INTRODUCCIÓN


Hacia el conocimiento

Este libro es un homenaje al cuerpo femenino, su anatomía, su química, su evolución y también a sus risas. Es un libro muy personal, pues constituye mi intento de encontrar un modo de abordar la biología femenina sin caer necesariamente en las redes del determinismo biológico. Es un libro sobre cosas que tradicionalmente asociamos con la imagen de la mujer, como el útero, los óvulos, las mamas, la sangre, el todopoderoso clítoris, y otras a las que no, como el movimiento, la fuerza, la agresividad y la furia.

Es un libro sobre el éxtasis, un éxtasis de carne y hueso, las maravillas del cuerpo. El cuerpo de la mujer merece un respeto dionisíaco y, para exponer mis argumentos, invoco a los espíritus y a los ogros que conozco, y a los que más quiero. Llamo al estrado a la Ciencia y a la Medicina para hacer un bosquejo de las partes a las que denominamos femeninas y describir el dinamismo que subyace en ellas. Me dirijo a Darwin y a su Teoría de la Evolución para rastrear los orígenes de nuestra geografía íntima, para saber por qué nuestros cuerpos tienen el aspecto que tienen y se comportan como lo hacen, por qué son redondeados y suaves aunque actúen de forma brusca y desabrida. Acudo a la historia, al arte y a la literatura para saber cómo se han expresado determinadas partes o caprichos del cuerpo a lo largo de la historia. Recopilo y selecciono, de forma discriminada e impulsiva, la información disponible sobre los espectaculares avances realizados en nuestro conocimiento de la genética, el cerebro, las hormonas y el desarrollo con el objetivo de ofrecer posibles explicaciones para nuestros deseos y nuestros actos. Barajo ideas y teorías: sobre los orígenes de las mamas, sobre el objetivo del orgasmo, sobre el amor ilimitado que sentimos hacia nuestras madres, sobre la razón por la que las mujeres necesitan de las otras mujeres y, a partes iguales, las desdeñan. Unas teorías son más vagas que otras. Algunas las presento simplemente porque me topé con ellas en el transcurso de la investigación y las encontré fascinantes y deslumbrantes, como por ejemplo la hipótesis de Kristen Hawkes, que propone que las abuelas dieron origen a la raza humana solo por el hecho de no morir cuando lo hicieron sus ovarios. Otras teorías las presento por su inconformismo, por su poder para rebelarse contra el punto de vista oficial sobre la «naturaleza» femenina y, finalmente, otras las lanzo como se hace con el arroz en una boda, para desear suerte, alegría, esperanza y anarquía.

Admitámoslo, un estado corporal dionisíaco no se gana fácilmente, pues el cuerpo femenino ha sido considerado de forma abominable a lo largo de los siglos y, o bien ha sido magnificado o bien totalmente ignorado. Se le ha considerado el segundo sexo, el primer borrador, el sexo defectuoso, el sexo por defecto, el premio de consolación, el súcubo, el macho interruptus. Somos lascivas, mojigatas, bestiales, etéreas. Hemos soportado más metáforas ilegítimas que embriones no deseados.

Pero, señoras, sabemos que gran parte de dichas metáforas son basura: muy bonitas, muy elaboradas, casi halagadoras en su ferocidad, pero, en el fondo, basura. Podemos llegar a amar a los hombres y a convivir ellos, pero algunos han dicho cosas extraordinariamente inexactas sobre nosotras, sobre nuestros cuerpos, sobre nuestras psiques. Tomemos como ejemplo el mito del sanctasanctórum interno: cuando los hombres observan nuestros cuerpos, no pueden ver fácilmente nuestros genitales externos. Nuestro triángulo de terciopelo, esa hoja natural de pubis ficus, oculta los contornos de la vulva. A la vez, los hombres ansían cruzar ese umbral y los pliegues externos para alcanzar los genitales internos, todavía más escondidos, la nave sagrada de la vagina. No nos extrañe, pues, que la idea de mujer pase a asociarse con la de intimidad. Los hombres desean lo que no pueden ver y, por tanto, suponen que saboreamos, tal vez con presunción, nuestra condición de recipientes. La mujer es el cuenco, la urna, la cueva, la almizclada jungla. ¡Somos el misterio oscuro! Somos pliegues escondidos y sabiduría primordial y siempre, siempre, el útero, portador de vida, liberador de vida, aunque después la succione de nuevo hacia el interior de esos telúricos y húmedos pliegues. «La sexualidad masculina, volviendo a sus orígenes, bebe de la fuente del ser y penetra en la oscura región de la mitología, donde arriba es abajo y la muerte es vida», ha escrito John Updike.

