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Al sacar la carta del buzón, Kelsey no imaginaba que le había sido remitida por una muerta. El sobre de color crema, la letra prolija con que estaban escritos su nombre y su dirección y el sello postal de Virginia eran normales. Tan normales que, mientras se sacaba los zapatos, la dejó junto con el resto de la correspondencia sobre la mesita que había bajo la ventana de la sala.
Se encaminó a la cocina y se sirvió un vaso de vino, dispuesta a beberlo con lentitud antes de abrir la correspondencia. El vino no le hacía falta para afrontar esa carta ni las facturas ni la postal de una amiga que disfrutaba de un breve viaje por el Caribe.
Lo que la inquietaba era el abultado sobre que le enviaba su abogado. El sobre que sin duda contenía su sentencia de divorcio, el documento legal merced al cual dejaría de ser la señora Kelsey Monroe para volver a convertirse en Kelsey Byden, para pasar de mujer casada a soltera, de mitad de una pareja a divorciada.
Sabía que era una tontería pensar así. En los dos últimos años solo había sido la mujer de Wade en un sentido técnico y legal; dos años, casi el mismo tiempo en que habían sido realmente marido y mujer.
Pero ese documento lo convertía todo en algo definitivo, mucho más definitivo que las discusiones, las lágrimas, la separación, los honorarios de los abogados y las maniobras legales.
«Hasta que la muerte nos separe», pensó con amargura, y bebió un sorbo de vino. ¡Qué tontería! De ser cierto, habría muerto a los veintiséis años. Y estaba viva; sana y salva. Y de nuevo integraba el poco agradable grupo de las mujeres en condiciones de volver a salir con hombres.
De solo pensarlo, se estremeció.
Supuso que Wade había salido a celebrarlo en compañía de su socia de la agencia de publicidad. La socia con quien había vivido una aventura, una relación que —como él mismo le aseguró a su sorprendida y furiosa esposa— no tenía nada que ver con ella ni con su matrimonio. Pero su esposo se equivocaba: la pequeña Lari, la del cuerpo escultural y la sonrisa de anuncio de dentífrico, tenía mucho que ver con ella.
A Kelsey tal vez no se le ocurrió que debía morir o matar a Wade para conseguir que dejaran de convivir, pero tomó muy en serio el resto de sus votos matrimoniales. Y el hecho de no engañar a su marido ocupaba el primer lugar en la lista.
Pero no pensaba darle una segunda oportunidad a su marido. Ese desliz, como Wade lo llamaba, no se repetiría. Kelsey abandonó en el acto la bonita casa que poseían en Georgetown, dejando tras de sí todo lo que habían reunido durante el tiempo de casados.
Le resultó humillante volver a casa de su padre y su madrastra, pero había distintos grados de orgullo, así como había distintos grados de amor. Y su amor se apagó como se apaga una vela en el mismo instante en que encontró a Wade instalado con Lari en su suite de hotel de Atlanta.
«¡Menuda sorpresa!», pensó Kelsey con ironía. Bueno, cuando entró en aquella suite con una maleta y la tonta y romántica intención de pasar el fin de semana con su marido en Atlanta, donde él estaba en viaje de negocios, los sorprendidos fueron tres. Tal vez ella fuese intransigente, incapaz de perdonar, dura de corazón, todas las cosas de las que Wade la acusó cuando ella se negó a reconsiderar su decisión de divorciarse. Pero Kelsey estaba convencida de que le asistía la razón.
Terminó el vino y regresó a la sala de estar del inmaculado apartamento de Bethesda. En esa habitación llena de sol no había un solo sillón o candelabro que alguna vez hubiera estado en Georgetown. Estaba decidida a empezar de nuevo y sin lastres. Eso era lo que quería, y lo había logrado. Los colores fríos y los cuadros que la rodeaban eran exclusivamente suyos.
Para ganar tiempo, encendió el equipo de música y colocó un compact de la Patética de Beethoven. Heredaba de su padre el gusto por la música clásica, una de las muchas cosas que ambos compartían. También compartían la pasión por el conocimiento; Kelsey no ignoraba que antes de emplearse en Monroe y Asociados, corría el peligro de convertirse en una eterna estudiante.
