19
Pensó en la posibilidad de decírselo a Gabe. Sin duda no era una cuestión de dependencia que le contara sus intenciones al hombre con quien estaba tan unida. Tampoco sería una debilidad pedirle que la acompañara, que le prestara un poco de apoyo moral en el momento en que ella enfrentara el pasado.
Pero no se lo había dicho. Porque, dejando de lado las consideraciones intelectuales, la hacía sentir dependiente, débil. Y, después de todo, era su problema.
En todo caso, Gabe no disponía de tiempo libre. No todos los años era un competidor por la Triple Corona que ya tenía dos joyas en su poder. Tenía su tiempo libre ocupado con los periodistas, la mente llena de tensiones y de cálculos, y los días dedicados al entrenamiento preparatorio para la carrera de Belmont.
Kelsey no quería distraerlo, apartarlo de su meta. Una meta que, como ella empezaba a comprender, para él significaba mucho más que el dinero y el prestigio que traía consigo. Para Gabe, la Triple Corona sería la prueba de que había hecho algo no solo por sí mismo sino que lo había hecho extraordinariamente bien.
Además, no quería que él le echara en cara su propio consejo. No era inteligente permitir que el pasado lo ahogara a uno.
Pero Kelsey no podía desprenderse por completo del pasado. Cuanto más conocía a Naomi y más cariño le tenía, más le costaba creer que su madre hubiera podido matar a un hombre a sangre fría. O para el caso, en un acceso de furia. No cabía duda: Naomi había apretado el gatillo y acabado con una vida. No solo lo admitía ella misma, no solo la había condenado un jurado, sino que había habido un testigo.
Kelsey decidió que no podría dejar en paz el pasado hasta hablar con Charles Rooney.
Disfrutó del trayecto. Por más tráfico que hubiera en la autopista, era difícil no apreciar las verdes praderas y las plantas florecidas de la primavera. Había bajado la capota del coche y la radio emitía música de Chopin. Decidió que era lo mejor para no pensar en lo que estaba por hacer.
No había mentido del todo al darle a la secretaria de Rooney el nombre de «Kelsey Monroe» cuando concertó la entrevista. Era sencillamente una precaución, una manera de que Rooney no la relacionara enseguida con Naomi. «Una manera de torcer mis rígidos códigos morales», pensó. Siempre le habían divertido esas personas, a las que desdeñaba, que consideraban que las mentiras piadosas eran aceptables, o convenientes. Y allí estaba ella, utilizando esa misma soga resbaladiza para trepar hasta sus propios fines. «Evalúalo después», se dijo.
Tampoco había sido completamente veraz al presentar la excusa de que quería tomarse la tarde libre. Alegó entrevistas y compras, y sabía que Naomi creía que iba a reunirse con su familia. Y permitió que lo creyera.
Cualquiera fuese el resultado de esa tarde, Kelsey no pensaba contárselo a su madre. Por primera vez desde la muerte de Pride, Naomi volvía a parecer relajada. Nadie esperaba que High Water repitiera su proeza en los casi dos kilómetros y medio de la pista de Belmont. Pero la victoria anterior se había logrado y en ese momento podían disfrutar de las recompensas.
Y ella podía robarle algunas horas al trabajo para sumergirse en el sombrío pasado.
Ya había trazado la ruta que seguiría al llegar y cruzar la ciudad. Aunque no conocía Alexandria, encontró con bastante facilidad el edificio que buscaba y ocupó una plaza vacía en el aparcamiento del subsuelo.
En ese momento se puso nerviosa y las palmas se le humedecieron. Se tomó su tiempo, puso el freno de mano lentamente, cerró con llave la puerta y metió las llaves en la cartera.
«¿Qué puede ser peor que saber que tu madre ha matado a un hombre?», se preguntó. Lo que le dijera Charles Rooney no la sorprendería demasiado. Solo se trataba de que, de alguna manera, ella quería atar cabos sueltos y que todo quedara ordenado en su mente. Entonces, por fin, podría aceptar a la mujer en la que se había convertido Naomi y dejar de pensar en la mujer que había sido.
