24
Reno se había puesto un traje gris pizarra y corbata marrón. Sus suaves botas italianas brillaban como espejos. La mujer delgada que llevaba del brazo era una cabeza más alta que él y mantenía la cara permanentemente vuelta hacia las cámaras.
Él sabía que era patético, el hombre bajo que demuestra su masculinidad saliendo con una mujer alta y llamativa. Por debajo de sus alardes, de sus rápidas y arrogantes respuestas acerca de su siguiente temporada, Reno era un remolino de nervios y desdicha.
Observó a los jockeys que se encaminaban al corral y supo lo que cada uno de ellos sentía y pensaba: la concentración, los pequeños juegos mentales para mantener el nivel de adrenalina.
Solo uno de ellos sería el ganador, pero otros podrían demostrar su capacidad. Algunos regresarían el próximo año. Otros se desdibujarían: aumentarían de peso, perderían interés, sufrirían una caída. Los grandes permanecerían en el circuito, se harían ricos, evitando o sobreponiéndose a huesos rotos y malas caídas. Los de nivel intermedio se moverían de un hipódromo a otro, siguiendo a cuidadores, atormentando a representantes, desapareciendo para tal vez volver a reaparecer como mozos de cuadra, o como cuidadores o entrenadores en algún criadero de baja categoría.
Pero en ese momento eso no se notaba. En ese momento eran guerreros, soldados, actores, los ojos tensos y entrecerrados detrás de las gafas de plástico, los cuerpos delgados y esbeltos bajo las camisas de seda, los pies enfundados en finas botas de cuero. Tenían los cascos puestos bajo las gorras de tela, el número del caballo marcado en un cartón y sujeto al brazo con una liga.
Algunos se habrían levantado al alba, para inspeccionar y preparar ellos mismos sus caballos. Otros habrían dormido hasta tarde y su relación con el caballo no sería más que fría y profesional. El miedo a la báscula los habría mantenido a casi todos lejos de las comidas, o los habría inducido a tomar otra sauna.
Ahora ya los habían pesado y estaban listos. Reno los miró con envidia y desesperanza.
Él debería ser el que estuviera escuchando las instrucciones finales del cuidador. Debería ser él el depositario de las alabanzas, la admiración y las esperanzas de los propietarios. Debiera haber sido él quien corriera por la pista con la fusta entre los dientes.
El peor de sus temores era no poder volver nunca al círculo de los elegidos.
Se obligó a adelantarse, con la sonrisa rápida y jactanciosa en los labios.
—Señorita Naomi.
—Hola, Reno. —Naomi tendió la mano para cogerle el brazo sano—. Se te ve muy bien.
—Preferiría estar vistiendo sus colores.
—Pronto volverás a llevarlos. —Miró a la mujer a quien él había dejado conversando con los periodistas—. Una chica muy bonita. Me resulta familiar.
—Tal vez la haya visto en un par de spots publicitarios de champú y de dentífricos. Está tratando de abrirse camino en el cine. —Se encogió de hombros como quitándole importancia y miró al potrillo—. Este correrá para usted, señorita Naomi.
—Sí, lo sé.
—¡Justo el hombre a quien quería ver! —dijo en ese momento Kelsey, adelantándose—. Dime ¿tendrás tiempo en las próximas dos semanas de ocuparte de mi potranca? Honor necesita un jinete que le saque el mayor rendimiento.
A Reno se le revolvió el estómago de amargura.
—Por supuesto, lo haré. Lo que me sobra es tiempo. Voy a desearle suerte a Joey.
—¿He dicho algo malo? —preguntó Kelsey al ver que se alejaba presuroso.
—No lo sé. —Naomi miró a Moses—. Supongo que ha de estar tenso, lo mismo que todos.
—Ya. Bien, iré a desearle buena suerte a Gabe. Nos veremos en el palco.