Y a pesar de que empezó a trabajar, no resistió el impulso de tomar clases sobre temas que iban desde la antropología a la zoología. Wade se reía de ella, intrigado y divertido por su interminable cambio de empleos y de estudios.
Kelsey renunció a su trabajo en Monroe al casarse. Gracias a sus propios fondos y los ingresos de Wade no le hacía falta trabajar. Quería dedicarse por entero a remodelar y redecorar la casa que acababan de comprar en Georgetown. Durante ese tiempo disfrutó de cada minuto que dedicó a pintar paredes, pulir pisos y recorrer casas de antigüedades en busca del objeto exacto para cada sitio. Trabajar en el pequeño jardín, arrancar hierbajos y diseñar el elegante jardín inglés fue un placer para ella. Al año de vivir allí, la casa era un testimonio de su buen gusto, su esfuerzo y su paciencia.
Y ahora todo eso se había convertido en un mero patrimonio que había sido repartido entre ambos.
Después de la separación, Kelsey volvió a la universidad, ese refugio académico donde el mundo real podía olvidarse cada día. En ese momento trabajaba media jornada en la National Gallery, empleo conseguido gracias a los cursos de historia del arte que había seguido.
No necesitaba trabajar por el dinero. El fondo fiduciario que le había legado su abuelo paterno era más que suficiente para permitirle vivir con comodidad, de manera que nada le impedía pasar de un empleo a otro que le resultara más atrayente.
Por lo tanto, era una mujer independiente. Y joven, pensó, mirando el sobre del correo, y rectificó para sus adentros: joven y libre. Se encontraba en condiciones de hacer un poco de todo, pero nada a fondo. Lo único en que creyó destacar, el matrimonio, había sido un fracaso total.
Aspiró hondo y se acercó a la mesita donde acababa de dejar la correspondencia. Pasó los dedos por el abultado sobre de documentos legales, esos dedos finos y elegantes que habían practicado piano, aprendido a escribir a máquina, a cocinar platos dignos de un gourmet, a programar un ordenador. Y en una de esas manos tan competentes, en cierta época había lucido una alianza matrimonial.
Kelsey apartó el grueso sobre del abogado, ignorando la pequeña voz interior que la tildaba de cobarde. En lugar de ese sobre tomó otro, el más pequeño, el que le estaba dirigido con una letra extrañamente similar a la suya. Una letra que tenía el mismo trazo osado, pulcro pero algo ostentoso. Sin demasiada curiosidad, lo abrió.
«Querida Kelsey: Comprendo que te sorprenderá tener noticias mías…».
Siguió leyendo y el vago interés del principio se convirtió en sorpresa, la sorpresa en incredulidad, y esta en algo parecido al miedo.
Se trataba de la invitación de una muerta. Una muerta que era su madre.
En los momentos de crisis Kelsey siempre había recurrido a una única persona. El amor y la confianza que le profesaba a su padre había sido siempre una constante en su naturaleza inquieta. Él siempre se encontraba allí para ayudarla, no tanto como un puerto en una tormenta sino como una mano a la que se podía aferrar hasta que la tormenta menguara.
Los primeros recuerdos de Kelsey eran de él, de su rostro apuesto y serio, sus manos suaves y su voz serena e infinitamente paciente. Lo recordaba atándole moños en el pelo o cepillándoselo mientras en el estéreo sonaban obras de Bach o Mozart. Él era quien le acariciaba mejor que nadie los rasguños de la infancia, quien le enseñó a ir en bicicleta, quien le enjugaba las lágrimas.
Kelsey lo adoraba y estaba orgullosa de sus logros como director del departamento de literatura inglesa de la Universidad de Georgetown.
No sintió celos cuando él se volvió a casar. A los dieciocho años a Kelsey le encantó que su padre hubiera encontrado a alguien a quien amar y con quien compartir su vida. E hizo lugar en su corazón y en su casa para Candace, y se sintió secretamente orgullosa de su madurez y altruismo al aceptar a una madrastra y a un hermanastro adolescente.
