5

Agridulce. Ese era el término que se usaba, ¿no?, pensó Doyle mientras contemplaba el dibujo. Todas aquellas sensaciones contradictorias retorciéndose y entrelazándose, hasta que se fundían en una única y trémula emoción.

Jamás había logrado entenderlo tan bien hasta ese momento.

Cuando se obligó a apartar y levantar la mirada, vio que le habían rodeado. Sawyer estaba a su espalda, las mujeres a ambos lados.

Tuvo que reprimir el instinto de apartarse.

—No voy a preguntar si estás seguro porque es evidente que lo estás —dijo Riley con tacto—. Sasha ha dibujado a tu madre a partir de la descripción de Arianrhod.

Otra batalla interna; sostenerle la mirada a Riley, impedir que todo se descontrolara.

—Mi madre podría haber posado para este retrato.

—Hay otros. —Sacha pasó las páginas de su cuaderno de dibujo. De perfil, de frente, de cuerpo entero.

Doyle se obligó a coger el cuaderno y a hojearlo como si no significara nada… personal. Pero, por Dios, incluso la media sonrisa de aquel dibujo, la que decía: «Sé que has estado tramando algo».

El vivo retrato de su madre.

—No vestía de forma tan… elegante y normalmente se hacía una trenza o llevaba el pelo recogido, pero podrían ser dibujos de ella cuando era joven.

—¿Es posible que Sasha…, ya sabes…, captara los recuerdos de Doyle? No a propósito —se apresuró a añadir Sawyer—. Que simplemente los sintiera.

—No lo creo. De verdad que no. Doyle no estaba cerca cuando estaba dibujando estos y me he basado en las notas de Riley.

—Yo tengo una teoría.

Doyle miró a Riley.

—Cómo no.

Antes de que pudiera decir nada, Annika llegó con Bran, riendo.

—Me gusta ayudar a hacer magia. Me gustaría… Ah, hola. —Su pronta sonrisa se esfumó cuando se fijó en las caras de sus amigos—. Algo ocurre. ¿Tenemos que pelear?

—No, ahora no, pero es bueno que estemos todos aquí. Podemos hablar de todo esto de inmediato. —Sasha tendió una mano a Bran—. Sentémonos en el salón junto a la chimenea.

—Siempre que haya cerveza de por medio, estoy dispuesto. —Mientras le asía la mano, Bran miró los dibujos—. ¿Qué es esto? ¿Es que has sacado algunas fotos antiguas?

—¿Qué? No, yo…

—Esta es mi abuela…, la madre de mi madre; es su vivo retrato. Bueno, cuando tenía unos veinte años. —Notó la mirada severa de Doyle cuando cogió el cuaderno de dibujo—. ¿Qué pasa?

—Es el sonido de mi teoría al llevarse el puñetero premio gordo —comentó Riley—. Tu abuela, la madre de Doyle. —Tocó el dibujo con el dedo—. Arianrhod.

—Entiendo. —Bran asintió y miró de nuevo el dibujo—. Tengo la sensación de que me he perdido muchas cosas.

—Es muy hermosa. —Annika se colocó para poder ver mejor—. Es la madre de Doyle, la abuela de Bran, ¿y también una diosa? No entiendo cómo es posible.

—Me parece que no. —Sawyer rodeó la cintura de Annika con un brazo—. Vamos a por una copa de vino para ti y a poner a todos al día.

Cuando se acomodaron en el salón, con el fuego crepitando y una copa en la mano, Riley se quedó de pie. No solía impartir clases y menos aún dar conferencias, al menos no de manera formal, pero, cuando lo hacía, sabía tocar los puntos relevantes.

—Voy a resumirlo, pero antes, Bran, tú has leído el diario de tu antepasado que me diste.

—Por supuesto. Aunque es posible que esté escrito de manera florida, proporciona un relato de primera mano sobre el nacimiento de la nueva reina y el tiempo que pasó en la isla. Puede que lo haya inflado un poco.