El ascensor la llevó hasta el quinto piso, donde el suelo estaba cubierto por gruesas alfombras. Puertas de vidrio y mamparas de cristal con nombres impresos. Dentro, gente que trabajaba delante de ordenadores y teléfonos.
Aquello le provocó un estremecimiento. ¿Cómo sería estar en exhibición durante las horas de trabajo ante cualquiera que pasara por el pasillo? ¿Cómo se sentiría una, atrapada detrás de esos cristales, cuando en el exterior florecía la primavera? Meneó la cabeza, impresionada por sus propios pensamientos. No hacía demasiado tiempo, ella misma estaba encerrada y tan en exhibición como los objetos que hacía admirar a los turistas que visitaban los museos. ¡Hasta qué extremo unos pocos meses habían cambiado sus puntos de vista y sus deseos!
El Servicio de Investigaciones Rooney ocupaba un extremo de la planta. No era, como ella suponía, una oficina pequeña y tampoco reinaba allí ese clima poco agradable con que las películas y la televisión presentaban a las agencias de detectives.
«Aquí no hay gato encerrado», decidió Kelsey mientras entraba en un ambiente con música ambiental y fragancia de gardenias que emanaba de los múltiples pimpollos que cubrían los tiestos colocados a cada lado de los sofás. Sobre las paredes se veían reproducciones de Monet y, delante del sofá, una mesita estilo Reina Ana, cubierta de ejemplares de Southern Hornes.
La mujer sentada ante el escritorio circular colocado en el centro de la habitación, era tan pulcra como el ambiente. Levantó la vista de su ordenador y dirigió a Kelsey una sonrisa profesional pero inusualmente cálida.
—Buenas tardes.
—Tengo una cita con el señor Rooney.
—¿La señorita Monroe? Sí, ha llegado con unos minutos de adelanto. Si quiere tomar asiento, veré si el señor Rooney puede recibirla enseguida.
Kelsey se sentó cerca de las gardenias, cogió una revista y durante los diez minutos siguientes simuló estudiar la decoración de una mansión de las afueras de Raleigh. Pero los nervios y la conciencia la aguijoneaban constantemente.
No debía haber ido. Y sin duda no debió dar un nombre que ya no usaba ni quería. No tenía derecho de meterse en los asuntos de Naomi. Debería ponerse de pie y decirle a la eficiente recepcionista que se había equivocado.
Sin duda no sería la única mujer que caía presa del pánico en la sala de espera de un investigador privado. Y aunque lo fuera, ¿qué importaba?
Debería estar en las caballerizas, trabajando con Honor en lugar de estar allí sentada aspirando fragancia de gardenias y mirando la fotografía de un salón barroco.
Pero no se levantó hasta que la recepcionista la llamó y se ofreció a acompañarla hasta el despacho de su jefe.
El pasillo interior tenía varias puertas. Kelsey notó que allí no había cristales. Lo que pudiera suceder dentro de esos cuartos era privado. La discreción debía de ser esencial en ese negocio. Y si lo era, ¿cómo esperaba que Charles Rooney le dijera algo, aunque hubiesen transcurrido veintitrés años? «Porque tengo derecho a saberlo», se dijo y cuadró los hombros. Porque era la hija de Naomi Chadwick.
—Señor Rooney, la señorita Monroe —anunció la recepcionista, abriendo una hoja de la doble puerta de cedro y haciendo pasar a Kelsey.
Era un despacho sencillo, amueblado más como un despacho familiar que como profesional: peces enormes de ojos vidriosos en exhibición en las paredes y modelos de barcos alineados en una serie de estantes. El hombre que se puso de pie para recibirla podía haber sido el tío favorito de cualquier jovenzuelo. Un poco barrigón, un poco calvo, de cara redonda y hombros estrechos. Tenía la corbata algo torcida, como si se la hubiera tironeado.
