11

Como tenía por costumbre, Doyle hizo una última ronda después de medianoche. Caía una fina lluvia, que tapaba la luna menguante, sumiendo el mundo en una oscura y serena niebla. Amortiguaba el sonido del mar, de forma que su regular latido se convirtió en el pulso del mundo.

La casa se alzaba a su espalda, tras la fina cortina de lluvia, con luces encendidas aquí y allá para darle vida.

Aunque su ruta alrededor de la casa se había convertido en rutina, permanecía alerta y preparado. Y cuando vio la figura encapuchada de pie entre las tumbas, la espada saltó a su mano.

No era Nerezza, pensó mientras se acercaba, sigiloso como un gato. Demasiado delgada. Durante un momento pensó en Riley y se enfureció al imaginarla bajo la lluvia, cuando apenas acababa de levantarse de la cama.

Pero la figura se dio la vuelta. Lo primero que le vino a la cabeza fue que era su madre.

El espíritu de su madre surgiendo de la niebla. ¿Para consolarle? ¿Para atormentarle? A veces las dos cosas se parecían.

Entonces ella habló y supo que era de carne y hueso.

—Te mueves como una sombra —comentó Brigid—. Pero tus pensamientos hablan a gritos.

—Creía que eras Riley y no eran solo mis pensamientos los que iban a gritar. Tú tampoco deberías estar aquí afuera, bajo la lluvia y de noche.

La lluvia repicaba sobre su capucha, formando un oscuro y mojado marco para aquel rostro lleno de fuerza e imperecedera belleza.

—Soy irlandesa, así que no me molesta la lluvia. ¿Y a qué bruja le preocupa la oscuridad? La dulce niña deja ofrendas a sus difuntos.

Doyle bajó la mirada. Annika había añadido conchas a las piedras y traído flores frescas.

—Lo sé.

—Ellos viven en ti y también en los demás. En mí y en los míos. Te pareces a mi tío, el hermano de mi padre, Ned. Era un rebelde y murió luchando. He visto fotos suyas cuando tenía tu edad.

—Tengo más de trescientos años.

Brigid soltó una sonora carcajada.

—Te conservas bien, ¿eh? Por lo que sé de Ned, carecía de tu disciplina, aunque creía en su causa y dio la vida por ella. He intentado ver si vuestras vidas estarán determinadas y no puedo. Yo no tengo el poder que tiene Sasha. —Esbozó una sonrisa al ver su sorpresa—. ¿Yo? Sirvo a la ciencia de la magia. Me gusta pensar que Bran ha sacado eso de mí. Y sano. Las cartas me pueden guiar hacia algunas respuestas, pero Sasha es la clarividente más poderosa que he conocido en mi larga vida y todavía tiene que utilizar la totalidad de sus poderes. Y tú, muchacho, solo sé que no alcanzarás el tuyo en su totalidad hasta que no derribes las barreras que tú mismo te has impuesto.

—Yo no tengo poderes.

Brigid agitó su dedo en el nebuloso aire.

—Ahí está, esa es una de tus barreras. Cada uno de vosotros tiene aquello que se os otorgó, lo queráis o no. Hace más de medio siglo que amo a un hombre. Puede que eso no sea nada importante para alguien de tu edad, pero no es poca cosa. He engendrado hijos, he conocido la felicidad y la pena, la frustración y el placer, el orgullo y la decepción que los hijos causan a una madre. Aquí, en esta tierra sagrada, puedo decirte que tú le aportaste todo eso a tu madre y es todo lo que una mujer pide para un hijo.

—Yo no era su único hijo.

—Y el mal se llevó a tu hermano menor. Ella se llevó esa pena a la tumba. Pero no por ti, muchacho. No por ti. —Alzó la cabeza hacia la casa y sonrió—. Tu loba está inquieta.

Doyle volvió la vista y vio que se había encendido la luz en la habitación de Riley.

—No es mi loba.

Brigid se limitó a suspirar.

—Alguien que ha vivido tanto tiempo como tú no debería ser tan tonto. Pero supongo que así son los hombres, ya tengan veinte años o doscientos veinte. Te deseo un buen viaje, Doyle, hijo de Cleary, y felicidad a lo largo del camino. Buenas noches.

—Buenas noches. —La miró mientras se marchaba y la vio entrar sana y salva en la casa.

A continuación siguió con la ronda. Antes de regresar adentro, vio que la habitación de Riley volvía a estar a oscuras y esperó que ella estuviera durmiendo.