—No entiendo.

—Es una expresión —le dijo Sawyer a Annika—. Luego te lo explico.

—Así que sabes que afirma que se acostó con Arianrhod… las tres noches que estuvo en la isla.

—Bueno, hasta las diosas y los hechiceros tienen necesidades y estaban de fiesta. No… Ah, entiendo. —Bran se recostó, levantó su cerveza e hizo un gesto con la cabeza a Doyle—. Quería un hijo…, un hijo mágico.

—Linaje —dijo Riley—. Un hijo al que un día pudiera enviar a Irlanda para continuar con la estirpe. Algunos descendientes de ese hijo se instalaron aquí mismo; otros emigraron. Tu familia está en Sligo.

—La mayoría sí —convino Bran—. Y la abuela de mi abuela era de Clare, una bruja de Quilty. No queda lejos de aquí, en línea recta. Así que encaja muy bien, ¿no te parece? ¿Hermano?

Doyle contempló su cerveza con aire pensativo.

—No sé de ninguna bruja en mis antecedentes familiares. Y no nací siendo inmortal.

En cuanto a Riley, dado que el dolor de Doyle se filtraba por el escudo de hierro que había creado, podría haberse compadecido de él. Pero tenía que insistir.

—¿Nunca comentaron alrededor de la hoguera nada sobre un pariente con el don de la clarividencia o el poder de sanar, de hablar con los animales?

Doyle se removió y le lanzó una mirada irritada.

—Siempre hay habladurías. Y esto es Irlanda, así que…

—Las habladurías se basan en algo. De todas formas, no vas a discutir los hechos. Sasha ha dibujado a Arianrhod y el parecido con tu madre, con la abuela de Bran, es innegable. Los seis estamos conectados. Sasha nos conectó a cada uno cuando aún estaba en Estados Unidos, dibujando y pintando las visiones que no quería tener. Todos vinimos a Corfú al mismo tiempo. Todos nos juntamos. Bran y tú tenéis las mismas raíces, plantadas la noche de las estrellas en la Isla de Cristal. Y también todos nosotros.

—¿Descendemos todos de ella?

—Hay tres diosas. Dudo que pusieran todos sus huevos…, nunca mejor dicho…, en una sola cesta. Una gran celebración, muchas personas mágicas. Imagino que montones de hombres que se ajustaban a sus necesidades. Teriántropos, viajeros, sirenas y tritones.

—Arianrhod acudió al antepasado de Bran la noche de las estrellas, la misma en que Nerezza las maldijo —prosiguió Riley—. La noche que las diosas comprendieron que se habían sembrado las semillas del…, digamos…, infortunio. Así que tomaron medidas para engendrar y crear guardianes. Los seis. Nosotros.

—Seis que tuvieran su sangre —declaró Bran.

—Muy diluida, aunque tienes que reconocer que es guay —comentó Sawyer—. Tenemos sangre de diosas, tío.

—¿Nos utilizaron ya entonces? —preguntó Doyle, mientras la más candente indignación atravesaba la pena—. ¿Sellaron nuestros destinos? ¿Decidieron que mi hermano tuviera una muerte agónica antes de convertirse en un hombre para que a mí pudieran maldecirme con la inmortalidad?

—No lo creo. —Para contrarrestar su ira, Riley habló de manera enérgica—. No digo que los dioses no puedan ser crueles, pero tampoco creo que pulan los detalles. Tú te las habrías visto, de una u otra forma, con una fuerza que te hubiera convertido. Es posible que Sasha hubiera aceptado su don toda su vida, pero igualmente habría acabado en Corfú. Yo también, aunque hubiera optado por escribir y enseñar en vez decantarme por el trabajo de campo.

»Pero sí, nos utilizaron —dijo al cabo de un momento—. Nos dieron algo de ellas y esa parte de su sangre puede que haya influido para que nos juntemos todos, para que sigamos unidos y corramos el peligro que corremos.

