17
—Nunca me dijiste que ibas a matar ese caballo. —Cunningham se secó la frente sudorosa.
Tenía la sensación de que últimamente se pasaba los días transpirando. Frente a la cámara, con una amplia sonrisa en los labios; en las fiestas de celebración, donde la gente le palmeaba la espalda y lo invitaba con bebidas; en la cama, mirando el techo y evocando una y otra vez el tramo final del derbi. Quería ganar, pero agradeció poder llegar segundo. Sin embargo el coste fue mayor del que jamás pensó pagar.
—Nunca lo dijiste —repitió, mientras el sudor le corría por la espalda—. Dijiste que lo harías descalificar, para que Sheba tuviera posibilidades de llegar segunda.
—Tú quisiste que yo me encargara de los detalles —le recordó Rich. Ahora bebía el mejor whisky de Kentucky y disfrutaba de una magnífica vista de la ciudad desde una elegante suite de hotel. Podía pagarlo. Ahora podía pagar muchas cosas—. Y conseguiste lo que querías. Tu yegua llegó segunda en el derbi. Ya nadie te llamará imbécil, ¿verdad? Nadie se burlará de ti a tus espaldas.
—Se suponía que solo te encargarías de que descalificaran a ese potrillo.
—Y eso hice —contestó Rich, sonriente—. Un gran momento. Los Chadwick pierden, se sospecha de ellos, y el arrogante de mi hijo y tú salís en olor de multitud. —Cogió una almendra de un recipiente—. Y ahora seamos francos, Billy. A ti no te importaría atizar a Gabe por la espalda, ¿verdad? Después de todo, hace cinco años él te quitó el criadero de tu familia y buena parte de tu dignidad.
—No me importaría bajarle los humos, pero…
—Los dos sabemos que tu potranca no tenía la menor posibilidad de ganar esa carrera —continuó Rich—. Con los potrillos de Three Willows y el de Longshot en carrera, con un poco de suerte habría llegado tercera, tal vez cuarta o quinta. Y eso no era bastante, ¿no es cierto?
«No con el agujero que yo mismo me he cavado», pensó Cunningham.
—No, pero…
—No —repitió Rich mientras cogía otra almendra con una expresión tan sincera como la de cualquier vendedor de coches usados—. Te hacía falta una oportunidad y yo te la proporcioné. Si vamos a eso, no esperaba tanto de tu yegua, pero la pobre corrió a fuerza de puro corazón. Te dará hijos campeones —agregó con un guiño—. Y eso es lo que importa, ¿verdad? Ganarás un montón de dinero si la haces servir por buenos sementales.
Era verdad, pero Cunningham no las tenía todas consigo.
—Si esto se llegara a saber, Rich, me arruinaría.
—¿Cómo se va a saber? ¿Crees que yo se lo diría a alguien? —Volvió a sonreír—. Supongo que no le habrás comentado nada a esa cosita bonita que tienes en la cama, ¿no? Algunos hombres no pueden mantener la boca cerrada entre sábana y sábana.
—No. —Cunningham se pasó la mano por la boca—. No le he dicho nada. —Aunque de haber hablado, ella no le habría prestado la menor atención. María estaba más interesada en gastar dinero que en averiguar su procedencia—. Pero la gente está haciendo preguntas. Y la prensa me acosa.
—¡Por supuesto que te acosan! —exclamó Rich—. Lo único que tienes que hacer es menear la cabeza, poner cara de besugo y aprovechar la publicidad gratuita que te ofrecen. Siempre puedes agregar que conoces bien a Naomi Chadwick y a Gabriel Slater, y que no crees que alguno de ellos pueda cometer un acto tan vil. Te agradecería que en esa frase no olvides mencionar a Gabe.
Cunningham se lamió los labios y se inclinó.
—¿Cómo lo haces, Rich?
—Bueno, Billy, muchacho, ese es mi secretito. Y cuanto menos sepas al respecto, mejor. Tú no eres más que un tipo afortunado que eligió una yegua, la compró y el animal llegó segundo en el derbi.
—Dentro de dos semanas se corre la carrera de Preakness.
Rich sonrió.
