12

Jack Moser dirigía un lugar limpio. Tal vez algunos de sus clientes alquilaran habitaciones por una hora, pero eso no era asunto suyo. Jack suponía que lo que sucedía detrás de las puertas cerradas de su motel, también sucedía detrás de las puertas cerradas del hotel Ritz. Solo que en el Ritz los clientes pagaban más. En su motel no había chinches, no permitía que se hiciera ruido después de la medianoche y pagaba una cuota mensual para que sus huéspedes dispusieran de televisión por cable.

A veintinueve dólares por noche la habitación para una sola persona, no era un mal negocio. Los menores de dieciocho años no pagaban alojamiento.

A sus huéspedes les proporcionaba una barra de jabón junto con las necesarias toallas de baño y, para que estuvieran aún más cómodos, habían llegado a un arreglo con un restaurante cercano que despachaba comida después de las seis de la tarde y antes de las diez de la mañana.

Tal vez escondía parte de las ganancias y no hacía hincapié en que los huéspedes acreditaran su identidad, pero eso era asunto suyo. Las sábanas estaban limpias, los baños desinfectados y cada una de las habitaciones contaba con una cerradura segura.

Lo que más le gustaba era el verano. Cuando familias enteras veían el cartel en que ofrecía alojamiento. La mayoría bajaba de sus camionetas y caía enseguida en la cama. Por lo tanto él no tenía que preocuparse de que desgarraran las sábanas ni que mancharan las paredes con cerveza.

Hacía doce años que veía ir y venir gente y había aprendido algunas cosas acerca de ella. Sabía cuándo una pareja alquilaba un cuarto para engañar a un marido o una mujer, cuándo una mujer se ocultaba de un tipo que quería darle paliza. Reconocía a los perdedores, a los que viajaban sin rumbo fijo, a los que huían.

Había clasificado al de la habitación 22 como un fugitivo.

«No es asunto mío», se dijo Jack mientras le entregaba la llave de la habitación. El tipo acababa de pagar tres noches en efectivo y por adelantado. Así que ¿qué importaba que tuviera olor a miedo, o que todo el tiempo mirara por encima del hombro, como si esperara que alguien lo apuñalara por la espalda?

Pagó sus setenta y siete dólares, más impuestos, y desde entonces desapareció. En eso estribaba el problema. El alquiler de la 22 había vencido y según Dottie, la camarera, la puerta seguía cerrada con llave y con el cartel de NO MOLESTAR colgado. Lo mismo que durante los tres días anteriores.

«Bueno, no tendré más remedio que ir a ver qué ocurre», se dijo Jack mientras cruzaba el aparcamiento hacia la hilera de habitaciones idénticas con ventanas grises. El de la 22 tendría que pagarle otro día de alquiler o largarse. Jack Moser no daba crédito.

Antes de entrar llamó con golpes fuertes y apremiantes. Nadie más que Jack sabía el placer que le daba tomar una actitud así.

—Soy el encargado —dijo con voz tan cortante que sorprendió a Dottie, que se asomó por la puerta de la 27 donde había dejado su carrito de la limpieza.

—¡Lo más probable es que esté como una cuba! —exclamó ella.

Jack suspiró e irguió los hombros.

—Sigue con tu trabajo, Dottie, yo me encargaré de esto. —Volvió a llamar y no alcanzó a ver la mueca que ella le hizo—. Soy el encargado —repitió antes de encajar la llave en la cerradura.

Lo primero que lo sorprendió fue el hedor, e hizo una arcada. Pensó que el huésped de la 22 había pedido algo del restaurante que le produjo una violenta diarrea. Su segundo pensamiento fue que haría falta una maldita botella de lejía para tapar aquel olor.

Después no pensó absolutamente en nada. Vio la forma sentada ante la pequeña mesa desvencijada, los ojos muy abiertos y el cuerpo hinchado. Esa persona que había alquilado la 22, en tres días se había convertido en algo más horripilante que todo lo que Jack había visto en las películas de terror que pasaban a medianoche por televisión.

Retrocedió dando tropezones, espantado por la imagen y el olor. Lanzó un grito ahogado y vomitó sobre sus zapatos. Pero eso no le impidió correr. Siguió corriendo aun después de que Dottie entró en la 22 y empezó a chillar.

Cuando Rossi estacionó frente al motel, el cadáver ya había sido metido en una bolsa. Estaba allí por un golpe de suerte. No solía ocuparse de todas las muertes sospechosas que entraban en Homicidios. Pero el nombre de Fred Lipsky le sonó. Era un nombre que figuraba en su lista, el de un individuo a quien no había logrado interrogar.

