Por supuesto que era un imbécil, pero los imbéciles eran los mejores pájaros para desplumar.

Y él desplumaría a Cunningham durante muchos años, y esa desagradable actividad suplementaria de chantaje le reportaría jugosas ganancias. Pero el premio mayor, ah, el premio mayor le llegaría justo antes de las seis de la tarde del sábado. Un trabajo que todo el mundo consideraría magistral.

Abrió otra botella y se sirvió otra copa. Se preguntó si Naomi Chadwick se acordaría de él. Si se acercaba y le tocaba aquel bonito trasero, ¿lo recordaría? Tuvo ganas de intentarlo, de acercársele y darle un pellizco mientras le guiñaba un ojo. No le gustaba la idea de que una mujer, cualquier mujer, pudiera olvidar a Rich Slater.

Él recordaba bien a esa calientapollas a quien le gustaba exhibirse en vestidos escotados o tejanos ajustados. Esa furcia que se meneaba por el hipódromo como una potranca en celo, abriendo las piernas ante cualquier hombre a quien se le pusiera tiesa.

Rich la deseaba, y mucho. Quería levantar esas faldas llenas de volados y metérsela para demostrarle lo que era capaz de hacer un verdadero hombre. Pero cuando lo había intentado ella lo miró como si fuera una boñiga que acabara de pisar con la bota, y se rio de él. Se rio hasta que él tuvo ganas de hundirle su bonita cara de un puñetazo. Y tal vez lo habría hecho, pensó Rich, golpeándose la palma de la mano con el puño. Tal vez lo habría hecho si en aquel momento no hubiese aparecido ese judío descastado.

—¿Algún problema, señorita Naomi?

—No, Moses, ningún problema. Solo una rata del hipódromo. ¿Cómo está nuestro muchacho?

Y se alejó contoneando las caderas, para ir a arrullar a su maldito potrillo premiado. Y Rich no tuvo más remedio que volver a la cochambrosa habitación que había alquilado y hundirle la cara a golpes a su esposa pálida y poco agraciada.

La muy zorra consideraba que él no era suficiente bueno para ella. Ese día le costó su orgullo, pero después él se vengó apropiadamente arreglando la carrera. El resultado no había sido intencional, por supuesto. Nadie podía predecir que Morales perdería el control de su caballo y chocaría contra el de ella con tanta fuerza. Pero en definitiva había salido bien. Más que bien, porque él fue inteligente y utilizó las circunstancias contra la perra Chadwick. Pero su venganza aún no había terminado.

Los diez años que ella pasó en la cárcel habían sido solo un pago parcial. El resto de la deuda la pagaría este sábado.

Kelsey no asistió al desayuno del derbi que se ofrecía en la mansión del gobernador. No solo no tenía apetito, sino que quería quedarse en el hipódromo.

La primera carrera debía iniciarse exactamente a las once y media. Igual que los jockeys, los peones y los cuidadores, Kelsey estaba allí a las seis. La idea de volver al hotel a mediodía para dormir una siesta, le resultó imposible. Prefirió quedarse con Boggs y con otros del equipo y repartirse el pollo asado que habían comprado.

—¿Todavía por aquí? —Moses se dejó caer en el suelo a su lado y cogió un muslo del recipiente.

—¿Dónde más voy a estar? —Comía más por nervios que por hambre y bebía un refresco.

—Podrías estar en tu palco. El espectáculo ya es impresionante. Las tribunas están desbordantes.

—Estoy demasiado nerviosa. Además, allí algún periodista me metería un micrófono o una cámara en la cara.

—Aquí tampoco los evitarás. Tu madre los atrae. Podrías refugiarte en el Matt Win Room.

—Ya —contestó Kelsey lamiéndose los dedos—. Eso es para empresarios. Es lo mismo que sentarse en una sala de sesiones. No es un lugar para ver la carrera. ¿Cómo está Naomi?

—Tensa. No lo demuestra, pero lo está. Y en parte es porque tú estás aquí. Quiere que recibas con ella ese trofeo.

—Lo conseguiremos, ¿no crees?

—No voy a tentar a los dioses diciendo que sí. —Miró el cielo, entrecerrando los ojos—. Buen día. Seco y despejado. Tendremos una pista rápida.