Riley se levantó al amanecer, decidida a regresar a la rutina, a esforzarse durante el entrenamiento. Cuando salió afuera, lanzó una mirada retadora a los demás.

Quizá los estiramientos básicos le produjeron ciertos calambres, pero se aseguró de que sus músculos se lo agradecían. Y tal vez los desplazamientos laterales, las sentadillas y zancadas hicieron que se le desbocara el corazón y que los músculos le temblaran, pero apretó los dientes mientras los hacía.

Y realizó casi una docena de flexiones antes de que sus temblorosos músculos se rindieran y la hicieran caer de cabeza a la húmeda hierba.

—Tómate un descanso —comenzó Sasha.

—No me trates como a una cría. —Riley exhaló con los dientes apretados y se esforzó por colocarse de nuevo en la posición de la plancha. Bajó hasta la mitad, y de forma negligente, cuando sintió que sus brazos cedían de nuevo.

Se maldijo cuando Doyle introdujo una mano debajo de su chaqueta con capucha, la agarró del cinturón y la hizo subir y bajar. Cuando la soltó, sin demasiada delicadeza, Riley se puso a cuatro patas, lista para gruñir y morder.

Sawyer se acuclilló delante de ella y le dio con un dedo en medio del ceño fruncido.

—¿Es que tengo que darte la charla?

Durante un momento, que se dilató, tuvo ganas de propinarle un puñetazo. Después su ira se desinfló igual que sus bíceps.

—No. Pataleta evitada.

—Has hecho más de lo debido en el punto de tu recuperación en el que estás —señaló Sasha—. Eso me toca las narices.

—Vale, algo es algo.

—Carrera de cinco kilómetros —anunció Doyle.

—Hacemos ocho —replicó Riley.

—Hoy son cinco.

—Tonterías. Y alargarla a ocho solo hará que mañana estés en peor forma. Cinco e iremos a tu ritmo.

Empezó a despotricar, vio la mirada pícara de Sawyer y decidió que por nada del mundo quería que le arrojaran a la cara sus propias palabras. Se puso de pie.

—¿Qué te parece esto? Vosotros cinco corréis la distancia habitual y yo utilizo la máquina del gimnasio y me limito a cinco kilómetros. Solo os entretendría.

—Yo puedo quedarme con Riley —dijo Annika.

—No es necesario. Estaré en la casa, en el gimnasio. Cinta de correr, cinco kilómetros. —Riley hizo una cruz con el dedo sobre su corazón.

—Trato hecho. En marcha —ordenó Doyle.

Odiaba que él tuviera razón, ya sabía que solo podía correr ocho kilómetros si los hiciera cojeando o arrastrándose. Más valía limitarse a cinco, moderar el ritmo y probar a aumentar la distancia la próxima vez.

Consiguió correr los cinco a duras penas, aun con la música para distraerse.

Se sentó en el banco, chorreando de sudor, y bebió agua como si estuviera en el desierto. Se obligó a estirarse y se consoló pensando que ya había recuperado el aliento.

Y vio las pesas.

No había prometido no levantar peso.

Cogió un par de pesas de nueve kilos, las colocó y empezó una serie de repeticiones.

—Baja a cuatro y medio —dijo Doyle desde la entrada.

—Puedo con nueve.

—Y sobrecargarás los músculos en vez de fortalecerlos de nuevo.

La obstinación pura y dura la llevó a hacer otra repetición antes de dejar las pesas y coger la de cuatro kilos y medio.

—Tienes razón. —Se colocó de nuevo en posición para trabajar lo tríceps—. No necesito un observador.

—Un tutor, más bien. Eres demasiado inteligente, Gwin. Sabes que perjudicarás tu recuperación si te excedes.

—No me excederé, pero necesito hacer un poco de ejercicio. En realidad nunca he estado enferma, no de gravedad. Un par de días, gastroenteritis, un catarro, esas cosas. Resaca, desde luego. Pero me recupero. Necesito recuperarme.

Sin decir nada, Doyle fue hasta el soporte de las pesas y cogió una de veintiséis kilos y medio. Se sentó y se puso a hacer repeticiones sin esfuerzo.

—Creído.

Riley pasó a hacer elevaciones laterales de hombro, de pecho, y adoptó un ritmo agradable, con él ejercitándose cerca.

—Con eso lo has abarcado todo —declaró Doyle cuando ella terminó una segunda ronda.

Habría discutido, para guardar las apariencias, pero le era imposible realizar una tercera serie.

