CAPÍTULO
19
Una escéptica en el paraíso
Por una psicología revolucionaria
Cuando Frans de Waal habla del amor, relata una historia en la que los protagonistas son dos especies de monos, los monos rhesus y los macacos de cola corta. Ambas pertenecen al mismo género, Macaca, y tienen un aspecto bastante similar, pero su carácter es radicalmente distinto. Los monos rhesus son desagradables e irritables, les gusta pelear y tardan en reconciliarse. Los macacos de cola corta son mucho menos agresivos y cuando se pelean tratan de hacer las paces a los diez minutos, espulgándose o bien haciendo gestos inequívocos de aproximación, como, por ejemplo, agarrarse a las caderas del otro. «Los monos rhesus son una especie despótica, mientras que los macacos de cola corta son igualitarios —afirma De Waal—. Es de suponer que, para estos últimos, es más importante una vida de grupo cohesiva, por lo que se han convertido en expertos del compromiso y la disculpa. Pero ¿es genético? ¿Son, simplemente, más amables por naturaleza? En mi opinión no. Creo que la conducta de reconciliación es una habilidad social aprendida».
De Waal ha llegado a esta conclusión a raíz del experimento que llevó a cabo junto a sus colegas en el Centro de Investigación de Primates de Wisconsin hace ya unos años. Dicho experimento consistía en criar a varios monos rhesus junto con un grupo de macacos de cola corta durante cinco meses, un periodo largo en la vida de un rhesus. Los rhesus, bajo la influencia de los sociales macacos, se convirtieron en verdaderos diplomáticos. Aprendieron conductas de reconciliación. Espulgaban y hacían gestos de aproximación, igualando a los macacos en cuanto a pacifismo. Se volvieron tan expertos en reconciliación que, cuando se les devolvió a su propia especie —un grupo de despóticos monos rhesus—, siguieron empleando sus habilidades cívicas para calmar los ánimos tras una pelea. «La lección positiva que podemos extraer —continúa De Waal— es que si podemos convertir a los monos rhesus en pacificadores, seguramente podremos hacer otro tanto con niños humanos».
Ciertos hábitos son más fáciles de adquirir que otros. Es más fácil incorporar un buen hábito a nuestras vidas que erradicar uno malo. Es más fácil decir sí que decir no. Por esa razón, la gente que intenta perder peso lo consigue mejor haciendo ejercicio que luchando para reducir la ingesta de calorías. Es posible que aún deseemos esa esporádica tableta de chocolate, y contradecir ese impulso puede resultar demasiado antinatural, demasiado crudo; pero si la indulgencia está atenuada por la contraindulgencia, el pecado pierde su toxicidad. Yo tengo un carácter impulsivo y brusco. De las cuatro disposiciones de humor que describían los antiguos —colérica (caliente), flemática (fría), melancólica (seca) y sanguínea (húmeda)—, considero que tengo tres partes de colérica y una de melancólica. Necesito mi ira. Es mi chocolate, mi droga. No puedo dejarla totalmente, de modo que he adoptado la segunda solución mejor: he activado a mi macaco de cola corta interior y he aprendido a reconciliarme rápidamente. ¡Diez minutos o menos! Espulgo, bajo la cabeza, pido compasión, ofrezco chocolate. Llamémoslo paz rhesus.
La estrategia aditiva refleja el modo en que actúa la naturaleza, que rara vez sustrae o elimina. Por el contrario, la naturaleza añade o amplía. Somos pequeñas Romas, una amalgama de biocivilizaciones. Nuestras células aún saben a levadura. Tenemos genes perfectamente funcionales que apenas han evolucionado a lo largo de los seiscientos millones de años transcurridos entre nosotros y los hongos. Somos monos pasados de moda y simios futuristas. Somos compasivos, astutos, toscos y deslumbrantes. Somos profundamente agresivos y tenemos muchos loci de control sobre esa agresividad. Avanzamos a tientas hacia el pórtico del amor, pero nos pensamos el camino hasta su nave. Como especie, los humanos no tenemos parangón en este apaleado planeta azul y, en los próximos siglos, nos convertiremos en algo que no podemos ni siquiera imaginar ahora. Y lo haremos con nuestros genes de la Edad de Piedra.
