CAPÍTULO

12


La menopausia consciente

¿Podemos vivir sin estrógeno?

Recientemente he escuchado a Suzzy Roche, una de las tres hermanas que componen el ingenioso y suave grupo de folk The Roches, interpretar una canción en la que se lamenta con ironía de haber pasado de los cuarenta y oír hablar a sus amigas de cosas propias de la edad madura, como las arrugas y el estrógeno. No de la terapia sustitutiva del estrógeno, solo del estrógeno. Cuando escribí un artículo para el New York Times sobre el receptor de estrógeno beta y la complejidad de la red de estrógeno natural corporal, varias lectoras me dieron las gracias por haber aclarado sus ideas sobre la terapia sustitutiva del estrógeno, aunque apenas había hablado de dicho asunto en mi artículo. Lo que tomamos parece más importante que lo que tenemos. La fisiología es invisible y olvidable, mientras que las píldoras son tangibles y melodramáticas. Hacen grandes promesas y suscitan grandes esperanzas. Y las pastillas sustitutivas del estrógeno, pese a representar una panacea para las mujeres, también nos enfurecen.

¿Por qué los temas relacionados con la «salud» femenina nos demonizan tanto? Histerectomías, cesáreas, abortos, mamografías, terapia hormonal: nuestros cuerpos, nuestros infiernos. Los hombres se muestran tan serenos en comparación, indiferentes, incluso, al barullo que se produce entre los médicos cuando discuten sobre la adecuada monitorización de la glándula prostática. Pero aquí estamos, soportando otra crisis ginecológica, otra fuente de angustia sobre la gruñona mercancía del cuerpo femenino, y esta vez la crisis no tiene parangón con ninguna otra. A finales de la década de 1990 se estimaba que en el año 2000 habría en Estados Unidos unos cincuenta millones de mujeres con más de 50 años de edad, todas ellas posibles candidatas a la terapia hormonal. Si cada una de ellas tomara píldoras de hormonas durante los treinta años siguientes —es decir, hasta los 80 años de edad, que es aproximadamente la esperanza de vida actual— ello equivaldría a un consumo de mil quinientos millones de píldoras. ¡Qué cifra tan desmesurada! Nunca antes se había propuesto un régimen farmacológico a tan gran escala. ¿Podemos acaso esperar unidad y revelación a partir de las numerosísimas tropas de mujeres? ¿Cabe esperar un simple sí o no como respuesta a la pregunta de si debemos seguir la terapia hormonal sustitutiva?

¿Aúlla el papa a la Luz de la luna? ¿Ha estado vagando por ahí nuestra histeria?

No hay una respuesta sencilla. Lo sabemos de sobra, pero seguimos esperándola; si no ahora, sí más adelante, a lo largo del siglo XXI, cuando se den a conocer los resultados de estudios clínicos mejores y más exhaustivos. Calma. Sean cuales sean esos nuevos datos, procedan de la Women's Health Initiative estadounidense o de otros ensayos similares realizados en instituciones europeas, casi con toda seguridad serán complejos. Las hormonas tienen mucho que ofrecer, pero todavía sonríen levemente de satisfacción. Son un tanto peligrosas, un tanto amenazantes. No son como las vitaminas de los Picapiedra; son hormonas, potentes mensajeros con zapatillas aladas.

En la menopausia, los ovarios dejan de producir estradiol. La terapia hormonal comienza a hablar cuando los folículos callan. Pero ¿aprecia verdaderamente nuestro cuerpo la perpetuación del ruido? ¿O es a los cuarenta y tantos cuando hay que echar, por fin, a los adolescentes de casa, con sus estruendosos equipos electrónicos incluidos? La mayoría de los ginecólogos e internistas actuales consideran que las hormonas constituyen la elección adecuada para la mayor parte de las mujeres posmenopáusicas, pero también coinciden en que la terapia no está exenta de riesgos. La Women's Health Initiative aclarará estos riesgos, pero no los hará desaparecer. La variabilidad individual no desaparecerá. Los denominados «estrógenos de diseño» que las compañías farmacéuticas compiten por desarrollar y perfeccionar —y que en teoría ofrecerán los beneficios de la especificidad de tejidos, que permite proteger las partes que haya que proteger ignorando los tejidos que, como las mamas, no desean ser estimulados— representan una gran esperanza. Pero los estrógenos de diseño, como el tamoxifeno y el raloxifeno, siguen siendo hormonas, y, como tales, deben ser comprobadas de forma exhaustiva y no están exentas de riesgos. Las mujeres deben decidir por sí mismas, y de hecho lo hacen, pero después ¡al diablo!, cambian de opinión y deciden lo contrario. Adoramos el estrógeno, tememos al estrógeno. Todas quieren tomarlo, pero ¿por qué lo toman tan pocas?