—Eso es codicia, amigo. Y además es peligroso. Te consta que es peligroso volver a hacer correr a esa yegua.
—Tiene posibilidades. —Había olvidado su sensación de culpa y sus temores, así como los hombres que habían muerto y el doloroso espectáculo de aquel potrillo derrumbándose en la pista—. Necesito que ella triunfe.
—No puede ser. —Con una risita, Rich lo apuntó con el índice—. Aunque la inscribieras y ella no se derrumbaba en plena carrera, esa parte de la Triple Corona tiene que ser limpia. De otro modo podrían sospechar de ti, Billy, muchacho. Y quién sabe… si te miran a ti, podrían mirarme a mí. Y si eso sucediera… bueno, dejaríamos de ser amigos.
—Hay mucho dinero en juego.
—¿Quieres más dinero? Apuéstale al potrillo de Longshot. Conozco a mi hijo. Hará todo lo posible por ganar; para reivindicarse. —La sonrisa de Rich era amarga. Vertió más whisky sobre el hielo del vaso—. Siempre ha querido ganar limpiamente. Yo le enseñé todas las tretas que conocía, pero él se considera mejor que yo, ¿sabes? Demasiado bueno para recurrir a ciertas cosas. —Entrecerró los ojos para beber—. Ya veremos quién sale mejor parado esta vez. Ya lo veremos.
No tenía sentido insistir, sobre todo cuando Rich se servía whisky con tanta prodigalidad.
—¿Qué se supone que debo hacer?
—Bórrala de Pimlico, Billy. Di que se lesionó en un entrenamiento y que no quieres arriesgarla. Hazlo con cara de decepción, y luego llévala a pastar hasta que llegue el momento de buscarle un amante.
—Tienes razón. —Dolía, pero Cunningham renunció a su codicia—. Es mejor no arriesgarse. La haré servir la primavera que viene. —Sonrió—. Dentro de unos años, tal vez hasta pueda hacer un trato con tu hijo, Rich, para que la sirva el potrillo que ganó el derbi.
—¡Así se habla! —Se inclinó y palmeó a Cunningham en la rodilla—. Creo que merezco una pequeña bonificación, Billy.
—¿Una bonificación? Hicimos un trato y yo he cumplido con mi parte.
—Nadie lo discute. Pero mira, Billy, entre la bolsa y lo que apostaste, has ganado una montaña de dinero. Calculo que entre trescientos y cuatrocientos mil dólares. —Su sonrisa se hizo más amplia al notar que Cunningham empezaba nuevamente a transpirar—. Y cuando la hagas partir, los potrillos que te dé, digamos, en los siguientes diez años, te permitirán vivir como un rey. Y sin mí no lo habrías logrado, ¿verdad?
—Te he pagado…
—No cabe duda de que me pagaste, pero calculemos los costes. Yo tuve que pagarle a Lipsky.
—Esa fue idea tuya. Yo no tuve nada que ver.
—Soy una especie de subcontratista, Billy —explicó Rich con aire paciente—. Todo lo que hago te beneficia. No debes olvidarlo. Bueno, Lipsky acabó con ese viejo caballerizo, y yo acabé con Lipsky. Y no entremos en detalles sobre el resto de la gente que figura en mi lista de pagos, pero existen gastos necesarios, y debo pasártelos. Hay dos hombres muertos y un caballo muerto y lo único que los separa de ti soy yo. Así que para ti debe ser muy importante mantenerme contento. Debe valer por lo menos otros cien mil.
—Cien mil… ¡Qué dices, Rich! ¿Te has vuelto loco? Yo corro con todos los gastos. ¿Sabes cuánto cuesta mantener un purasangre? Y además están los gastos de inscripción en las carreras.
—No te pongas avaro conmigo, Billy, muchacho. —La sonrisa de Rich era todo menos amistosa. Apoyó una mano en la rodilla de Bill y la apretó. Lo mismo que pensaba apretar durante largo tiempo su billetero—. Cien mil es una bicoca, te lo aseguro. Te doy una semana para que pienses cómo arreglarlo en tus libros. Debes traérmelos el día antes de que se corra la carrera de Preakness. En efectivo. —Se echó atrás, muy ufano—. Estoy pensando en apostarle al potrillo de mi hijo. Lazos familiares, ¿sabes?