Ernst Mayr, una de las grandes figuras de la biología del siglo XX, tenía más de 90 años cuando le entrevisté[35], y sus ojos eran de un «azul pálido hervido», como en una ocasión describió Penelope Fitzgerald los ojos de uno de sus personajes; Mayr, no obstante, todavía trabajaba, todavía escribía y todavía pensaba con demasiada agilidad para retirarse. Me confesó que creía que los seres humanos habíamos dejado de evolucionar genéticamente, que permanecemos fijos en nosotros mismos. Que somos lo que somos.
«No existe absolutamente ninguna posibilidad de que la especie humana evolucione —decía—. Ocupamos cada recodo, cada lugar de la Tierra. No hay ningún sistema de aislamiento, por lo que nunca podremos subdividirnos en subespecies distintas. Para que el mecanismo de la selección natural actúe, se necesita un sistema de aislamiento. No hay ninguna base para un cambio real en nuestros genes, para un cambio físico. De acuerdo, ha habido gente como Francis Galton, primo de Darwin, que introdujo la eugenesia y la idea de que podemos “mejorar” la especie controlando la reproducción. Pero la eugenesia es imposible por varias razones y no tenemos ninguna intención de ensayarla. No queremos otro horror nazi en nuestras manos. No queremos desarrollar una raza de superhombres. La única evolución que veamos de ahora en adelante, sea cual sea, tendrá que ser cultural, no genética. Mala suerte para nosotros, porque los elementos culturales se pueden perder fácilmente, pero eso es lo que hay y con eso tenemos que trabajar».
Cuando publiqué las opiniones de Mayr en un artículo en la revista Natural History, muchos lectores se escandalizaron y expresaron su incredulidad ante la convicción de Mayr de que los seres humanos han dejado de evolucionar genéticamente. Les parecía un punto de vista muy cerrado, anticuado, simplista. Sacaban a relucir la biotecnología, los avances en la terapia genética y en la capacidad para manipular el genoma humano. Hablaban de colonizar otros planetas, liberados de la nave nodriza y, por tanto, lo suficientemente aislados para mutar y dar lugar a una línea de vida paralela.
Pero yo coincido con Mayr y me alegro de ello. Desde luego, la evolución cultural es más titubeante que la genética, más propensa a caer en la amnesia. Pero el motor de la selección natural no nos da individuos mejores, más nobles o más justos. La selección natural nos da caprichos y excesos. La selección natural nos aconseja: creced y multiplicaos. Divide y vencerás. Ya hemos dividido y vencido lo suficiente, gracias. Necesitamos un poco de cultura, un poco de educación y deliberación. La evolución cultural funciona bastante bien. La cultura puede convertirse en hábito y los hábitos pueden hacerse físicos, retroalimentar el bucle y transformar el substrato. Consideremos un hábito simple y positivo, como abrocharse el cinturón de seguridad. Subimos al coche y, automáticamente, nos lo ponemos. Si algo altera la rutina —por ejemplo, si llevamos un enorme paquete— y no nos lo abrochamos tan pronto nos sentamos, probablemente sentimos una vaga sensación de incomodidad, como si nuestro cuerpo estuviera intentando decirnos algo, como si una lucecita roja parpadeara en nuestro tablero de mandos interno y nos dijera: «¡Atención! ¡Atención! ¡Que no se te olvide!». La rutina del cinturón de seguridad está actuando ahora en un plano subconsciente, físico. Nos hemos habituado. Los neurobiólogos han demostrado que la habituación se produce mediante cambios estructurales en las neuronas. La práctica cultural, ponerse el cinturón de seguridad, modifica nuestras sinapsis tan claramente como podría hacerlo un gen mutante. No podemos transmitir la conducta a nuestros hijos pasivamente, como quien casca un huevo. No está especificada en el genoma, por descontado, y por eso cada generación debe aprenderla de nuevo. Pero no importa, si se les inculca el hábito de ponerse el cinturón de seguridad desde bien jóvenes, no tendrán escapatoria. Donde acaba lo heredado, comienza lo adquirido.