Y por lo visto, en ese momento se le presentaba su oportunidad.

La médica forense, doctora Agnes Lorenzo, se disponía a marcharse. Rossi saludó con la cabeza a la mujer pequeña y esbelta, de pelo entrecano y ojos de cachorro.

—Lorenzo.

—Rossi. Creí que este caso era de Newman.

—Se relaciona con uno de los míos. ¿Qué tenemos? —Se prendió la placa en el bolsillo y pasó junto a los hombres uniformados que montaban guardia junto a la puerta.

El cierre de la bolsa ya estaba cerrado, todo listo para transportar el cadáver hasta la morgue. Todavía había un olor fétido en el aire, pero de todos modos no era un olor que afectara demasiado a Rossi. Recorrió la habitación con la mirada, tomando nota de la cama sin hacer, la bolsa con ropa arrojada en un rincón, el polvo dejado por el equipo de forenses. Una botella de ginebra casi vacía, un vaso y un cenicero repleto de colillas de Lucky Strike.

—No me preguntes por la causa de la muerte, Rossi —dijo la doctora Lorenzo—. Ocurrió entre cuarenta y ocho y sesenta horas atrás. No hay heridas ni huellas de lucha.

—¿Causa de la muerte?

Ella sabía que, de todos modos, se lo preguntaría, así que esbozó una sonrisa.

—Paro cardíaco, Rossi. Es lo que siempre sucede.

Él ignoró la ironía y comenzó a imaginar la escena. Un hombre que bebía solo. ¿Furioso? ¿Culpable? ¿Temeroso? ¿Por qué tomaba un hombre una habitación barata de un motel para beber, si ya tenía otra habitación barata a cuarenta y cinco kilómetros de distancia?

Y si Lipsky huía, quería decir que tenía algo que ocultar.

Al ver que él tomaba bien su sarcasmo, la doctora Lorenzo decidió proporcionarle algunos datos.

—Tenía alrededor de trescientos dólares en el billetero, y una tarjeta de crédito ya vencida. En la bolsa encontramos un ejemplar del Racing Form de hace cuatro días, y en la bota izquierda llevaba una navaja.

Rossi se puso alerta como un perro de caza ante el olor de la presa.

—¿Qué clase de navaja?

—De doce centímetros de largo, hoja delgada y muy filosa.

El corazón de policía de Rossi comenzó a palpitar. Los forenses debían tener la navaja y si había rastros de sangre, humana o de caballo…

—¿Quién lo encontró?

—El encargado. Se llama Moser. Tal vez todavía siga en la oficina, con la cabeza oculta entre las manos.

—No todo el mundo es tan duro como tú, Lorenzo.

—No hace falta que me lo recuerdes. —Volvió a salir, lamentando que el tráfico de la carretera 51 estropeara el aire de primavera. Había dejado un cuerpo en la morgue y ahora tenía que agregar otro a la lista. Todos los días son un picnic, pensó.

—Me hará falta una copia del informe de la autopsia.

—Estará dentro de dos días.

—Dentro de veinticuatro horas, Lorenzo. ¡Sé buena!

—En este trabajo uno no es bueno con nadie, Rossi. —Se volvió y montó en su coche.

—¡Oye! —Aferró la puerta antes de que ella llegara a cerrarla. Hacía tres años que conocía a Agnes Lorenzo. Esa mujer no cedía a demasiadas presiones, pero él había descubierto algunos de sus puntos débiles—. ¿Recuerdas a ese fiambre del que te encargaste la semana pasada? Gordon. Mick Gordon. Un viejo con una herida en el vientre.

Ella sacó un cigarrillo, una costumbre por la que ya no se molestaba en sentirse culpable.

—¿El del cráneo rajado y casi todos los órganos destrozados? Sí, lo recuerdo.

—Creo que este fiambre es el asesino.

La médica exhaló una bocanada de humo. No había visto la navaja de cerca. No hubo necesidad de que la examinara. Pero recordaba la herida de aquel viejo. Lorenzo tenía docenas de heridas archivadas en la cabeza y que nunca olvidaría.

Asintió.

—Es probable que el cuchillo coincida. Está bien, Rossi, trabajaré hasta quemarme las pestañas, pero no te prometo que alcanzaré a hacer todos los exámenes.

—Gracias. —Cerró la puerta de la habitación y se encaminó a la oficina de Jack Moser.