—Estuve allí a primera hora, mientras la preparaban. Es una belleza. Pensaba ver algunas de las primeras carreras, pero me ponía más nerviosa. —Tomó otro trozo de pollo—. ¿Has visto a Gabe?

—Está en el palco con Naomi. Pero ya vendrá a acosar a Jamie y a ver ensillar a su potrillo.

—Ayer hubo tanto que hacer que apenas lo vi. No sabía si decírselo, porque sé lo que siente, pero Boggs mencionó que creía haber visto al padre de Gabe.

—¿Cuándo? —preguntó Moses dando un respingo.

—Bueno, el jueves, a última hora de la mañana. Pero Boggs dijo que no estaba seguro. ¿Moses? —Se puso de pie porque él ya lo había hecho y se encaminaba a la caballeriza.

—Ese hombre equivale a problemas. —Escupió al suelo—. Es hierba mala.

—¿Hierba mala? —Quería sonreír pero los labios no le respondían—. ¡Venga, Moses!

—Algunas personas siempre provocan problemas y los transmiten. Rich Slater es una de ellas. —Se encaminó con rapidez al box de Pride para comprobar que estaba bien. Luego se obligó a relajarse. Los caballos percibían las emociones. Quería que Pride estuviera nervioso, acelerado, pero no atemorizado—. Si está en el hipódromo, no lo quiero cerca de este box.

—Los guardias no permitirán que entre ninguna persona no autorizada. Boggs ni siquiera estaba seguro de haberlo visto. Además, ¿qué problema podría causar?

—Ninguno. —Moses acarició el hocico del potrillo y le murmuró con suavidad—. Supongo que yo también estoy tenso. Slater es historia pasada. Una mala historia, pero pasada.

—Boggs me contó lo de la carrera de Lexington, y el accidente de Sun Spot.

—Fue duro. En particular para ella. En ese momento Slater trató de jugárnosla, pero disparó contra la persona equivocada. Benny Morales era un buen jockey. Ese año volvía a la profesión. Había estado un tiempo alejado a causa de problemas en la espalda. Cunningham le encargó que condujera a su potrillo. Nunca supe si Benny inyectó a ese potrillo porque tenía necesidad de dinero, o si lo hizo porque tenía necesidad de ganarle al potrillo de Chadwick.

«En realidad ya no tiene importancia», pensó Moses. Había sucedido lo peor.

—Había estado trabajando para Three Willows cuando tuvo una mala caída en un entrenamiento. Pasó un año y medio antes de que pudiera volver a ponerse de pie. El señor Chadwick le ofreció el cargo de cuidador asistente, pero Benny quería montar, demostrar lo que valía. Así que Cunningham le ofreció su caballo.

—¿Era capaz?

—En realidad no lo sé. Tomaba muchos sedantes. Se esforzó en volver a estar en peso. No había mucha gente que pudiera emplearlo, así que Cunningham lo consiguió barato. Pero terminó costándole muy caro. Bueno —volvió a acariciar a Pride—, eso también es historia pasada. Y estamos frente a una nueva carrera. La carrera. Ya casi es hora de llevar a nuestro muchacho al corral.

El primer sábado de mayo, los caballos podían andar de las caballerizas al corral solo una vez.

Tres años antes, Pride retozaba feliz junto a su madre en una pradera, en uno de los primeros pasos de un sueño. Un año después galopaba por el campo, corría con sus compañeros o con su propia sombra. El entrenamiento, el desarrollo de músculos y de huesos, aprender la poesía y el poder del movimiento era algo exclusivo de los purasangre. Y luego llegó ansioso al cabestro, y en una madrugada sintió por primera vez el peso de un hombre sobre su lomo.

Un día lo llevaron a una gatera y lo obligaron a aceptar su confinamiento. Lo entrenaron en la pista de práctica. Aprendió a reconocer el olor de su mozo de cuadra, a sentir calor en las patas y peso en el lomo. Y finalmente aprendió a hacer aquello para lo que había nacido: correr.

Ahora, había hecho el trayecto hasta el derbi. Sería la única vez. No había una segunda oportunidad.

