CAPÍTULO

11


Venus en cueros

Estrógeno y deseo

Una rata hembra no puede aparearse si no está en celo, y con ello no pretendo decir que no desee aparearse, o que no vaya a encontrar un compañero si no está en celo y emite el espectro adecuado de señuelos olfativos y auditivos. Lo que quiero decir es que es físicamente incapaz de copular. Si no está en celo, sus ovarios no segregan estrógeno y progesterona, de modo que, sin estimulación hormonal, la rata no puede adoptar la postura de apareamiento conocida como lordosis, en la que el animal arquea la espalda y aparta a un lado la cola. Esta postura permite cambiar el ángulo y la apertura de la vagina, haciéndola accesible al pene del macho cuando este la monta por detrás. No hay una versión del Kamasutra para ratas. Una hembra ovariectomizada no adopta la postura de lordosis y, en consecuencia, no puede aparearse a menos que se le inyecten hormonas para compensar la pérdida de las abluciones naturales del folículo ovárico.

En el caso de una hembra de cobaya, una membrana cubre normalmente el orificio vaginal, por lo que es necesaria una liberación de hormonas sexuales durante la ovulación para abrirla y permitir que la cobaya se aparee.

Tanto en la rata como en la cobaya y en las hembras de otras muchas especies, el mecanismo y la motivación están interrelacionados. La hembra solo siente el impulso de buscar un macho cuando está en celo y solo entonces se siente obligada por su cuerpo a hacerlo. El estrógeno controla tanto su apetito sexual como su física sexual.

Una hembra primate, sin embargo, puede copular cuando le plazca, ya esté ovulando o no. Los mecanismos de su aparato reproductor no están conectados con el estado de sus hormonas. El estrógeno no controla los nervios y los músculos que la impulsarían a levantar el trasero, poner en ángulo los genitales para mostrarlos bien y apartar la cola, si es que la tiene. Una hembra de primate no tiene que estar necesariamente en sus días fértiles para mantener relaciones sexuales. Puede mantenerlas diariamente y, si es una bonobo, más de una vez al día, incluso una vez cada hora. Las hembras de primate se han liberado de la tiranía de las hormonas. En un sentido casi literal, la llave de su puerta ha sido retirada de sus ovarios y ha sido depositada en sus manos.

Y, a pesar de ello, sigue menstruando. Su sangre transporta el estrógeno de un lado a otro, incluidas las regiones del cerebro donde residen el deseo, la emoción y la libido, en el sistema límbico, el hipotálamo y la amígdala. La hembra de primate se ha liberado de la rigidez del control hormonal y ahora puede tomar el esteroide sexual y aplicarlo sutilmente para integrar, modular e interpretar una abundancia de pistas sensoriales y psicológicas. Para las ratas, las hormonas tienen la última palabra, son inequívocas, el mundo en blanco y negro; para los primates, en cambio, son como cajas de lapiceros de colores, con un color para cada ocasión y al menos tres nombres distintos para cada uno de ellos. ¿Cómo lo quieres: rosa, rosado o fucsia?

«En los primates, todos los efectos de las hormonas sobre la conducta sexual han acabado centrándose en mecanismos psicológicos, no en mecanismos físicos —explica Kim Wallen, de la Universidad de Emory—. El desacoplamiento de lo físico con respecto a lo psicológico permite a los primates utilizar el sexo en distintos contextos, por razones económicas o por razones políticas». O por razones emocionales, o para combatir el aburrimiento. Mientras Wallen habla, observamos a un grupo de cinco monos rhesus del Centro de Investigación de Primates Yerkes que persiguen a otros dos monos rhesus en su recinto, con el resultado de siete monos insultándose unos a otros en idioma rhesus, algo que podemos asegurar porque cuanto más chillan, más rápido corren. Según Wallen, puede que los pulsos hormonales no hagan que la hembra primate adopte la posición de lordosis, pero, claramente, influyen en su motivación sexual. Los siete samuráis siguen chillando y corriendo. Otros monos los miran absortos y ansiosos, como si estuvieran apostando en una carrera. Un macho grandote con aspecto descuidado, ajeno a la escena, se hurga los dientes. Ninguno está haciendo nada remotamente sexual. Como señala Wallen, los monos rhesus son calvinistas, remilgados y autocráticos en materia de sexo. Cuando una hembra está sola con un macho conocido y no la espían otros monos, se aparea con él con independencia de si está en su ciclo reproductivo o no, pero bajo la coacción del grupo social, la hembra no se entrega a la lujuria de la carnalidad. En caso de que se acerque sigilosamente a un macho y empiece una sesión de caricias, otros miembros del grupo intervienen enojados y en tono estridente. Una hembra rhesus no suele molestarse en desafiar las normas. ¿Quién se creen que es, una vulgar bonobo?