Las mujeres somos la prueba fehaciente de que es más fácil añadir que replantear. En las últimas décadas hemos asumido nuevos roles sin apenas abandonar los antiguos. Nos hemos convertido en el sostén económico de la familia y todavía seguimos encargándonos de la mayor parte del cuidado de los hijos. Hemos aprendido a saborear el éxito, ya llegue en forma de reconocimiento profesional o en la forma extraordinariamente ordinaria del cheque mensual. Al mismo tiempo, no hemos perdido el gusto por la antigua droga femenina socialmente aprobada: el láudano de la intimidad personal. Poder y ternura: ambos tienen un sabor maravilloso. Y aunque se nos advierte que no podemos tenerlo todo, que no podemos ser competentes en lo que sea y además seguir siendo buenas madres (¡y esposas!), las mujeres decimos: ¿Cómo que no? ¡Claro que podemos! Lo estamos haciendo, estamos llevando a nuestras pequeñas canoas hacia esa hermosa orilla autárquica tan deprisa como podemos y no hay vuelta atrás, por muchos tridentes que esgrimáis y muchos rayos que lancéis. El feminismo no puede atribuirse todo el mérito de haber abierto las oportunidades económicas y educativas para las mujeres, como se han esforzado en subrayar muchos de sus enemigos. El feminismo ha desempeñado en ello un papel ridículamente insignificante, afirman. La masiva entrada de mujeres en el mercado laboral en los últimos treinta o cuarenta años obedeció a las necesidades económicas y a la contracción de la economía. El modelo del padre como único sostén de la familia fue una aberración desde el punto de vista socioeconómico, un hombre de paja del siglo XX producto de la expansión económica de la posguerra. Esa expansión era insostenible, por lo que las mujeres tuvieron que ponerse a trabajar. El feminismo no tuvo ni tiene nada que ver con ello. Las mujeres trabajaban antes y trabajan ahora. Siempre han trabajado. Nada nuevo bajo el sol.
Muy cierto. Excepto que existen algunas novedades en el futuro cercano. Las mujeres están haciendo algo más que trabajar como siempre lo han hecho. Están ganando terreno, aunque muy despacio, en la adquisición de la verdadera riqueza. En las sociedades posindustriales, las mujeres representan más de la mitad de los propietarios de pequeñas empresas. En Estados Unidos, las empresas que son propiedad de mujeres emplean a más trabajadores que las quinientas empresas seleccionadas por la revista Fortune juntas. El porcentaje de mujeres que compran una casa ha aumentado espectacularmente en los últimos veinte años, y la reclamación de territorio sigue siendo una profunda fuente de poder entre los homínidos. Otro hecho significativo: las mujeres están recibiendo formación como nunca antes. No hace demasiado, en la década de 1960, solo el 4% de los estudiantes en las facultades de derecho y el 3% en las de medicina eran mujeres; a finales de la de 1990, las cifras se situaban en torno al 50% en ambas facultades. Las jóvenes estadounidenses que terminan la enseñanza secundaria tienen mayores probabilidades de asistir a la universidad y terminar una carrera que sus compañeros de instituto. La formación superior se está convirtiendo en un hábito, y las personas con formación tienden escandalosamente a la ambición, así como a reivindicar sus derechos y a esperar paridad y equidad. Se formen donde se formen y lo hagan cuando lo hagan, las mujeres con formación redescubren sus deseos femeninos esenciales: acceder directamente a los recursos y controlar los medios de la reproducción personal. Por regla general, las mujeres con formación tienen familias menos numerosas, no solo porque su propia formación requiere tiempo, sino porque una mujer que ha estudiado desea también una buena educación para sus hijos y sabe que no puede permitirse alimentar, vestir y pagar los estudios a una prole numerosa. Las mujeres con formación aplican unas técnicas de planificación familiar sorprendentemente simiescas, pues las hembras chimpancés suelen tener familias poco numerosas; una de las matriarcas chimpancés más prolíficas que se conocen, llamada Fifi, solo ha dado a luz a siete crías en toda su larga vida, dos tercios de los que tuvo la esposa de Darwin. Según la antropóloga sudanesa Rogaia Mustafa Abusharaf, las mujeres con formación son más proclives a rechazar la práctica de la mutilación genital. Quieren su clítoris intacto. Quieren seguir aprendiendo, con todos los cerebros de su cuerpo.
Aceptaremos toda la ayuda que nos llegue, y hay corrientes a nuestro favor que no tienen nada que ver con el feminismo ni con la búsqueda de la paridad. Tenemos la catarata del mercado global, que necesita la colaboración de todos y, en especial, de mano de obra formada (al menos técnicamente). Además, la globalización de la publicidad puede suponer, aunque modestamente, una ventaja para la mujer, porque la imagen de la mujer occidental liberada con zapato bajo y falda elegante llevando su portátil camino del aeropuerto, por muy prefabricada y engañosa que sea, tiene un cierto atractivo comercial, habla directamente a la sed femenina de libertad y puede ser, tal vez, una fuente de subversión, un recordatorio de que somos forrajeadores bípedos, nómadas imparables.