No se nos puede culpar por nuestra volubilidad. La literatura científica es voluble y también abundantísima. Estamos perseguidas y desgarradas. Saltamos una y otra vez a través de los cuatro aros de carbono de nuestro exasperante esteroide. Vivimos en la era de la menopausia consciente, obligadas a pensar obsesivamente en el cambio y en sus repercusiones, algo que nuestras madres y abuelas no tuvieron que hacer. Mi abuela se jactaba de que apenas había notado la menopausia: nada de insomnio ni sofocos, y además, ¡a hacer puñetas los periodos! Indudablemente, exageraba en cuanto a la facilidad de la transición, atribuyéndola más a su inquebrantable voluntad que a su afortunado fenotipo, pero, a fin de cuentas, el cambio vino y se fue, y ahí acabó la historia. Si aún viviera, su médico habría sacado el tema de la terapia hormonal sustitutiva. Nadie escapa al runrún de la consciencia menopáusica. No abogo por un retorno a las épocas en las que las mujeres se avergonzaban de hablar sobre la menopausia y las molestias que les producía, igual que se avergonzaban de todo lo que tuviera que ver con el cuerpo femenino y con hacerse mayores. Sin embargo, al convertirse en un objeto de debate público, la menopausia se presta a la homilía, al reduccionismo y a la aparcería médica. En cuanto oyen la expresión «mujer de mediana edad», los médicos responden al unísono «terapia hormonal sustitutiva». «Todas las mujeres posmenopáusicas deberían ser informadas sobre la terapia hormonal sustitutiva», rezaba un informe médico elaborado por la Universidad de Utah en 1996. En los últimos años, la corriente médica a favor de la terapia hormonal ha avanzado con espectacular determinación. «Las pruebas experimentales que indican que la terapia hormonal sustitutiva es cardioprotectora han hecho crecer el entusiasmo por su aplicación a todas las mujeres posmenopáusicas», ha afirmado un equipo médico del Centro Médico de la Universidad de Texas Southwestern, en Dallas.