Hablaba con voz baja y amistosa, sin duda para tranquilizar al cliente nervioso.
—Lamento haberla hecho esperar, señorita Monroe. ¿Le apetece una taza de café? —preguntó—. Siempre tengo café preparado para mantener las ideas claras. —Señaló la cafetera colocada sobre una mesa.
—No, gracias, pero tómelo usted. —Kelsey se obligó a sentarse y aprovechó el tiempo que él le dio al servirse el café para estudiar a Rooney y el ambiente en que trabajaba.
Un hombre corriente en un lugar corriente, pensó. ¿Cómo era posible que hubiese tenido una influencia tan devastadora sobre tantas vidas?
—Muy bien, señorita Monroe, me dijo que necesitaba ayuda en un caso de custodia. —Se sentó y comenzó a revolver distraídamente el café. Ante él, un bloc de papel esperaba sus anotaciones—. ¿Está divorciada? —Sí.
—¿Y el niño? ¿En este momento quién tiene la custodia?
Kelsey respiró hondo. Había llegado la hora de la verdad.
—El niño soy yo, señor Rooney. —Aferró el bolso y lo miró a los ojos—. Monroe era mi apellido de casada. Ya no lo uso, he vuelto a mi apellido de soltera. Soy Kelsey Byden.
Advirtió que él recordaba. Su mano vaciló y el pausado revolver el café se detuvo. Las pupilas de Rooney se agrandaron.
—Entiendo. Es comprensible que usted supusiera que recordaría ese apellido y ese caso. Por supuesto que lo recuerdo. Usted es notablemente parecida a su madre. Debí reconocerla.
—No pensé en eso. Supongo que en esa época debe de haberla visto muchas veces, ya que la vigilaba.
A Rooney no se le escapó la leve recriminación que revelaba la voz de Kelsey.
—Es parte de mi trabajo.
—Ese trabajo tomó un giro inesperado. ¿Fue contratado por mi padre, señor Rooney?
—Señorita Byden (Kelsey, me resulta difícil no pensar en usted como Kelsey), los juicios de custodia nunca son agradables. Por suerte usted era lo suficientemente pequeña para que no la involucraran en los aspectos más desagradables del asunto. A mí me contrataron, como supongo que sabe, para que verificara el… estilo de vida de su madre, y fortalecer así la demanda de custodia completa que hacía su padre.
—¿Y qué descubrió con respecto al estilo de vida de mi madre?
—Eso es algo que no puedo revelar.
—Gran parte del asunto es del dominio público, señor Rooney. No puedo creer que después de tanto tiempo siga atado por el secreto profesional. —Con la esperanza de conmoverlo, se inclinó hacia adelante y permitió que parte de su emoción se le reflejara en la voz—. Necesito saberlo. Ya no soy una niña a la que se debe proteger de la dureza de la vida. Debe comprender que tengo el derecho de saber exactamente qué sucedió.
«¿Cómo es posible que haya mirado esta cara sin darme cuenta de quién era? —pensó Rooney—. ¿Cómo he mirado estos ojos sin imaginar que era la hija de Naomi?».
—Comprendo, pero lo que puedo decirle es muy poco.
—Usted la siguió. Le tomó fotografías, hizo anotaciones, redactó informes. Usted la conoció, señor Rooney. Y conoció a Alee Bradley.
—¿Dice que los conocí? —repuso él inclinando la cabeza—. Nunca cambié una sola palabra con Naomi Chadwick ni con Alee Bradley.
Ella no estaba dispuesta a darse por vencida con argumentos técnicos tan poco convincentes.
—Los vio juntos. En fiestas, en el hipódromo, en el club. Los vio juntos esa noche, cuando él fue a su casa. Técnicamente hablando, cuando sacó las fotografías que la incriminaron, usted no era más que un intruso.