—Solo quiero hacer una serie de press de banco. Una serie. Estoy un poco dolorida, pero es algo bueno. Ya sabes a qué me refiero.

Doyle se acercó al banco.

—Una serie.

Riley colocó las pesas en su lugar, se secó la cara con una toalla y después fue a tumbarse en el banco.

—No diré que no necesito un observador porque no soy idiota.

Doyle dejó las pesas y asintió.

—Hecho.

Sus palabras removieron algo en su memoria, que enseguida se esfumó. Riley se concentró y agarró bien la barra.

—Vale, eso lo he notado —farfulló mientras realizaba una elevación—. Una serie de tres. No puedo con más.

Y a la tercera repetición le temblaba todo, pero hizo que aumentara su satisfacción.

—Vale. Vale, ya está. Es suficiente. —No se fijó en las pesas hasta que no se incorporó—. Has bajado a cuarenta kilos.

—Estoy impresionado de que hayas podido levantar eso. Pasado mañana puedes probar con cuarenta y cinco. E ir a más.

Decidió que, dadas las circunstancias, no era vergonzoso levantar cuarenta kilos. Y, además, se sentía bien, realizada, saludablemente fatigada en vez de exhausta.

—Me estoy recuperando.

—Según la abuela de Bran, la loba acelera tu tiempo de superación.

—Es probable. Como he dicho, nunca antes había estado mal.

Se estiró y él hizo lo mismo. Riley se fijó en que todo se flexionaba, abultaba y estiraba como debía.

Tenía que reconocer que ese hombre estaba muy cachas.

¿Y si sentía algo por ella? También a ella le inspiraba pensamientos lujuriosos, perfectamente normales.

Hasta habían logrado realizar una sesión de gimnasio sin burlarse del otro. Por consiguiente, como era lógico, podrían ponerle el colofón con otra forma de ejercicio saludable y… mutuo.

—Podríamos tener sexo.

Doyle tenía el brazo izquierdo cruzado sobre el pecho, metido bajo el hueco del derecho para estirar. Y solo movió la cabeza en su dirección.

—¿Qué?

—No es que no se te haya ocurrido a ti. —Fue a por otra botella de agua y le estudió como haría con un posible follamigo.

Sudado, igual que ella, su negro cabello se ondulaba un poco por la humedad. Sus ojos verdes la observaban con recelo desde un rostro lleno de duros planos y ángulos.

¿Y el cuerpo? Por Dios, ¿qué mujer no querría jugar con él?

—Yo estoy soltera, tú estás soltero. Yo estoy aquí, tú estás aquí. —Mientras hablaba le señalaba con el dedo a él y después a sí misma—. Ya nos hemos dado un morreo que estuvo medio bien.

—Medio bien.

—A mí se me da bien. Solo lo comento. —Bebió un trago de agua—. O eso me han dicho. Seguro que a ti también se te da bien. Sexo normal, Doyle, que hace ocho meses y cinco días que no practico.

—Eso es muy específico.

—Estaba trabajando en un proyecto en Bretaña, me topé con un viejo amigo y satisfice una necesidad. Mi récord de sequía son ocho meses y veintitrés días. Francamente, no quisiera establecer otro.

—¿Quieres que te ayude a mantener intacto tu actual récord?

Ella se encogió de hombros. No le importaba que él continuara estirando, que continuara observándola. Si no se podía hablar de sexo sin tapujos, ¿de qué servía ser adulto?

—A menos que te esté interpretando mal…, dudoso, aunque posible…, un revolcón te vendría tan bien como a mí. También se me ha pasado por la cabeza que vamos a volver de lleno a la acción de un momento a otro. Si puedo evitarlo, no quiero caer sin haber tenido sexo. Así que lo que digo es que tú podrías rascarme a mí y yo a ti. Sin florituras, sin preocupaciones. —Le puso el tapón a la botella—. Piénsatelo. Si no te parece bien, no pasa nada.

Había recorrido la mitad del camino hasta la puerta, cuando Doyle la agarró del brazo e hizo que se diera la vuelta.

—La gente pasa demasiado tiempo hablando de sexo.

—Bueno, es una actividad infinitamente fascinante y variada.

Doyle la agarró de la camiseta e hizo que se pusiera de puntillas.

—Pensar y hablar de sexo significa que no lo estás practicando.

—En eso estamos de acuerdo. —Divertida y excitada, se impulsó con los dedos de los pies y dio un pequeño salto para enganchar las piernas alrededor de su cintura—. En fin. ¿Quieres pensar y hablar un poco más?