Pero, hermanas, ¿es que somos acaso tazas o botellas, vasijas o cajas? ¿Somos acaso arañas tejedoras agazapadas en la telaraña de nuestros úteros o arañas ciegas que moran en el subsuelo de su condición furtiva? ¿Somos tan íntimas y ocultas? ¡No, por Hécate[1]! Ni más ni menos que los hombres. Es cierto, ellos poseen penes que parecen externalizarlos, que les permiten penetrar en el mundo que hay más allá de sus propios cuerpos y defenderse de él, pero las sensaciones que les proporcionan, como las que nos proporciona el clítoris a nosotras, son espléndidas, interna y globalmente. ¿No se dice que incluso los dedos del pie sienten el orgasmo, con independencia del sexo de su propietario? Los hombres poseen testículos externos, mientras que los ovarios de las mujeres están recogidos en su interior, no demasiado lejos de la línea de la pelvis. No obstante, ambos órganos liberan sus productos y ejercen sus efectos endocrinológicos y reproductores de forma interna. Los hombres viven en el interior de sus cabezas, como hacemos nosotras, atrapados en la fábula de la mente universal.

Por otra parte, ni nosotras ni los hombres estamos demasiado al tanto de lo que ocurre mientras tanto en el interior de nuestro cuerpo, del trabajo que realizan el hígado, el corazón, las hormonas y las neuronas. Y sin embargo, la posesión de toda esa poderosa y escondida actividad orgánica en ningún caso impone sobre ninguno de nosotros, macho o hembra, un aura mística. Tengo páncreas: soy un Enigma.

Incluso durante el embarazo, el acontecimiento que quizás epitomiza la idea de la mujer como una hechicera subterránea, la madre no suele estar en sintonía con su oscura magia. Me recuerdo a mí misma sentada, en pleno tercer trimestre de embarazo, sintiendo, prácticamente sin pausa, la inquietud del bebé que llevaba en mi interior. Sin embargo, no tenía ni idea de si el bebé estaba dando patadas con el pie, codazos o bien cabezazos contra la cama elástica amniótica, y no digamos de si estaba dichoso, nervioso o aburrido. Antes de someterme a la amniocentesis, estaba convencida de que mi intuición —¿femenina?, ¿maternal?, ¿reptil?— había adivinado el sexo del feto. Era lo último que decía el instinto visceral, y decía que gruñía como un chico. Soñé con un huevo de color azul marino intenso y me desperté turbada por el crudo exhibicionismo del símbolo. Al menos, todo está decidido, pensé. Mamá va a incubar un chico. Y bien, la verdad es que la amniocentesis dijo lo contrario: él era ella.

La identificación del cuerpo femenino con el misterio y el sanctasanctórum extiende sus insensatas vellosidades en todas las direcciones. Se nos acaba asociando con la noche, la tierra y, por supuesto, con la luna, que, como la esfera que iba saltando sobre la letra de las canciones en los viejos musicales de Hollywood, tan diestramente sigue nuestra «inevitable» condición cíclica. Nos hinchamos, crecemos hacia la ovulación; nos deshinchamos, menguamos con la menstruación. La luna nos arrastra, tira de nuestros úteros, incluso nos regala nuestros dolores menstruales. Mis queridísimas damas, ¿nunca habéis sentido la necesidad de escapar en plena noche para aullar a la luna llena? Quizá sí. Después de todo, la luna llena es tan hermosa, especialmente cuando está cerca del horizonte y resplandece con un brillo mantequilloso. Y sin embargo, ese deseo de aullar alegremente tiene poco que ver con la probabilidad de que a continuación vayamos a comprar tampones; de hecho, apuesto a que la mayoría de nosotras, aquellas de nosotras que menstruamos, no tenemos ni idea de en qué fase del ciclo lunar cae nuestro período. No obstante, las flatulencias no desaparecen tan fácilmente y, por tanto, seguimos encontrando manidas —aunque hábiles— descripciones de la mujer como si se tratara de un ingrediente en una etiqueta de comida orgánica. Valga como ejemplo la siguiente descripción, extraída del libro de Camille Paglia Sexual personae:

Los ciclos de la naturaleza son ciclos femeninos. La feminidad biológica es una secuencia de procesos circulares que comienzan y acaban en el mismo punto. La mujer no sueña con una huida trascendental o histórica de su ciclo natural porque ella misma es ese ciclo. Su madurez sexual significa una alianza con la Luna, creciendo y menguando en fases lunares. Los antiguos sabían que la mujer está ligada al calendario natural, una cita a la que no puede faltar. Sabe que no hay libre albedrío, porque ella no es libre. No le queda más opción que aceptar. Desee o no la maternidad, la naturaleza la somete al yugo del tosco e inflexible ritmo de la ley de la procreación. El ciclo menstrual es una alarma de despertador que no puede detenerse hasta que la naturaleza lo decida. Luna, mes, menstruo: la misma palabra, el mismo mundo.

¡Ah, sí! La etimología es siempre el árbitro de la verdad.

Chicas, es tan alarmante, tan lunático, en realidad, asistir al reciente resurgimiento de todos esos fétidos clichés sobre la mujer, que yo —y probablemente también vosotras, hermanas— creía que habían sido destripados, descuartizados y quemados hace ya mucho tiempo. Llevo años escribiendo y leyendo sobre biología y evolución y, francamente, ya me estoy hartando de que esa «ciencia» se pegue a nuestros culos como si fuera la cola de un burro, y además se mantenga ahí con el cuento del realismo práctico. Estoy cansada de leer en libros de psicología evolucionista o neodarwinismo o biología de género que la mujer es realmente como afirman los viejos bulos: que tenemos una libido perezosa con respecto a la masculina y una sed de monogamia relativamente mayor en comparación y que, fuera del terreno estrictamente sexual, mostramos una relativa falta de interés por la consecución del éxito y del renombre, una preferencia por ser antes que por hacer, una naturaleza silenciosa y autosuficiente, un mayor grado de «amabilidad», una destreza matemática deficiente y así sucesivamente, etcétera; volvamos a los legañosos orígenes del hombre de Cromañón. Estoy cansada de oír que existen sólidas explicaciones evolutivas para tales adscripciones a la naturaleza femenina y que debemos encararlas abiertamente, con la cabeza alta y una sonrisa en los labios.

También estoy cansada de que se me diga que no debo permitir que mis creencias feministas, a favor de la mujer, entren en conflicto con el hecho de ver la «realidad» y reconocer «los hechos». Estoy cansada de todo esto porque adoro el animalismo, y adoro la biología, y el cuerpo, en particular el cuerpo femenino. Adoro lo que el cuerpo aporta al cerebro cuando este se deprime y se vuelve engreído. Pero muchas de las historias que actualmente circulan sobre el carácter innato de la condición femenina son tan pobres, tan incompletas e inexactas, tan carentes de pruebas reales que, simplemente, no parecen ciertas, no para mí, ni tampoco, sospecho, para otras muchas mujeres que, en cualquier caso, ignoran lo que la ciencia tiene que decirles sobre ellas mismas.