Tal vez le resultó fácil porque sabía que nada ni nadie podía romper los lazos que la unían a su padre.
Nada ni nadie, pensó en ese momento, salvo la madre a quien ella creía muerta.
El impacto de la traición luchaba en su interior con una furia fría mientras, en medio del tráfico de esa hora punta, avanzaba hacia las elegantes casas de Potomac, Maryland. Había salido presurosa del apartamento sin ponerse un abrigo, y hasta se olvidó de encender la calefacción del coche, pero no sintió el frío de esa tarde de febrero. La furia le encendía el rostro, dando un tono rosado a su piel de porcelana, un brillo especial a sus ojos grises.
Tamborileó los dedos sobre el volante mientras esperaba que el semáforo cambiara, impaciente por darse prisa. Y mientras intentaba no pensar, apretaba los labios ocultando así su forma generosa.
En ese momento no convenía que pensara. No, no convenía que pensara que su madre estaba viva y que vivía en Virginia, apenas a una hora de allí. No convenía que pensara en nada de eso porque, si lo hacía, tal vez empezaría a gritar.
Pero le temblaban las manos cuando enfiló la majestuosa calle bordeada de árboles en la que había pasado su infancia, cuando detuvo el coche en el sendero de entrada de la casa colonial de tres pisos donde creció.
La casa tenía un aspecto tan apacible y pulcro como el de una iglesia, las ventanas relucientes, el borde blanco tan inmaculado como un alma inocente. De la chimenea surgía un hilo de humo y los primeros azafranes tímidos asomaban sus hojas delicadas alrededor del viejo olmo del jardín delantero.
La casa perfecta en el barrio perfecto, como Kelsey siempre había pensado. Segura, de buen gusto, a corta distancia de la excitación y la cultura del centro y con toda la apariencia de una riqueza tranquila y respetable.
Kelsey bajó del coche y cerró la portezuela con brusquedad. Corrió hacia la puerta de entrada y la abrió abruptamente. En esa casa jamás había tenido que pulsar el timbre. Mientras cruzaba el vestíbulo de suelo blanco, Candace salió de la sala de estar, a su derecha.
Como siempre, vestía inmaculadamente. La perfecta mujer de un académico, con un vestido de lana azul de corte severo, el pelo peinado hacia atrás dejando al descubierto su rostro y un sencillo par de aros de perlas.
—¡Qué sorpresa tan agradable, Kelsey! Espero que puedas quedarte a comer. Vendrán algunos profesores de la facultad y, como siempre, me gustaría que…
—¿Dónde está papá? —interrumpió Kelsey.
Candace parpadeó, sorprendida por el tono de su hijastra y comprendió que Kelsey era presa de uno de sus estallidos de furia. Lo último que ella necesitaba, una hora antes de que llegaran los invitados.
—¿Ocurre algo?
—¿Dónde está papá? —repitió.
—Tranquilízate. ¿Se trata de Wade de nuevo? —Candace hizo un gesto despectivo con la mano, restándole importancia—. Kelsey, divorciarse no es agradable, pero tampoco es el fin del mundo. Ven a sentarte.
—No quiero sentarme, Candace. Quiero hablar con papá. —Cerró los puños al costado del cuerpo—. Bueno, ¿me vas a decir dónde está o prefieres que lo busque?
—¡Hola, hermana! —saludó Channing mientras bajaba por la escalera. Había heredado las hermosas facciones de Candace y un gusto por la aventura que aparentemente no tenía de quien heredar. Aunque apenas tenía trece años cuando Candace se casó con Philip Byden, el buen carácter de Channing logró que la transición se realizara sin problemas—. ¿Qué pasa?
Kelsey aspiró hondo para no gritar.
—¿Dónde está papá, Channing?
—Él profe está en su despacho, con la nariz hundida en ese ensayo que está escribiendo.
Channing alzó las cejas. Él también reconocía las señales de una furia incipiente: el brillo de los ojos, las mejillas arreboladas. A veces hacía lo imposible por apagar el fuego, otras se daba el gusto y lo avivaba.