Sin embargo, las hormonas lo alteran todo. La hacen cambiar de opinión y la llevan de Kansas a Oz. Cuando está ovulando y sus niveles de estrógeno se disparan, su ansia supera a sus instintos políticos y se aparea alocadamente, gruñendo a todo aquel que ose interferir.

Cuando pensamos en la motivación, el deseo y la conducta, concedemos a la neocorteza y al cerebro la mayor parte del crédito. Creemos en el libre albedrío, y así debemos hacerlo. Se puede decir que el libre albedrío es un sello característicos de la naturaleza humana, lo que no significa que cada mañana volvamos a empezar, con una infinidad de posibles yoes aguardándonos: desgraciadamente eso es una fantasía y además de las duraderas. Sin embargo, sí poseemos lo que Roy Baumeister, de la Universidad Case Western Reserve, denomina la «función ejecutiva», la dimensión del yo que ejercita la volición, la capacidad de elección y el autocontrol. Precisamente la capacidad humana para el autocontrol es uno de los puntos fuertes de nuestra especie, la fuente de nuestra adaptabilidad y nuestra flexibilidad. Muy pocos aspectos de nuestra conducta son automáticos. Incluso cuando creemos estar actuando con el piloto automático puesto, la función ejecutiva mantiene un ojo abierto, comprobando, dirigiendo y corrigiendo el recorrido. Si sabemos escribir a máquina, nos habremos dado cuenta de que el cerebro-ejecutivo nunca se aleja demasiado del cerebro-autómata. Si todo va bien, tecleamos de forma automática, estamos tan familiarizados con las teclas que es como si los dedos tuvieran un chip de memoria RAM en las yemas. Pero, en el momento en que cometemos un error, el autómata se detiene y la función ejecutiva entra en escena, antes incluso de que nos hayamos percatado de lo que ha ocurrido. Con su guía, nuestro dedo pulsa la tecla de retorno para corregir el error, y es entonces cuando nos damos cuenta de lo que ha sucedido, pero, apenas un momento después, nuestras manos ya han vuelto al modo robot. Los atletas, los cirujanos y los músicos realizan intercambios similares entre la conducta intencional y la programática cientos de veces por minuto y en ese intercambio radica, justamente, su maestría. La capacidad humana para el autocontrol es limitada, y los problemas empiezan cuando la sobrevaloramos y adoptamos una cáustica actitud perfeccionista, pero la volición sigue mereciendo nuestra gratitud.

Al mismo tiempo, sabemos que hay un macaco escondido en nuestra dotación genética y que sentimos como monos e incluso actuamos como tales. En el momento en que una jovencita entra en la adolescencia comienza a pensar obsesivamente en el sexo, ya sea de una forma consciente o inconsciente, en sus sueños o a solas en el cuarto de baño. No importa cómo ni dónde, pero así ocurre. El deseo se despierta. Los cambios de la pubertad son mayoritariamente hormonales. Las modificaciones del escenario químico avivan el deseo. Desde el punto de vista intelectual, aceptamos la idea de que la sexualidad es una experiencia modulada por las hormonas, pero nos sigue molestando esta conexión. Si las hormonas cuentan, nos preocupa que cuenten demasiado y que, por tanto, no tengamos libre albedrío. Por eso negamos su importancia a pesar de saber que la tienen, porque lo vemos en nuestros propios hijos adolescentes y recordamos —¡oh cielos!— nuestra propia ansiedad en esa época.

En lugar de negar la evidencia, deberíamos intentar comprender los modos en que el estrógeno y otras hormonas afectan a la conducta. De acuerdo, nuestro conocimiento de la neurobiología es primitivo, presimiesco. Desconocemos los mecanismos cerebrales mediante los cuales el estrógeno o cualquier otra sustancia suscitan el deseo, alimentan una fantasía o amortiguan un impulso. Pero hay suficientes datos indirectos que nos permiten sentar las bases para reflexionar sobre el significado del estrógeno.