—No.

Se apoderó de su boca, de aquella ingeniosa boca que hablaba demasiado. Ella sabía a agua fresca, a sal y a calor, y el sonido que escapó de sus labios no fueron palabras —gracias a Dios—, sino que transmitía placer en estado puro.

Su tibio, ágil y húmedo cuerpo se apretó contra él mientras la sujetaba de las caderas y ella le agarraba del cabello.

No era suficiente, pensó. Ni mucho menos. Terminarían aquello, empezarían y terminarían lo que llevaba agitándose dentro de él desde hacía mucho tiempo.

Se giró con la sola idea de llevarla a su habitación.

Y entró Sasha.

—Oh. ¡Oh, lo siento! Yo… Ay, Dios.

Doyle la dejó en el suelo antes de que una vibrante Riley pudiera reaccionar.

—Diría que el desayuno está listo. Necesitas comer —le dijo a Riley y se marchó.

—Riley. Dios, Riley, ¿podría haber elegido un momento peor?

—Bueno, podríamos haber estado desnudos. —Agitó la mano—. No pasa nada. No deberíamos haber empezado en un lugar público, por así decirlo. ¿Sabes?, creo que voy a sentarme un segundo.

Algo que hizo, justo en el suelo.

—No sabía… Es decir, lo sabía —balbuceó Sasha y se sentó a su lado—. Pero no lo sabía. Solo venía a decirte que estamos a punto de comer y… Tendría que haberlo sabido. Percibí… Creía que estabais haciendo ejercicio… de manera vigorosa.

Riley apoyó la cabeza en las manos y rompió a reír.

—Lo hacíamos. Estábamos en ello. Volveremos a hacerlo, esto está claro. De ninguna manera dejaremos esto sin acabar. Estoy oficialmente agitada y removida y juro que pienso beberme ese martini.

—¿Qué?

—Una referencia a la cultura popular. No te preocupes por eso. —Le dio una palmadita en el hombro a Sasha—. Necesito comer. Tengo que estar en la mejor forma para los próximos asaltos. —Se levantó y le ofreció una mano a Sasha—. ¿Qué hay de desayunar?


Comió como un lobo. Junto con los demás, se despidió de Brigid y después se marchó para pasar un rato en la biblioteca antes del entrenamiento con armas.

Doyle no se unió a ella, lo cual no le resultó sorprendente. Sabía tan bien como Riley que si lo hacía con aquel asunto pendiente entre ellos estarían rodando desnudos por el suelo diez minutos después de que se quedaran a solas con la puerta cerrada.

Ella esperaría, él esperaría. Ambos esperarían. Si Doyle no iba a su habitación esa noche, Riley iría a la suya.

Asunto zanjado.

La expectación le proporcionó una agudeza, que aprovechó mientras seleccionaba libros y abría su propio cuaderno.

Le dio vueltas a las notas de Doyle que había en él. Al parecer unos cuantos siglos de práctica no habían hecho que su letra fuera clara y legible.

Mira al pasado para encontrar el futuro.

Aguarda en la oscuridad, fría e inmóvil.

La sangre de la sangre la libera.

Y así el hielo arderá con la fuerza de un sol.

Leyó sus notas de nuevo, leyó otras. Al menos había marcado los libros y las páginas para que ella pudiera verificarlo.

Mientras trabajaba, leía con el ceño fruncido algunas de sus traducciones, anotaba preguntas y sus propias interpretaciones.

Cuando lo necesitaba echaba una cabezadita de diez minutos, preparaba más café e investigaba más a fondo.

—«Ve el nombre, lee el nombre» —farfulló mientras leía—. «Pronuncia el nombre». ¿Qué nombre?

Annika entró en la estancia mientras ella continuaba leyendo.

—Sasha dice que algo viene. Que te des prisa.

Riley se levantó de un brinco, dejando sin responder su pregunta.

Cuando llegó abajo y salió corriendo, los demás estaban armados y a la espera.

—Del mar. —Sasha señaló—. No es ella…, ella no está lista…, pero ha enviado a muchos. Una nube negra. Veo una gran nube negra que bloquea el sol.

—Podemos subir a las torres. Sawyer y yo.

—Esta vez no. —Doyle escudriñó el claro cielo azul, las agrupaciones de nubes blancas y grises—. Guardemos esa estrategia para cuando ataque con todas sus fuerzas. Esto es una prueba. —Señaló con la espada en las manos—. Ahí, hacia el oeste.