—Supongo que no piensas quedarte a comer esta noche con esos ratones de biblioteca, ¿verdad? ¿Qué te parece si tú y yo salimos a recorrer algunos clubes?
Ella meneó la cabeza y se encaminó al despacho de su padre.
—Kelsey, ¿es necesario que seas tan impetuosa? —preguntó Candace, enojada.
«Sí», pensó Kelsey mientras abría bruscamente la puerta del despacho de su padre.
Dio un portazo a sus espaldas y permaneció un instante en silencio, porque las palabras le ardían en la garganta y surgían con tanta rapidez que no hubiera podido alcanzar a pronunciarlas. Philip estaba instalado ante su amado escritorio de roble, casi oculto tras una pila de libros y carpetas. Tenía un bolígrafo en la mano. Siempre había mantenido que las mejores obras nacían de la intimidad del hecho de escribir y se negaba en forma terminante a redactar sus ensayos en un ordenador.
Tras las gafas de marco plateado sus ojos tenían ese aspecto de búho que adquirían cuando se apartaba de la realidad que lo rodeaba. Se fueron aclarando con lentitud y entonces le sonrió a su hija. La luz del escritorio resplandecía sobre su ralo pelo de tono parecido al del peltre.
—¡Ah! Llegas justo a tiempo para leer este borrador de mi ensayo sobre Yeats. Temo que he vuelto a excederme.
Lo único que a Kelsey se le ocurrió fue lo normal que parecía. Tan normal, allí sentado, con su chaqueta de tweed y su corbata perfectamente anudada. Apuesto, despreocupado, rodeado de sus libros de poesía y de su genio.
En cambio el mundo de Kelsey, del que él era la médula, acababa de hacerse añicos.
—Está viva… —barbotó—. Está viva y siempre me has mentido.
Él palideció y apartó la mirada por un instante, pero ella alcanzó a percibir el miedo y la conmoción que se reflejaban en esos ojos.
—¿De qué estás hablando, Kelsey? —Pero lo sabía, lo sabía y debió recurrir a todo su autodominio para no hablar con tono de súplica.
—Te ruego que no sigas mintiéndome. —Se acercó con resolución al escritorio—. ¡No me mientas! ¡Está viva! Mi madre está viva y tú lo sabías. Lo sabías pero aun así me has dicho que había muerto.
El pánico hirió a Philip como un escalpelo.
—¿De dónde has sacado esa idea?
—De ella. —Metió la mano en la cartera y sacó la carta—. De mi madre. Y ahora, ¿quieres decirme la verdad?
—¿Puedo ver esa carta?
Kelsey ladeó la cabeza y lo fulminó con la mirada.
—¿Mi madre ha muerto? Dímelo.
Él vaciló y sostuvo la mentira cerca de su corazón, pero comprendió que si la seguía sosteniendo perdería a Kelsey.
—No. ¿Puedo ver la carta?
—¿Así de sencillo me lo dices? —Las lágrimas que reprimía se acercaban peligrosamente a la superficie—. ¿Sencillamente con un no? ¿Después de tanto tiempo y de tantas mentiras?
«Solo fue una mentira —pensó él—, y ni siquiera duró el tiempo necesario».
—Intentaré explicártelo, Kelsey. Pero antes me gustaría ver la carta.
Ella se la tendió, sin pronunciar palabra. Luego, como no soportaba seguir mirándolo, se dirigió a la ventana alta y estrecha desde donde vio que la penumbra del anochecer iba invadiendo la luz del día.
El papel temblaba tanto en manos de Philip que tuvo que apoyarlo encima del escritorio para poderlo leer. La letra era inconfundible. Temida. Leyó con cuidado, palabra por palabra.
Querida Kelsey:
Comprendo que tal vez te sorprenda tener noticias mías. Me pareció poco prudente, o por lo menos injusto, ponerme antes en contacto contigo. Y aunque una llamada hubiese sido más personal, tengo la sensación de que necesitarás tiempo. Y una carta te dará tiempo para elegir tus opciones.