Los deseos y las emociones pueden ser efímeras cachipollas en el cerebro. Nacen y enseguida mueren, pero también pueden persistir. Los antojos pueden convertirse en obsesiones. Las hormonas son muy útiles para realizar la tarea de convertir una emoción o un impulso en algo persistente y resonante. En el cerebro, las hormonas esteroides suelen trabajar conjuntamente con uno o varios de los neuropéptidos, que son rápidos y fugaces. Las hormonas esteroides son, a su vez, flexibles y persistentes, y operan sinérgicamente sobre los circuitos neuronales que dan servicio a la motivación y la conducta, integrando la psique y el cuerpo. Tomemos como ejemplo la sensación de sed. Cuando nuestro cuerpo tiene unos niveles bajos de agua y sal reacciona enérgicamente, dado nuestro origen marítimo ancestral, y nuestras células todavía necesitan estar bañadas en agua salada para sobrevivir. Entre las respuestas corporales figura la activación de las glándulas adrenales, que segregan hormonas esteroides como la aldosterona. Esta última es una hormona práctica y procura conservar las reservas existentes; por ejemplo, reabsorbiendo la sal de la orina o de los jugos gástricos y devolviéndola al fluido intercelular. La aldosterona también se infiltra en el cerebro, donde galvaniza la actividad de un neuropéptido, la angiotensina, y esta, a su vez, activa el circuito cerebral de la sed. Nos sentimos sedientos. Necesitamos beber. Habitualmente, la sensación se satisface con facilidad, con un vaso de agua, y las glándulas adrenales y el locus[21] de la sed se calman. Pero si, por el contrario, nuestra necesidad de líquido y sodio es inusualmente elevada, como ocurre durante la lactancia, aunque estemos inundadas de aldosterona y hagamos un uso racional de nuestras reservas de agua y sal, nos sentiremos crónicamente sedientas y nos preguntaremos si el propio Nilo es lo suficientemente caudaloso como para aplacar nuestra sed, además de encantarnos las comidas saladas como nunca antes lo hicieron.

Una emoción es una unidad de información. Es una señal de necesidad, de la existencia de un lapsus temporal de la homeostasis. Es la forma que tiene el cuerpo de alentar o inhibir las conductas, la manera en que espera satisfacer la necesidad y restablecer el equilibrio. No solemos identificar la sed con una emoción, pero eso es justamente lo que es, una emoción de los espacios intersticiales del cuerpo. Como emoción, la sed puede ser ignorada o rechazada si existen otras demandas que compiten con ella. Si estamos compitiendo en una carrera bajo el sol y sentimos sed, podemos optar por ignorar el deseo en lugar de detenernos para llenar la barriga de líquido y perder, de paso, un tiempo precioso. El pánico puede provocar una intensa sensación de sed, en parte porque la actividad adrenal que comporta el miedo aumenta el flujo cerebral de angiotensina; pero el pánico puede hacer también que se nos encojan el estómago y la garganta y que la mera idea de comer o de beber nos resulte repulsiva. La sed, sin embargo, nos da menor margen de maniobra: no podemos ignorar la sensación de sed durante mucho tiempo porque si estamos una semana sin beber morimos deshidratados. El impacto sinérgico del neuropéptido y la hormona esteroide sobre el circuito que supervisa el comportamiento del sistema de ingesta de líquidos es, por tanto, muy profundo. Cuanto más tardemos en satisfacer el comportamiento requerido, beber, más exagerada es nuestra producción adrenal y más abrumador es, a su vez, el deseo de beber. Llegará un momento, cuando nuestra muerte esté cerca, en que beberemos lo que sea, aunque se trate de agua envenenada o agua de mar, que es demasiado salada para nuestros cuerpos. Ni siquiera Jesucristo pudo vencer a la sed y murió con los labios humedecidos con vinagre.

No obstante, si no nos reproducimos durante un determinado ciclo no pasa nada. Los seres humanos son criaturas longevas que actúan asumiendo, implícitamente, que dispondrán de muchas oportunidades para reproducirse y que pueden permitirse el lujo de ignorar los antojos y los impulsos de Eros durante meses, años, décadas e incluso toda la vida si las condiciones del momento no son las óptimas. Los animales cuyos impulsos reproductores son tan implacables como la sed pertenecen a especies de corta vida que solo cuentan con una o dos temporadas de reproducción en las que dejar al mundo su legado mendeliano. El corolario de la longevidad es una rica vida emocional y una sexualidad compleja. Equiparamos, erróneamente, lo emocional con lo primitivo y lo racional con lo avanzado, pero, de hecho, cuanto más inteligente es el animal, más profundas son sus pasiones. A mayor inteligencia, mayor exigencia de que las emociones, esas maletas llenas de información, aumenten su capacidad y multipliquen sus cremalleras y compartimentos.

Impugnamos las emociones, pero somos afortunados al experimentarlas con tanta intensidad. Nos proporcionan algo en que pensar, algo que descifrar. Somos brillantes gracias a ellas, no a pesar de ellas. Las hormonas forman parte de la maleta y las emociones forman parte del contenido. Llevan información sobre sí mismas y también sobre los demás. No nos obligan a hacer nada, pero pueden lograr que algo resulte más fácil o más agradable de hacer cuando todo lo demás actúa a su favor.