—Quiero que hagas historia para mí, Joey —pidió Gabe, mientras estrechaba la mano del jockey.
Joey flexionó los dedos e hizo crujir los nudillos.
—Eso pienso hacer, señor Slater.
—Sofrénalo, como te indiqué —agregó Jamison—. No quiero que se ponga en cabeza hasta llegar a la recta. No estamos buscando un récord. Queremos ganar.
—Double y yo podríamos hacer las dos cosas. —Sonrió y saludó cuando Reno se les unió—. Consigue un asiento en primera fila, compañero. Y te aconsejo que tengas una botella de champán en el hielo.
—Descuida, lo haré. —Reno no dejó de sonreír mientras saludaba con una inclinación de la cabeza a Gabe—. Buena suerte, señor Slater. Tiene un caballo entre un millón. —La mano que tenía en el bolsillo se le llenó de transpiración—. Alguna vez me gustaría tener oportunidades de montarlo.
—Hablaremos del asunto cuando estés totalmente recuperado.
—Un hombre se malcría montando la clase de caballo que yo he montado durante los últimos dos años. —Miró a Jamison—. Es así, ¿verdad, Jamie? Nos malcriamos.
—Es posible, Reno. —Jamison sostenía el cabestro de Double.
—Hace dos años gané el Belmont para ustedes, ¿recuerdan? Todo el mundo dijo que yo era un aprendiz de jockey y el potrillo un campeón. Pero la verdad fue que era mi día, mi caballo y mi carrera. —Dentro del bolsillo abría y cerraba los dedos húmedos—. Pero la gente se olvida pronto. Olvida todas las carreras, todos los éxitos. Lo que recuerdan es el derbi. El que nos pone en el candelero siempre es el derbi.
Le temblaba la mano cuando la sacó del bolsillo y acarició el cogote del potrillo.
—Bueno, tú te has ganado participar en el derbi y mucho más —le dijo al potrillo. Lanzó una carcajada forzada—. Ganes o pierdas no olvidarán este Belmont. Así que gánalo.
—¡Los jinetes, a montar!
Ante la orden, Reno retrocedió. Estaba pálido y sudoroso. Se volvió con rapidez y se alejó. Al verlo pasar, Kelsey lo cogió del brazo.
—Reno, ¿qué ocurre?
—Lo siento —fue todo lo que él dijo antes de alejarse del corral.
—¡Estos jockeys! —exclamó Jamison, meneando la cabeza—. Son muy temperamentales.
—Parecía enfermo —murmuró Kelsey, pero no había tiempo para preocuparse, ni siquiera para pensar. «Después de la carrera lo buscaré e intentaré ayudarlo», se prometió. Pero ese era el momento de Gabe. Y ella no estaba dispuesta a permitir que nada lo estropeara.
—A pesar de que esta mañana te marchaste sin mí, voy a desearte buena suerte.
—Habría hecho falta una grúa para sacarte de la cama al amanecer. —Además esa mañana quería estar solo por si veía a su padre, pero no vio ni rastros de él. Ya más relajado, Gabe observó a Kelsey. Iba tocada con un sombrero de paja blanco. El corto vestido rojo estaba cubierto en parte por una chaqueta blanca. Sobre el pecho, lucía el broche que él le había regalado—. Ahora que veo lo que hicieron por ti unas horas de sueño, me alegro de no haber tenido una grúa a mano.
—Una manera muy inteligente de escurrir el bulto, Slater.
—Gajes del oficio. —Le tomó el brazo y lo colocó bajo el suyo—. Veo que llevas mis colores.
—Hoy son los únicos que vale la pena lucir. —Mientras se encaminaba al palco de Gabe, ella se llevó una mano al corazón—. ¿Cómo es posible que no estés nervioso?
—Los nervios no ayudan en nada.
—Díselo a mi estómago —contestó ella mientras metía la mano en la cartera para sacar los binoculares—. Estoy empezando a creer que este triunfo me interesa más que a ti.