Sin embargo, la evolución cultural exige una revolución permanente, lo que significa no abandonar nunca, no dejarse llevar por la inercia ni caer en la complacencia, no decir nunca: vale, trataremos de no empujar ni molestar y no enseñaremos los dientes. Virginia Valian cita el ejemplo de Monica Seles, la tenista que en 1991 afirmó que las dotaciones económicas de los premios deberían ser iguales para hombres y para mujeres. «Otras dos tenistas respondieron públicamente a las palabras de Seles —escribe Valian—. Steffi Graf, según citan los medios, declaró: “Ya ganamos bastante, no necesitamos más” y Mary Joe Fernández, también según la prensa, declaró: “Estoy satisfecha con lo que tenemos; no creo que debamos ser codiciosas”. En una situación de falta de derechos se interpreta la igualdad como codicia». Las mujeres tenemos que continuar pidiendo, eso está claro. Tenemos que estar en guardia porque, si nos relajamos, ahí está el talibán de turno arrojándonos al suelo a patadas y poniéndonos un chador negro sobre la cabeza. La cantante islandesa Björk se quejaba recientemente de las feministas. Decía que la aburrían soberanamente, porque se lamentan constantemente de que no haya igualdad y de que los hombres se lleven casi siempre el gato al agua. Björk decía que podía entender ese sentimiento en la generación de su madre o su abuela, pero no en la actualidad. Hoy la puerta de la prisión está abierta —insistía—. Todo lo que tienes que hacer es salir.
Una parte de mí se alegró al oírla decir eso, al saber que ella ve la puerta abierta y se considera una primate libre y orgullosa, pero otra parte de mí piensa: ve al oculista, señorita Magoo, porque tus pálidos ojos están perdiendo la vista. Desde luego, la puerta quizás esté abierta —por ahora—, pero solo porque la sujetan las manos y los pies llenos de ampollas de muchas mujeres y la cuña de una o dos redondeadas caderas femeninas. Björk es una exitosa roquera de vanguardia y tiene pocos motivos personales para dudar del esplendor del sistema; aun así, el mundo del rock and roll sigue siendo abrumadoramente masculino y las mujeres que se dedican a la música todavía tienen que soportar valoraciones como la de Juliana Hatfield, la holgazana cantante de pop que ha farfullado públicamente que «las mujeres guitarristas son todas unas mamonas».
Las mujeres hemos llegado muy lejos a base de empujar, de quejarnos y de habituarnos a la soberanía, pero todavía no hemos llegado a donde queremos; todavía somos presa de la falta de confianza en nosotras mismas, de la ginofobia y de los calambres de autismo espiritual. ¡Somos tan duras unas con otras! Despedimos a las mujeres trabajadoras por no ser lo suficientemente serias en su trabajo. Chrissie Hynde, del grupo The Pretenders, es una leyenda entre las mujeres roqueras por su estilo áspero, mordaz y lírico. Pero Chrissie Hynde, que hace ya mucho tiempo cumplió los 40 años, no quiere convertirse en un mito para las chicas contestatarias. «Yo nunca he dicho que fuera feminista, y no tengo respuestas —declaró al crítico Guy García—. Mientras se nos pague y podamos votar, ¿cuál es el problema?». Ella, por su parte, prefiere tocar con los chicos: «Trabajo con hombres. Son resueltos, francos y saben hacer rock and roll. La mayoría de las mujeres no».