Lanzó una carcajada mientras vertía más whisky en su vaso.
Sus lazos familiares le habían provocado un terrible dolor de cabeza a Kelsey. Suponía que el viaje a Potomac sería difícil, pero fue mucho peor. Su padre estaba furioso, más furioso de lo que Kelsey lo había visto jamás. En realidad no tenía importancia que la destinataria de su malhumor no fuera ella. Como Candace le señaló con frialdad, ella era la causante del problema.
Milicent había cumplido su promesa. No pudo impedir que se cumplieran los términos del testamento de su marido, pero modificó el suyo. En términos Victorianos y melodramáticos, Kelsey ya no era su nieta.
Con el motor del coche todavía en marcha en el sendero de entrada de Three Willows, Kelsey apoyó la cabeza dolorida sobre el volante. Había sido una escena espantosa. La furia gélida de Milicent al hacer el anuncio, la conmoción que ese anuncio le provocó a su padre y luego su cólera. Y Candace, ya preparada, que lanzaba pequeños dardos de culpa contra Kelsey.
Lanzando un quejido de dolor, Kelsey apagó el motor y se enderezó. No creyó que le dolería tanto. Hacía tanto tiempo que ella y Milicent no se llevaban bien que supuso que se sentiría aliviada.
Pero no se sentía aliviada, sino herida. Bajó del coche con fatiga, pensando en tomar un par de aspirinas para el dolor de cabeza.
Oyó música, una canción de los Rolling Stones. Kelsey siguió el sonido hasta un lado de la casa.
Un trapo manchado cubría parte del suelo del patio. Sobre una mesa, un casete rugía rock and roll. Frente a un caballete, con el pelo recogido en una coleta y con una camisa de hombre que le caía hasta las rodillas, Naomi esgrimía un pincel.
Podría estar empuñando una espada, pensó Kelsey. Estaba enfrascada en un duelo con la tela en la que ya se perfilaban forma y color. Su rostro, de perfil, parecía tallado en piedra, y los ojos destellaban.
Parecía una batalla íntima, y Kelsey empezó a retroceder. Pero de repente Naomi volvió la cabeza y la miró.
—Lo siento —dijo Kelsey, pero la música ahogó sus palabras. Naomi apagó el casete—. No quería interrumpirte.
—No te preocupes. —La pasión desapareció con rapidez de sus ojos, como si al dejar de mirar la tela recuperara la calma—. Estoy teniendo una rabieta personal. —Dejó el pincel y tomó un trapo para limpiarse las manos—. Hace mucho que no pintaba.
—Me parece una maravilla —dijo Kelsey mientras se acercaba para estudiar los violentos trazos de color y las pinceladas todavía húmedas—. ¡Muy original!
—¿Estás angustiada?
—¡Maldita sea! —exclamó Kelsey hundiendo las manos en los bolsillos—. Empiezo a creer que tengo una marca sobre la frente que irradia mis sentimientos.
—Tienes una cara muy expresiva. —«Y en cierta época yo también la tenía», recordó Naomi—. Deduzco que la reunión de familia no anduvo bien.
—Los dejé plantados. He provocado un altercado entre papá y mi abuela. Un serio altercado. Y creo que también entre él y Candace.
—¿Por quedarte a vivir aquí?
—Por ser quien soy. —Tomó la taza de té que Naomi había abandonado y bebió—. Milicent no solo me ha eliminado de su testamento, sino que me ha borrado de su mente y su corazón. En lo que a ella se refiere, he dejado de existir.
—¡Oh, Kelsey, lo siento! —Naomi apoyó una mano sobre su brazo—. Estoy segura de que no lo dice en serio.
Kelsey dejó la taza sobre la mesa.
—¿Lo estás?
La comprensión y la preocupación de Naomi de repente se convirtieron en furia.
—¡Por supuesto que lo dice en serio! Es típico de ella. Lamento haberte causado esta clase de problemas.