—Te aseguro que no es así.
Mantuvo una mano sobre la de Kelsey mientras los caballos eran conducidos a las gateras.
Las taquillas de las apuestas ya estaban cerradas. El cielo se veía azul celeste, típico del verano. La pista ovalada, aquellos dos kilómetros meticulosamente cuidados, ese día era rápida. La multitud que abarrotaba las tribunas estaba de pie, gritando y vitoreando.
Resultaba fácil olvidar lo grandioso que era todo. Para aquellos que lo veían por televisión, sin duda sería un espectáculo pequeño e íntimo, en lugar del abigarrado mundo que era.
Y gracias a la suerte, la ambición y su propio empuje, se había convertido en el mundo de Gabe. En ese momento todo el trabajo, las desilusiones, los triunfos y las esperanzas, se resumían en esa única carrera. En ese único caballo.
Mientras miraba a Double entrar en la gatera, Gabe recordó la noche en que nació el potrillo. El resollar de la yegua, el silbido del viento que golpeaba las paredes del establo. La nieve y la cellisca, la espera interminable mientras la yegua se esforzaba por dar a luz. Y luego las frágiles patas que se liberaban en medio de un charco de sangre. Y el relincho de la yegua, casi humano, que anunciaba la última etapa del nacimiento. Aquella criatura pequeña y húmeda permanecía tendida sobre la paja sucia, respirando por vez primera el aire que, desde el vientre de Bold Courage, había conducido a Double or Nothing hasta las gateras de Belmont Park, Long Island.
—Adoro a ese caballo. —No supo que había hablado en voz alta hasta que sintió que Kelsey le apretaba la mano.
—Ya lo sé.
Las gateras se abrieron con un chirrido metálico. De inmediato, la multitud jadeó al ver que Double or Nothing daba un giro a la derecha desde su posición número seis, desequilibrando a su jinete. Ese movimiento desastroso lo colocó detrás de un muro de caballos mientras su jockey intentaba no perder el equilibrio. Todas las instrucciones de Jamison acerca de la manera de ganar la carrera se convirtieron en inútiles en un abrir y cerrar de ojos. A partir de ese momento, la única meta de Joey era que Double or Nothing volviera a entrar en carrera.
En menos de un segundo tuvo que decidir si correr en medio del pelotón o rodearlo. Jinete y caballo tomaron juntos la decisión y se abrieron en un movimiento que —según los resultados— sería considerado valiente o tonto. Como si supiera lo que había que hacer, el potrillo se lanzó a galope. Devoró la distancia a una velocidad salvaje y cuando pasaron por primera vez la línea de llegada iba a un cuerpo detrás del líder y avanzando.
Desde su palco, Gabe lo seguía con los binoculares. Solo miraba un caballo. La carrera en sí había quedado casi olvidada, a la sombra de un relámpago de admiración. Allí había mucho más que belleza. Había coraje. Ganara o perdiera, él nunca lo olvidaría.
Recorrieron tres cuartos de kilómetro en cuarenta y seis segundos, con Double y el líder separándose cada vez más del pelotón. El público rugía, frenéticamente, pero Gabe solo escuchaba la voz de Kelsey a su lado, alentando a caballo y jinete en voz baja. Bien podían haber estado los dos solos, de la mano, mirando correr a un único caballo.
Al llegar a la última curva, Double luchó por adelantarse mientras enfilaban la recta final. Era allí, al final de esos exigentes dos kilómetros, que el Belmont ponía a prueba el valor de los participantes. El potrillo criado en Kentucky avanzaba desde atrás, acercándose a los líderes como una flecha.
Aquel potrillo nacido una ventosa noche de invierno iba impulsado con más fuerza que la fusta que caía sobre sus ancas. Con corazón y honor cruzó como un relámpago la línea de llegada a dos cuerpos de distancia del segundo para ganar el Belmont y la Triple Corona.
