7

Con unos cuantos moratones por el combate cuerpo a cuerpo, ya que Sasha se estaba volviendo más feroz, Riley se colgó una pequeña mochila al hombro y se dirigió al coche de Bran.

Prefería conducir a ir de pasajero; francamente no entendía que alguien prefiriera lo contrario. Pero Doyle se lo había pedido antes, y como respetaba eso, se montó en el asiento del copiloto y se preparó para relajarse.

Irlanda tenía unos paisajes magníficos, y cuando conducías, al menos ella, no tenías ocasión de disfrutarlos.

Cuando Doyle se puso al volante, decidió que sería simpática.

—Es una pena que no podamos ir en la moto. ¿Qué tal la vuelta con Anni?

Doyle dio marcha atrás, giró y recorrió el irregular camino de entrada hasta la carretera.

—Había un pueblo a unos ocho kilómetros de la ruta que tomé. Tenía un par de tiendas. No dejo de preguntarme cómo me convenció para que me desviara y parásemos.

—Tiene tetas.

—Es la chica de otro hombre.

—Que sigue teniendo tetas. Y encanto a toneladas. —Cambió de posición para aligerar el peso sobre su cadera izquierda.

—Menudo batacazo te pegaste al final del combate cuerpo a cuerpo.

—Sasha es más hábil que antes. Cometí el error de contenerme.

—Bran se habría ocupado de los moratones.

—Si no tienes unos cuantos moratones es que no ha sido una buena pelea.

El mundo allí era hermoso, pensó. Salvaje y agreste pese a las verdes montañas y los montones de ovejas pastando. Aquello tenía un aura salvaje y atemporal que siempre le había atraído.

El granjero en el campo con su tractor; ¿habrían cultivado sus antepasados la misma tierra con arado y caballo? Y la sencilla técnica de aquellas paredes de piedra. ¿Acaso aquellas piedras no las habían extraído y sacado de esos mismos campos manos sepultadas ahora en los camposantos?

Si se eliminaran las carreteras pavimentadas, los coches, las casas modernas dispersas, no se diferenciaría demasiado de cuando Doyle vivía allí. Eso era algo que él estaba abocado a sentir, pensó.

El cielo había pasado de tener un tono azul claro a estar encapotado. Condujeron bajo la lluvia y la dejaron atrás.

—¿El mayor invento o descubrimiento?

Doyle la miró con el ceño fruncido.

—¿Qué?

—¿Cuál es para ti el invento o descubrimiento más importante hasta la fecha? Habrás visto un montón a lo largo de tres siglos.

—No pienso responder a un interrogatorio.

—No es un interrogatorio; es una pregunta. Me interesa tu opinión al respecto.

Tal vez hubiera preferido el silencio, pero a esas alturas la conocía lo bastante bien como para saber que no dejaría de insistir.

—La electricidad, ya que abrió la puerta a otros avances para los que eran necesaria.

—Sí, un buen salto. Yo me quedo con el fuego…, como descubrimiento. Pero en cuanto a la tecnología, la electricidad es indiscutible.

—Si nos remontamos a los albores del tiempo…, que es muy anterior a mi época…, tenemos la invención de las herramientas comunes, la rueda.

—El descubrimiento de la sal y sus usos —agregó—. Las hierbas medicinales, aprender a elaborar ladrillos, cortar la piedra, construir pozos y acueductos. ¿Fuiste al colegio? Tienes que girar a la izquierda en la siguiente carretera.

Doyle giró sin decir nada.

—A alguien que se dedica a lo mismo que yo no le cuesta sentir curiosidad por un hombre que ha vivido en zonas que ha estudiado. Es todo.

—Fui al colegio.

—Me preguntaba si, teniendo en cuenta la cantidad de tiempo y posibilidades, habías optado por ampliar tu educación.

—Lo hacía cuando algo me interesaba.