¡Qué vociferante y estruendosa puede llegar a ser a comunidad médica! Hay tanto que hacer, tantos millones de mujeres que convencer, que se convierte en inflexible y no tolera a los disidentes. No se nos permite tener miedos o enojarnos. Se nos riñe, se nos señala con el dedo. Si expresamos nuestra preocupación por el aumento del riesgo de sufrir cáncer de mama que puede conllevar la terapia, se nos contesta: «¿Por qué os preocupa tanto el cáncer de mama si las enfermedades cardiovasculares matan a muchas más mujeres que el cáncer? ¡Os dejáis influenciar por la imprecisión y el sensacionalismo de la prensa popular!». Aprendamos demografía. Repitámonos cada noche: las enfermedades cardiovasculares son la primera causa de muerte entre las mujeres. Allí donde aparece un nuevo estudio sugiriendo que la terapia hormonal hace aumentar el riesgo de sufrir cáncer de mama, de útero o de ovarios, los defensores de la solución universal, enfurecidos, se apresuran a adornar los resultados con el rótulo «en perspectiva», para recordarnos que son las enfermedades cardiovasculares, y no el cáncer, el mayor asesino de las mujeres, y que el riesgo de sufrir osteoporosis es mayor que el de sufrir cáncer de mama, de ovarios y de útero conjuntamente. Cuando Susan Love, una renombrada especialista en cirugía mamaria, escribió un libro crítico con la terapia hormonal sustitutiva y resumió sus argumentos en la página de tribuna del New York Times, muchos de sus colegas se apresuraron a salir, antorcha en mano, para atribuir su exagerado énfasis en el riesgo de cáncer de mama a su parcialidad como cirujana que atiende habitualmente a muchas pacientes con dicha enfermedad. Malcolm Gladwell la parodió en el The New Yorker y la acusó de perjudicar a las mujeres al suscitar sus temores respecto a una de las mejores medidas sanitarias ideadas jamás. Puede que las estadísticas de la doctora Love sean discutibles y puede, también, que propugne terapias alternativas «sospechosas» como la homeopatía, pero el núcleo de su mensaje es válido. Como ella afirma, la terapia hormonal es poderosa; está pensada como una medida profiláctica que debe ser administrada a mujeres sanas a perpetuidad y no como un medicamento para tratar la enfermedad. Y, pregunta la doctora, ¿no debería ser más alta la barrera del riesgo aceptable para un tratamiento preventivo que para uno terapéutico? En absoluto, responden sus detractores, y además la terapia hormonal supera olímpicamente la barrera, puesto que contribuye a reducir el riesgo de sufrir enfermedades cardiovasculares, osteoporosis y posiblemente también Alzheimer, y los beneficios de dicha terapia son numerosos, indiscutibles y vienen refrendados por los datos de los estudios clínicos. En efecto, los beneficios son reales, pero también lo son los riesgos. La duda es perfectamente razonable. Los datos así lo indican. Veamos a continuación algunos de los más relevantes.

En líneas generales, podemos afirmar que la terapia hormonal «funciona», es decir, reduce la mortalidad en un porcentaje importante. Según un informe de 1997 del Nurses' Health Study, por ejemplo, el riesgo de morir en un año determinado entre las mujeres que toman hormonas es un 40% menor del correspondiente a las que no las han tomado nunca, sobre todo a causa de un descenso en la incidencia de enfermedades cardiovasculares en las primeras. Este es el cuadro general, pero vale la pena examinar también los detalles estadísticos. Del estudio citado anteriormente, se desprende que la terapia hormonal ayuda más a quienes más la necesitan. En las mujeres fumadoras, con sobrepeso, hipertensión, niveles de colesterol altos u otros factores de riesgo de enfermedades vasculares, las hormonas redujeron radicalmente su elevado riesgo de mortalidad en más del 50%. Sin embargo, las mujeres que se encontraban en buena forma física y libres de las garras de la enfermedad cardiovascular, el empleo de hormonas no puso de manifiesto un beneficio estadístico en cuanto a reducción de la mortalidad; la terapia no ayuda a aquellas mujeres que se ayudan a sí mismas. Además, las ventajas de la terapia hormonal con respecto a la supervivencia descienden en todos los subgrupos estudiados a medida que se prolonga su empleo y la tasa de muerte por cáncer de mama empieza a anular la reducción de las enfermedades coronarias. Estos datos concuerdan con los de otros estudios que sugieren que las terapias hormonales sustitutivas empleadas a largo plazo, durante diez años o más, se asocian con un aumento del 50% en el riesgo de sufrir cáncer de mama.