—Y ¿no crees que nos ha ayudado a derrotar a Nerezza? —Sasha miró a Riley a los ojos—. Tú lo crees y ahora yo también. Lo siento mucho, Doyle, y ojalá lo hubiera sabido o percibido antes de que vieras el dibujo. Ojalá hubiera habido una forma de prepararte.

—Tú no tienes la culpa. Leí la puñetera descripción y no até cabos. —Ahora se preguntaba por qué no se había percatado, pero no había marcha atrás—. No me gusta la idea de que un trío de diosas iniciara mi linaje por interés propio.

—Puedes hablar del asunto con ella cuando encontremos la isla. —Riley se encogió de hombros—. Como son diosas, es muy probable que todavía estén cerca. Y creo que todo apunta a que vamos a encontrar la isla desde aquí, que va a estar cerca de estas costas, igual que hizo el antepasado mutuo de Bran y de Doyle.

—Puedo ir a nadar y mirar. —Annika se arrimó a Sawyer—. Sawyer me ha dicho que me llevará esta noche para que pueda nadar. También puedo mirar.

—Puedes hacerlo, pero no creo que vaya a ser tan fácil.

—Y no es el momento —añadió Sasha—. No, no es una visión, solo es de lógica. No hay razón para que la isla se revele hasta que tengamos la última estrella.

—Estoy de acuerdo. —Riley se sentó en una silla, dejó caer los hombros y se estiró—. Seguramente tengamos un poco de tiempo antes de que Nerezza nos ataque, así que no deberíamos malgastarlo.

—El entrenamiento empieza mañana al alba —dijo Doyle.

—Muy bien. Y he arreglado lo del barco y el equipo. ¿Te conoces estas aguas, Anni?

—No muy bien, pero nadaré y miraré. Buscaré cuevas.

—Vale. Así que Annika va a explorar. Yo me ocupo del equipo y Bran ya está elaborando más suministros mágicos.

—Doyle y yo vamos a instalar el campo de tiro —intervino Sawyer.

—Y yo terminaré de preparar la cena y probaré a dibujar un poco más.

—Yo voy a pillarme temprano un tazón de esa sopa —le dijo Riley—. Prefiero no volver a apurar tanto y esperar a estar tan cerca de la transformación. Bran, ¿hay algún modo de que puedas hacerle algo a una de las puertas para que así pueda volver a entrar sin ayuda?

—Pues sí y debería habérseme ocurrido a mí. Lanzaré un encantamiento a la de la cocina para que solo tengas que acercarte a ella.

—Gracias. A menos que alguno tenga algo más que decir o me necesite, me voy un rato al gimnasio.

—¿Has oído que hay entrenamiento al amanecer?

Riley le brindó una sonrisa a Sasha.

—No es lo mismo. Oye, vente conmigo. Haremos unos levantamientos.

—Yo voy a levantar una cuchara de madera para remover la sopa.

—Voy contigo. —Annika se puso de pie de un brinco—. Me gusta el gimnasio con espejos.

—Sí, lo sé. Vamos.

—¿Qué vamos a levantar? —preguntó Annika mientras seguía a Riley afuera.

—Seguro que descubre la manera de hacer que levantar pesas sea un juego.

Sawyer sonrió al tiempo que la veía marcharse, se dispuso a beber un trago de cerveza y pilló la mirada de Sasha.

—Tengo que hacer una cosa —decidió—. Vuelvo en un par de minutos para montar los blancos, Doyle.

—Quiero un cuaderno nuevo.

Sasha se levantó y salió de la habitación con él, dejando a Doyle y a Bran solos.