—Ajá. —La carretera se estrechó y se volvió más tortuosa. Le encantaban esas carreteras, las curvas rápidas, los setos, los jardines pasando de largo a toda velocidad—. Idiomas. Se te dan bien los idiomas.

—Llevo buscando las estrellas más años de los que tú tienes. Más años de los que ha vivido tu abuela. Así que he viajado. Viajar es más provechoso si hablas el idioma.

—No te lo discuto. En la siguiente carretera a la derecha. ¿Por qué una espada? Disparas bien un arma.

—Si voy a matar a un hombre, prefiero mirarle a los ojos. Y me ayuda a recordar quién soy —dijo tras un prolongado silencio—. Resulta fácil olvidarlo.

—No lo creo. No creo que jamás lo olvides.

Doyle no quería preguntar, no había hecho ninguna pregunta de forma deliberada. Pero no pudo contenerse.

—¿Por qué te acercaste a las tumbas anoche?

—Regresaba cuando te vi. Respeto a los difuntos, quiénes y qué eran, lo que hacían, cómo vivían, lo que dejaron tras de sí. Tú dijiste que no estaban ahí. Tienes razón y también te equivocas.

—¿Cómo puede ser?

—Han seguido adelante, se han reciclado, que es lo que yo considero la reencarnación. Para mí, es así como funcionan las cosas. Pero ellos siguen ahí porque tú estás ahí. Porque la tierra que habitaron, que trabajaron, donde construyeron un hogar y una vida, está ahí. —Riley continuó contemplando el paisaje mientras hablaba porque sentía que a él le sería más fácil de ese modo—. Hay árboles en el bosque que estaban ahí cuando ellos vivían y que siguen ahí.

»¿Te acuerdas del proyecto Craggaunowen en el que ejercí de asesora? Pues no queda lejos de aquí. Tampoco el monasterio de Dysert O’Dea. Ambos son lugares alucinantes. En Irlanda hay innumerables sitios realmente alucinantes porque respeta su historia…, larga y con múltiples capas…, y a sus antepasados, lo que hicieron y cómo vivieron y murieron. Esa es la razón de que puedas sentirlos aquí, si te permites hacerlo, y de que otros lugares del mundo están vacíos porque en ellos solo importa el futuro y a nadie le importa demasiado el pasado. —Señaló—. Es ahí. El gran granero blanco, la vieja casa amarilla… y el enorme perro marrón.

—No deberías tener problemas para manejar al perro.

—Aún no he conocido a uno que se me resista. Y me ocuparé de Liam y del acuerdo.

Doyle tomó el largo camino de entrada de gravilla, al final del cual se encontraba la casa y el granero aún más al fondo. El perro profirió una serie de graves y guturales ladridos de advertencia, pero Riley se apeó y le lanzó una mirada cuando este se plantó ante ella, inmóvil.

—Ya basta, grandullón.

—No muerde mucho.

El hombre que salió del granero llevaba una gorra de tweed sobre su mata de cabello gris y cubría su esquelético cuerpo con una chaqueta de punto holgada y unos pantalones vaqueros. Esbozó una amplia sonrisa, con las manos plantadas en sus estrechas caderas, sin duda divertido.

Riley optó por establecer las pautas, le devolvió la sonrisa y después señaló al perro.

—Ven a olisquear, colega.

El perro meneó la cola despacio un par de veces. Se acercó a ella, le olisqueó las piernas, las Converse naranjas y después le lamió una mano, que descansaba contra su muslo.

—Bueno. —Liam se aproximó—. Esto es nuevo. Aunque es verdad que no muerde a menos que yo se lo diga, no suele confraternizar con desconocidos.

—Los perros me adoran. —Ahora que habían zanjado el tema, Riley se agachó y acarició al perro con rapidez—. ¿Cómo se llama?

—Es nuestro Rory. ¿Y quién es su perro guardián?

—Este es Doyle y forma parte de mi equipo. —Le ofreció la mano a Liam.