Gabe se enteró de la muerte de Lipsky diez minutos después de llegar de Florida. La prensa había encontrado un buen filón en Dottie, la camarera.

La noticia de que Lipsky había muerto en un motel corrió con rapidez desde el criadero hasta el hipódromo, desde los mozos de cuadra a los peones. La camarera que iba dos veces por semana a limpiar la casa de Gabe le llevó la noticia, junto con el periódico, y se los dio antes de que él alcanzara a arrojar sus maletas sobre la cama.

La furia de Gabe ardió como si le hubiesen acercado un mechero a un traje impregnado de gasolina. Trataba de controlarla cuando Rossi lo localizó.

—Me alegro de volverlo a ver, señor Slater.

—Teniente. —Gabe le enseñó el periódico que había bajado a la sala llena de sol—. Supongo que ha venido a informarme de esto.

—Usted gana. —Rossi se arrellanó en un sillón—. Fred Lipsky trabajó para usted hasta hace pocas semanas.

—Sí, hasta que lo despedí, cosa que estoy seguro que ya sabrá. Era un alcohólico.

—Y él se opuso a su decisión.

—Así es. Sacó una navaja, yo lo derribé de un puñetazo y creí, equivocadamente, que ese sería el fin del asunto. —Se inclinó hacia adelante, sin dejar de ejercer un absoluto control sobre sus expresiones—. Si hubiese sospechado que era capaz de usar esa navaja contra alguno de mis hombres o de mis caballos, le aseguro que no se habría ido por su propio pie.

—No conviene que le haga una declaración como esa a un policía, señor Slater. La prensa todavía no se ha enterado, pero la navaja que estaba en posesión de Lipsky en el momento de su muerte, fue la que mató a Mick Gordon. Sin embargo, nadie logra ubicar a Lipsky en el momento y la escena del crimen. Pero ahora tenemos un arma y un motivo: venganza.

—¿Caso cerrado? —preguntó Gabe.

—Me gusta que no queden cabos sueltos antes de cerrarlos. Este todavía está lleno de ellos. ¿Conocía bien a Lipsky?

—No muy bien. Ya estaba aquí cuando me hice cargo del criadero.

La frase hizo sonreír a Rossi.

—Me parece una curiosa manera de expresarlo.

—Cuando me hice cargo del criadero conservé a todos los peones que quisieron quedarse. No tenían la culpa de que Cunningham jugara tan mal al póquer.

Intrigado, Rossi golpeó su libreta con el lápiz.

—¿Quiere decir que esa historia es cierta? Me parecía un invento. ¿Vale la pena mencionar que una negociación como esa no está precisamente dentro de la ley?

—No, no vale la pena —contestó Gabe.

—Volveré a hablar con su cuidador y con el resto de los hombres. Me interesa saber si alguien que lo haya conocido bien cree que tenía tendencias suicidas.

—¿Quiere hacerme creer que Lipsky se suicidó? —Lo volvió a invadir la furia—. ¿Por qué? ¿Por una sensación de culpa? ¿Por remordimiento? ¡Eso es basura, teniente! Era tan probable que ese tipo se metiera un arma en la boca o se ahorcara como que bailara en un teatro de Broadway.

—Pero usted ha dicho que no lo conocía bien, señor Slater.

—No lo conocía bien a él, pero conozco a ese tipo de hombres. —Había sido criado por hombres parecidos a Lipsky—. Siempre culpan a los demás, nunca a sí mismos. Y no les interesa esa zambullida final, porque siempre están planeando algún negocio sucio. Beben, hacen trampas y hablan de grandes cosas, pero no se suicidan.

—Una teoría interesante. —Y Rossi la compartía—. Pero Lipsky no se pegó un tiro en la boca ni se colgó. Bebió una copa de ginebra con algo que me dicen se llama acepromazina. ¿El nombre le resulta familiar?

Gabe contestó con un tono cuidadosamente controlado y sin inflexiones.

—Se utiliza para relajar a los caballos. Es un tranquilizante.

—Sí, eso me dijeron. Es extraño, yo creía que cuando un caballo se lesionaba una pata le pegaban un tiro.

—El disparo indigna al público —explicó Gabe con sequedad—. Y no todas las quebraduras son incurables. Se pueden hacer muchas cosas para evitar matar al caballo. A veces puede volver a correr, otras llega a ser semental. Pero cuando no se puede hacer nada, el veterinario le da una inyección. Se supone que el animal no sufre ningún dolor. Siempre me he preguntado cómo llegan a saber eso.

—No podrá confirmarlo con Lipsky. ¿Usted tiene ese remedio aquí?