Deben haberte dicho que morí cuando eras muy pequeña. De alguna manera fue cierto, y yo acepté la decisión de ahorrarte dolor. Pero han pasado más de veinte años y ya no eres una niña. Creo que tienes derecho a saber que tu madre vive. Tal vez la noticia no te resulte agradable. Pero de todos modos he tomado la decisión de ponerme en contacto contigo, y no lo lamentaré.
Si quieres verme, o simplemente si tienes preguntas que requieren respuestas, serás bienvenida. Vivo en Three Willows, en las afueras de Bluemont, Virginia. La invitación es abierta. Si decides aceptarla, me encantaría que te quedaras aquí todo el tiempo que quieras. Si no recibo noticias tuyas, asumiré que no deseas reanudar nuestra relación. Pero espero que la curiosidad que tanto te impulsaba de pequeña te llevará por lo menos a hablar conmigo.
Con cariño,
NAOMI CHADWICK.
Naomi. Philip cerró los ojos. ¡Dios santo! Naomi.
Hacía casi veintitrés años que no la veía, pero recordaba cada detalle con claridad. Su perfume que le recordaba los claros umbrosos de bosques, su risa contagiosa que siempre hacía que la gente se volviera a mirarla, su cabello de un rubio plateado que le caía por la espalda, sus ojos oscuros y su cuerpo esbelto…
Los recuerdos eran tan claros que, cuando volvió a abrir los ojos, Philip creyó verla. El corazón le dio un vuelco, en parte de miedo, en parte de un deseo largo tiempo contenido.
Kelsey, muy tiesa, le daba la espalda.
«¿Cómo es posible que haya olvidado a Naomi —se preguntó—, si solo tengo que mirar a mi hija para verla?».
Se puso de pie y se sirvió un whisky de una botella de cristal tallado que conservaba para las visitas. Él pocas veces bebía más que una copa de coñac. Pero en ese momento necesitaba algo fuerte, algo que aquietara el temblor de sus manos.
—¿Y qué piensas hacer? —le preguntó a su hija.
—Todavía no lo he decidido —contestó ella, sin dejar de mirar por la ventana—. Dependerá de lo que tú me digas.
Philip deseó poder acercársele y acariciarle el hombro. Pero en ese momento ella no lo aceptaría. Deseó sentarse y hundir la cara entre las manos. Pero eso sería una vana debilidad.
Lo que más deseaba era retroceder veinte años y hacer algo, cualquier cosa, con tal de impedir que el destino le destrozara la vida. Pero eso era imposible.
—No es sencillo, Kelsey.
—Las mentiras suelen ser complicadas.
Entonces ella se volvió y Philip apretó con fuerza el vaso de cristal. ¡Se parecía tanto a Naomi! El pelo brillante que caía descuidadamente, los ojos oscuros, la piel encendida por la pasión que ocultaban sus delicadas facciones. Algunas mujeres eran más hermosas cuando sus emociones llegaban a un punto peligroso.
Así era en el caso de Naomi, y también en el de su hija.
—Eso has hecho durante todos estos años, ¿verdad? —continuó Kelsey—. Me mentiste. Mi abuela me mintió. Ella mintió —agregó señalando la carta que reposaba encima del escritorio—. Y si no hubiera recibido esa carta, habrías seguido mintiéndome.
—Sí, mientras creyera que era mejor para ti.
—¿Mejor para mí? ¿Cómo iba a ser mejor que creyera que mi madre había muerto? ¿Cómo puede ser mejor para nadie una mentira así?
—Siempre has estado muy segura con respecto al bien y el mal, Kelsey. Es una cualidad admirable. —Hizo una pausa y bebió un sorbo de whisky—. E inquietante. Desde pequeña tu sentido de la ética nunca ha vacilado. Comprende que es muy difícil que los simples mortales podamos estar a tu altura.
Los ojos de Kelsey refulgieron. Era un reproche demasiado parecido al que le había hecho Wade.
—De manera que yo tengo la culpa.
—No es eso. —Cerró los ojos y se frotó la frente—. Nada de esto fue por tu culpa, pero lo hicimos todo por ti.