—Encantado de conocerla, doctora Riley Gwin, que según dice nuestro amigo Sean no la hay más lista y rápida. Y a usted, Doyle… —Dejó que su voz se fuera apagando mientras le ofrecía la mano.

—McCleary.

—McCleary, ¿uh? Mi madre se casó con un James McCleary y lo perdió en la Segunda Guerra Mundial. La dejó viuda y con un bebé en camino; mi hermano Jimmy. Se casó con mi padre unos tres años después, pero tenemos parientes apellidados McCleary. ¿Tiene familia aquí, Doyle McCleary?

—Es posible.

El hombre señaló con su largo y huesudo dedo.

—Percibo cierto deje de Clare bajo su acento yanqui. Y en usted, la famosa doctora Gwin.

—Soy una mezcla, igual que Rory, pero con raíces en Galway y en Kerry.

—He descubierto que los mestizos son los más listos y se adaptan mejor. ¿Y cuánto tiempo piensan quedarse en Irlanda?

Como sabía que a la gente del campo le gustaba conversar, Riley apoyó el peso en un pie y se relajó, con el perro recostado contra su pierna de manera amigable.

—No sabría decirle, pero lo estamos disfrutando. Estamos en la costa, en casa de un amigo. Bran Killian.

Liam enarcó las cejas.

—¿Sois amigos de Killian? Interesante muchacho; parece ser que es mago. Eso se rumorea.

—Seguro que eso le encanta.

—Me han dicho que tiene una buena casa en el acantilado, construida en las que hace mucho eran tierras de los McCleary. ¿Alguna relación con usted, Doyle?

—Es posible.

—A Doyle no le interesa sacar a la luz los orígenes tanto como a mí —dijo Riley con despreocupación—. Usted es un O’Dea, un apellido antiguo y prominente. Es probable que la familia de su padre viviera en Clare, puede que en el pueblo que lleva su nombre. Dysert O’Dea, Tully O’Dea. El nombre antiguo era O’Deaghaidh, y significa buscador, seguramente un reconocimiento a los hombres santos de su clan. Perdieron muchas tierras en las rebeliones del siglo XVII.

—Sean dijo que era toda una erudita. —Una chispa de humor danzaba en los claros ojos azules de Liam—. Mi madre se llamaba Agnes Kennedy de soltera.

«De acuerdo —pensó—, voy a jugar».

—Kennedy es el nombre anglicanizado de Cinnéide, Cinneidigh. Cinn, que significa cabeza; eide, que se traduce como «serio» o «casco». Cinnéide era sobrino del rey supremo Brian Boru. Existe un registro de O Cinnéide, lord de Tipperary, en el libro Annals of the Four Masters, del siglo XX. —Esbozó una sonrisa—. Proviene usted de un linaje prominente, Liam.

Él se echó a reír.

—Y usted tiene un cerebro impresionante, doctora Riley Gwin. Bueno, imagino que quiere hacer negocios, así que vamos al granero a ver qué tenemos para usted.

El granero olía a heno, como cualquier granero. Contenía herramientas y equipo, un viejo tractor raquítico y un par de casillas. Una nevera, que sin duda se enchufó por primera vez en los años cincuenta…, y que Riley imaginaba que contenía cerveza y aperitivos.

Al fondo, el inclinado suelo de hormigón llevaba a un pequeño y ordenado arsenal. Rifles, escopetas, pistolas colocadas en dos grandes cajas fuertes para armas. Munición a montones, almacenada en estanterías metálicas. Un largo banco de trabajo en el que había herramientas para elaborar cartuchos de escopeta.

—¿Lo hace usted mismo?

Liam sonrió a Riley.

—Es un hobby que tengo. Esto es lo que os interesa. —Cogió un Ruger de la caja fuerte y se dispuso a pasárselo a Doyle, pero Riley lo interceptó.

Comprobó el cargador, vacío, sopesó su peso y apuntó hacia la pared lateral.

—No quiero ser grosero, pero esa es mucha arma para una mujer de su tamaño —dijo Liam.