Llegaron, formando un embudo alrededor de las nubes, oscureciéndolas. Hasta que se convirtieron en las nubes mismas, negras y vivas. Giraron, como una especie de látigo, de oleada, que tiñó el claro cielo azul del color de la medianoche.

—Impresionante. —Sawyer sacó sus dos armas de mano—. Pero ¿cuál es el propósito?

Tras sus palabras, dicho látigo restalló, produciendo una explosión sónica que estremeció la tierra y apagó el sol.

—Ese es el propósito —dijo cuando el mundo se sumió en una oscuridad absoluta—. No puedes golpear lo que no puedes ver. ¿Bran?

Entonces oyeron el estruendo de las alas, el viento huracanado. Bran arremetió contra la oscuridad y la negrura se tornó en un turbio gris, con tintes verdosos.

—Con eso bastará.

Riley disparaba con la derecha y en la izquierda sujetaba su cuchillo de combate. Cuervos de ojos rojos, murciélagos de largos dientes con cabezas enormes y cuerpos retorcidos.

Sabía que sus alas cortarían como cuchillas si tocaban la carne.

Pero las balas que Bran había hechizado dieron en el blanco. El ejército alado de Nerezza estalló en llamas y cayó en una lluvia de sangrientas cenizas. A su izquierda, Annika disparaba luz con sus brazaletes, daba un salto mortal y disparaba de nuevo. Las flechas de Sasha volaban, certeras y letales, mientras Bran arrojaba azules rayos gemelos, que dejaron una estela de fuego.

Y, pese al aullido del viento, en todo momento oyó la espada de Doyle atacando; la música brutal del campo de batalla.

¿Eran más lentos que antes?, se preguntó. No había duda de que eran multitud y, aun con destreza, se verían superados sin los poderes de Bran. Y, pese a todo, casi erró un par de blancos, pues se movía con más torpeza que los demás.

Se tiró al suelo y rodó para evitar un ataque, recargó mientras se movía, disparando desde el suelo. Se levantó con rapidez, atacando con su cuchillo cuando uno se acercó. El viento la agarró entonces como si fuera un puño, levantándola y arrojándola hacia atrás. Una nueva oleada de dolor invadió su cuerpo, que no se había recuperado del todo.

Disparó de nuevo mientras resollaba y trató con todas sus fuerzas de ponerse en cuclillas. Se le heló la sangre cuando de dentro del enjambre surgió otra que se lanzó directo a por ella.

No tenía balas suficientes, pensó, pero hacía que las que tenía contaran. Rodó, avanzó a gatas por la fuerza del viento. Sintió el corte de un ala en la pantorrilla, otro en el hombro mientras lanzaba patadas y golpes con el cuchillo.

Docenas caían a su alrededor mientras sus camaradas los destruían y aun así seguían llegando.

Disparó de nuevo y apuñaló a uno antes de que pudiera atacarle al rostro con sus afiladas alas y sus garras. Tres se unieron, de ojillos brillantes y salvajes, lanzándose contra ella mientras trataba de recargar el arma.

La espada de Doyle los atravesó, embistió y golpeó mientras se abría paso en medio del huracanado viento. La agarró con una mano del cuello del jersey y la arrastró tras de sí.

—¡Mantente agachada!

Riley no era partidaria de quedarse agachada. Aprovechó el cuerpo de Doyle como pantalla para levantarse y recargar. Se quedó con él, espalda contra espalda, medio delirante mientras salpicaba el aire de balas.

Annika saltó, con los brazaletes relampagueando, luego Sawyer y después Sasha.

—¿Y Bran? —gritó Riley.

—Ha dicho que viniéramos aquí y nos quedáramos aquí —respondió Sasha a voz en grito, atravesando con un rayo a una criatura tras otra—. Y…

La luz la cegó durante un instante. Iba acompañada por una oleada de calor, una ardiente energía que abrasó el aire. Las criaturas que murieron no tuvieron ocasión de gritar.

El cielo volvía a ser azul.

Más temblorosa de lo que le gustaría, Riley se agachó y apoyó las manos en los muslos mientras recobraba el aliento.

—Estás herida. —Annika la rodeó con los brazos.

—No. Solo son un par de rasguños.

Aunque de nada sirvió, protestó cuando Doyle tiró del jersey para dejar el hombro al descubierto y estudió la herida.

—Un rasguño.