No somos aplicadas. No estamos a la altura. Pero la mujer que desea estar a la altura y seguir machacándose yendo a trabajar año tras año incluso cuando tiene niños pequeños, está sometida a otro tipo de animadversión: el sentimiento de culpa. Se le advierte del daño que causará a su bebé por no tenerlo permanentemente colgado del pecho durante los cruciales tres primeros años del desarrollo cerebral. Se le repite que no hay nada como el cuidado parental para maximizar el potencial del niño. Toda la biomedicina hace hincapié actualmente en la paternidad a tiempo completo y las exigencias ineludibles del desarrollo cerebral del bebé. Siempre se da por supuesto que la madre será la guardiana de ese desarrollo, por naturaleza y por predilección personal. Ahí está, en todas las revistas, la mala madre y la buena madre, la disquisición sobre la culpa que sienten las mujeres trabajadoras por el hecho de trabajar fuera de casa y cómo esa culpa persiste a pesar de las décadas de cambio feminista hasta el punto de que, si una madre trabajadora no se siente culpable por el hecho de serlo, se siente culpable de no sentirse culpable. Algunos padres también se sienten culpables, se nos dice, pero no son muchos y el sentimiento de culpa no es muy intenso. Esa no es su función, ni siquiera ahora. No han añadido el hábito de la culpa a su repertorio. ¿Por qué deberían sentirse ellos culpables? No se les supone culpables. Durante el juicio celebrado en 1997 a una niñera británica acusada de asesinar a un bebé de nueve meses al que cuidaba, la madre del niño, de profesión médico, recibió infinidad de cartas airadas, la mayoría escritas por mujeres, en las que se la culpaba a ella de la muerte del niño por haber vuelto al trabajo (escasamente tres días por semana) en lugar de quedarse en casa con el niño todo el tiempo. No hace falta decir que el padre del niño, también médico, escapó de la indignación pública por haberse atrevido a dedicarse a su profesión.
Es muy triste que las mujeres critiquen a otras mujeres por su forma de afrontar la vida, por la elección de su estrategia reproductiva y emocional. Puede ser comprensible, dado el papel que ha desempeñado la competencia entre mujeres en la historia reciente, pero sostengo que va en contra de la adaptación que las mujeres continúen con esa actitud de yo le dije / ella me dijo, los gritos y la lucha en el barro. Ahora nos necesitamos. La siguiente fase de la revolución permanente requiere una infusión de la hermandad sororal bonobo. Se supone que no debemos hablar más de los derechos de las mujeres porque, si no, cometemos el pecado del «victimismo», actuamos como la frágil quejica, la neurasténica victoriana encorsetada. La acusación de victimismo, como la de la corrección política, malogra instantáneamente todo atisbo de protesta concreta y neutraliza las quejas antes siquiera de expresarlas, porque el victimismo consiste precisamente en eso, en quejarse. Pero, si no pedimos un aumento de sueldo, no nos lo concederán, y si no protestamos por una injusticia, esta no desaparecerá. Si a las mujeres se las prejuzga como inferiores en tal o cual materia, si se dice de una mujer guitarrista que es una «mamona» antes de haber cogido su instrumento y tocado una sola nota, si a las mujeres se las sigue acusando de ser malas madres por trabajar fuera de casa y si a las mujeres se les dice que hay una razón evolutiva por la que, en realidad, no desean el sexo y que, si lo desean, deben ocultarlo, entonces es que todavía no podemos dar por terminada nuestra tarea.
Las mujeres se ocupan de sus hijos, por supuesto. Sin embargo, del mismo modo que la elección de pareja depende de lo que cada una aporta al trato —las necesidades personales, la educación, el sistema inmunológico, el metabolismo, etc.—, la forma en que las mujeres deciden invertir en sus hijos es distinta en cada caso. Hay tantas estrategias de maternidad como de emparejamiento y ninguna de ellas es la única, el patrón de oro de veinticuatro quilates, el alfa y el omega de la maternidad. Algunas madres piensan que lo mejor que pueden ofrecer a sus hijos es atención, amor, contacto físico y consuelo cuando lo piden, y harán todo lo que esté a su alcance para estar ahí, con ellos, se las arreglarán con menos dinero, buscarán un trabajo a media jornada, por horas, por temporadas. Otras madres, en cambio, piensan que lo que necesitan sus hijos es una exhibición de fuerza, un facsímil de autonomía adulta, la prueba irrefutable de que las mujeres merecen tener un trabajo, unos ingresos y una autoridad, y que tú, hija mía, también lo merecerás cuando llegue tu momento. Estas madres no dejan de trabajar incluso aunque puedan permitírselo, porque quieren trabajar, y ese apetito forma parte de su estrategia de juego, de su inversión personal en sus hijos. Pero si, mientras la madre está trabajando, al niño le ocurre un horrible accidente que le conduce a la muerte o a la discapacidad, ¡qué vergonzoso es culpar a la madre y solo a la madre por trabajar! ¡Qué censurable, cuando constantemente mueren niños al cuidado de sus madres: se ahogan en bañeras, se caen por las escaleras, beben zumo de manzana contaminado! Todas las madres aprenden en un momento u otro esta lección sobre la porosidad de la vida y su impotencia frente a ella. Una madre no puede proteger a su hijo contra todos los males.