—Una vez, un borracho en un bar de Mozambique pensó que era demasiado menuda para protestar cuando me puso las manos donde yo no quería. —Bajó el arma y se la ofreció a Doyle—. Ese hombre y su brazo roto descubrieron que no era así. ¿Puedo ver el otro?

—Mozambique —dijo Liam, riendo entre dientes, y le pasó el segundo rifle.

—Nunca he disparado uno de estos. Me gustaría probarlo.

—Sería tonta si no lo hiciera. —Liam cogió dos cargadores de la estantería—. Salgan por detrás, si no les importa. —Les ofreció unos protectores para los oídos—. Mi esposa está en la cocina. Dejen que le mande un mensaje para avisarle.

Salieron por detrás del granero, donde la tierra daba paso a campos y cercas de piedra y a un par de caballos castaños que pacían en la hierba.

—Son una preciosidad —dijo Riley.

—Son mi orgullo y mi alegría. No se preocupen porque están acostumbrados al ruido, igual que nuestro Rory. Me gusta practicar tiro al plato aquí y también disparar a unos blancos de papel.

Señaló los blancos redondos de papel sujetos a planchas de madera, apoyados también por balas de heno.

—Tienen un buen alcance, como sabe, pero como no está familiarizada con el arma, tal vez quiera acercarse más.

—Esta distancia está bien.

Calculó que había poco más de cuarenta y cinco metros, y cuando se tratara del verdadero objetivo, querría disparar de manera certera a una distancia mucho mayor. Pero valdría con aquello.

Cogió el cargador, levantó el arma, se colocó en posición y apuntó. Había esperado el retroceso y el rifle no le decepcionó.

No dio en el centro, pero por menos de un par de centímetros y medio.

—Bien hecho —dijo Liam, con un tono que evidenciaba sorpresa y satisfacción.

Riley se colocó, disparó de nuevo y dio en el centro.

—Mejor —murmuró ella, y disparó una serie más que respetable de cinco tiros—. Es rápido. Me gusta la empuñadura, la presión del gatillo. Tiene un buen equilibrio y no me pesa. —Miró a Doyle—. Te toca.

Hizo lo mismo que Riley, cargó el segundo rifle, se colocó y disparó. Dio en la parte exterior del primer anillo blanco, coló uno dentro y consiguió una serie decente, aunque ni tan certera ni tan agrupada como la de ella.

—Servirá. —Doyle extrajo el cargador.

—Bueno, ya que lo ponéis tan fácil, voy a incluir unos estuches para guardarlos. ¿Puedo enseñaros alguna otra cosa para vuestro… torneo?

—Nos apañamos con esto…, además de la munición de la que hablamos.

—Menudo torneo celebráis. —Pero Liam lo dejó ahí y concluyeron el trato.

Cargaron las armas en sus estuches de lona y la munición en el asiento trasero del coche de Bran y lo taparon todo con una manta antes de despedirse de Liam y del perro.

Riley volvió a ocupar su asiento.

—Disparas bastante bien con un arma larga, pero te desvías un pelín a la izquierda.

No replicó, pues era consciente de que tenía razón.

—¿Te has sacado la información sobre su apellido y el de su madre de la nada?

—Del cerebro —le corrigió—. Puedes buscarlo. Me actualicé sobre su apellido antes de que viniéramos…, por si acaso. ¿Kennedy? Es de los fáciles. Si leo, si estudio algo, suelo recordarlo casi todo. O lo suficiente. Es interesante que tenga parientes que se apellidan McCleary, ¿verdad? Y teniendo en cuenta el lugar, es más que probable que estén emparentados con los tuyos.

—Es solo una coincidencia.

—Puede que quieras creer eso, pero has vivido demasiado tiempo como para creerlo. Demasiados cruces contigo aquí, McCleary. La tierra, el lugar de la casa, la relación directa con Arianrhod. Nuestra profetisa encontró la Estrella de Fuego; nuestra sirena, la Estrella de Agua. Tú eres un guerrero con espada, colega. Apuesto a que tú encuentras la Estrella de Hielo. Y si Nerezza llega a la misma conclusión, vendrá a por ti con todas sus fuerzas.