Rooney no lo había olvidado. No había olvidado un solo detalle de aquel caso.
—Acepto que me arriesgué y permití que mi celo profesional fuese más fuerte que mi obediencia a la ley. —Esbozó una pequeña sonrisa mientras los recuerdos giraban en su mente—. Con la tecnología actual, podría haber logrado los mismos resultados sin que se me pudiera acusar de intruso. —Hizo una pausa para beber un sorbo de café.
—Usted se formó una opinión de mi madre. Supongo que parte de su trabajo es mantener cierta objetividad, pero seguramente se forma una opinión de la persona a quien está vigilando.
Rooney volvió a revolver su café.
—Ocurrió hace más de veinte años.
—Pero usted la recuerda, señor Rooney. Es imposible que la haya olvidado, que haya olvidado nada de lo que sucedió.
—Era una mujer hermosa —dijo él con lentitud—. Una mujer vibrante que se metió en problemas.
—Con Alee Bradley.
Enfadado consigo mismo, Rooney dejó a un lado la cucharilla y manchó el secante del escritorio.
—Sí, en efecto, con Alee Bradley. En el conocimiento público del que usted habla, Naomi Chadwick fue arrestada y condenada por el asesinato de ese hombre.
—Y su fotografía del asesinato ayudó a condenarla.
—Así fue. —Recordaba vividamente el momento en que trepó al árbol, con la cámara colgando que golpeaba contra el tronco y con su corazón latiendo desaforadamente—. Se podría decir que estuve en el lugar preciso y en el momento preciso.
—Ella lo llamó defensa propia. Alegó que Alee Bradley la amenazó, que intentó violarla.
—Recuerdo su defensa, señorita Kelsey. Pero las evidencias no la apoyaron.
—¡Pero en ese momento usted estaba allí! Debe haber notado si ella tenía miedo, si él parecía amenazador…
Rooney cruzó las manos sobre el escritorio, como el hombre que está por recitar un discurso bien ensayado.
—La vi dejarlo entrar en la casa. Bebieron juntos una copa. Discutieron. No sé y no pude declarar lo que decían. Después subieron.
—Ella subió —la corrigió Kelsey—. Él la siguió.
—Sí, hasta donde pude ver. Decidí correr el riesgo y trepé al árbol, convencido de que se dirigían al dormitorio de ella.
—¿Porque él había estado allí antes? —preguntó Kelsey.
—No. Por lo menos yo no lo había visto. Pero esa era la tercera noche que entraba a la casa y la primera en que el resto de los moradores estaban ausentes.
Rooney mantenía las manos entrelazadas y la miraba a los ojos.
—Pasaron unos minutos. Ya estaba por bajar del árbol, pero en ese momento entraron en el dormitorio. Ella entró primero. Por lo visto seguían discutiendo.
Recordó el rostro de Naomi Chadwick, la manera en que llenó su visor con belleza, enojo y desdén. Y sí, recordó también que en ese rostro había miedo.
—Durante unos instantes ella me dio la espalda. —Se aclaró la garganta—. Después giró sobre sus talones. Cuando volví a verla de frente empuñaba un arma. Alcanzaba a verlos a ambos, enmarcados en la ventana. Él alzó las manos y retrocedió. Ella disparó.
Un escalofrío recorrió a Kelsey.
—¿Y entonces?
—Entonces, Kelsey, me quedé paralizado. No me enorgullezco de ello, pero era joven. Nunca había visto… me quedé paralizado —repitió—. La vi acercarse adonde él había caído e inclinarse. Y la vi dirigirse al teléfono. Entonces bajé de allí y me metí en mi coche hasta que oí las sirenas.
—¿Usted no llamó a la policía?
—No, no enseguida. Fue una tontería. Pudo haberme costado la licencia. Pero luego me presenté a la policía, les entregué la película e hice mi declaración. —De repente soltó las manos, que le dolían de tanto apretarlas—. Cumplí con mi trabajo.