—Mi abuela está viva —comenzó Bran—. Anda ocho kilómetros todos los días, llueva o haga sol, tiene una gata que se llama Morgana, le da la tabarra a mi abuelo por sus puros y de vez en cuando se toma un whisky. Lo voy a pasar muy mal cuando le llegue la hora. —Hizo una pausa para reflexionar—. Mi familia viene aquí de vez en cuando y vino mientras construía esta casa. Mi abuela recorrió conmigo el esqueleto de la casa en las primeras fases. Me dijo: «Muchacho, has elegido bien. Este lugar ha conocido el amor y la pena, la risa y las lágrimas, como casi todos. Pero este más que la mayoría. Tú honrarás eso al tiempo que la haces tuya».

—¿Es clarividente?

—No, no lo es. Como es natural, es bruja, pero no tiene el don de la clarividencia. Lo percibió, creo que percibió lo que aquí hubo, igual que yo. Algo que llamaba a la sangre. La tuya llamando a la mía. —Bran se inclinó hacia su amigo, hacia su hermano—. Perdiste a tu familia, Doyle, a algunos miembros por crueldad, a otros por el orden natural de las cosas. Quiero decirte que aún tienes familia.

—¿Quiera o no?

Bran tan solo sonrió.

—Bueno, eso no se puede elegir, ¿verdad?

Tenía que reconocer que había congeniado con Bran más rápido y con más facilidad de lo que había congeniado con nadie últimamente, incluso hasta donde alcanzaba a recordar. Ahí había algo que simplemente le había llamado, pensó Doyle.

En la sangre.

—Había dejado de desearlo. De desear tener familia —dijo Doyle—. Es pura supervivencia. Aun con todo tu poder no sabes lo que es ver siglos de amaneceres, saber cada anochecer que no habrá un final para ti, pero que sí lo habrá para todo el que te importa. Si dejas que alguien te importe.

—No puedo saberlo —convino Bran—. Pero ahora sé lo que también importa. Tenemos la misma sangre y, antes de que lo supiéramos, éramos compañeros y amigos. Te he confiado mi vida y la vida de la mujer a la que amo. Volvería a confiártelas de nuevo. No hay un vínculo más estrecho.

La amargura de aquella sensación agridulce aún estaba bien asentada en su estómago.

—Las diosas, el destino, me han traído de nuevo aquí.

—Pero no solo.

Doyle asintió despacio y clavó la mirada en los ojos negros de Bran.

—No, hermano, solo no. Así que fue aquí donde esto comenzó para mí. Puede que sea aquí donde lo terminemos.


Riley se llevó un tazón de sopa a su cuarto cuando cayó la tarde. Se lo comió mientras investigaba un poco más. A lo largo de los años, había estado en Irlanda, y en esa parte de Irlanda, muchas veces en excavaciones. Con sus padres, de niña, mientras estudiaba.

Había cuevas en tierra y submarinas, ruinas y círculos de piedra. Hasta que leyó el diario se había inclinado porque la estrella estaba en Clare o en sus alrededores…, aunque se había abierto a la posibilidad de que cayera en otra parte de Irlanda.

Pero ahora estaba segura de que la estrella estaba en Clare.

La Estrella de Fuego estaba en una cueva bajo el mar. Parte de una roca en una cueva subterránea. Había llamado a Sasha.

La Estrella de Agua, también en el agua, aunque en esa ocasión era parte del agua, esperando a que Annika encontrara la estatua de la diosa y le devolviera de nuevo su brillante forma azul.

La pauta sugería de nuevo el agua. Una cueva o caverna en las frías aguas del Atlántico, cerca de la costa. Hielo, frío. Eso también encajaba.

¿Cantaría o llamaría como habían hecho las otras estrellas? ¿Quién la oiría? Por ahora, apostaba por Doyle. Posiblemente Bran, pero era Doyle quien tenía raíces más profundas allí.

Solo por si acaso, estaría pendiente de él.

Annika iba a explorar en el mar, como solo podía hacerlo una sirena. Y mientras lo hacía, Riley decidió que ella indagaría a su manera; en libros, por internet, en mapas.