—Que lo haga.

—La derrotaremos. Joder, yo termino lo que empiezo y te juro que me encantaría ponerme en plan viuda negra con ella. Pero estoy leyendo las señales, haciendo caso, digamos, a la clarividente, así que lo más probable es que seas tú. Una espada es lo que acaba con ella; eso dice la profetisa.

—Si lo consigo, será el mayor placer de toda mi vida. Y he gozado de unos cuantos.

—¿De veras? —Dado que él había abierto esa puerta, cambió de posición para mirarle—. Así que ¿no todo es triste y oscuro en el mundo inmortal?

—Eres una mosca cojonera, Gwin.

—Tengo una medalla. Es verdad —dijo cuando él le dirigió una mirada fugaz—. Es un disco de plata con las siglas M.C. grabadas en él. Me la regaló un profesor que tuve cuando estudiaba. La llevé puesta cuando di el discurso como primera de mi promoción. Trabajé con él en una excavación hace unos cinco años, seis después de aquello, y una noche acabamos acostándonos.

—¿Solo una?

Riley se limitó a encogerse de hombros.

—No había nada por ninguna de las dos partes. Decidimos que nos habíamos sentido atraídos por el cerebro del otro y que el resto no funcionaba. Sencillamente, resultaba raro. —Le señaló—. El encuentro sexual más raro.

—No.

—¡Venga! —exclamó con una atractiva y sincera carcajada—. Yo me acosté con el cerebro de mi profesor de antropología en una tienda en Mazatlán. Iguálalo.

Doyle tenía ganas de reír y se contuvo por los pelos.

—De acuerdo, al azar. Me acosté con una mujer que actuaba en un circo ambulante. Acróbata sobre la cuerda floja, equilibrista.

—¿Qué tiene eso de raro?

—Estaba como una puta cabra, afirmaba que en realidad era una serpiente que había tomado forma humana para procrear.

—Ah. ¿En qué siglo?

—Esto… —Tuvo que pensar un poco—. El XIX, a principios, si es que importa.

—Simple curiosidad. ¿Con qué parte de ella te acostaste? Vale, vale, con toda ella, pero quería decir como lo del cerebro de mi profesor.

—Era valiente.

—Tal vez fuera una locura, pero la valentía atrae. Desvíate a la cuneta.

—¿Por qué?

—Desvíate a la cuneta —repitió.

Aunque farfullando, se desvió hacia la minúscula cuneta.

—Si tienes que mear, llegaremos a Ennis…

—¿Ves ese pájaro? —le interrumpió—. En el poste.

—Veo al puñetero cuervo.

—No es un cuervo y es el séptimo que he visto desde que salimos del granero.

—A mí me parece un puñetero cuervo. —Pero sintió un cosquilleo en la nuca cuando el pájaro se sentó a mirarlos—. Y hay más de siete cuervos en el condado de Clare.

—No es un cuervo —repitió y se bajó del coche.

Cuando Doyle la vio sacar un arma de debajo de su camisa, se bajó a toda prisa.

—No vas a disparar a un pájaro solo porque…

El pájaro gritó mientras él hablaba y se lanzó directamente a por ellos. Riley le disparó en el aire y se convirtió en ceniza.

—No era un cuervo —dijo una vez más, dio media vuelta y disparó a los otros dos, que se disponían a atacarlos por la espalda.

—Reconozco que me he equivocado.

—Desde luego que sí. —Esperó, observó, pero no llegó ningún otro—. Exploradores. Debe de encontrarse mejor.

Después de enfundar el arma, Riley se giró de nuevo hacia el coche.

Doyle la cogió del brazo.

—¿Cómo sabías lo que era? Yo tengo ojos, igual que tú.