Hagamos lo que hagamos, por elección, por casualidad o por necesidad, las madres necesitamos ayuda. Necesitamos apoyo emocional, no la crítica de un lado y el reproche del otro: ¡Trabajadora irresponsable! ¡Madre narcisista! Ya basta. Somos culpables. La culpa la tiene el cromosoma X: tiene demasiado ADN. La culpa es de Eva: cuando no estaba ocupada atiborrándose de frutas y tubérculos, estaba abandonando África y trayéndonos aquí. La culpa es de Lilith: nos abandonó a la despiadada docilidad de Eva. Es culpa de nuestras madres (¡eso no hace falta decirlo!). Son nuestros óvulos, nuestro ingenio, nuestra sangre, nuestros corpiños, nuestra proporción caderas-cintura, nuestros depósitos de grasa, nuestro olor asalmonado, nuestro aire solar. Vale. Ya hemos confesado. Y ahora, ¿dónde está nuestra indulgencia de mamíferos, nuestro mandato judicial de absolución pagana? ¿Dónde está nuestra vitalidad y nuestra compasión, las cualidades-estrella que poseemos las mujeres?
Las madres también necesitan ayuda práctica. Siempre la han necesitado. Hacen falta trece millones de calorías para criar un niño y, en los tiempos que corren, casi la misma cantidad en dólares. Las empresas han sido artríticamente lentas a la hora de ayudar a los padres. Nos quejamos y nos quejamos, y lo único que nos dan a cambio son unas pocas migajas de galletas para perro, y encima rancias. Tras años de cambio feminista, el eslogan del mundo empresarial sigue siendo: «¿Tus hijos? Tu problema». Un objetivo al que merece la pena aspirar es que el Estado habilite sistemas para el cuidado profesional de los niños en horas de trabajo, sistemas como el de las escuelas públicas, abiertos a todos. ¿Nos lo podemos permitir? ¿Qué partido lo incluye entre sus promesas electorales? Las estrategias sexuales y maternales varían ampliamente de unas mujeres a otras y, como ha señalado Patricia Gowaty, las feministas de la década de 1970 se equivocaron al suponer que todas las mujeres comparten los mismos objetivos. Sin embargo, si hay un solo objetivo al que se pueda considerar beneficioso para la inmensa mayoría de las mujeres, este es, sin duda, el cuidado profesional y gratuito de los niños durante la jornada de trabajo. Incluso las mujeres que no tienen hijos se beneficiarían, porque todo lo que mantenga a las mujeres en el mundo, todo lo que las haga inexorablemente visibles, todo lo que neutralice el efecto corrosivo de la culpabilidad materna y su corolario de que las mujeres no están a la altura de la tenacidad profesional que se requiere, favorece a todas las mujeres y sirve de boya para sacar a flote nuestras canoas.
Y después están los hombres, los padres. Cada vez que leo un artículo sobre el sentimiento de culpa que sufren las madres trabajadoras y la comparativa ausencia de ese mismo sentimiento entre los padres trabajadores me pregunto: ¿y por qué no se sienten ellos culpables? ¿Por qué no hablamos más sobre sus sentimientos y sus responsabilidades? ¿Por qué el permiso de paternidad remunerado y el padre que se dedica a las tareas del hogar a tiempo completo se siguen considerando extravagancias marginales? Aunque es cierto que en algunos segmentos de la sociedad posindustrial los padres participan más que nunca en el día a día de sus hijos, los hombres no se han habituado a los bebés tan rápidamente como las mujeres a su sueldo mensual.