—Philip. —Candace abrió la puerta del despacho—. Han llegado los Dorset.
Él se obligó a sonreír con expresión de cansancio.
—Por favor, entreténlos, querida. Aún necesito unos minutos con Kelsey.
Candace miró a su hijastra con una mezcla de desaprobación y resignación.
—Está bien, pero no tardes mucho. La cena se servirá a las ocho. Kelsey, ¿quieres que ponga otro cubierto en la mesa?
—No, gracias, Candace. No me quedaré a cenar.
—Está bien, pero no retengas demasiado a tu padre. —Cerró la puerta.
Kelsey suspiró y se irguió.
—¿Ella lo sabe?
—Sí. Tuve que decírselo antes de que nos casáramos.
—Tuviste que decírselo —repitió Kelsey—. Pero a mí no me lo dijiste.
—No fue una decisión fácil. Ni para mí, ni para nadie. Naomi, tu abuela y yo creímos que era para tu bien. No tenías más que tres años, eras casi un bebé.
—Pero ya hace tiempo que soy adulta, papá. Me he casado y divorciado.
—No tienes idea de lo rápido que pasan los años. —Se volvió a sentar apretando el vaso entre las manos. Había creído que ese momento nunca llegaría. Su vida era demasiado tranquila y estable para volver a experimentar esa sensación de estar en una montaña rusa. «Pero Naomi nunca se ha conformado con una vida estable», pensó.
Kelsey tampoco. Y había llegado la hora de la verdad.
—Ya te he explicado que tu madre fue una de mis alumnas. Era hermosa, joven, vibrante. Nunca comprendí por qué se sintió atraída por mí. Todo sucedió con bastante rapidez. Nos casamos a los seis meses de habernos conocido. No fue tiempo suficiente para que ninguno de los dos comprendiera hasta qué punto éramos distintos. Vivimos en Georgetown. Ambos descendíamos de lo que podría llamarse familias privilegiadas, pero ella tenía un sentido de la libertad que yo no podía emular. Una fiereza, una necesidad de gente, de lugares, de cosas. Y por supuesto, estaban sus caballos.
Volvió a beber para aliviar el dolor que le provocaban los recuerdos.
—Creo que lo primero que nos separó fueron los caballos. Después de tu nacimiento ella tuvo una necesidad desesperada de volver al criadero de Virginia. Quería que crecieras allí. Mis ambiciones y esperanzas de futuro estaban aquí. Estaba por doctorarme y ya en esa época ambicionaba llegar a ser director del departamento de literatura inglesa de Georgetown. Durante un tiempo llegamos a una componenda y yo pasaba en Virginia todos los fines de semana que podía, pero no bastaba. Es más sencillo decir que nos fuimos separando.
«Es más seguro explicarlo así —pensó, mientras clavaba la mirada en su whisky—. Y ciertamente menos doloroso».
—Decidimos divorciarnos. Naomi quería que tú estuvieras en Virginia, con ella. Yo te quería en Georgetown, conmigo. Ni comprendía ni me gustaba ese grupo de personas que se dedicaban a las carreras con quienes ella trababa amistad: los apostadores, los jockeys. Discutimos con amargura, después contratamos abogados.
—¿Hubo un juicio por mi custodia? —Kelsey miró sorprendida a su padre—. ¿Os peleasteis por obtener mi custodia?
—Fue un asunto muy desagradable. Que dos personas que se han querido, que tuvieron una hija, puedan convertirse en enemigos mortales, es una demostración patética acerca de la naturaleza humana. —Por fin, levantó la vista y la miró—. No es algo de lo que me sienta orgulloso, Kelsey, pero creía sinceramente que convenía que estuvieras conmigo. Ella ya salía con otros hombres. Se rumoreaba que uno de ellos tenía vínculos con el crimen organizado. Una mujer como Naomi siempre atraería a los hombres. Parecía hacer ostentación de ellos, de las fiestas, de su estilo de vida, como desafiándonos a mí y al mundo a que la condenáramos por hacer lo que le venía en gana.