—Con luna o sin ella, la loba está siempre dentro de mí. La loba sabe cuando un cuervo no es un cuervo.

Se tomó un momento, se apoyó contra el coche y contempló el campo cercano, donde las ovejas pastaban entre tumbas y las ruinas de lo que estimó que había sido una pequeña capilla. Y el silencio era glorioso, como una catedral desierta.

—¿No te preguntas quién construyó eso y por qué lo hizo aquí? ¿Quiénes acudían a rezar y a quién rezaban?

—En realidad no. —Pero la mezquindad de aquella mentira le golpeó entre los omóplatos—. Sí, de vez en cuando, si paseo por un lugar —se corrigió—. Estás en lo cierto cuando dices que puedes sentir qué y quiénes estuvieron antes ahí. En algunos lugares, en ocasiones.

—He descubierto que en los campos de batalla sobre todo. ¿Has estado alguna vez en Culloden?

—Sí, en 1746.

Riley se apartó del coche, con la mirada encendida, y le agarró del brazo.

—¿El 16 de abril? ¿Estuviste allí? ¿Allí, allí de verdad? Ay, tienes que contármelo todo.

—Fue sangriento y brutal y los hombres morían gritando. Esa fue mi batalla.

—No, pero… —Se detuvo. Doyle no contaba historias de guerra, sino que lo evitaba—. Podrías al menos decirme en qué bando estabas.

—Perdimos.

—Estuviste en el ejército jacobino durante el alzamiento. —Levantó la mirada hacia él, completamente fascinada—. ¿Te capturaron o te mataron?

—Me capturaron y me colgaron y es una experiencia muy desagradable.

—Estoy segura. ¿Tú…?

Cuando Doyle retrocedió y rodeó el capó, Riley decidió dejar el tema de las guerras antes de que él se cerrara en banda.

—El progreso social más importante —dijo cuando se montó de nuevo en el coche.

—No pienso en ello.

—Tienes que vivir en sociedad.

—Procuro no hacerlo.

—Los movimientos sociopolíticos, tanto si dan lugar a una revolución como si son producto de la misma, dan forma al pasado, presente y futuro. La Carta Magna, el asentamiento religioso isabelino, la Declaración de los Derechos Humanos, Proclamación de la Emancipación, el New Deal. Y puedes volver a…

Él le agarró la camisa por los hombros y la levantó del asiento. Fue un acto tan inesperado que hizo que cayera contra él. Doyle se apoderó de su boca antes de que ella pudiera reaccionar.

Después su reacción fue elemental, ya que su boca estaba caliente, un tanto frenética, y despertaba necesidades apenas contenidas. Su boca era tosca, igual que sus manos.

Y eso le parecía bien.

No cabía duda de que había estallado, pero al menos ahora tenía algo que quería. Una pincelada, un desahogo, sin importar que eso avivara más su hambre. Sabía, simplemente sabía, que ella se aferraría en vez de apartarle. Sabía que le envolvería con aquel aroma salvaje y terrenal.

La agarró del pelo, de esa mata cortada de manera sexy y descuidada, y se pegó un festín.

Después la soltó, sentándola de nuevo en el asiento con la misma brusquedad con que la había hecho levantar.

—Bueno, ha sido interesante.

—Me picaba el gusanillo y tú lo has empeorado al no cerrar el pico.

—La curiosidad intelectual no es ningún defecto en mi mundo. —Un tanto ofendida, le dio un golpe en el hombro—. Reto a cualquiera que se siente junto a un tío de trescientos años a no hacer preguntas.

—Los demás no me atosigan con preguntas.

—Si Annika te atosigara, te parecería encantador. ¿Y quién podría culparte? Sawyer tiene un don para deducir qué quiere y necesita de manera sutil. Si Bran no te ha hecho unas cuantas preguntas directas a solas, yo soy una bailarina de Tupelo. Y Sasha no tiene que preguntar, pero cuando lo hace, resulta…, no sé…, algo así como maternal.

Doyle esperó un segundo.