—Y lo único que vio fue una mujer hermosa y vibrante que se metió en problemas con un hombre y le disparó.
—Ojalá pudiera decirle otra cosa. Su madre cumplió la condena. Es un asunto cerrado.
—Para mí no. —Kelsey se puso de pie—. ¿Qué tal si yo lo contratara, señor Rooney? Ahora mismo. Quiero que retroceda veintitrés años y que vuelva a estudiar el caso. Quiero saber todo lo que se pueda saber sobre Alee Bradley.
El temor recorrió a Rooney y lo puso tenso.
—Deje el asunto en paz, señorita Kelsey. Removiendo viejas heridas no podrá solucionar nada, y tampoco cambiar nada. ¿Cree que su madre le agradecerá que la obligue a revivir todo eso?
—Tal vez no. Pero estoy decidida a retroceder, paso a paso, hasta comprenderlo todo. ¿Me ayudará?
Él la estudió y vio a otra mujer. Una mujer pálida y sentada con dignidad y compostura en una atestada sala de juzgado. Compostura, recordó, con excepción de los ojos. Aquellos ojos desesperados.
—No, no la ayudaré. Le pido que reconsidere las consecuencias de todo esto.
—Ya lo he pensado a fondo, señor Rooney. Y sigo llegando a una misma conclusión: mi madre decía la verdad. Y estoy decidida a demostrarlo, con o sin su ayuda. Gracias por su tiempo.
Él permaneció sentado mucho después de que Kelsey cerrara la puerta a sus espaldas, mucho después de conseguir que dejaran de temblarle las manos. Cuando consiguió tranquilizarse, cogió el teléfono y marcó un número. Desde allí, Kelsey se encaminó a la universidad. La larga espera frente al despacho lleno de gente de su padre logró sosegarla un poco. Le resultaba un bálsamo estar rodeada de libros, de los olores y sonidos académicos. Supuso que era eso lo que siempre la obligaba a volver. En ese mundo, aprender era la primera meta. Y todas las preguntas encontraban respuesta.
Entró Philip con los dedos sucios de tiza.
—¡Kelsey! ¡Qué manera maravillosa de alegrarme el día! Hubiera venido antes, pero mi clase se prolongó un poco.
—No me importó esperar. Tenía la esperanza de que tuvieras unos minutos libres.
—Tengo libre la próxima hora. —Que reservaba para preparar su última clase del día, pero eso podía esperar—. Y cuando termine, si tú no tienes nada que hacer, podría invitarte a cenar en un restaurante.
—Esta noche no, gracias. Todavía tengo que ir a otra parte. Papá, necesito hablar contigo.
—No quiero que te preocupes por lo de tu abuela. Yo me encargaré de eso.
—No, eso no me preocupa. No tiene importancia.
—¡Por supuesto que tiene importancia! —La tomó por los hombros y le acarició los brazos—. No toleraré esa clase de actitudes, ni toleraré que use su herencia en tu contra. —Volvió a encenderse y comenzó a pasearse por el estrecho perímetro de su despacho, como lo haría si estuviera preparando una tesis—. Tu abuela es una mujer admirable, Kelsey. Y formidable también. Los asuntos familiares la enceguecen y tiende a exacerbarse.
—No es necesario que me lo expliques, o que la excuses. Yo lo sé y, a su manera, ella me quiere. Lo que pasa es que sus maneras no siempre han sido fáciles. —«Nunca fueron fáciles», se corrigió Kelsey—. También sé que no está acostumbrada a que la contradigan. Pero esta vez tendrá que aceptar lo que estoy haciendo con mi vida o no aceptarlo. Pero no dejaré que eso me influya.
Philip permaneció un momento en silencio y levantó del escritorio un pisapapeles de cristal.
—Yo no quiero que estés en malas relaciones con ella.