—Como le dije, lo administran los veterinarios. Nadie mata a un caballo por simple capricho, teniente.

—Ya. Sería una gran pérdida financiera.

—Sí —contestó Gabe con frialdad—. ¿Alguna vez lo vio hacer?

—No.

—El caballo trastabilla en la pista y cae. El jockey cae aterrorizado por lo sucedido. De todas partes surgen mozos de cuadra. No es necesario que el caballo sea de ellos. En ese momento es el caballo de todos. Entonces llaman al veterinario y cuando no queda alternativa, cuando no se puede alargar el asunto, el veterinario termina con la vida del animal… detrás de un biombo, para guardar cierta discreción.

—¿Alguna vez ha perdido un caballo de esa manera?

—Una vez, hace un año, durante un entrenamiento de la mañana. Ese es el momento más peligroso que la carrera misma. El jinete está relajado. Todo el mundo está relajado. —Todavía lo recordaba con claridad: el desamparo, la furia impotente.

»Era una potranca preciosa. Cuando todo terminó, el mozo de cuadra que la cuidaba lloró como un niño. Y ese mozo de cuadra era Mick. —Gabe contuvo el impulso de cerrar las manos y convertirlas en puños—. De manera que si me está diciendo que alguien acabó con Lipsky como se acaba con la vida de un caballo que no tiene salida, le diré que lo liquidaron de una manera mejor de la que merecía.

—¿Usted es rencoroso, señor Slater?

—Sí, teniente, lo soy. —Gabe lo miró sin vacilar—. Y si quiere saber si maté a Lipsky, he de contestarle que no. No estoy seguro de mi respuesta de haber sabido lo que me acaba de contar hoy y si yo lo hubiese encontrado antes que otro.

—Sabe, señor Slater, usted me cae bien.

—No me diga.

—Pues sí. —Rossi le dedicó una de sus raras sonrisas, una expresión que nunca resultaba natural en su rostro—. Algunas personas bailotean alrededor de las preguntas, otras andan a los tropezones, y otras sudan. Pero no es su caso. —Rossi se quitó una mota de polvo del pantalón—. Usted odiaba a ese hijo de puta y tal vez le hubiera dado muerte si se le hubiera presentado la oportunidad. Y no tiene miedo de reconocerlo. Le diré que no solo me cae bien sino que también le creo. —Se puso de pie—. Naturalmente, también podría estar usted engañándome y yo luego me entere de que hizo una rápida visita a ese motel. Pero como siempre ando dando vueltas en círculos, eso no me preocupa. —Volvió a estudiar a Gabe en silencio—. Pero no lo creo. Si Lipsky lo hubiese visto por la mirilla de la puerta, se habría ocultado por el resto de sus días. Y ahora, ¿le importa que baje a hablar con sus hombres?

—No, no me importa. —Gabe permaneció inmóvil; Rossi conocía el camino. Cerró los ojos y se concentró en relajar una a una las vértebras de su columna vertebral.

Le dio una hora a Rossi antes de bajar él mismo a las caballerizas. La atmósfera estaba cargada con esa mezcla de excitación y miedo que florece alrededor de la muerte. Cuando Gabe apareció, los hombres dejaron de conversar y de inmediato reanudaron sus tareas.

Encontró a Jamison hablando con Matt sobre el potrillo herido.

—La inflamación ha cedido —decía Matt—. Está cicatrizando bien. Tienen que seguir cambiándole los vendajes una vez por día y desinfectándolo con el mismo antiséptico.

—Le quedará una cicatriz.

Matt asintió mientras miraba el largo corte del flanco que ya empezaba a cicatrizar.

—Es muy probable.

—¡Qué pena! —Jamison humedeció la herida con antiséptico—. ¡Un caballo tan espléndido como este!

—Aumentará su prestigio —comentó Gabe mientras se acercaba para tomar el cabestro del potrillo. El caballo le mordisqueó la mano, juguetón como un cachorro—. Cicatrices de guerra —murmuró Gabe—. No afectará su velocidad ni sus ambiciones. ¿Cuándo crees que podremos montarlo? —preguntó a Matt.

—Yo no me apresuraría. —Matt se apartó cuando el potrillo volvió la cabeza y trató de morderle el hombro—. Este siempre me pone a prueba. Te gustaría probarme, ¿verdad, amigo? —Le dio una amistosa palmada en el cuello mientras Gabe lo sostenía con el cabestro más corto—. Correrá para ti en Kentucky, Gabe. Si me gustara apostar, arriesgaría mi dinero a las patas de este caballo.