—Tal y como he dicho. —Volvió a colocarse el jersey.

—Han ido en tropel a por ti. —Sasha bajó su ballesta y miró hacia atrás mientras Bran iba hacia ellos con paso firme—. No me he percatado hasta que casi era demasiado tarde.

—Cantidad por encima de la calidad, en esto mismo estaba pensando. —Sawyer se limpió una salpicadura de sangre de la mejilla—. Suficiente para mantenernos ocupados, pero tirando a débil.

—Sí. —Riley asintió—. Lo mismo he pensado yo. Entonces el viento me agarró y me arrojó; fue como si me golpeara un tornado. Un par de cientos venían hacia mí. —Exhaló una bocanada de aire—. Ella sabía que me habían herido y supuso que era la hermana débil. Pues a la mierda.

—Estábamos demasiado lejos para ayudar. —Annika le frotó el brazo a Riley—. Si Doyle no hubiera estado más cerca, si no…

Al darse cuenta de que todavía sujetaba con fuerza su pistola, Riley se obligó a enfundarla y le miró.

—Sí. Gracias por la ayuda.

—Son gajes del oficio.

Sus ojos decían algo diferente, pensó, algo no tan frío ni displicente. Le sostuvo la mirada mientras Bran le echaba un vistazo al hombro.

Riley le oyó hablar, pero no discernió las palabras. Tanto él como los demás habría podido entrar en otro mundo. Por el suyo corría la adrenalina y el deseo.

Doyle la agarró del brazo.

—Ahora —dijo.

Ella enfundó su cuchillo.

—Ahora.

Fue con él hacia la casa. Al parecer no andaba lo bastante rápido para él, ya que la cogió en vilo. Eso le pareció bien, así que le rodeó la cintura con las piernas y tiró de su cabeza para acercarla a la suya.

—¡Oh! —Encantada, Annika se rodeó con los brazos—. Van a disfrutar de muy buen sexo.

Sasha vio a Doyle subir los escalones de la terraza con Riley.

—¿No deberíamos atender sus heridas antes…?

Bran meneó la cabeza.

—Está bien por ahora. Vamos a limpiar, a tomarnos una cerveza, y dejemos que ellos… se ocupen el uno del otro por ahora.

—Limpiar. Es buena idea. —Sawyer agarró a Annika de la mano.

—Oh, nosotros también vamos a practicar sexo.

Bran rio y rodeó a Sasha con los brazos.

—Suena de maravilla —dijo, y la llevó directa a la cama en un abrir y cerrar de ojos.

Doyle pasó de la cama. Dio media vuelta en cuanto cerró la puerta de la terraza con el pie y empujó a Riley contra la pared.

—Dijiste que sin florituras.

—No son necesarias. —Se apoderó de su boca otra vez, añadiendo un mordisco de prueba mientras se esforzaba para quitarle la espada y la vaina.

Quería sentir su carne, su olor, su sabor, su tacto, y dejó que la vaina cayera con un ruido sordo para poder despojarle de la camisa y dar con ella.

Doyle ya la había encontrado; sus manos ascendieron por debajo del jersey para tomar en ellas sus pechos. Unas manos grandes, ásperas…, justo lo que buscaba.

Pero deseaba cada vez más la penetración. Quería la intrusión, ardiente y con fuerza. La indescriptible excitación de la vida después de haber estado a punto de morir.

Doyle también tenía rasguños. Juntos olían a guerra; a sangre, a sudor y a la batalla.

Impaciente, no la despojó del jersey, sino que metió los dedos donde se había rasgado y se lo arrancó casi por completo. La violencia de aquel acto corrió por sus venas e hizo que forcejeara para quitarle el cinturón mientras él hacía lo mismo con ella.

La necesidad le atenazaba la garganta, le encogía las entrañas.

Doyle le bajó los pantalones por las caderas y a continuación, gracias a Dios, la penetró de manera feroz.

Una pausa, un latido, un aliento. Asimilando la sorpresa, el éxtasis, y sus ojos se cruzaron una vez más.

Le sostuvo la mirada mientras el aliento se desgarraba de sus pulmones, mientras él la embestía. Se corrió violentamente…, liberación, bendita liberación…, y después enroscó las manos en aquel espeso cabello y dejó que la penetrara mientras ella se movía contra él para tomarle.

Cuando aquella ardiente sacudida la golpeó de nuevo con la fuerza de un látigo, sintió que el cuerpo de Doyle se estremecía mientras caía con ella.