—¿Tupelo?

—Tienen bailarinas. Espera. —Esa vez se limitó a bajar la ventanilla, a remangarse y a disparar a un pájaro negro que les observaba desde el poste en el que estaba posado. Y satisfecha, guardó su arma, subió la ventanilla y se apoyó en el respaldo—. Y ahora ¿qué?

¿Acaso era sorprendente que tuviera esa maldita picazón?

—Ahora vamos a por pizza.

—Suena bien.


Mejor fingir que no había pasado. Eso era lo que Doyle se decía. Fueron hasta el pueblo sumidos en un grato silencio…, ya que Riley sacó su móvil y comenzó a mirar cosas.

Requirió cierto esfuerzo moverse por las angostas calles llenas de tráfico, con peatones caminando por las aceras.

Imaginaba que a los turistas les resultaba encantador; los bares, las tiendas, las paredes pintadas, las flores derramándose de sus cestas.

Él prefería los espacios abiertos.

Pese a todo, a diferencia de Annika, Riley no exclamaba en cada escaparate por el que pasaban, desde el coche o a pie, una vez aparcaron.

Se movía con paso rápido, como una mujer con una misión; un rasgo que agradecía.

—Debería estar lista —dijo mientras se abrían paso entre los peatones que aprovechaban un bonito día—. Hice el pedido por mensaje desde el coche.

Otra cosa que agradecía, reconoció. Pensaba con antelación, no perdía el tiempo.

Había pedido cuatro pizzas grandes, variadas, y dado que le tocaba a él la cena, esperó a que pagara. Llevó la mitad de regreso al coche.

Cargaron las cajas de pizza con las armas.

—He tenido mucho tiempo para conseguir fondos y lo que necesito.

Ella ladeó la cabeza, se bajó las gafas de sol y le miró.

—Casi puedo oír la pregunta que da vueltas en tu cabeza. ¿De dónde sacas el dinero, McCleary? ¿Qué haces con él? ¿Qué opinas de la evolución del sistema fiscal?

—No he preguntado. —Riley le clavó un dedo en el pecho—. Señor Taciturno.

—Lo harás. Puede que te haya espantado por el momento, pero empezarás otra vez.

Riley le agarró de la camisa con rapidez y se puso de puntillas al tiempo que tiraba de él. Le dio un beso fuerte y exigente.

—¿Te parezco asustada? —Le apartó, abrió su puerta y se montó.

La había picado, reconoció Doyle. La había provocado porque quería otra degustación, otra descarga de ella.

«Confórmate con eso», se advirtió.

Se montó en el coche y arrancó.

—Yo no atosigo.

Doyle salió del abarrotado aparcamiento y se incorporó a la abarrotada calle.

—¿Es la palabra lo que te molesta?

—Es lo que el término da a entender, sí. Aprender es algo propio de mi naturaleza y tú tienes siglos de conocimiento y experiencia almacenados. Pero entiendo que hay conocimientos y experiencias que no deseas especialmente revivir. Así que es muy desagradable que aquello que para mí es natural sea calificado como irrespetuoso e insensible.

—Puedes ser irrespetuosa; eso no me importa. Lo de insensible jamás se me ha pasado por la cabeza. —Cuando dejaron atrás las aglomeraciones y se adentraron en las montañas y el campo, Doyle pudo volver a respirar bien—. Admiro la Declaración de la Independencia como documento creado por el intelecto humano, el valor y la compasión.

—Coincido contigo. —Una vez más se bajó las gafas y le sonrió con los ojos—. ¿La mejor época para la música?

—Me estás desafiando a que diga que la época de Mozart o de Beethoven fue de genialidad e innovación.

—No te lo discuto.

—Pero voy a decir la segunda mitad del siglo XX y el nacimiento del rock and roll porque es tribal y sale de las entrañas. Tiene su origen en la rebeldía.

Riley se colocó las gafas bien y se recostó en su asiento.

—Tienes potencial, McCleary. Tienes potencial.