Gabe aceptó el diagnóstico de Matt, luego se volvió hacia su cuidador.

—¿Jamie?

—Le he preparado una nueva agenda de entrenamiento. No sé qué resultado dará.

—Entonces tendremos que conformarnos con eso. ¿Rossi habló contigo?

En los ojos de Jamison apareció una expresión sombría mientras completaba el vendaje del caballo.

—Sí, estuvo por aquí haciendo preguntas. Inquietó a todo el mundo. Peterson cree que fue una venganza de la mafia, Kip dice que debe haber sido una mujer, pero a Linette eso no le gustó nada. Los muchachos han estado discutiendo y tomando partido.

—¿Nadie cree que haya podido ser un suicidio?

Jamison miró a Gabe y salió del box.

—Nadie que conociera a Lipsky.

—Pudo haber cogido un poco de acepromazina —le recordó Matt a Jamison—. Él sabía perfectamente el efecto que tendría. No cabe duda de que sabía que tarde o temprano la policía daría con él.

—Un tipo como Lipsky pudo haber desaparecido en cien hipódromos —dijo Jamison volviendo a mirar al potrillo. Lo estaba vendando como una compensación por la participación que había tenido en el asunto—. Debí haberlo despedido hace meses. En ese caso todo habría sido distinto y Mick seguiría con vida.

—Eso ya está hecho —contestó Gabe—. Pero este asunto no ha terminado. La persona que le dio esa última copa a Lipsky forma parte de esto.

—Te repetiré lo que dije a Rossi. —Matt se rascó la barbilla mientras iban saliendo—. Tuvo que ser alguien que tiene relación con caballos y que también tiene acceso a productos veterinarios. —Sonrió con desgana—. Aunque eso no reduce mucho la lista de sospechosos.

—Esa lista nos incluye a todos. —Gabe vio que el mentón de Matt se distendía—. Y a varios cientos más. Gracias por haber pasado a ver al potrillo.

Matt tragó nervioso.

—Dentro de un par de días volveré para ver cómo anda. Y ahora… creo que pasaré por Three Willows.

—¡Ah! —Gabe lo miró, sacó un cigarro y lo encendió con aire indiferente—. ¿Tienen problemas allí?

—No, no. Es solo que…

Gabe esbozó una amplia sonrisa. Su tensión desapareció.

—Es un placer mirarla, ¿verdad?

Matt se ruborizó (la maldición de tener un cutis tan blanco).

—Sí, no es ningún sacrificio, Channing me dijo que tal vez se quede un tiempo por aquí. —Había hecho lo posible por sonsacarle a Channing todos los detalles posibles pero, en lo que a su hermana se refería, el muchacho era muy reservado o muy ignorante.

—Sí, creo que se quedará un tiempo. —Gabe pensaba asegurarse de eso—. Y puedes mirarla todo lo que quieras. —Pasó un brazo por los hombros de Matt y lo acompañó hasta su camioneta—. Ni siquiera un santo podría culparte por hacerlo. Pero cuidado con lo que tocas, doctor.

Mientras Matt buscaba una respuesta aguda, Gabe le abrió la puerta de la camioneta y dijo:

—Es mía.

—¿Tú…? —se interrumpió, rojo como un tomate—. No me había dado cuenta. Kelsey nunca… Yo nunca…

—De haber pensado que te habías dado cuenta, me habría visto obligado a darte una lección. —La sonrisa de Gabe era amistosa, hasta comprensiva, pero la advertencia resultaba clara—. Cuando la veas, dale recuerdos de mi parte.

—Por supuesto. —Ansioso por alejarse de allí, Matt subió a la camioneta—. Pero ¿sabes?, tal vez sea mejor que vuelva a casa. Tengo mucho trabajo atrasado.

—Entonces no te impediré que te dediques a él. —Gabe retrocedió sonriente, y observó cómo la camioneta se alejaba.

—Has asustado a ese muchacho —dijo Jamison, mientras se llevaba a la boca uno de sus caramelos preferidos.

—No hice más que ahorrarle problemas futuros.

—Puede ser. —Mientras observaba el polvo que levantaban las ruedas de la camioneta, Jamison saboreó el caramelo—. ¿Ella sabe que le has puesto tu marca?

Gabe exhaló una bocanada de humo mientras recordaba con cariño la reacción de Kelsey ante el beso que él le había dado en público.

—Es una mujer inteligente.

—Las mujeres inteligentes son las que más problemas traen a un hombre.