El estrógeno, el juguetón estrógeno, actúa en el cerebro a través de multitud de intermediarios, muchos neuropéptidos y neurotransmisores. Lo hace a través del factor de crecimiento nervioso y también a través de la serotonina, un neuropéptido conocido sobre todo por su papel en la depresión. Actúa también a través de opiáceos naturales y de la oxitocina. Podría considerarse una especie de conjuntador o facilitador, o un fermentador, como la levadura o el bicarbonato. El estrógeno no tiene en mente ninguna emoción en particular, pero permite que se generen las emociones. Durante años, los científicos han intentado relacionar los niveles de estrógeno con la conducta sexual femenina y la suposición tiene su lógica. Las concentraciones de estrógeno aumentan de forma gradual a medida que el folículo ovárico crece, lo que ocurre con una periodicidad mensual, y alcanzan su máximo en el momento de la ovulación, cuando el óvulo es lanzado hacia el interior de la trompa de Falopio. Si el óvulo tuviera una necesidad, un deseo de ser fecundado, en teoría podría hacérselo saber al cerebro gracias al estrógeno, y este se encargaría de estimular un neuropéptido en concreto para inducir un determinado comportamiento: buscar una pareja sexual del mismo modo que un caminante sediento busca una fuente.

Las dificultades que supone correlacionar el estrógeno con la conducta sexual humana son considerables. ¿De qué clase de conducta estamos hablando? ¿Qué datos son relevantes? ¿La frecuencia del coito? ¿La frecuencia del orgasmo? ¿La frecuencia de la masturbación o de las fantasías sexuales? ¿La repentina necesidad de comprar la revista Cosmopolitan? Veamos lo que sabemos. No hay correlación entre la frecuencia del coito y el momento del ciclo ovulatorio en el que se encuentra la mujer. Las mujeres no mantienen relaciones sexuales más a menudo durante la ovulación que en el resto del ciclo a menos que estén buscando conscientemente quedarse embarazadas. Sin embargo, llevar a término una determinada conducta nos dice poco sobre sus motivaciones subliminales. Si representamos gráficamente la incidencia del coito entre las parejas, podemos observar un asombroso máximo estadístico, el fin de semana, y no es porque la gente se sienta necesariamente sexy los domingos, sino porque la gente mantiene relaciones cuando le conviene, cuando no está agotada por el trabajo y dispone de todo el día para juguetear. Una hormona nos puede llevar hasta el agua, pero no puede hacer que nos la bebamos.

Tampoco existe correlación entre los niveles de estrógeno y la excitación física: la tendencia de los genitales a hincharse y lubricarse como respuesta a un estímulo sexual manifiesto, como puede ser una escena erótica de una película. Las mujeres han demostrado ser prácticamente invariables en su excitación fisiológica, con independencia del momento del ciclo en el que se encuentren. Dicha excitación, sin embargo, no nos dice mucho sobre el verdadero significado de la motivación sexual, puesto que algunas mujeres se lubrican incluso durante una violación, y Ellen Laan, de la Universidad de Ámsterdam, ha demostrado que los genitales de mujeres que contemplan pornografía se congestionan enérgicamente a pesar de que las propias mujeres describen las imágenes contempladas como ridículas, convencionales y nada eróticas.

Encontramos un parentesco algo mayor entre las hormonas y la sexualidad cuando nos fijamos en el deseo más que en el funcionamiento genital. Algunos estudios han tomado como indicador del deseo la iniciativa sexual femenina. Los resultados obtenidos han variado considerablemente en función del tipo de método anticonceptivo empleado, pero apuntan en la dirección prevista. Las mujeres que toman anticonceptivos orales, que interfieren en las oscilaciones hormonales normales, no tienden a tirar los tejos a sus compañeros más en unos momentos del ciclo que en otros. Cuando el método anticonceptivo utilizado es fiable, pero no es hormonal —un marido vasectomizado, por ejemplo—, las mujeres muestran una mayor tendencia a tomar la iniciativa sexual en el momento álgido de la ovulación frente a los demás momentos del ciclo, lo cual lleva a pensar que el nivel alto de estrógeno les está haciendo una señal. Si añadimos las complicaciones de un método de barrera como el diafragma o el condón, menos fiable, la probabilidad de tomar la iniciativa en el punto máximo de la ovulación disminuye. No hay ningún secreto en este caso: si no deseamos quedarnos embarazadas, no hagamos locuras en el momento en que pensamos que somos más fértiles. En un estudio realizado con parejas lesbianas —que no tienen miedo de quedarse embarazadas, no utilizan métodos anticonceptivos y no se ven afectadas por factores que supuestamente pueden dar lugar a confusión, como las expectativas y manipulaciones masculinas— los psicólogos descubrieron que las mujeres se mostraban alrededor de un 25% más dispuestas a mantener relaciones sexuales en el momento álgido del ciclo menstrual y tenían el doble de orgasmos que en el resto del ciclo.