A las 17.06 estaban en el corral y Pride se encontraba listo para ser ensillado. Se comprobaban los tatuajes, el pelaje y las marcas de los diecisiete participantes. Igual que en todas las demás carreras, pero esta era muy diferente.

Solo se había borrado un caballo. Nadie mencionaba al potrillo de California que esa mañana se había lesionado en el entrenamiento. Mala suerte.

En las habitaciones de los jockeys, los jinetes se pesaban. Sesenta y tres kilos exactos, incluyendo la montura. Reno subió a la báscula, la miró y sonrió. Las horas pasadas en las saunas habían valido la pena. Instantes después, luciendo las camisas de colores resplandecientes, los jinetes se encaminaban al corral.

La espera ya casi había terminado.

En las tribunas, el público se movía inquieto, excitado, jubiloso.

El tablero de las apuestas titilaba y frente a las ventanillas se alineaban los apostadores.

Eran las 17.15. Los caballos estaban ensillados y los ponies acompañantes, con las colas trenzadas y flores en la crin. A pesar de las nubes blancas que flotaban en el cielo, el aire era denso. La tensión pesaba.

—No te preocupes por tomar la delantera —le dijo Moses a Reno—. Deja que el potrillo de Arkansas se adelante hasta la primera curva. Pride corre bien en la recta.

—Lo enhebrará como si fuera una aguja —dijo Reno, asintiendo. Aunque hablaba con tono inexpresivo, sudaba bajo la camisa de seda.

—Y háblale, no lo olvides. Se matará corriendo si se lo pides.

Reno asintió, luchando por mantener en los labios la sonrisa de arrogancia. ¡Se jugaban tantas cosas en esos dos minutos de pura velocidad!

—¡Los jockeys a montar!

Ante el anuncio del juez del corral, Moses palmeó el hombro de Reno y luego lo ayudó a montar. En ese momento se internarían en el túnel, rumbo a la pista.

—¿Lista? —Naomi cogió la mano de Kelsey.

—Sí. —Respiró hondo—. Sí, lo estoy.

—Yo también. —Después de dar dos pasos, Naomi meneó la cabeza—. Espera un minuto. —Con su elegante vestido rojo y su collar de perlas, cruzó el corral a la carrera. Alcanzó a Moses, le echó los brazos al cuello y lo besó.

—¡Naomi! —exclamó él, y se apartó de ella ruborizado, presa de una mezcla de orgullo y timidez, como el chico a quien han pescado haciendo una travesura—. ¿Qué te pasa? Hay…

—¿Gente mirando? —completó ella la frase. Y volvió a besarlo—. ¡Al diablo con tus pruritos, Moses!

Todavía reía cuando volvió corriendo junto a Kelsey.

—Bueno, asunto terminado.

Divertida y extrañamente emocionada, Kelsey preguntó:

—¿Asunto terminado?

—Es una discusión que mantenemos desde hace años. Él no quiere que se conozca nuestra relación porque no le parece digna de una mujer de mi posición. —Se echó atrás el pelo. ¡Dios! Se sentía joven, libre e increíblemente feliz—. Es solo un caso de lamentable orgullo masculino, por supuesto. El que tienen todos.

Kelsey lanzó una carcajada.

—¿Por qué no te casas con él?

—Porque nunca me lo ha pedido. Y supongo que yo tengo demasiado orgullo femenino para pedírselo. Y hablando de hombres. —Gabe se dirigía hacia ellas—. Antes de que él pueda oírme, he de decirte que es uno de los ejemplares más fabulosos que he conocido.

—Sí, tiene algo en sus ojos —afirmó Kelsey—. Y en la boca. Y en los pómulos. —Sonrió con picardía—. Y por supuesto también está ese trasero maravilloso.

—Lo he notado —contestó Naomi con una risita—. El hecho de que casi tenga edad suficiente para ser su madre, no significa que esté ciega.

—¡Señoras! —Gabe inclinó la cabeza. Cuando dos mujeres tenían esa mirada en los ojos, algo tramaban—. ¿Queréis compartir la broma conmigo?

Ellas se miraron y menearon la cabeza.

—Pues no.

Cada una se cogió de uno de los brazos de Gabe y los tres se encaminaron hacia el palco.