Cuando intentamos explicar el porqué de la asimetría de las cargas recién adquiridas y la lasitud y la falta de culpabilidad masculinas, acudimos a regañadientes y no sin una cierta desconfianza a la biología. Se dice que las mujeres se sienten inclinadas de forma natural a la maternidad, al establecimiento de vínculos con sus bebés, a su crianza, a la paciencia y a la generosidad. Las madres reales, no las teóricas, saben que la maternidad no es una conducta reflexiva, sino un arte adquirido. «Aprendemos, muy a menudo a través de una dolorosa autodisciplina y autocauterización, esas cualidades que se supone que son “innatas” en nosotras: la paciencia, el sacrificio, la disposición a repetir infinitamente las pequeñas tareas rutinarias que contribuyen a socializar a un ser humano», ha escrito Adrienne Rich. Nos adoctrinamos a nosotras mismas en la maternidad a través del amamantamiento, el tacto, la voluntad de sentarnos a acariciar y a capitular. Le damos a nuestro cuerpo la oportunidad de envolver al niño y devorarlo con todos los sentidos, y de presentarlo a nuestro cuerpo como las células del sistema inmunológico se presentan mutuamente la marca antigénica del yo y declaran: Yo provengo de ti y te pertenezco. Y nuestros cuerpos nos devuelven, como respuesta, una ráfaga de sensaciones. «Para nuestro asombro […] nos inundan los sentimientos de amor y violencia más intensos y vehementes que hayamos sentido jamás», escribe Rich.
El hábito de amar y criar a un bebé no es exclusivo de las mujeres. Es un hábito en el que las mujeres caen por puro hábito, porque pasan mucho más tiempo con los niños que los hombres. Pero dejemos el condenado sexo. El cuerpo está entretejido con los hilos de la afiliación, que pueden tejerse y adaptarse y aprender a latir al unísono siempre que les demos la oportunidad. Consideremos la rata macho. Normalmente no se preocupa de sus crías; la devoción paternal no se encuentra entre las cláusulas de su contrato. Y sin embargo, el padre posee la materia prima del afecto. Si ponemos a una rata macho joven en una jaula con una camada de crías recién nacidas y le ofrecemos la oportunidad de acostumbrarse a su olor y a sus sonidos, acabará arrimándose a ellas. Se acurrucará a su lado y las lamerá. Si una no sabe volver al nido, la llevará. Se ha enamorado de un montoncito de serpenteantes gomas de borrar rosadas. Un factor esencial en el experimento: la madre no debe estar presente, porque si lo estuviera mataría al macho antes de permitirle acercarse a sus crías.
Los hombres pueden llegar a amar con locura a sus bebés, y cuanto más están con ellos, les huelen y les hacen arrumacos, más se embellece sensorialmente ese amor. No obstante, ¿cuán a menudo se sienta un padre a acunar a su hijo contra su pecho desnudo por término medio? No lo suficiente y no tanto como suelen hacerlo las madres. Estas tienden a monopolizar a sus bebés. Necesariamente tienen que cogerlos en brazos para darles de mamar, de modo que se habitúan a cogerlos y les cuesta dejarlos en brazos de otros. Con demasiada frecuencia, el contacto del padre con el bebé se limita a los momentos en los que la madre está agotada y necesita descansar, de ahí que se convierta en un deber y un trabajo más que en un rito. El padre se deja puesta la camisa, abotonada hasta el cuello. Las terminaciones nerviosas de su piel detectan vagamente la frecuencia del bebé y, además, la madre vigila atenta al padre para asegurarse de que lo hace todo bien. Al fin y al cabo, ella es la experta y él es el eterno aprendiz, un niño perdido en los bosques. Las mujeres se burlan de la torpeza de los hombres para coger a los bebés, de su falta de maña. El cuidado de los niños sigue siendo competencia de la madre. Ahí, ella es la jefa. Entonces, si deseamos que los hombres compartan la tarea y que la hagan bien, es injusto ponerles el handicap de nuestra duda, practicar una forma inversa de discriminación. «Nosotras amamantamos, vosotros sois unos mamones». Si las mujeres esperan que los hombres se sumerjan en las cálidas y ricas aguas del amor corporal y que sientan el tirón del vínculo con su hijo, deben dejarles al niño una y otra vez. Entre tomas, entre pechos, entre partidos de fútbol. ¡Pasa la pelota!
Pero no todos los hombres desean lanzarse de cabeza a la paternidad o pasar la noche con la nariz hundida en la fontanela del bebé o tomarse el permiso de paternidad si se les ofrece la posibilidad de hacerlo. Sin embargo, creo que lo harían muchos más de los que lo hacen hoy en día si esa conducta fuera posible, aceptable y popular. Lo que bien podría ocurrir, porque la economía avanza a pasos agigantados y las mujeres deben esforzarse más que nunca para estar a la altura de las circunstancias y porque tratan de obtener reciprocidad y equidad. No comparto los argumentos que sostienen que los hombres invierten inevitablemente menos en sus hijos que las mujeres porque siempre tienen la posibilidad de reproducirse mejor, de conquistar nuevos úteros, porque sus pies siempre están calzados y dispuestos a marchar. En este hábitat nuestro cruelmente competitivo, en esta superpoblada ágora global, el éxito reproductivo masculino puede muy bien depender de la capacidad masculina de hacer justo lo contrario: prestar atención a todos y cada uno de sus hijos y darle a cada uno todas las posibilidades que estén en su mano. Ahora son los hombres quienes necesitan a las mujeres y a los niños, igual que siempre se pensó que las mujeres y los niños necesitaban a los hombres.