Como mínimo, podían empezar a hacer descartes. Si Sasha tenía una o dos visiones para señalarles un rumbo, proporcionarles unas miguitas de pan, mucho mejor, aunque en su opinión, nada sustituía la investigación y la acción basada en esta.

Se quedó absorta, pero esa vez, teniendo en cuenta las prisas para desnudarse antes de la transformación, había puesto la alarma del móvil para salir diez minutos antes de que anocheciera.

Cuando sonó, apagó el portátil, cerró sus libros y abrió las puertas de la terraza.

No vio ni rastro de nada ni de nadie. En las mejores circunstancias, prefería realizar la transformación en la intimidad. No solo por modestia —aunque, ¡oye, eso contaba!—, sino también porque era algo personal.

Su derecho de nacimiento, su don. Un don que ahora creía relacionado con las tres diosas. Quizá escribiera un artículo sobre ello, pensó mientras se desvestía, y se lo enviara al consejo. Era posible que alguien tuviera más información al respecto. Información que podría añadirse al conjunto.

Desnuda, se sentó en el suelo delante de la chimenea mientras el sol se ponía por el oeste, sobre el frío océano Atlántico.

Lo sintió aproximarse, sintió la descarga, la emocionante inevitabilidad. Latigazos de energía, las primeras punzadas de dolor. A solas, a salvo, se dejó arrastrar, lo asumió, lo aceptó.

Sus huesos cambiaron, se elongaron. Dolor, presión y una especie de regocijo.

Se le arqueó la columna al ponerse a cuatro patas, al tiempo que el oscuro pelaje cubría su carne.

Olió la noche, el fuego, el humo, su propio sudor.

Y con la noche llegó el feroz júbilo.

«Soy yo».

La loba se hizo carne y, dentro de ella, la mujer estaba exultante.

Libre y llena de fiereza, atravesó corriendo las puertas abiertas y saltó la barandilla para sumergirse en el fresco aire nocturno, en la floreciente oscuridad.

Y aterrizó en la tierra, con el cuerpo rebosante de una tremenda energía. Echó la cabeza hacia atrás y aulló al cielo, internándose a continuación en las densas sombras del bosque a toda velocidad.

Podía correr kilómetros y a menudo lo hacía durante la primera hora. Olió a ciervo, a conejo, a ardilla, y cada olor era tan característico y nítido como una fotografía.

Aunque hubiera estado famélica, ni cazaba ni se alimentaba. La loba hacía ayuno.

Se mantenía entre los árboles, alejándose de forma instintiva cuando captaba el olor del hombre o de un tubo de escape, cuando oía el rugido de un coche en una carretera. Aunque ellos vieran solo a una loba…, que muchos tomarían por un perro grande.

Los licántropos no eran como en las películas de terror, sembrando el caos con sus peludas patas, sus caras aterradoras y sus ojos enloquecidos, desesperados por desgarrar la garganta de los caprichosos seres humanos.

Por mucho que le encantara la cultura popular, la mayoría de las películas y los libros sobre hombres lobo la ponían de muy mala leche.

Independientemente de cuales fueran las raíces de esa creencia popular, hacía mucho que las habían arrancado, cuando los licántropos se civilizaron, cuando se establecieron las reglas. Y a cualquiera que quebrantara dichas reglas sagradas se le perseguía y castigaba.

Por fin redujo la velocidad, pues había consumido la desbocada energía para así poder caminar y disfrutar de la noche. Exploraba a medida que avanzaba. Quizá el bosque contuviera secretos y pistas.

Un búho ululó, llamando a su compañera nocturna. Cuando levantó la vista, vio que sus ojos brillantes la miraban. La blanca luna llena reinaba en lo alto, por encima de los árboles. Lanzó su propia llamada solo una vez, honrándola, y acto seguido dio media vuelta para emprender el camino de regreso a la casa de Bran en el acantilado.