—¡Los he causado yo! —exclamó Kelsey—. Esto es algo que me concierne. Ha llegado la hora de que todo el mundo empiece a comprender que soy capaz de pensar, actuar y sentir por mí misma. Si no quisiera estar aquí, no lo estaría. No estoy aquí por despecho hacia ellos o para complacerte a ti. Estoy aquí porque quiero.
Naomi respiró hondo.
—Tienes razón. Toda la razón del mundo.
—Si quisiera estar en otra parte, estaría en otra parte. Pero me niego a ser amenazada, sobornada y culpabilizada para que renuncie a algo que para mí es importante. Mi familia me resulta importante, pero también Three Willows, y tú.
—Entiendo —dijo Naomi tomando la taza con manos temblorosas—. Gracias.
Kelsey contuvo el impulso de soltarle un puntapié a un tiesto de geranios.
—No es una cuestión de gratitud. Eres mi madre y me importas. Admiro lo que has sido capaz de hacer con tu vida. Tal vez no me gusten todos los años que estuvimos separadas, pero me gusta lo que eres. Y no estoy dispuesta a volver y simular que no existes, tan solo para darle gusto a Milicent.
Para no desfallecer de emoción, Naomi tuvo que cogerse del borde de la mesa.
—No puedes imaginarte lo que significa oír a una hija adulta decir que le gusta lo que una es. ¡Te quiero tanto, Kelsey!
El enojo de Kelsey desapareció.
—Lo sé.
—No sabía cómo serías cuando volviera a verte. Todo mi amor lo deposité en aquella niña que perdí. Después viniste y me diste una oportunidad. Y me fascina la mujer que eres. Me enorgullezco de ti. Aunque te fueras mañana y no volvieras nunca, me habrías dado más de lo que nunca esperé.
—Pero no voy a ir a ninguna parte. —Dejándose llevar por su corazón, dio un paso al frente y abrió los brazos—. Estoy exactamente donde quiero estar. —Estrechó a su madre entre los brazos.
Cerrando los ojos, Naomi disfrutó de aquel momento maravilloso.
—Prometo que trataré de reparar lo que estás sufriendo —dijo—. Encontraré la manera de suavizar el corazón de tu abuela.
—Ni hablar. No quiero que te preocupes por eso. —Ya más tranquila, se echó atrás—. Más bien podrías estar furiosa conmigo. Te aseguro que yo lo estoy. Furiosa y dolida. ¡Que ella llegue a creer que me interesa su dinero! Que lo use y que use mis sentimientos para presionarme. Que trate de controlarme con dinero.
—Controlar es algo esencial para Milicent. Siempre lo ha sido.
—No pudo anular la renta vitalicia que me dejó mi abuelo. Apuesto a que eso la indignó. No tener el poder de revocarla. ¡Y papá estaba tan angustiado! Hasta le gritó. Jamás lo había oído alzarle la voz.
—¡Claro que se la ha alzado! —exclamó Naomi con sombría satisfacción—. Te aseguro que me alegra que te haya defendido.
—Ojalá también yo pudiera decir que me alegro. Fue horrible verlos pelear así y ver la brecha que este asunto ha abierto entre papá y Candace. Me duele saber que la responsable soy yo. Mi abuela es tan intransigente, tan poco dispuesta a considerar el punto de vista de los demás… —«¿Y antes no se decía lo mismo de mí?», pensó Kelsey, y se estremeció.
—Tiene dos opciones —dijo Naomi—. Aprender a ser comprensiva y tolerante o morir sola y abandonada.
—Quiero creer que harán las paces —murmuró Kelsey—. Tengo que creerlo. Pero supongo que, después de lo de hoy, mi abuela y yo no volveremos a estar en buenas relaciones. ¡Hasta llegó a utilizar a Pride en mi contra! Dijo que lo más probable era que tú hubieras conseguido que uno de tus amigos rufianes (fueron sus palabras exactas) drogara al caballo. Porque, después de todo, si ya habías matado a un hombre… —Kelsey vaciló.
—… no me iba a detener ante la posibilidad de matar a un caballo —concluyó Naomi—. Sí, es una conclusión aguda.