—Hace mucho tiempo que nadie me causa problemas. —Y ni siquiera se había dado cuenta de la falta que le hacían esa clase de problemas—. Tal vez vaya a visitarla para ver si puedo provocar algún problema. —Decidió que la distracción le haría bien y se volvió hacia su cuidador.

Hasta entonces había estado ocupado pensando en el potrillo y en Matt. En ese momento notó la fatiga y las ojeras de Jamie.

—Pareces agotado.

Desde el asesinato de Mick, Jamie no dormía bien y había perdido el apetito.

—Tengo muchas cosas en la cabeza.

—Pues ya puedes empezar a quitarte de la cabeza la idea de que tienes parte de responsabilidad en lo sucedido a Mick. —Cuando Jamison apartó la mirada, Gabe arrojó el cigarro al suelo y lo aplastó con el tacón. La expresión de los ojos de Jamison solo aumentaba su propia sensación de culpa—. Está bien, admito que no fue una buena decisión haber permitido que siguiera trabajando en el criadero. Tampoco lo fue la mía al despedirlo delante de todos los demás. Si quieres creer que tu error fue el que causó todo, está bien. Pero no fue el dedo que apretó el gatillo.

—Cada vez que cierro los ojos veo a Mick —dijo Jamison en voz baja y tensa—. Imagino lo que debe haber quedado de él cuando Lipsky y el potrillo terminaron su obra. Nunca debió haber ocurrido, Gabe. —Lanzó un suspiro. No había respuesta para eso, y él sabía que no la había—. El derbi se corre dentro de tres semanas y media. Ese potrillo estará listo y es mi responsabilidad que lo esté. Pero cada vez que lo veo recuerdo el orgullo que sentía Mick de ser el encargado de él.

Gabe miró hacia las colinas. El derbi era más que una carrera y más que una meta. Era el Santo Grial que había buscado durante toda su vida.

Y ahora, después de tantos esfuerzos y de cinco años de trabajo duro, lo tenía casi a su alcance. Tal vez cuando por fin lo alcanzara descubriría que estaba vacío, pero tenía que comprobarlo por sí mismo.

—Ese potrillo correrá, Jamie. Si tú no puedes trabajar con él, se lo pasaré a Duke. —Duke Boyd, el asistente del cuidador, era un tipo competente, ambos lo sabían. Pero le faltaba ese don tan especial que poseía Jamison desde su nacimiento—. De una u otra manera estará listo para Churchill Downs.

—Cumpliré con mi trabajo —dijo Jamison, restregándose los ojos cansados.

—Necesito que pongas en ello tu corazón.

Jamison dejó caer las manos.

—Lo pondré, ¡maldita sea! Y mi alma también.

Se volvió y se encaminó hacia las caballerizas.

Kelsey sabía que no debía prendarse del caballo. Pero el intelecto no tenía nada que ver con la cuestión. Estaba tan fascinada con aquel nuevo potrillito de patas inseguras como lo estaba con los potrillos mayores… y a cambio de su afecto solo había recibido una coz. Pero ella lo tomó con filosofía, se puso de pie con presteza y se sacudió la tierra de los pantalones.

Moses decidió comenzar a intensificar su entrenamiento. Le gustaba el estilo de Kelsey, la manera con que respondía ante los caballos. Y aún más importante, le gustaba la manera en que ellos le respondían.

Cuando la llevó al establo de los caballos de un año, se alegró de comprobar que tenía tanto nervio como ansiedad. Había consultado con el encargado de los potrillos de un año y entre los dos eligieron a una potranca en particular, una zaina audaz que debía pesar alrededor de 175 kilos.

La luz del amanecer era de un dorado casi líquido. Se derramaba sobre el pelo de la potranca, lo inflamaba. Fascinada, Kelsey permanecía de pie fuera del box. Creía no haber visto nada más hermoso en toda su vida.

—Tiene bríos —afirmó Moses mientras se esforzaba por tranquilizarla mientras un peón la ensillaba—. Y corazón. Por eso Naomi la bautizó Honor. El honor de Naomi.

Como si respondiera a su nombre, la potranca lo embistió suavemente. Moses le dio un tirón a las riendas y siguió hablando.

—Tú serás el primer peso que sienta sobre el lomo. No esperes un animal dulce y deseoso de agradar. Está acostumbrada a gozar de su libertad y es mucho más fuerte que tú. —Miró de reojo a Kelsey—. De manera que tienes que ser más inteligente que ella. —Pasó una mano por la potranca, desde el cogote hasta la cruz—. Y más bondadosa.