La correlación más clara entre hormonas y sexualidad se puede observar cuando se analiza el puro deseo, sin objeto. En un exhaustivo estudio se pidió a quinientas mujeres que se tomaran la temperatura basal diariamente y que marcaran el día del mes en que sentían por primera vez despertar el deseo sexual. El conjunto de resultados indicaba una extraordinaria concordancia entre la aparición del apetito sexual y el momento en el que las lecturas de temperatura basal sugerían que las mujeres se encontraban en plena ovulación o cercanas a esta. Pero las mujeres pueden expresar también el deseo a través de un lenguaje corporal inconsciente. En un estudio realizado con mujeres jóvenes a las que les gustaba bailar en discotecas, los científicos descubrieron que a medida que se aproximaba el día de la ovulación, se vestían de modo gradualmente más ligero y dejaban más al descubierto sus cuerpos: el bajo de las faldas subía con los niveles de estrógeno, como si se tratara de un mercado alcista. (Obviamente, el momento central del ciclo es también el mejor para ponernos la ropa más ajustada y reveladora porque es entonces cuando estamos libres de la retención de líquidos premenstrual y del temor a mancharnos la ropa de sangre menstrual.)

Varios investigadores han sugerido recientemente que la «verdadera» hormona de la libido, tanto en mujeres como en hombres, es la testosterona, no el estrógeno. Señalan que los ovarios generan tanto testosterona como estrógeno, y que los niveles de andrógeno alcanzan su máximo a mitad del ciclo igual que lo hacen los de estrógeno. ¿Cómo podemos ignorar la testosterona cuando los hombres tienen tanta y adoran el sexo? Porque lo adoran, ¿no? En muchos libros de texto sobre sexualidad humana se afirma rotundamente que la testosterona es la fuente de la lujuria y que algunas mujeres han añadido testosterona a sus regímenes sustitutivos de hormonas en un intento de reforzar su decaída libido. Pero si la testosterona representa un papel importante en el deseo sexual femenino, los datos sugieren que se trata de una sirvienta del estrógeno más que del propio Eros. Parece ser que algunas proteínas de la sangre se adhieren tanto a la testosterona como al estrógeno, evitando que las hormonas atraviesen la barrera entre la sangre y el cerebro. El estrógeno acelera la protección de esas proteínas adherentes, pero ellas muestran una ligera preferencia por la testosterona. Así, a medida que aumentan los niveles de hormonas sexuales y de proteínas adherentes con el ciclo menstrual, dichas proteínas se pegan a la testosterona, desactivándola en la sangre antes de que pueda cumplir su tarea psicodinamizadora cerebral. A pesar de todo, la testosterona ha demostrado su utilidad de forma indirecta: al ocuparse de las proteínas adherentes, permite que el estrógeno llegue al cerebro sin obstáculos. Este poder de distracción podría explicar por qué la terapia con testosterona es efectiva para algunas mujeres con la libido baja: mantiene ocupadas a las proteínas de la sangre y deja vía libre al estrógeno para que avance hasta el cerebro.

Sin embargo, considerar al estrógeno como la hormona de la libido es sobrevalorarlo y subestimarlo a la vez. Si el estrógeno es el mensajero del óvulo, cabría esperar que el cerebro le prestara atención, pero no de una forma lineal. Como ocurre con la mecánica de nuestros genitales, nuestras motivaciones y conductas han sido también liberadas del obturador hormonal. No nos gustaría una señal hormonal que se comportara como una ninfómana ciega, una fan del óvulo, diciéndonos que estamos calientes y que debemos fornicar. No queremos consentir los deseos del óvulo simplemente porque está ahí. Vivimos en el mundo, y tenemos limitaciones y deseos propios. Lo que sí podría gustarnos es un par de gafas bien graduadas para leer la letra pequeña. La estrategia básica de conducta del estrógeno consiste en aguzar los sentidos. Nos pellizca y nos dice: «Presta atención». Varios estudios han sugerido que los sentidos de la vista y del olfato de la mujer se agudizan durante la ovulación, y lo mismo ocurre en otros momentos en los que hay dosis elevadas de estrógenos, como inmediatamente antes de la menstruación, cuando los niveles de progesterona caen y dejan paso libre a la acción del estrógeno. Durante el embarazo, podemos oler un cajón sucio de gato que está dos pisos más arriba y ver los más tenues brillos y poros de la cara de toda persona con la que nos encontramos. Es importante insistir en que no necesitamos estrógeno para prestar atención o para oler algo, pero ahí está, viajando de la sangre al cerebro y dejándole a este un leve zumbido, como hace en los huesos, el corazón, los senos y la pequeña cesta gris.