Podría haber estado horas corriendo y explorando, pero pronto amanecería y necesitaba descansar antes de eso. Pensó en su familia, en su manada, tan lejos de allí, y los echó de menos con todo su corazón. Sus olores, sus sonidos, ese vínculo primario.

Vio las luces entre la espesura, captó el olor a humo de turba, a rosas. Todo el mundo estaría ya dormido, pensó, pero habían dejado alguna luz encendida para ella. Algo innecesario, claro, aunque muy considerado.

Volvió la vista hacia atrás, tentada de echar una carrera más, y vio al búho descender en picado sobre el sendero, con las alas desplegadas bajo la luz de la luna. Aquello la atraía, igual que la noche. Estuvo a punto de dar media vuelta y echar a correr, pero percibió otro olor.

Aquello también la atraía.

Así que fue hacia la linde del bosque y escudriñó las sombras donde se encontraba Doyle, en el cementerio de su familia.

Soplaba un débil viento, suficiente para agitar su largo abrigo mientras estaba allí, de pie, inmóvil como una estatua bajo la lluviosa y azulada luz de la luna. Su cabello, negro como la noche, enmarcaba un rostro endurecido por la barba de unos cuantos días.

En forma de loba, cuando todo se agudizaba, sintió el deseo que en otras circunstancias era capaz de reprimir. Podía imaginarse sus manos sobre ella, las suyas sobre él, con sus cuerpos enredados de manera apasionada, sucumbiendo al instinto animal y tomando, tomando en medio del frenesí, hasta saciar sus necesidades.

Y al ceder a la imaginación, esas necesidades la desgarraron por dentro.

Se estremeció, conmocionada y furiosa por su intensidad, por su incapacidad para volver a reprimirlas.

Al final iba a volver a correr, pensó, pero antes de que pudiera moverse, él se giró, con la espada que llevaba a la espalda desenfundada y presta.

Clavó los ojos en los suyos. Los perspicaces ojos de Riley captaron en los de él vergüenza primero y después irritación antes de que Doyle pudiera controlarse.

—Tienes suerte de que no tuviera la ballesta. Podría haberte disparado una flecha. —Bajó la espada, pero no la enfundó—. Creía que ya estarías dentro. Es más de la una de la madrugada.

Como si tuviera toque de queda.

—Bran se ha ocupado de la puerta para que puedas entrar sin ayuda de nadie. Y ya que a ti no se te ocurrió, Sasha te abrió la puerta de tu habitación y cerró las de tu terraza.

Doyle quería que se marchara, podía verlo con toda claridad, y ella prefería darle lo que deseaba, pues también quería lo mismo. Pero parecía muy solitario allí de pie, con la espada brillando en su mano y su familia sepultada a sus pies.

Se aproximó a él entre las lápidas, sobre la desigual hierba.

—No busco compañía —comenzó, pero ella se quedó ahí, de pie, igual que él, contemplando la tumba. Había crecido liquen en la lápida, tan bonito como las flores de abajo.

AOIFE MAC CLEIRICH

—Mi madre —dijo Doyle cuando ella se sentó a su lado—. Volví y me quedé hasta que ella murió. Mi padre, que está ahí, a su lado, falleció dos años antes que ella. Yo no estuve aquí para apoyarla cuando le perdió. —Volvió a guardar silencio y por fin envainó la espada—. Al menos no puedes llamarme tarugo ni discutir. —Doyle enarcó las cejas al ver que ella giraba la cabeza y le miraba con frialdad—. Es lo que haces a la menor oportunidad. Ahí puedes ver que tenía sesenta y tres cuando murió. Una edad avanzada para la época en la que vivía, para una mujer que había dado a luz a siete hijos. Sobrevivió a tres de ellos y cada uno de los que abandonaron este mundo le dejó un vacío en el corazón. Pero mi madre era fuerte. Era una mujer fuerte.