Ese era el motivo por el que había elegido a Kelsey. Nadie que no poseyera una gran bondad podía trabajar exitosamente con potrillos de un año.

La cuadra estaba en silencio. Moses hablaba tan quedamente que bien hubieran podido estar en una iglesia. Le chasqueó la lengua a la potranca, y después a Kelsey, indicándole que entrara y estableciera un primer contacto con el animal.

A Kelsey el corazón le latía con tanta fuerza que estaba segura de que espantaría a la potranca. Pero sus manos eran suaves y sus movimientos lentos. Hablaba apenas en un susurro, y observaba las orejas de Honor que se movían ante el sonido de su voz.

—¡Eres tan bonita! ¡Tan bonita, Honor! Estoy deseando montarte. Tú y yo seremos amigas.

La potranca bufó, reservándose su juicio. Echó atrás las orejas cuando Moses le pasó la rienda sobre la cabeza.

—Tranquila —murmuró Kelsey—. Nadie te va a hacer daño. Dentro de poco serás una reina. Apuesto a que eso te resulta extraño, ¿verdad? —Continuó tranquilizándola mientras Moses le ajustaba el arnés—. Deberías saber lo que es usar panties. Apuesto a que son más incómodos que esta pequeña montura.

El ambiente sufrió un cambio sutil, se caldeó.

—Te pondré la mano para que montes —indicó Moses—. ¿Recuerdas todo lo que te he dicho?

—Sí. —Tuvo que respirar hondo para tranquilizarse—. Todavía no debo sentarme en la montura. Primero tiene que sentir el peso de mi cuerpo en los estribos.

—Eso es. Y recuerda que es una enseñanza. Le estás enseñando que está aquí para esto. Despacio. Y no pierdas de vista la puerta, por si tienes que salir con rapidez.

Esa posibilidad hizo que Kelsey volviera a respirar hondo. Cuando se ubicó sobre la montura, la potranca pegó un respingo de sorpresa y enfado. Kelsey percibió el movimiento agitado que se producía debajo de su cuerpo y se negó a permitir que varios cientos de kilos de caballo irritado la arrojaran al suelo. Siguió las instrucciones de Moses y sus propios instintos, pasando su peso a los estribos y la montura.

Honor se revolvió, gritó y trató de alcanzar a Moses con una coz. De manera instintiva, Kelsey se inclinó y le habló con suavidad y firmeza muy cerca de las orejas.

—No sigas haciendo eso. Supongo que no querrás que todos piensen que eres una niña majadera.

No fue mágico. La voz y el tono de Kelsey no tranquilizaron enseguida al animal, pero tras algunos desplantes arrogantes, la potranca por fin se aquietó.

—Creo que le gusto —anunció Kelsey.

—Está pensando cómo derribarte.

—No —Kelsey sonrió a Moses—. Le gusto.

—Ya veremos. —Hizo que Kelsey se sentara lentamente sobre la montura—. Muy bien. Empecemos a trabajar.

Eso, como explicó Moses, era el parvulario. Kelsey sencillamente permanecería sentada sobre la montura mientras un peón hacía caminar a Honor por la pista de potrillos, rodeada de una alta valla que impedía cualquier distracción del animal.

Una vez la potranca se acostumbrara al peso de la jinete, el peón la soltaría. Y Kelsey la guiaría.

Aprenderían juntas.

—¿Cómo lo hizo? —preguntó Naomi cuando se reunió con Moses.

—Tal como esperabas. Tiene más que suficiente sangre de los Chadwick en el cuerpo. —Moses cubrió una mano de Naomi con la suya y la apretó con suavidad, en una de sus raras exteriorizaciones públicas de afecto—. Creí que bajarías a verlo tú misma.

—Estaba demasiado nerviosa. —Observó a Kelsey contener a la potranca con un leve movimiento de las riendas—. Hace un mes que está aquí, Moses. Y no habla de irse. —Naomi enganchó el pulgar en el bolsillo del tejano—. Con todo lo sucedido durante las dos últimas semanas, no hago más que esperar que haga las maletas y se vaya.

—No la estás observando bien, Naomi. —Sonrió al ver que Kelsey olvidaba las instrucciones del entrenamiento y se inclinaba para hundir la cabeza en la crin de la potranca—. Esa chica no piensa ir a ninguna parte.

Ante una señal de Moses, Kelsey se enderezó y se acercó con la potranca al paso.

—Es una belleza, ¿verdad?

—Sí que lo es. —El orgullo de Naomi era evidente. Acarició a la potranca y dejó que sus dedos rozaran los de su hija—. Juntas sois una maravilla.