—Yo tampoco.
—Si fuésemos a verla juntos…
—Ni hablar.
Philip suspiró, se quitó las gafas y empezó a limpiarlas, más por costumbre que porque fuera necesario.
—Kelsey, ella ya no es joven. Es tu abuela.
«¡Ah! —pensó Kelsey—. ¡Los argumentos que esgrimen los seres queridos!».
—Lo siento, pero en este caso no puedo ceder. Sé que estás en medio, y eso es algo que también lamento. Ella no puede tener lo que quiere, papá. Y si vamos a eso, yo nunca he sido lo que ella quería.
—Kelsey…
—Soy la hija de Naomi y eso siempre le ha molestado. Espero que con el tiempo llegue a comprender que también soy hija tuya.
Con cuidado, Philip plegó las gafas y las colocó sobre el escritorio repleto de cosas, junto a un gastado ejemplar de El rey Lear.
—Ella te quiere, Kelsey. Solo lucha contra las circunstancias.
—Las circunstancias soy yo —repuso ella en voz baja—. Yo soy el motivo, la razón, la niña que dos personas quisieron seguir teniendo después de haber dejado de quererse. Eso no se puede pasar por alto.
—¡Es ridículo que te culpes!
—No me culpo. Esa es una palabra equivocada. Pero en cambio siento cierta sensación de responsabilidad. Sí, eso sí —agregó al ver que él meneaba la cabeza—. Responsabilidad ante ti y ante ella. Por eso estoy aquí. Necesito que me digas qué sucedió.
Repentinamente cansado, Philip se sentó, frotándose la frente.
—Ya hemos hablado de eso, Kelsey.
—Me hiciste una síntesis, un esbozo. Te enamoraste de alguien, te casaste a pesar de la desaprobación de tu familia, tuviste una hija con ella, y en algún momento las cosas empezaron a andar mal.
Se acercó a su padre, a quien no quería herir, pero necesitaba llegar a la verdad.
—No te pido que me expliques todo eso. Pero conocías a la mujer con quien te casaste, y sentías algo por ella. Si estabas decidido a disputarle la tenencia de tu hija, a llegar hasta la justicia, a contratar abogados y detectives, debió existir una razón. Un motivo muy fuerte. Y quiero saber qué fue.
—Te quería a ti —contestó él con sencillez—. Quería tenerte conmigo. Tal vez haya sido egoísta y no del todo razonable. Tú eras lo mejor de nosotros dos. No me parecía que el ambiente en que se movía tu madre fuese adecuado para ti.
«¿Habré estado equivocado? —se preguntó—. ¿Me habré equivocado?». ¡Cuántas veces se había repetido esa misma pregunta, aun después que se borró el recuerdo de todo lo sucedido!
—Tu abuela y yo lo hablamos en detalle —continuó Philip—. Mamá se oponía con violencia a la posibilidad de que la custodia la tuviera Naomi. Por fin, coincidí con ella. No fue una decisión fácil, pero la tomé de buena fe. En parte fue por egoísmo, no lo puedo negar.
Miró a su hija, a la mujer, y recordó a la niña.
—No quise renunciar a ti, convertirme en un padre de fines de semana que, con el tiempo, sería reemplazado por el siguiente hombre que entrara en la vida de Naomi. Y la manera en que ella vivió durante unos meses, después de nuestra separación, parecía un desafío deliberado. Sus abogados debían de haberle aconsejado que se comportara con discreción y ella hizo justamente lo contrario. Naomi cortejaba a la prensa, promovía las habladurías. Yo detestaba la idea de contratar a un detective, pero era necesario documentar su manera de vivir. Dejé el asunto en manos de los abogados.
—¿No contrataste directamente a Rooney?
—No. ¿Cómo te enteraste de su nombre?
—Vengo de su despacho.
—¡Por el amor de Dios! —Le tomó la mano—. ¿Para qué todo esto? ¿Qué esperas ganar?