Si el objetivo del estrógeno es ayudar, el mejor momento para hacerlo es cuando nuestras mentes están maravillosamente concentradas. La ovulación es un momento de peligro y de posibilidad. El estrógeno es como la magia de la caza, la droga alucinógena que los indios del Amazonas extraen de la piel de una rana de lengua venenosa y que les proporciona la fuerza sensorial de los héroes. Cuanto más pertenecemos al mundo, mayores son nuestras posibilidades de encontrar a otros que nos sigan, pero lo que más nos incumbe es fijarnos en los que nos rodean y evaluarlos. Si existe la llamada intuición femenina, puede que resida en el esporádico regalo de un dulce máximo de estrógeno, el gran agente emulsionante que concilia observaciones dispares. Pero el estrógeno actúa también a instancias de la historia y de los asuntos cotidianos. Si estamos de mal humor, sin ganas de salir de casa, la carga del estrógeno durante la ovulación o su energía premenstrual desbordada nos pueden hacer sentir aún más hurañas. El estrógeno es un promotor, no un iniciador. Para comprender mejor esta afirmación, podemos considerar cómo afecta el estrógeno al cáncer de mama. Esta hormona no es, estrictamente hablando, cancerígena. No rompe ni desestabiliza el material genético de las células de la mama de la forma en que lo hacen la radiactividad o toxinas como el benceno. No obstante, si existe una célula anormal, el estrógeno puede avivarla y estimularla, incitando su crecimiento hasta que una aberración menor, que en otras circunstancias podría retroceder o ser eliminada por el sistema inmunológico, sobreviva y se expanda hasta alcanzar dimensiones malignas.

La fuerza del estrógeno radica en su dependencia del contexto. No nos obliga a hacer nada, pero puede hacer que nos demos cuenta de ciertas cosas que de otro modo descuidaríamos. El estrógeno puede aguzar la percepción sensorial, proporcionando una ligera y fluctuante ventaja a las bases del yo. Si somos buenas habrá momentos en los que seremos muy, muy buenas, y si somos mediocres, bien, siempre podremos culpar de ello a nuestras hormonas. ¡Están ahí para usarlas!

Como lubricante para el aprendizaje, el estrógeno es enormemente beneficioso para las mujeres jóvenes, que están organizando su vida y reuniendo pistas y experiencias. A falta de algo mejor a lo que recurrir, las mujeres jóvenes pueden aprovechar las ventajas de la intuición mientras evalúan las motivaciones y el carácter de los demás. Sin embargo, podemos llegar a enamorarnos en exceso de nuestra habilidad intuitiva, de nuestra perspicacia, y creer de forma inquebrantable en la certeza de nuestros juicios instantáneos. Cuanto mayores nos hacemos, más suaves son los picos y los valles de nuestros ciclos de estrógeno y menos necesitamos a dichos ciclos y a sus psicoconmutadores. Después de todo, la experiencia es un amigo más fiable que la intuición. ¿Cuántas veces nos hemos encontrado con un hombre que nos recuerda a nuestro propio padre, frío, distante, enojado, hipercrítico e infinitamente seductor, antes de reconocer el fenotipo en sueños y saber lo suficiente para mantener nuestros ojos, nuestra nariz y nuestras hormonas lejos, muy lejos?

Cada una de nosotras es un laboratorio químico privado y podemos jugar con nosotras mismas si así lo deseamos. Podemos considerar nuestro ciclo ovárico demasiado aburrido para prestarle atención o podemos intentar explorar sus ofrendas y sentirnos decepcionadas; o no. Tardé muchos años en darme cuenta de que mis orgasmos eran muy intensos a mitad de ciclo. Siempre supe que eran intensos justo antes de la menstruación, pero pensaba que tenía que ver con la mecánica, con la congestión de la pelvis a causa del fluido premenstrual, y no presté atención al otro lado de la ecuación, básicamente porque no creía en ella. Cuando empecé a investigar la relación entre el aumento de los niveles de estradiol y la calidad del orgasmo, encontré una conexión maravillosa. Los orgasmos a mitad de ciclo son profundos y resonantes, agudos, puede que por el estrógeno, puede que por el cebo de la testosterona o puede que por autohipnosis. Tal vez estuviera bajo los efectos de un afrodisíaco placebo. ¡Qué más da! Como química no soy más que una aficionada, y no puedo hacer un experimento controlado conmigo misma. Sin embargo, en materias importantes soy una alumna aventajada y he aprendido a encontrar mi camino hacia el éxtasis al margen de lunas, meses y menstruaciones.