Por un instante Gabe no reaccionó. Las emociones que bullían en su interior eran demasiadas para separar en ellas solo la emoción de la victoria. Aquel era su caballo, que ahora avanzaba al paso con su jinete apoyado en los estribos. Aquel era su sueño, cubierto de sudor, polvo y gloria. Sucediera lo que sucediese, nadie podría quitarles, ni a él ni a su espectacular potrillo, aquel momento deslumbrante.
—¡Qué maravilla de caballo! —murmuró Gabe con voz ronca. Aturdido, miró a Kelsey y notó que tenía las mejillas anegadas en lágrimas—. ¡Qué maravilla de caballo! —repitió.
—Sí, es maravilloso. —Sollozando de felicidad, Kelsey le echó los brazos al cuello a Gabe—. ¡Felicidades, Slater! ¡Lo has conseguido!
—¡Oh, Dios! —No existía autodominio capaz de impedir que una sonrisa le iluminara la cara—. ¡Lo hemos logrado! —La levantó en vilo y la hizo girar, ignorando las cámaras. Kelsey todavía reía cuando Gabe la besó tiernamente en los labios.
En su habitación, a cientos de kilómetros de distancia, Rich miraba fijamente la pantalla del televisor. No había ido a Nueva York. Con lo que esperaba que sucediera, le pareció más seguro no estar presente.
Meneó la cabeza cuando las cámaras ofrecieron una toma del potrillo victorioso y luego enfocaron a su propietario.
—Disfrútalo mientras puedas, muchacho —masculló mientras brindaba con un whisky de doce años. Una sonrisa le torció los labios al ver el beso con que su hijo y Kelsey celebraban el triunfo y mientras el locutor señalaba que Gabriel Slater y Kelsey Byden era rivales muy amistosos.
Rich se reclinó en el sofá y esperó a que se produjera el caos. Debían llevar al potrillo al lugar donde le tomarían muestras de saliva, como se hacía después de cada carrera. Y entonces Gabe no sonreiría tanto. «Es aún mejor así —decidió—. Arrebatarle el premio después de que lo haya ganado».
Todo había funcionado a la perfección gracias a la bonita hija de Naomi. Si ella no hubiera ido a las caballerizas esa noche, interrumpiendo lo que se iba a hacer al potrillo, este nunca habría corrido aquella carrera. Pero corrió y ganó. Y faltaban pocos instantes para que se hiciera el sorprendente anuncio de que Double or Nothing tenía droga en el cuerpo. Gabe no solo perdería, sino que tendría que afrontar el escándalo, la burla y la vergüenza.
Mientras se preparaba para su victoria, Rich se sirvió más whisky. La mano le tembló y derramó un poco al oír el anuncio oficial.
Nueve. Cinco. Dos.
En medio del impacto que acababa de recibir no atendió los anuncios sobre ganancias y apuestas. Miraba boquiabierto la pantalla, en la que aparecían caballo y jinete, ambos cubiertos de claveles blancos. Vio a Gabe, con una mano en el hombro de Kelsey en gesto posesivo. Después felicitó al jockey, y se inclinó como el vaquero sentimental de un western de serie B para besar el cuello sudado del potrillo.
Rich arrojó el vaso contra la pantalla y ambos se hicieron añicos. El aire apestaba a whisky cuando se levantó de la silla, furioso, y empezó a patear y a golpear el televisor hasta que los nudillos se le enrojecieron; después lo levantó y lo arrojó al suelo. Su único deseo era destruir el aparato que le enviaba esas imágenes.
Cuando por fin se detuvo, jadeante y agotado, el aire apestaba no solo a whisky, sino también a chamuscado y al penetrante sudor de Rich. Le sangraban los nudillos y respiraba jadeante. Tropezó con una silla caída y enderezó la botella de whisky, gran parte de cuyo contenido se había esparcido sobre la alfombra, pero todavía quedaba bastante para quitarle el sabor a bilis de la garganta y aclararle la mente.