—Lo siento. —Disgustada consigo misma, se masajeó las sienes doloridas—. Estoy muy tensa.
—No importa. Estoy segura de que no ha sido la única en pensarlo. Uno de los motivos por los que estoy aquí, desahogándome —señaló la tela—, es que se rumorea que yo arreglé la muerte de Pride para cobrar el seguro.
Kelsey dejó caer las manos y las cerró en puños.
—¡Nadie que te conozca puede llegar a creer eso!
—Por desgracia no es una práctica poco habitual. En este mundo también hay mucha maldad, Kelsey. El rumor ya desaparecerá. —Volvió a coger el pincel y lo contempló—. Con el tiempo, la simple aritmética los convencerá de lo contrario. Aunque Pride estaba asegurado en una suma muy alta, tenía más valor vivo, en la pista y como semental, que muerto. Pero este asunto remueve viejos recuerdos. —Ya más tranquila, retomó su pintura—. En la cárcel, esta era mi terapia. Más aún, era una manera de sobrevivir, de canalizar emociones. Allí dentro uno no quiere llamar la atención con enojo, dolor o miedo. Sobre todo no hay que demostrar miedo.
—¿Quieres hablarme de eso? —preguntó Kelsey en voz baja—. ¿Cómo era la cárcel?
Por unos instantes Naomi siguió pintando en silencio. Hacía mucho que esperaba que su hija se lo preguntara. Nunca dudó que la pregunta llegaría. La necesidad de encontrar respuestas y soluciones eran una faceta tan visible de Kelsey como el color de sus ojos.
Así que pintaría otro cuadro, con palabras en lugar de pinceles.
—Te desnudan —musitó, recordándose que todo eso había terminado—. No solo te quitan la ropa, aunque esa sea una de las primeras humillaciones. Te quitan todo. La ropa, la libertad, los derechos, las esperanzas. Solo te queda lo que ellos te dan. La rutina tediosa. Te dicen a qué hora debes levantarte, cuándo comer y cuándo acostarte. No importa lo que sientas, o lo que quieras.
Kelsey se puso de pie y se acercó. En ese momento cantaban los pájaros, celebrando la primavera. El aire estaba lleno del aroma de las flores y de olor a pintura.
—Comes lo que te dan —prosiguió Naomi—, y después de un tiempo te acostumbras. Olvidas lo que es comer en un restaurante, o despertar en medio de la noche y poder bajar a la cocina. —Suspiró—. Es más fácil si uno olvida. Si retienes demasiados recuerdos del mundo exterior, puedes volverte loca. Sabes que todo eso ya no te pertenece. Has visto las montañas, las flores, los árboles, las estaciones; todo cambia. Pero todo eso está fuera, y no tiene nada que ver contigo. Ya no puedes ser quien eras. Y aunque necesitas compañía, no te acercas a nadie. Porque dentro de la cárcel la gente no es fiable.
Cambió de pincel y empezó a pintar con energía.
—Algunas mujeres llevaban calendarios, pero yo no. No quería pensar en los días que se convertían en semanas, las semanas que se convertían en meses, los meses en años. ¿Cómo iba a pensarlo? Algunas tenían fotografías de su familia, de sus hijos, y les gustaba hablar de ellos. O de lo que harían cuando salieran. Yo no. No podía hacerlo. Me resultaba más sencillo fijar toda mi atención en la rutina.
—Pero estabas sola —murmuró Kelsey—. Debes de haberte sentido muy sola.
—Ese fue el peor castigo. La soledad y la falta de intimidad. Lo peor no eran los barrotes. Se cree que eso es lo más terrible, los barrotes que te encierran. Pero no es así.
Respiró hondo y se obligó a continuar.
—Si tenía tiempo libre, leía o veía televisión. Las revistas de modas eran un entretenimiento, pero a los dos años dejé de hojearlas. Era demasiado duro ver cómo cambiaba todo, aunque fuese algo tan frívolo como la moda.
—¿Recibías visitas?
—Mi padre y Moses. Nada de lo que yo dijera los convencía de que no debían ir. Dios sabe que quería verlos, aunque sufriera cuando se iban. Vi envejecer a mi padre; supongo que eso fue lo peor, ver el paso de los años en su rostro. Ese era mi calendario, la cara de mi padre.