—Respuestas. En particular una respuesta. —Aferró la mano de su padre—. Te lo preguntaré: ¿crees que Naomi asesinó a Alee Bradley?
—No hay ninguna duda de que…
—De que ella lo mató —dijo Kelsey, terminando la frase—. Pero ¿crees que lo asesinó? La mujer que conociste, la mujer a quien amaste, ¿era capaz de cometer un asesinato?
Philip vaciló, mientras sentía en la mano la presión de la de su hija.
—No lo sé —dijo por fin—. De todo corazón te aseguro que me gustaría saberlo.
La última entrevista que Kelsey mantuvo ese día fue con los abogados de su madre. Allí no se enteró de mucho más, pues se topó con el muro imposible de derribar del secreto profesional. Abandonó el lujoso bufete poco satisfecha pero decidida.
«Siempre queda otro camino —se recordó—. Todo problema tiene una solución. Lo único que uno necesita son los factores, la fórmula y la paciencia necesaria para llegar hasta el fin. Es una pena que siempre haya destacado más en filosofía y en arte que en matemáticas y en ciencia».
Si estaba descorazonada se debía a su cansancio. Tuvo que admitir que estaba demasiado fatigada para enfrentarse a Naomi e inventar mentiras acerca de lo que había hecho esa tarde.
Así que en lugar de llegar a Three Willows se dirigió a Longshot.
Si Gabe no estaba en su casa, iría a Three Willows, inventaría alguna excusa —un dolor de cabeza tal vez— y se refugiaría en su habitación.
«¿Otra mentira piadosa, Kelsey?», se preguntó, sombría. Si seguía así, no solo las diría con habilidad, sino que le parecerían lo más natural del mundo.
Se encaminó a la casa, pero en lugar de pulsar el timbre, se sentó en los escalones de la entrada, contemplando el atardecer. «Habrá otra hora o dos de sol», pensó. Se preguntó si el pájaro que cantaba frente a la ventana de su dormitorio tendría una compañera. Siempre empezaba a cantar al atardecer, era un sonido dulce, lleno de deseo.
En el jardín de Longshot, las flores crecían en abundancia llenando el ambiente de colores y de perfumes. Prímulas, margaritas, enrejados que muy pronto estarían cubiertos de alverjillas. Los arbustos de lilas estaban llenos de capullos y de perfume, y sus pétalos teñían la hierba de un rojo profundo. Un lugar tan silencioso, un lugar tan hermoso para un hombre tan enérgico y apasionado…
Oyó abrirse la puerta a sus espaldas, y luego los pasos de Gabe. En un movimiento tan natural como las flores que crecían junto a la galería, ella se recostó contra él cuando Gabe se sentó a su lado y la abrazó.
—Vi tu coche.
—¿Quién plantó las flores?
—Yo. Es mi jardín.
—A mi padre le encanta la jardinería. En Georgetown yo tenía un hermoso jardincito trasero. Así pues, seguí un curso de horticultura y de diseño de parques. Cuando terminé con el jardín, era todo un espectáculo, pero nunca logré que fuera tan hermoso ni tan íntimo como el de mi padre. Hay cosas que no se aprenden en los libros.
—Yo planto lo que me gusta.
—Si yo tuviera que volverlo a hacer, lo haría así.
—He estado pensando en hacer un jardín de rocas, allá. —Señaló un costado de la colina—. ¿Quieres que lo hagamos juntos?
Ella sonrió y hundió la cara en su cuello, donde la piel era cálida y acogedora.
—Enseguida recurriría a la biblioteca. No podría evitarlo.
—Y entonces discutiríamos sobre la lógica y los caprichos. —Le puso un dedo bajo la barbilla y la obligó a mirarlo—. ¿Qué te preocupa, Kelsey?
Ella comprendió que se lo podía decir. ¡Por supuesto que podía! No había nada que no pudiera decirle.