—De modo que tú ganaste —musitó Kelsey—. Ganaste el juicio, me ganaste a mí y después decidiste decirme que ella había muerto. —Se volvió hacia la ventana. Fuera ya había oscurecido. En el cristal alcanzó a ver su propio fantasma—. En los años setenta la gente se divorciaba y los hijos lo soportaban. Debisteis fijar un calendario de visitas y permitir que yo la viera.
—Ella no quiso que la vieras. Y yo tampoco lo quise.
—¿Por qué? ¿Porque se fue con otro hombre?
—No. —Philip dejó el vaso con cuidado sobre un posavasos de plata—. Porque mató a un hombre y estuvo diez años en la cárcel por asesinato.
Kelsey se volvió a mirarlo con lentitud, con mucha lentitud, porque de repente el aire parecía espeso.
—¿Por asesinato…? ¿Me estás diciendo que mi madre es una asesina?
—Tenía esperanzas de no tener que decírtelo nunca. —Philip se puso de pie en un silencio absoluto—. Tú estabas conmigo. Agradezco a Dios que esa noche estuvieras conmigo y no en el criadero donde sucedió todo. Naomi le disparó a su amante, un hombre llamado Alee Bradley. Estaban en el dormitorio, discutieron y ella sacó un arma del cajón de la mesita y le disparó. En ese momento Naomi tenía veintiséis años, la misma edad que tú ahora. La encontraron culpable de asesinato en segundo grado. La última vez que la vi estaba en la cárcel. Me dijo que prefería que la creyeras muerta. Si yo aceptaba, me juró que nunca se pondría en contacto contigo, y hasta ahora mantuvo su palabra.
—No entiendo nada. —Confundida, Kelsey se llevó las manos a las sienes.
—Hubiera querido ahorrártelo. —Con suavidad, Philip le tomó las muñecas y le bajó las manos para mirarle la cara—. Si te parece que estuvo mal haberte protegido, entonces te diré que actué mal, pero sin disculparme. Eras toda mi vida, Kelsey. ¡Por favor, no me odies por esto!
—No, no te odio… —Siguiendo una vieja costumbre, apoyó la cabeza en el hombro de su padre, para descansar mientras las ideas y las imágenes se arremolinaban en su mente—. Necesito pensar. ¡Todo esto me parece imposible! Ni siquiera la recuerdo, papá.
—Eras demasiado pequeña —murmuró él, aliviado—. Puedo asegurarte que te pareces a ella. El parecido es casi increíble. Y también puedo asegurar que, a pesar de sus defectos, Naomi era una mujer fascinante.
«Y uno de esos defectos fue un asesinato», pensó Kelsey.
—Tengo muchas preguntas pero en este momento no se me ocurre ninguna…
—¿Por qué no te quedas a pasar la noche? En cuanto pueda desembarazarme de nuestros invitados, volveremos a hablar.
Era una propuesta tentadora, poder encerrarse en la segura familiaridad de su antiguo dormitorio, permitir que su padre le aliviara las heridas y disipara sus dudas, como lo hacía siempre.
—No; necesito volver a casa. —Se alejó de él antes de dejarse convencer—. Me hará bien estar sola. Y Candace ya está enfadada conmigo por mantenerte tanto tiempo lejos de tus invitados.
—Ella lo comprenderá.
—¡Por supuesto que lo comprenderá! Será mejor que vayas. Yo saldré por la puerta de atrás. En este momento preferiría no encontrarme con nadie.
Philip notó que la oleada de ira de su hija había desaparecido, dejándole una palidez enfermiza.
—Kelsey, me gustaría que te quedaras.
—Te aseguro que estoy bien. Lo único que necesito es asimilar todo esto. Más tarde conversaremos. Ve a reunirte con tus invitados y después hablaremos. —Lo besó, tanto para convencerlo de que lo perdonaba como para urgirlo a que saliera.
En cuanto estuvo sola, se acercó al escritorio y miró la carta. Tras un momento de vacilación, la dobló y volvió a meterla en el bolso.
Decidió que había sido un día excepcional, un día en el curso del cual había perdido un marido y ganado una madre.