—Es que me siento maravillosamente bien. —Cuando Moses le dio una zanahoria como premio a Honor, Kelsey extendió una mano—. ¿Yo no merezco una?

—Pues creo que sí —dijo él y le tendió una.

Ella la cogió y la mordió.

—Ahora que ya no estoy asustada, puedo disfrutarlo. —Después de palmear el cogote de Honor, se esforzó por no mostrarse triunfante—. ¿Puedo volver a trabajar mañana con ella, Moses?

—Sí, mañana y pasado mañana —contestó él—. A partir de este momento Honor es de tu responsabilidad.

—¿En serio? —Tuvo fuertes deseos de desmontar y besarlo—. No te fallaré.

—Si lo hicieras, retendría tu paga.

Kelsey volvió a sonreír.

—Yo no estoy a sueldo.

—Hace dos meses que figuras en plantilla. —Moses tuvo la satisfacción de ver la sorpresa de Kelsey—. El viernes recibirás tu primera paga.

—¡Pero no es necesario! Yo solo…

—Si trabajas, cobras —repuso él con firmeza. Después de todo era el encargado de ese sector del criadero—. Por supuesto, debes empezar desde abajo. Y así lo has hecho, ¿verdad, Naomi?

—Empecé siendo el chico de los recados —contestó ella con una sonrisa—. Mi padre insistió en que ganara cada centavo de mi sueldo, por escaso que fuera. La idea era que de esa forma lo apreciaría más. Y tenía razón.

Kelsey lo pensó. Tal vez fuese lo mejor. Un arreglo casi comercial.

—¿Hasta qué punto era escaso tu sueldo?

—Kelsey posiblemente llegará a ganar alrededor de doscientos por semana —informó Moses.

Kelsey enarcó una ceja.

—¿Y cuándo me darán un aumento?

Naomi lanzó una carcajada y se acercó.

—A tu abuelo le habrías gustado. —Con suavidad, pasó los dedos por el cogote de la potranca—. Y le gustas a Honor.

Kelsey le dedicó a Moses una sonrisa de suficiencia.

—Te lo dije.

—Me he perdido veintitrés cumpleaños. —El tono lastimero de Naomi atrajo la atención de Kelsey, que la miró con sorpresa—. Veintitrés Navidades. Tengo mucho que recuperar. —Hizo un esfuerzo por serenarse y miró a su hija a los ojos—. Si no te importa me gustaría empezar a recuperarlo ahora mismo. ¿La aceptas?

—¿Aceptarla? —Kelsey la miró estupefacta—. ¿A Honor? ¿Quieres regalármela?

—Me gustaría que la aceptaras como un símbolo de mi afecto. No te implicará ninguna obligación. Comprendo que puede llegar a ser incómodo tener un caballo en un apartamento, pero puede permanecer aquí tanto tiempo como quieras. Si te parece bien, Moses puede entrenarla. Pero, si la aceptas, será tuya.

Emocionada hasta las lágrimas, Kelsey desmontó con lentitud. Tenía las palmas de las manos húmedas y sintió el cálido aliento de la potranca contra el cuello.

—Me encantaría aceptarla. Muchas gracias.

—Bien —dijo Naomi con un suspiro de satisfacción—. Debo volver a la casa. Tengo un almuerzo de trabajo.

Kelsey dio un paso, pero vaciló y se detuvo. Luego, de repente, entregó las riendas a Moses y corrió para alcanzar a su madre. Le puso una mano en el hombro e hizo algo que le resultó más sencillo y natural de lo que imaginaba: la besó en la mejilla.

—Gracias —volvió a decir, pero el resto de sus palabras se ahogó en su garganta cuando Naomi le dio un fuerte abrazo.

«¿De dónde ha surgido este cariño?», se preguntó Kelsey al percibir la intensidad del sentimiento de su madre. ¿Cómo era posible que hubiera estado siempre allí y que hasta ahora no lo hubiera demostrado?

—Lo siento —murmuró Naomi y se apartó con embarazo—. Haré que redacten los papeles de la transferencia. Ahora debo irme, se me hace tarde —agregó y se alejó.

Presa de emociones encontradas, Kelsey se sintió indefensa, deseando poder entender sus sentimientos y, más aún, llegar a entender a aquella mujer que le había dado la vida.

—No sé qué hacer —le dijo a Moses cuando regresó a su lado.

—Lo estás haciendo muy bien. —Moses le devolvió las riendas—. Ahora ve a atender a tu yegua.