«Caerán cabezas», se prometió. Y ya que era evidente que no podía confiar en nadie para que llevara a cabo una tarea sencilla, él mismo tendría que encargarse de hacerlo.
Durante la semana siguiente a la victoria de Double no hubo tiempo para pensar. En Three Willows la rutina debía continuar, a pesar de la celebridad de su vecino. La temporada de carreras no terminaba en Belmont, y el cuidado y entrenamiento de los caballos no permitía que nadie se cruzara de brazos.
Y Kelsey tenía sus propias ambiciones, entre las cuales figuraba llegar a tener su propia campeona. Con Honor le habían proporcionado la oportunidad de hacerlo y no pensaba desperdiciarla.
Tampoco había olvidado su meta de colocar en su lugar las piezas del rompecabezas del pasado. Charles Rooney podía no recibir ni contestar sus llamadas, pero ella estaba decidida a vencerlo por cansancio. Ya llegaría el día en que aceptaría volver a hablar con ella. También volvería a visitar al capitán Tipton. Y, si era necesario, recurriría a su padre y le pediría que reviviera, día a día, esos meses de su vida, hasta que todo quedara en claro.
Lo que en ese momento empezaba a vislumbrar Kelsey era la imagen de una mujer que había amado a su marido. Una mujer que sin duda había cometido errores, errores de orgullo, de vanidad y tozudez al tratar de forzarle demasiado. Pero por más que lo intentara con calma y frialdad, Kelsey todavía no había encontrado una pieza del rompecabezas que convirtiera a esa joven tozuda y temeraria en una asesina.
—¡Hola, hermana!
—¡Channing! —exclamó Kelsey, y corrió a besarlo esponja en mano—. No he tenido un minuto para decirte cuánto me alegra que estés aquí.
—A pesar de mi dolor de espaldas, solo hace un par de horas que he llegado. —Ya tenía la camisa empapada de sudor—. Moses me puso a trabajar con tanta rapidez que tengo la sensación de no haberme ido nunca.
—No creí que volvieras. —Kelsey lavó con la esponja la cara de su potranca—. Ya estamos a mediados de junio.
—Me tomó mucho tiempo decidirme.
—¿Candace sigue estando en contra de tu estadía en Three Willows?
—Podría decirse que no se siente muy satisfecha conmigo. Tuvimos una batalla terrible.
—Lo siento.
—No te preocupes, fue positivo. Salieron a relucir muchas cosas que nos estaban amargando, o por lo menos a mí. Ella quería que yo continuara la tradición familiar. Eso ha sido una constante en mi vida. Mi deber era convertirme en un brillante cirujano, igual que mi padre, igual que su padre y así sucesivamente. Era lo que mamá esperaba. Y yo permití que lo esperara.
—¿Y no es lo que quieres?
—Pienso estudiar veterinaria. —La miró esperando una protesta o, aún peor, una carcajada indulgente. Pero en lugar de eso, Kelsey se adelantó y le besó en las mejillas.
—Me alegro.
—¿De verdad?
—Podría soltarte una perorata acerca de lo imposible y frustrante que es tratar de vivir a la altura de las expectativas ajenas, sobre todo si se trata de las de la familia. En los últimos meses he tenido una interesante experiencia al respecto. Pero supongo que ya lo sabes. Ella cederá, Channing. Te quiere y, por encima de todo, solo desea lo mejor para ti.
—Tal vez. —Movió la paja con el pie—. Me resultó odioso tener que pelear con ella. Y aún más odioso saber que si el profesor no me hubiese apoyado habría claudicado.
—¿Papá te apoyó?
—Fue como la carga de la Brigada Ligera… —Sonrió—. Tu padre se limitó a hablar con ese tono lento y paciente, tan suyo. Nunca lo había visto oponerse a mamá de esa manera. Creo que lo que la hizo ceder fue la sorpresa de que él me apoyara contra ella.