Los vínculos humanos son profundos, tan salvajes como gatos de algalia y, paradójicamente, para bien o para mal, se lo debemos a nuestro cerebro. Amamos tanto y durante tanto tiempo porque sabemos demasiado. Sabemos que algún día moriremos, y esa conciencia de la propia muerte nos ha influido y determinado profundamente. Nos ha dado las religiones. Ha tomado todos nuestros anhelos ancestrales —de poder, afecto, amor, relación— y los ha pulido hasta que relucen como el cromo y nos devuelven nuestro reflejo. Detengámonos por un momento, por favor, y hablemos. Aléjate a toda velocidad, si quieres, pero recuerda que el tiempo y el espacio son curvos y que volverás a hablar conmigo, tu amiga, tu hija, tu madre, tu amor.
Soy una pesimista utópica por naturaleza y creo en fantasmagorías mecanicistas. Creo en una revolución permanente de la mente y la voluntad. Recuerdo una ocasión, en 1987, en que cené con mi abuela, que tenía entonces casi 80 años, mi madre y mi prima de 18 años, Julie. Hablamos sobre si habríamos preferido ser hombres si se nos hubiera dado a escoger. Todas dijimos que sí, incluso, sorprendentemente, mi abuela. «Los hombres tienen más libertad», dijo.
Recientemente, le recordé a mi madre esa conversación y coincidimos en pensar que ya no sentíamos lo mismo: ya no queremos ser hombres. Y no es que con los años nos aceptemos más a nosotras mismas; de hecho, mi abuela era mayor que nosotras cuando dijo que lo hubiera preferido. Tampoco es porque piense que las mujeres hayamos avanzado mucho en la década posterior a esa conversación o porque las rejas de la prisión se hayan fundido y ahora las alegres reclusas se hayan apoderado de la cárcel. En lugar de ello, pienso —y creo que mi madre comparte mi opinión— que el cambio es el resultado de una revelación, de que nos hemos dado cuenta de que nuestra fuerza y nuestro espíritu provienen en buena medida de nuestra feminidad y de pensar qué significa ser una mujer aquí, ahora, en esta cultura y en nuestro futuro imaginado. Nuestra tribu es la tribu de las mujeres. Está todavía por definir, pero estamos en ello y no vamos a cejar en el empeño. Vivimos en un estado de revolución permanente. ¡Qué emocionante! No abandonaremos la tribu ni la batalla. No definiremos la tribu como un lugar por defecto o un premio de consolación. El deseo de ser hombre significa capitular a unos límites y censuras que nunca nos impusimos a nosotras mismas. Es no cuestionarse las cosas. Y eso es impropio de nosotras.
Tengo una hija. Todavía es demasiado pequeña para saber que tiene límites, que no es la reina de la Vía Láctea y que algún día morirá. Sabe que es una chica, pero aún no le preocupa ni se da cuenta de lo que ello significa. Y quizá no signifique nada. Quizás eso es lo que deseo para ella: que no conciba el hecho de ser una chica, o una mujer, de forma categórica. Que no le interese porque esté demasiado absorta en una vocación glamurosa, como calcular trayectorias de planetas, tocar el clavicordio o condescender con la nostalgia de su generación por los dinosaurios pedófilos púrpura e Internet. Tal vez algún día me conteste como Björk, poniendo los ojos en blanco y fingiendo reprimir un bostezo cuando le mencione aquel trilobites político llamado feminismo.
O quizá cambie la vieja canoa de su madre por un imponente bote de remos de oro y alegría, con una amotinada tripulación de valquirias despeinadas, sirenas y ninfas. Mi hija cantará hasta quedarse ronca mientras rema con fuerza hacia delante atravesando aguas tranquilas y turbulentas, a veces en armonía con sus compañeras, a veces a gritos. Todavía no ha llegado a la mítica orilla libre, pero no importa. En el mar, siempre estará en su elemento.