»El último año fue el peor. Existía la posibilidad de que me concedieran libertad condicional. Lo duro fue saber que la libertad estaba casi al alcance de la mano… y sin embargo tener miedo de dejar ese mundo en el que había vivido tantos años. ¿Cómo iba a saber qué hacer y cómo hacerlo? En los últimos meses, los días se arrastraban y tenía demasiado tiempo para pensar, para recuperar la esperanza, para sufrir. Entonces permitían que una se pusiera ropa normal. Mi padre me llevó un vestido nuevo. Gris a rayas, muy estilo abogado. Las manos me temblaban tanto que no conseguía abotonarme la pechera. Cuando salí, el sol me hizo doler los ojos. Y no porque nos mantuvieran encerradas. Era una prisión decente, a cargo de gente decente… por lo menos la mayor parte del tiempo. Pero ese día el sol era distinto: más fuerte, más brillante. Me cegó. Y después vi demasiado.
Volvió a cambiar de pincel, sin apartar la mirada de la tela.
—¿De verdad quieres oír el resto?
—Sigue —murmuró Kelsey.
—Vi a mi padre lo débil y viejo que estaba. El blanco y resplandeciente Cadillac en que me llevó de vuelta a casa. Sé que me habló y que yo le hablé, pero no recuerdo una sola palabra de lo que dijimos. Solo que todo parecía moverse con más rapidez y que las calles estaban atiborradas de coches. Y tenía miedo: miedo de que me encerraran de nuevo y miedo de que no me encerraran de nuevo. Nos detuvimos y comimos en un restaurante. Servilletas de hilo, vino, flores sobre la mesa. Papá tuvo que pedir por mí, como si yo fuera una niña. No recordaba lo que me gustaba. Y me eché a llorar. Y él también. Así que nos quedamos sentados y sollozando sobre aquel mantel de hilo blanco porque yo no recordaba lo que era estar sentada en un restaurante y pedir una comida.
»Dormí el resto del trayecto, extenuada por la libertad. Desperté cuando papá doblaba en la entrada de Three Willows. Me di cuenta de que los árboles habían crecido. Los que yo misma había plantado, ya eran adultos y florecían año tras año y sin mí. La sala tenía pintura nueva, encima de una mesa había un florero que no estaba allí antes. Todos los cambios pequeños me aterrorizaban.
»Durante muchos días no fui a las caballerizas, hasta que Moses prácticamente me obligó a ir. Había un potrillo al que había ayudado a nacer. En ese momento era un caballo de mucha alzada, un semental. Nuevas herramientas, nuevos hombres. Después de eso, me quedé encerrada en la casa durante una semana. Dormía con la luz encendida y con la puerta abierta. Al principio no toleraba que cerraran la puerta de mi habitación, pero poco a poco me fui reponiendo. Tuve que volver a aprender a conducir. Estaba aterrorizada, pero lo hice. La primera vez que salí sola fui hasta tu colegio. Y vi que la chiquilla que había dejado atrás se había convertido en una jovencita que aprendía a flirtear con los chicos. Me obligué a aceptar que habías aprendido a vivir sin mí. Y traté de volver a empezar.
Naomi dejó el pincel y retrocedió.
—Está terminado —dijo.
Kelsey no estaba tan segura. Tal vez el cuadro estuviera terminado, pero no la emoción que ocultaba. Y, en lo que a ella se refería, la historia tampoco estaba terminada. No se trataba de limpiar el nombre de Naomi. Un hombre había sido asesinado, y una mujer había pagado por ello. Pero quería que las piezas del rompecabezas estuvieran en su sitio.
A pesar de todo le sorprendió encontrar en la guía el nombre de Charles Rooney. El investigador privado cuyo testimonio tanto peso había tenido contra Naomi, en ese momento todavía tenía una oficina en Alexandria, Virginia. El discreto aviso de las páginas amarillas declaraba que los Servicios de Investigación Rooney se encargaban de casos criminales, de familia y de custodia. La primera consulta era gratis.