»Era hermosa —añadió—. Tú misma lo viste por el dibujo de Sasha. Pero no es esa la imagen de ella que he llevado conmigo todo este tiempo. Es la de una mujer anciana y enferma, lista para pasar página. No sé si es bueno o no que esa imagen la sustituya otra de joven, llena de vida y hermosa. ¿Acaso importa?

Riley se arrimó un poco a él, mostrándole cierto consuelo. Doyle posó la mano en su cabeza sin pensarlo. Y ella se lo permitió.

—Creo que hay vida más allá de la muerte. Con todo lo que he visto no tengo más opción que creerlo. Y saberlo es para mí un infierno. No puedo llegar ahí, pero es bueno saber que ellos sí. O a veces lo es. Es más fácil no pensar en ello. Pero hoy… —Se interrumpió un instante y tomó aire—. Mira ahí; Annika ha dejado unas flores y las ha colocado en forma de corazón. Joder, Sawyer es un hombre con suerte. Disfrutará de una vida llena de dulzura. Annika vino a presentar sus respetos, a prodigar su ternura y a honrarles de esta forma. ¿Cómo no iba a venir yo aun sabiendo que no están aquí? —Bajó la mirada a su propia mano durante un instante y enseguida la apartó de la cabeza de Riley y se la metió en el bolsillo—. Necesitamos dormir. Pienso daros una paliza por la mañana. —Esbozó una sonrisa al oír que ella soltaba un bufido—. Me tomaré eso como un desafío.

Doyle se giró con ella, regresaron a la casa y entraron, apagando la luz de la cocina al pasar.

Subieron las escaleras los dos en silencio.

Ella se desvió hacia su habitación, lanzándole una última mirada antes de empujar la puerta para que se cerrara.

Doyle se fue a la suya, preguntándose por qué había hablado tanto, por qué se había sentido obligado a decir tantas cosas. Y por qué ahora sentía el corazón más ligero por haberlo hecho.

Una vez en su dormitorio, abrió las puertas a la noche y encendió la chimenea por el simple placer de disfrutar del fuego más que por la necesidad de calor. Apoyó la espada junto a la cama para tenerla a mano, con la ballesta y un carcaj con flechas, tal y como tenía por costumbre.

No esperaba problemas esa noche, pero era del todo partidario de estar siempre preparado para lo inesperado.

Se desvistió y apagó la luz. Se tumbó en la cama, con la luna y el fuego como iluminación, y se permitió divagar durante un momento. Pero dado que sus pensamientos giraban en torno a la loba y a la mujer que moraba en su interior, los bloqueó con la misma facilidad con que había apagado las luces. Con la destreza de un soldado, se obligó a dormir.

Soñaba a menudo. A veces sus sueños le devolvían a la infancia; otras, a las guerras, y en ocasiones más placenteras le llevaban con las mujeres. Pero los que le atormentaban mientras dormía ardían con intensidad. La guarida de la bruja, la sangre de su hermano, el impactante dolor de la maldición que le lanzaron y que durante un agónico momento pareció abrasarle por dentro.

Campos de batalla sembrados de muertos, muchos de ellos por su propia mano. El hedor de la guerra, siempre el mismo independientemente del siglo, las armas, el campo. Sangre, muerte, miedo.

La primera mujer a la que se permitió amar un poco, muriendo en sus brazos, y el hijo que nació muerto y que provocó el fallecimiento de esta. La segunda mujer con la que se había arriesgado un siglo después, envejeciendo y sumiéndose en la amargura por ello.

Morir y el dolor que causaba. Resucitar y el dolor que conllevaba.

Nerezza, la búsqueda por todo el mundo y a través del tiempo. Luchar con los cinco en los que confiaba. Más sangre, más miedo. Un enorme coraje.

El tajo de la espada, la letal balada de un rayo, el estruendo de las balas. El grito de criaturas salidas del infierno de la diosa oscura.