Todas nosotras disponemos de un juego de química y un cerebro que explorar, y los efectos del estrógeno varían de una cabeza a otra. No obstante, si hubiera que extraer un principio del reconocimiento general de que las hormonas pueden estimular el cerebro y hacerlo sensible a la experiencia y a los impulsos de entrada, dicho principio sería: la pubertad es importante. Bajo la influencia de las hormonas esteroides, el cerebro de las primeras fases de la adolescencia es un cerebro en expansión, como esas flores japonesas que se expanden en agua, pero también es vulnerable a la basura y al dolor que se depositen en él y que pueden tardar toda una vida en ser expulsados de nuevo al exterior. Lamentablemente, se infravalora la plasticidad de la mente pubescente. Nos hemos obsesionado con el cerebro de la primera infancia y el cerebro del feto y, aunque dichos cerebros desempeñan un importante papel en el desarrollo completo de la inteligencia, el carácter y las habilidades, el cerebro adolescente cuenta en otro sentido. A medida que el cerebro avanza trabajosamente hacia la madurez y a medida que es zarandeado por los productos de las glándulas adrenales a los 10 años y de las gónadas uno o dos años más tarde, busca definirse sexual y socialmente. El cerebro de una niña prepubescente está preparado para absorber las definiciones de la feminidad, de lo que importa y lo que no, de lo que es el poder y cómo obtenerlo o no obtenerlo nunca. Todos hemos oído hablar de la crisis de autoconfianza que supuestamente sufren las niñas cuando dejan atrás la infancia y escalan la Colina del Búnker de la adolescencia, pero no se ha hablado tanto de la correspondencia entre este periodo de fragilidad, esta tendencia de la personalidad a mutar hasta hacerse irreconocible, y la tempestad hormonal que se desencadena en la cabeza. El cerebro pubescente es tan consciente del mundo que lo rodea que palpita con fuerza, duele y quiere encontrar vías para calmarse y darle sentido al mundo. Es un cerebro expuesto, tan tierno como un cangrejo sin caparazón, y puede quedar profundamente grabado. ¿Quién puede olvidar la adolescencia? ¿Hay alguien que haya logrado recuperarse de ella?

Las hormonas, a la vez que desafían el cerebro pubescente, cambian el cuerpo. Los altos niveles de estrógeno de la niña contribuyen al depósito de grasa en los senos, las caderas, los muslos y las nalgas, subcutáneamente y por doquier. Las mujeres, a causa del estrógeno y las hormonas auxiliares, tienen más grasa corporal que los hombres. El porcentaje de grasa corporal femenino medio es del 27%, mientras que el masculino es del 15%. Una atleta de élite puede reducir este porcentaje hasta el 11% o el 12%, pero sigue siendo casi el doble del de sus colegas masculinos, fibrosos como antílopes. Podemos considerar que esta acumulación de grasa corporal en las adolescentes es un hecho natural, pero el significado del término natural depende, a su vez, de convenciones culturales, y nuestra cultura todavía no sabe cómo manejar la grasa. Por una parte, los occidentales y, en particular, los estadounidenses, estamos cada año más gordos y ¿cómo iba a ser de otra forma? Estamos sujetos con grapas a nuestras mesas de trabajo, siempre tenemos comida al alcance de la mano y de la boca, y esa comida tiende a ser cada vez más feculenta, más grasienta y más abundante. Y, por si fuera poco, solo hacemos ejercicio a base de fuerza de voluntad, ya que la actividad corporal no constituye un elemento integrado en el trabajo, la vida social o los viajes. Por otra parte, somos intolerantes con la obesidad, la rechazamos y la vemos como un signo de debilidad de carácter e indolencia. Los mensajes contradictorios nos asaltan por todos los flancos: debemos trabajar todo el tiempo, el mundo es un lugar competitivo y la tecnología requiere que nuestro trabajo sea sedentario, cerebral, pero a la vez se nos dice que no tenemos que engordar porque la grasa no es sana y refleja indulgencia con nosotros mismos. Así que debemos ejercitar y controlar nuestros cuerpos, porque nuestra actividad cotidiana no lo hace por nosotros.