Por otro lado, los argumentos estándar en contra del darwinismo y del punto de vista biológico sobre la feminidad no siempre triunfan, pues habitualmente están basados en un rechazo del cuerpo o, al menos, en el impacto que este tiene sobre la conducta. Es como si fuéramos pura mente —y pura voluntad—, capaces de un renacimiento psicoespiritual a lo largo de nuestras vidas, y no estamos ni obligadas, ni siquiera animadas, a aceptar de vez en cuando los consejos de nuestro propio cuerpo. Muchas de las que han criticado el darwinismo y el biologismo son, ¡ay!, feministas y progresistas, ciudadanos nobles y necesarios entre los cuales normalmente procuro contarme. Hay que reconocer que las críticas suelen estar justificadas en cuanto a su animadversión, ya sea cuando atacan el mito de la hembra pasiva o cuando hacen lo propio con los estudios que pretenden demostrar la existencia de diferencias inmutables entre las habilidades matemáticas de hombres y mujeres. Sin embargo, defraudan cuando a todo lo que se limitan es a decir «no». Sacan a relucir los fallos, se quejan, rechazan. Las hormonas no cuentan, los apetitos no cuentan, los olores, las sensaciones y los genitales no cuentan. El cuerpo es estrictamente un vehículo, nunca un conductor. Todo es aprendizaje, todo es construcción social, todo es secuela del condicionamiento cultural. Los críticos también trabajan a partir de la premisa, a menudo silenciada, de que los seres humanos son especiales: tal vez mejores, tal vez peores, pero, al final, distintos del resto de los productos de la evolución. En consecuencia, deducen, tenemos poco que aprender sobre nosotros mismos mediante el estudio de otras especies, y nosotras, chicas, tenemos especialmente mucho que perder. ¿Cuándo, al fin y al cabo, nos hemos beneficiado por ser comparadas con una hembra de rata de laboratorio?

De hecho, tenemos mucho que aprender sobre nosotros mismos mediante el estudio de otras especies. Y claro que lo hacemos. Si observamos a otros animales y no vemos fragmentos de nosotros mismos en sus conductas es que no somos demasiado humanos, a fin de cuentas. Yo, por mi parte, sí que quiero aprender de otros animales. Quiero aprender de un ratón de campo sobre la irrefutable lógica de pasar el máximo tiempo posible abrazado a los amigos y a los seres queridos. Quiero aprender de mis gatos, especialistas en recreación, cómo dormir bien por las noches. Quiero aprender de las hembras de chimpancé enano, nuestras hermanas bonobo, cómo resolver las discusiones de forma pacífica y amable con un ligero frotamiento genital. Y, finalmente, quiero redescubrir el valor de la hermandad femenina, de hembras que se defienden unas a otras, un modo de actuar que las bonobo llevan a cabo de tal forma que raramente son violentadas y ni siquiera molestadas por los machos, a pesar de que estos sean más grandes y fuertes. Si las mujeres han conseguido que temas como el acoso sexual, los malos tratos dentro de la pareja y la violación salgan a la palestra y sean objeto de legislación, lo han hecho gracias a una actividad persistente, organizada y sororal, algo que las hembras bonobo ya perfeccionaron en su propio estilo precognitivo hace mucho, mucho tiempo.

Creo que podemos aprender de otras especies y también de nuestro pasado y de los papeles que hemos desempeñado a lo largo de la historia. Esa es la razón por la que he escrito este libro, como una especie de fantasía científica de hermandad femenina. Con la misma facilidad con la que la ciencia puede utilizarnos, también nosotras podemos utilizarla para nuestros propios fines. Podemos hacerlo para ensalzarnos o para divertirnos. Filogenia, ontogenia, genética, endocrinología: todas están ahí para catarlas, y yo soy una descarada aventurera. Rebusco en el interior del cromosoma femenino, el gigante llamado X, y me pregunto por qué es tan grande y si tiene características relevantes (que las tiene). Me pregunto por qué los genitales femeninos huelen como lo hacen. Exploro los cambios químicos que tienen lugar a lo largo de la vida de una mujer —durante la lactancia, la menstruación, el inicio de la pubertad y la menopausia, entre otros— y pienso en cómo cada uno de ellos rompe la monotonía de la homeostasis física para traer el potencial que da lugar a la claridad, al aguzamiento de los sentidos. Y como ninguna de nosotras somos un sistema cerrado, sino que, por el contrario, estamos suspendidas en la solución de nuestro universo local, me pregunto de qué modo el cuerpo aspira las señales químicas procedentes del exterior y cómo ese acto de empaparse del mundo influye en nuestra conducta, cómo la inspiración se convierte en revelación. En líneas generales, el libro está organizado desde lo más pequeño hasta lo más grande, desde el carácter compacto y tangible del óvulo hasta la dulce y pantanosa sensación a la que llamamos amor. Está dividido en dos grandes secciones, la primera de ellas está centrada en las estructuras corporales —las obras de arte de nuestra anatomía—, y la segunda, en los sistemas corporales, los apuntalamientos hormonales y neuronales de nuestras acciones y nuestros anhelos.