La loba de belleza deslumbrante y con unos ojos del color del potente whisky.

La mujer, brillante y valiente, avispada y rápida.

Aquellos ojos… le obligaban a hacerse preguntas.

La loba se acurrucaba a su lado; una compañera en la noche. Cálida, suave, le aportaba una extraña sensación de paz. El amanecer llegó envuelto en intensos tonos rojos y dorados, desplazando a la luna a base de color y de luz. La loba aulló una vez.

Un sonido agridulce.

Y se transformó. Carne y extremidades, pechos y labios. Ahora una mujer, con su disciplinado y terso cuerpo desnudo contra el suyo. El olor del bosque impregnado en su piel, una invitación impresa en sus ojos.

Ella rio cuando se colocó encima. Gimió cuando se apoderó de su boca, clavándole las uñas en la espalda. Tomó sus pechos firmes y perfectos en las manos, suaves como la seda contra sus ásperas palmas. Sabía a verdor y naturaleza.

Sus fuertes piernas le rodearon cuando arqueó la espalda, pidiendo más. Así que la penetró sin cesar, con fuerza, con rapidez, hundiéndose en su prieta humedad mientras aquellos ojos —los de la loba, los de la mujer— le miraban.

Los condujo a ambos a la locura. No mostró piedad, hasta que…

Despertó en la oscuridad, duro como una piedra y solo.

Lo último que necesitaba era tener sueños eróticos con una mujer que no paraba de fastidiarle la mitad del tiempo como protagonista. Hasta que concluyera aquella misión, tenía que mantener la mente y el cuerpo concentrado en las estrellas, en derrotar a Nerezza o en asegurarse de que los cinco con los que luchaba sobrevivían.

Cuando aquello terminara, buscaría una mujer para disfrutar de una noche de sexo impersonal y sin complicaciones. Y después…

No era necesario que pensara a más largo plazo.

Inquieto, irritado, se levantó de la cama; no habría soñado con ella si no hubiera estado con él en el cementerio.

Podía oler el amanecer, verlo aproximarse en la incipiente claridad. Desnudo, fue hasta las puertas abiertas y salió en busca de aire fresco y húmedo.

Se volvió al oír un débil sonido y se preparó, listo para lanzarse a por su espada. Sasha estaba en la terraza que daba al mar con su caballete y una de las camisas de Bran encima de su fino camisón. Bran, ataviado solo con unos vaqueros, se detuvo detrás de ella mientras la luz de su dormitorio los iluminaba.

Doyle pudo ver la intensidad que dominaba el rostro de Sasha mientras pasaba el carboncillo por el cuaderno de dibujo.

Bran bajó la mirada y ladeó la cabeza.

—Te conviene ponerte unos pantalones —dijo, alzando la voz—. Parece que vamos a empezar el día con visiones.

—Despertaré a los demás.

Se vistió con rapidez y, teniendo en cuenta el comienzo del día, cogió su espada antes de ponerse en marcha. Llamó a la puerta de Riley de manera enérgica, recordó que el sol aún no había salido, aunque lo haría en cualquier momento, y se limitó a abrir.

La loba estaba frente a los rescoldos de la chimenea, tiritando. Y profirió un grave gruñido de advertencia.

—Ahórratelo —espetó Doyle—. Es Sasha. No, está bien —añadió cuando la loba se preparó para salir a toda prisa de la habitación—. Está pintando. Bran está con ella. Sasha…

Se interrumpió cuando la loba echó la cabeza hacia atrás y profirió un prolongado gemido. Sus ojos mantuvieron su fiereza, clavados en los de él, destilando ira. Pero debajo había una impotencia que hizo que Doyle retrocediera. Aunque le parecía fascinante presenciar la transformación, cerró la puerta para concederle intimidad.

Oyó el aullido, una mezcla de dolor y de júbilo, mientras se encaminaba toda prisa a despertar a los demás.