«Tal vez me aprovecharé de eso», pensó Kelsey.
—Señorita Kelsey. —Cuando Gertie entró en la cocina, Kelsey cerró de golpe la guía telefónica.
—Me has asustado.
—Lo siento. Ha venido de nuevo ese policía. —Su rostro expresaba enfado—. Dice que tiene que hacerles unas preguntas más.
—Yo lo atenderé. Naomi está en las caballerizas. No es necesario que la molestemos.
—¿Quiere que prepare café?
Kelsey vaciló un instante.
—No, Gertie. Que se vaya cuanto antes.
—Sí, cuanto antes mejor —murmuró Gertie.
Rossi se puso de pie al ver entrar a Kelsey en la sala. No dejó de admirar lo bien que le sentaban los tejanos, aunque había quedado igualmente impresionado con el aspecto elegante y pulcro que ella y su madre tenían durante la conferencia de prensa.
—Señorita Byden, le agradezco que me reciba.
—Tengo un poco de prisa, teniente, pero espero que haya noticias para nosotros.
—Ojalá las hubiera. —Lo único que tenía eran frustraciones. Ningún rastro en la habitación de hotel de Lipsky, ningún testigo—. Quiero ofrecerle mis condolencias por la pérdida que sufrieron en el derbi. No soy aficionado a los caballos, pero hasta los policías vemos esa carrera. Fue terrible.
—Sí, lo fue. Mi madre está deshecha.
—Parecía muy entera en la conferencia de prensa.
Kelsey asintió con frialdad, se sentó e invitó con un gesto al teniente para que hiciera lo propio.
—¿Qué esperaba, que hiciera una escena en público?
—En realidad no. Pero me resultó interesante ver a Slater con ustedes.
—Somos vecinos, teniente. Y amigos. Gabe también es propietario de un criadero. Y el hecho de que su potrillo ganara en circunstancias tan trágicas ha sido muy difícil para todos. Le pedimos que aceptara nuestro apoyo y él nos dio el suyo.
—Le ruego me perdone, señorita Byden, pero por lo que he visto en los diarios, usted y el señor Slater son más que amigos.
Los genes de la familia Byden afloraron a la superficie y Kelsey irguió la cabeza con arrogancia.
—¿Y bien, teniente?
—Pues que lo veo muy natural: los dos son atractivos y tienen intereses en común. —Ella no mordió el anzuelo, pero él no esperaba que lo hiciera—. Tenía esperanzas de que me proporcionara detalles acerca de lo sucedido en Churchill Downs.
—Creí que no le interesaban los caballos, teniente.
—El asesinato me interesa, aunque sea el asesinato de un caballo. —Esperó un instante—. Sobre todo si se relaciona con un caso de homicidio que quiero resolver.
—¿Cree que lo que le sucedió a Pride tiene relación con el asesinato del viejo Mick? ¿Cómo? Lipsky ha muerto.
—Exactamente. Y por lo que me han dicho, no es fácil entrar en las instalaciones de un derbi.
—No, no lo es. Las medidas de seguridad son estrictas. Tenemos guardias. —Frunció el entrecejo—. Pero Lipsky quería perjudicar al potrillo de Gabe, no al nuestro. Y yo tenía la impresión de que consideraban que la muerte de Lipsky había sido un suicidio. ¿Usted cree que fue un asesinato?
—Es un asunto sobre el que no hay acuerdo —fue todo lo que dijo el teniente—. Me gustaría atar todos los cabos sueltos. ¿Puede decirme quienes tuvieron acceso al potrillo antes de la carrera?
—Por supuesto. Mi madre, Moses, Boggs, Reno. —Aspiró profundo—. El funcionario que verifica la identificación, los peones en la verja de entrada. El acompañante, el que lo acompañó a caballo hasta la pista, que fue Cari Tripper. El resto de los integrantes del equipo. —Mencionó los nombres de estos.
—¿Los guardias?
—Bueno, sí, por supuesto.
—¿Alguien más?
Kelsey meneó la cabeza, pero su mente trabajaba a toda velocidad.
—Habría que ser muy hábil para burlar las medidas de seguridad el día del derbi, teniente. Los caballos están estrechamente vigilados.