Las niñas, pobres niñas, son el objetivo de nuestra intolerancia y vacilación. Las niñas ven que su grasa corporal aumenta a medida que se hacen adultas, y les ocurre con mucha más facilidad que a los niños, ¡muchas gracias, estradiol! Y entonces se ven sometidas al credo del control total, la idea de que podemos dominar y disciplinar nuestros cuerpos si nos esforzamos en ello. El mensaje del autocontrol es amplificado por el cerebro pubescente, que se desgañita buscando herramientas para controlarse y calmarse, para encontrar lo que funciona, para adquirir poder sexual y personal. Las dietas se convierten en un símbolo del poder, no solo porque las chicas sufren el bombardeo mediático de un asfixiante muestrario de esbeltas y bellas modelos, sino porque las adolescentes de hoy en día tienden a acumular algo de grasa en una época en la que la grasa acecha sigilosamente por todas partes y en todas partes es despreciada. ¿Cómo va a saber una niña que no tiene sentido ruborizarse por esa primera grasa si nos tiramos de los pelos al ver que el índice nacional de obesidad sigue creciendo y nos proponemos reducirlo drásticamente ya mismo?

Existen otras razones obvias por las que el cerebro de una niña puede decidir que la obsesión por la apariencia es la vía más rápida al poder. Hay demasiadas revistas del tipo «La belleza que hay en ti, bestia», muchas más de las que había cuando yo era una niña prepubescente, allá por 1970 (y entonces ya había demasiadas). En los supermercados hay cajas de salida sin golosinas para padres que no desean que sus hijos cojan una rabieta porque quieren una chocolatina mientras esperan en la cola para pagar. ¿Dónde están las cajas sin revistas para mujeres? ¿Dónde están las cajas para escapar del fascismo del rostro? Cualquier chica sana y observadora acaba concluyendo que su aspecto es importante y que, igual que controla su cuerpo, también puede controlar su rostro mediante el maquillaje, un régimen adecuado de cuidados de la piel, el análisis pormenorizado de sus rasgos y ¡cómo no!, estando siempre en guardia y pensando en ello, sobre todo pensando mucho en ello. No es extraño que una chica pierda la seguridad en sí misma. Si es lista, sabe que es una tontería obsesionarse con la apariencia. Es deprimente y decepcionante. ¿Para eso aprendió a leer, a chapurrear un idioma extranjero y a hacer cuentas? Pero, aunque sea lista, ha observado el ubicuo Rostro y conoce su asombroso poder; es más, lo quiere para ella. Una chica desea conocer los posibles poderes, y todo hace suponer que un cuerpo controlado y un rostro bonito garantizan una feminidad poderosa.

Sé que no estoy diciendo nada nuevo, pero considero que deberíamos ver la adolescencia como una oportunidad, como una capa de pintura fresca sobre las tablillas del cerebro. Las niñas aprenden de las mujeres: mujeres falsas, mujeres mixtas, mujeres reales. No podemos escapar al influjo del Rostro, pero podemos burlarnos de él, sabotearlo, exfoliarlo emocionalmente. La insistencia ayuda. Asegurar a la niña que es fantástica, fuerte y estupenda ayuda. El estimulante y adoctrinador espíritu del nuevo movimiento del «poder de las chicas» también puede ayudar. El apoyo entre compañeras también ayuda, ya que las chicas toman ejemplo tanto de las demás chicas como de las mujeres adultas. Los rituales ayudan y los antirrituales, también. Podemos despojar de su condición de tótem a determinados objetos y volver a infundirles valores arbitrarios. Las niñas pueden usar el lápiz de labios para dibujar escarificaciones en la espalda o en la cara de las otras niñas o una línea de pezones supernumerarios desde la axila hasta la pelvis. O construir una hamaca con sujetadores y llenarla de donuts y de cola light. O combinar los rostros de las portadas de revistas femeninas con recortes de revistas de animales para hacer quiméricos collages: Elefante MacPherson, Naomi Camello. Pegar insectos de goma y hoteles del Monopoly en la báscula del baño. Las chicas pueden imaginar sus vidas futuras y las de sus compañeras y pensar en carreras profesionales maravillosas y en una lista de amantes extraordinarios, porque suele ser más fácil ser generoso con los demás que con uno mismo; si bien imaginar la grandeza en una amiga ayuda a imaginarla para una misma. El deporte ayuda. El karate ayuda. Hacer piña con las amigas ayuda. Escribir canciones atonales con letras absurdas ayuda más de lo que pensamos. Aprender a tocar la batería ayuda. ¡El mundo necesita más chicas que toquen la batería! El mundo necesita vuestro corazón salvaje, fuerte y soñador.