En medio de la tribuna, rodeado de sombreros, camisas de seda y vestidos elegantes, Rich bebía su tercer vaso de menta. El sitio que le había conseguido Cunningham no era nada del otro mundo, pero él tenía un par de binoculares de bolsillo. Con ellos observó a Gabe, que en ese momento escoltaba a las dos mujeres hacia el palco.

Son dos beldades, pensó. Naomi con su llamativo vestido rojo, la hija con su llamativo vestido azul, y ambas cabezas rubias resplandecientes.

Se preguntó si el muchacho se habría acostado con ambas. Lo imaginó como un sándwich, en medio de aquellas dos mujeres hermosas y sensuales. Seguro que follaban como dos conejas.

—Mira, querido, ¿no te parecen bonitos con esas flores en la crin?

Cherri, que había durado toda la semana con él gracias a sus habilidades sexuales y a su alta tolerancia a la ginebra, le tiró del brazo. Rich miró lo que le señalaba.

—¡Por supuesto, querida! Son una verdadera delicia.

Los caballos que participarían en la carrera daban la vuelta a la pista escoltados por ponies con flores en las crines y jinetes de librea. El potrillo de Arkansas piafaba y trataba de morder al caballo que lo precedía. El jinete del poni ayudó al jockey a tranquilizarlo.

Los caballos desfilaban en medio de los vítores de la multitud.

—¡Esto es increíble! —dijo Kelsey—. Sencillamente increíble. —Meneó la cabeza cuando Gabe le preguntó si quería beber algo—. No podría tragar nada. Apenas consigo respirar. ¡Oh, Dios! ¡Los están metiendo en las gateras!

Todos estaban en sus respectivos puestos: los caballos, los jockeys, los asistentes. En la cabina, dos jueces observaban todo con binoculares, esperando la salida. Un tercero permanecía dentro, frente a dos monitores de televisión. Había otros instalados en la línea de salida.

«Empieza la carrera», anunciaron por los altavoces.

En el pasado el derbi se iniciaba con un latigazo. Ahora pulsaban un botón y resonaban las palabras que todo el mundo esperaba.

«¡Salida!».

El rugido de la multitud y el ruido de cascos sobre la pista. A Kelsey el corazón le dio un vuelco.

Tanto colorido y tantos sonidos podían empañarse en una vista deslumbrada y perderse a causa de un pulso acelerado. El grupo de caballos pasó por primera vez frente a las tribunas. El favorito, nacido en Kentucky, iba en cabeza.

Con los binoculares, Kelsey buscaba a Pride. Los colores de la camisa de Reno resplandecieron cuando él empezó a adelantarse hasta quedar hocico a hocico con el potrillo de Gabe. Entre ambos corría Big Sheba, la yegua de Cunningham.

—¡Se está adelantando! ¡Se está adelantando! —gritaba Kelsey. Su voz se perdía en un muro de sonidos. Naomi le hundía los dedos en el brazo.

Al llegar a la media milla, en cuarenta y cinco segundos, Pride se adelantó a Midnight Hour, con Reno encorvado sobre su lomo.

Kelsey alcanzaba a ver volar la arena, las camisas de colores hinchadas por el viento, las fustas que caían, el poderío de aquellas patas largas y delgadas.

Midnight Hour se retrasó hasta quedar en cuarto lugar. A los tres cuartos, Pride tomó la delantera, un pescuezo, medio cuerpo, pero el potrillo de Longshot acortó distancias. Algunos comentarían que era una carrera entre dos caballos, con la valiente yegua detrás, a dos cuerpos de distancia. El potrillo de Arkansas se separó del montón corriendo desde atrás, y la multitud enloqueció.

Entonces llegó la última recta, todo o nada.

Sucedió con rapidez, Pride tropezó y sus patas se flexionaron como alambre. Reno soltó los estribos y salió impulsado hacia adelante. Mientras caballos y jinetes luchaban por impedir una colisión, el potrillo intentó levantarse, pero no lo consiguió y se dejó caer sobre sus patas, quedando tendido.

Double or Nothing cruzó la línea de llegada en dos minutos, tres segundos y tres cuartos, mientras desde todas partes corrían peones a la pista para ayudar al campeón herido.