—Es que papá también te quiere. —Se mordisqueó el labio y continuó con su trabajo—. ¿Hay problemas entre ellos, Channing?
—Están un poco tensos. Pero sin mí allí, tendrán el tiempo y la intimidad necesaria para solucionarlo. De todos modos, mamá te culpa más a ti que al profesor.
Kelsey hizo una mueca.
—Supongo que debería tratar de arreglar las cosas con tu madre.
—Mamá no es rencorosa. Por lo menos no guarda rencor durante mucho tiempo. Hemos sacudido su sentido del orden, eso es todo. Y tardará un tiempo en acostumbrarse.
—Perdón. —Reno estaba de pie junto al box.
—¡Hola, Reno! —saludó Kelsey—. ¿Recuerdas a Channing, mi hermano?
—¡Por supuesto! ¿Cómo estás?
—Bien. ¿Cómo va tu hombro?
En un movimiento instintivo, Reno lo hizo rotar.
—Mejorando. En dos semanas estaré en condiciones de volver a montar. Tengo algunas ofertas para el circuito europeo de esta temporada.
—Sí, Moses me lo comentó —dijo Kelsey—. Dentro de unas semanas vamos a enviar a High Water a Europa. Espero que seas tú quien lo montes.
—Tal vez. Esa es Honor, ¿verdad?
—¡Sí, por supuesto! ¿Qué te parece?
—Os dejo seguir hablando de caballos —interrumpió Channing—. Si Moses llega a verme charlando me rebajará el sueldo. Me alegro de verte, Reno.
—Ya nos veremos, Channing. —Entró en el box y se acuclilló. En un purasangre, lo primero eran las patas. Sin hacer ningún comentario, rodeó a la yegua, le pasó las manos por el pecho, los flancos, la cruz y por fin le examinó los ojos y los dientes.
—Es preciosa —dijo—. Tiene un cuerpo fantástico, mucha cavidad para el corazón. ¿La han metido en la gatera?
—Sí. Ahí no tiene problemas. —La potranca le pasó el hocico por el brazo y Kelsey sacó una zanahoria del bolsillo y se la ofreció—. Es suave, pero hay fuego en su interior. Moses cree que el año que viene deberíamos ponerla a prueba en un par de carreras. ¿Te interesa?
—Es una belleza —contestó Reno experimentando idénticos sentimientos de esperanza y desesperanza—. ¿Por qué quieres que yo la monte?
—Para empezar, porque te he visto montar y sé que no piensas en el caballo solo durante la carrera. Asistes a los entrenamientos, vienes a las caballerizas, tratas el asunto como si fuera una sociedad entre tú y el caballo. —Vaciló mientras acariciaba a la potranca—. Sé que querías a Pride, Reno. Se notaba lo que sentías por él y lo que pensabas de él. Ese es el tipo de jockey que quiero para Honor.
Reno apartó la mirada, conteniendo el llanto. Las palabras de Kelsey le llegaban muy hondo.
—Sí, yo quise a ese caballo —dijo con voz temblorosa—. Pride habría hecho cualquier cosa por mí. Se destrozó el corazón por mí.
—No puedes culparte por lo sucedido, Reno.
—Yo no lo habría lastimado. ¿Cómo íbamos a saber que la carrera lo mataría? —Miró a Kelsey sin verla—. ¿Cómo íbamos a saberlo?
—No podías saberlo —contestó ella con suavidad—. Pero tarde o temprano sabremos quién quiso lastimarlo.
Abatido, Reno suspiró profundamente.
—Sí, tarde o temprano. —Retrocedió un paso—. Esta es una excelente potranca.
—¿La montarás?
Reno le dirigió una mirada de tanta desesperanza, que Kelsey intentó consolarlo, pero él emitió un sonido gutural y se marchó.