—Hoy he iniciado algo y sé que no voy a detenerme. Todo el mundo me ha dicho que debo dejar en paz ese asunto, pero no puedo. No quiero. —Respiró hondo y se echó atrás—. ¿Tú crees que mi madre asesinó a Alee Bradley?
—No.
Ella parpadeó y meneó la cabeza.
—¿Así de sencillo? ¿Sin vacilar? ¿Sin salvedades ni condiciones?
—Me lo has preguntado y he contestado. —Se inclinó para arrancar unas fresias y se las entregó—. ¿No te parece que lo más importante es lo que uno cree?
Ella volvió a menear la cabeza y luego la apoyó entre sus manos.
—¿Puedes decir que no, simplemente que no, cuando en esa época ni siquiera la conocías?
—Bueno, no diría tanto.
Ella volvió a levantar la cabeza para mirarlo.
—¿Qué significa eso?
—Había oído hablar de ella. La había visto. —Inclinó la cabeza y jugueteó con el cabello de Kelsey—. Hacía tiempo que yo era una rata de hipódromo, Kelsey. Recuerdo haberla visto en Charles Town, en Laurel, aquí y allá.
—Pero eras un chico.
—No en el sentido en que lo dices. Pero es verdad, no la conocía, no podía formarme una opinión sólida. Pero ahora la conozco.
—¿Y?
Gabe comprendió que ella necesitaba una respuesta concreta. Siempre las necesitaría. Y él ignoraba si sería capaz de dárselas.
—Mira, me he ganado la vida leyendo a la gente. Caras, entonaciones, gestos. Los apostadores, policías y psiquiatras tenemos eso en común; de lo contrario no duraríamos mucho tiempo. Naomi apretó el gatillo, pero no cometió un asesinato.
Con los ojos cerrados, Kelsey volvió a apoyarse contra él. Las flores que Gabe acababa de darle despedían un perfume delicado.
—Es lo que creo, Gabe. Parte de mi ser teme que lo crea simplemente porque no quiero aceptar que mi madre pudo haber cometido el crimen por el que la condenaron. Pero eso no disminuye mi fe. Hoy fui a ver al detective. Al que testificó en contra de mamá.
Gabe volvió a hablar con un tono tranquilo y relajado. Pero ella se preguntó cómo había dejado de percibir tantas veces la férrea determinación que había bajo su voz.
—¿No se te ocurrió pedirme que te acompañara?
—Sí. Pero preferí hacerlo sola. —Se encogió de hombros—. No logré demasiado. Rooney no me dijo nada que ya no supiera. Intenté contratarlo, pero se negó a ayudarme a investigar a fondo a Alee Bradley.
—¿Qué quieres saber?
—Cualquier cosa. Todo. Mi madre solo es parte de esto. —Se apartó de Gabe—. ¿Qué clase de hombre era él? ¿De dónde vino? ¿Qué quería? Naomi dice que trató de abusar de ella, de violarla. ¿Qué desencadenó esa actitud?
—¿Se lo has preguntado a tu madre?
—No quiero hacerlo a menos que sea necesario. Se encerraría en sí misma, Gabe. Me diría lo que sabe, pero eso quizá llevaría a un punto muerto lo que hubiéramos podido averiguar. No quiero arriesgarme a eso.
—Ella no era la única que lo conocía.
Era algo que Kelsey ya había considerado, y rechazado.
—No puedo empezar a hacer preguntas en los hipódromos, sonsacando a los propietarios de caballos o a su personal. Lo que pudieran decirme valdría menos que los comentarios que desataría.
—¿Qué alternativa te queda?
—Tengo el nombre del oficial que investigó el caso. Está retirado y vive en Reston.
—Has estado haciendo tus deberes.
—Siempre he sido una buena alumna. Pienso ir a verlo.
Gabe le cogió la mano y la puso de pie.
—Iremos a verlo.
Ella sonrió.
—De acuerdo.