Quisiera ahora decir unas palabras sobre lo que no es este libro. Esta obra no versa sobre la biología de las diferencias de género ni sobre lo similares o distintos que podemos ser hombres y mujeres, aunque, necesariamente, contiene muchas referencias a los hombres y a la biología masculina. Nos definimos a nosotras mismas en parte por comparación con los demás, y los demás que tenemos más a mano son, por lo que parece, los hombres. Sin embargo, mi intención no es profundizar en la investigación sobre el modo en que se iluminan distintas regiones cerebrales de hombres y mujeres mientras recuerdan sucesos felices o listas de la compra, o sobre si dichas diferencias pueden explicar por qué nosotras deseamos hablar de nuestra relación mientras que ellos prefieren ver el partido de hockey. No pretendo tampoco comparar las aptitudes académicas de unos y otras. No pregunto qué sexo posee un mejor sentido del olfato o un mejor sentido de la orientación o una mejor incapacidad innata para preguntar por una dirección. Incluso en el capítulo 18, en el que analizo minuciosamente algunos de los argumentos que enarbolan los psicólogos evolucionistas para explicar las supuestas discrepancias entre las estrategias reproductivas de machos y hembras, me interesa menos el debate sobre las diferencias de género que el propio desafío al anémico punto de vista que mantiene dicha disciplina sobre la naturaleza femenina. En resumen, este libro no es un parte desde el frente de la guerra entre los sexos. Es un libro sobre mujeres. Y aunque espero que mi audiencia incluya individuos de ambos sexos, lo escribo bajo el supuesto de que mi lector medio es una mujer.

Otro adjetivo que no se puede atribuir a este libro es práctico. No se trata de una guía de la salud femenina. Me ciño al punto de vista científico y médico cuando toca y, en cambio, soy testaruda cuando hay margen para la discusión. Valga como ejemplo el tema del estrógeno. Esta hormona es una de mis favoritas; es un poema sinfónico estructural, como trato de transmitir en el capítulo que le he dedicado. Pero, a su vez, el estrógeno es una hormona con dos caras, como Jano, ya que por un lado es imprescindible para la vida y las funciones cerebrales y, por el otro, trae la muerte; de hecho, sean cuales sean los orígenes del cáncer de mama, el estrógeno suele desempeñar un papel fundamental en la enfermedad. Por tanto, aunque estoy encantada de haber nacido con mi cuota femenina correspondiente de dicha sustancia, nunca la he solicitado en forma de suplemento. Nunca he tomado píldoras anticonceptivas y tengo mis reservas sobre la idoneidad de la terapia sustitutiva con estrógenos, un tema que discuto cuando es apropiado hacerlo aunque sin la menor intención de hacer proselitismo. Este libro no es una secuela de Nuestros cuerpos, nuestras vidas, una maravillosa obra, casi ovárica, una fuente de la que han bebido generaciones de feministas y que no necesita en absoluto de tibias imitaciones.

Este libro pretende abordar la cuestión «¿Qué es lo que moldea a una mujer?», pero solo puedo acercarme al tema de la feminidad furtivamente, de forma idiosincrásica, con mis prejuicios, mis impresiones y mis deseos flotando y agitándose como una blusa tendida al viento. Al final, obviamente, cada una debe decidir por sí misma, desde su propia pasta de modelar de concesiones mutuas, qué es lo que la ha hecho mujer. Simplemente pretendo mostrar cómo el cuerpo forma parte de la respuesta, cómo el cuerpo representa un mapa del sentido y la libertad. Mary Carlson, de la Escuela Médica de Harvard, ha acuñado el término «biología de la liberación» para describir la utilización de los descubrimientos biológicos para curar nuestras heridas físicas, comprender nuestros miedos y extraer lo mejor de lo que tenemos y de aquellos que nos tendrán y nos amarán. Es una frase soberbia. Necesitamos liberación, perpetua revolución. ¿Qué mejor lugar para comenzar la insurrección que a las puertas del palacio en el que hemos vivido todos estos años?