—Es difícil saber cuándo le fue administrada la droga al caballo.
—Eso forma parte del problema. —Respiró hondo para tranquilizarse. Todavía le costaba hablar del asunto—. Pride tenía rastros de digital y de epinfrina en la sangre. Eso lo mató porque aceleró en exceso su corazón. Estaba nervioso, pero solía estarlo antes de una carrera. Moses los mantiene en ese estado de ánimo.
—¿Por qué?
—Algunos caballos corren mejor cuando están nerviosos. Otros necesitan que se los calme y tranquilice. Pride corría mejor cuando estaba nervioso.
—¿Y eso cómo se consigue?
—En gran parte lo pone el caballo mismo. Ellos saben cuándo van a correr. No se les da tanta comida, se los entrena de otra manera. Hay un clima especial. Y a veces se los refrena en el entrenamiento, cuando están deseando correr.
—Pero ¿no se les administra ningún producto químico?
Kelsey se puso muy seria.
—Nada de drogas, teniente. Nosotros no administramos a nuestros caballos nada que no esté aprobado y que no sea necesario para su salud. Lo que alguien le inyectó a Pride aumentó su ritmo cardíaco, su adrenalina. La carrera, el esfuerzo de correr a gran velocidad durante más de un kilómetro y medio, lo mató.
Era precisamente lo que indicaba la autopsia del potrillo, que había leído el teniente.
—¿El jockey no debió percatarse de que algo iba mal?
Kelsey apretó la mandíbula. No permitiría que nadie le echara la culpa a Reno, sobre todo después de lo que el pobre había pasado. Ella misma había comprobado lo que sufrió y lo que seguía sufriendo.
—Pride corrió porque había nacido para eso, y para eso se lo entrenó desde que era pequeño. No vaciló. No se le resistió a Reno. Solo hay que mirar el vídeo de la carrera para comprobar que el potrillo estaba poniendo todo de sí para ganar. Y que se mató intentándolo. Reno tuvo suerte de no matarse también.
Rossi estudió su bloc. Había visto varias veces la grabación de la carrera, pasando el vídeo en cámara lenta y cuadro a cuadro. Por fin asintió.
—Estoy de acuerdo con eso. Si hubiera corrido en el medio de la pista en lugar de hacerlo por fuera, no creo que Reno se hubiera salvado de que lo pisotearan los demás caballos. Por la forma en que cayó, creí que se había roto el cuello.
—Yo también. Pero a pesar de todo, tendrá que guardar cama por lo menos durante un mes.
—Bueno, creo que por ahora es suficiente. Hablaré con algunos de los hombres cuyos nombres usted ha mencionado, para comprobar la perspectiva que tienen del asunto.
—Le agradezco su interés, teniente. Pero a menos que sea de vital importancia, le agradecería que no interrogara a mi madre.
—Era su caballo, señorita Byden.
—Usted me entiende. —Se puso de pie, lista para defender a Naomi—. Usted conoce los antecedentes y sabe lo difícil que le resulta a mi madre soportar interrogatorios policiales.
—Solo unas preguntas…
—Para ella es lo mismo. Teniente, mi madre está sufriendo. Puede preguntarme a mí todo lo que quiera, o puede apelar a la Comisión de Carreras.
—No puedo prometerle nada, pero de momento no la molestaré.
—Gracias. —Se volvió para acompañarlo hasta la puerta—. Teniente, usted intervino en el caso de mi madre, ¿verdad?
—No, en esa época todavía estaba en la academia de policía. Verde como una lechuga.
—Me gustaría saber quién estuvo a cargo del caso.
—Debe de haber sido el capitán Tipton. Jim Tipton, que por cierto ya está retirado. Yo estuve a sus órdenes mientras fue teniente, y luego, cuando lo ascendieron a capitán. Un excelente policía.
—Estoy segura de que lo era. Gracias, teniente.
—Gracias a usted, señorita Byden. —Rossi caminó hasta el coche, pensativo. «Kelsey Byden tiene una idea en la cabeza —pensó—. No estaría mal que también yo hurgara un poco en el pasado».