Evidentemente, vivir es algo más que esquivar la muerte. La terapia hormonal puede mejorar el tono vital, dado que inhibe la disolución de los huesos, esa regresión gradual a la ciénaga colectiva. Las mujeres que toman hormonas presentan un riesgo de sufrir una rotura de cadera un 50% menor que las que no las toman, y cuanto mayores nos hacemos, menos deseamos rompernos una cadera. Las fracturas de cadera son la principal causa por la que las personas mayores de 70 años acaban en una residencia de ancianos. La terapia hormonal mantiene la flexibilidad del esfínter de la vejiga y contribuye, por tanto, a prevenir la incontinencia; además, evita que las paredes vaginales pierdan espesor y se sequen, tendiendo a sangrar durante el coito. ¡El funcionamiento del aparato urogenital no es un tema baladí cuando se habla de calidad de vida! Y después está el cerebro, nuestro querido cerebro. Varios estudios han indicado que la terapia con estrógenos puede reducir, en torno a un 50%, el riesgo de sufrir Alzheimer. Muchas de las mujeres que siguen la terapia sustitutiva afirman sentirse bien. Encuentran que el estrógeno las ayuda a estabilizar el estado de ánimo y que mejora su memoria. Habían ido perdiendo memoria con la edad y eso las disgustaba. Se sentían neuronalmente fragmentadas, como si hubiera demasiados saltos, muescas y espacios en blanco en el disco duro. Según ellas, las pastillas de estrógeno les devolvían su agudeza mental, las espabilaban. Y es verdad que algunos estudios han mostrado cierta mejora en la memoria de las mujeres posmenopáusicas que se someten a la terapia de sustitución del estrógeno. Mientras que antes del suplemento hormonal podían recordar solo siete de las diez palabras de una lista, por ejemplo, después de tomar estrógeno eran capaces de recordarlas todas. Los experimentos realizados con neuronas y muestras de tejido cerebral cultivadas en laboratorio han demostrado que las aplicaciones de estrógeno pueden ser beneficiosas para la complejidad dendrítica y sináptica. Contemplar la imagen de las neuronas de un roedor antes y después del tratamiento con estrógeno es como contemplar la imagen de un árbol en invierno y en verano o la glándula mamaria antes de la lactancia y durante la misma: ¡qué agrestes y enmarañadas se tornan las líneas de la vida! No obstante, hay que decir que el estrógeno no es la panacea universal. No mejora el coeficiente intelectual. Y, además, en algunos estudios realizados con roedores, las hembras a las que se les habían extirpado quirúrgicamente los ovarios, su mayor fuente de estradiol, respondían mejor ante determinadas pruebas de orientación espacial, los laberintos, que aquellas hembras que conservaban intactos sus almacenes de estrógeno.

La terapia hormonal presenta muchas ventajas que la hacen recomendable, pero no debemos perder de vista la realidad del aumento del riesgo de cáncer de mama que comporta la ingesta de suplementos de estrógeno durante años e incluso décadas. Podemos preguntarnos si deberíamos someternos a esta terapia durante el resto de nuestra vida posmenopáusica o bien si deberíamos ser más cautas en su empleo. Las mujeres le damos muchas vueltas a todo. No solo en Estados Unidos, con su prensa «incendiaria», sino en todas partes. A pesar de que los médicos se quejan de la baja tasa de conformidad de sus pacientes posmenopáusicas, las mujeres estadounidenses lideran las estadísticas mundiales en el empleo de terapia hormonal, igual que sucede con las histerectomías. En Estados Unidos, el 46% de las mujeres posmenopáusicas siguen o han seguido esta terapia. A continuación van las británicas, las australianas y las escandinavas, con porcentajes cercanos al 30%. El resto de las europeas son bastante menos entusiastas respecto a la medicación y las cifras descienden en torno al 15%, mientras que en Japón, solo un 6% de las mujeres posmenopáusicas se someten a la terapia hormonal de sustitución, tal vez porque ya aportan el suficiente estrógeno a sus cuerpos a través de los alimentos que ingieren, sobre todo la soja, un verdadero sumidero de fitoestrógenos.

Al estudiar las tasas relativas de utilización de hormonas entre la población femenina de los distintos países, los científicos se rasgan las vestiduras y se preguntan: ¿por qué no somos mejores misioneros? Los investigadores buscan el modo de definir las características de las fieles candidatas a las hormonas. En Estados Unidos, el uso de hormonas presenta una correlación positiva con el nivel de formación: cuantos más estudios reglados tiene una mujer, mayor es la probabilidad de que sea entusiasta de las hormonas y esté de acuerdo con la idea de que «los beneficios son superiores a los riesgos». Sin embargo, en los Países Bajos, tierra de mujeres cultas y brillantes, el nivel de formación no incide en el uso de hormonas, mientras que, en Noruega, cuantos más estudios tienen las mujeres, mayor es la probabilidad de que rechacen la terapia hormonal. Los investigadores acaban sugiriendo diversos métodos para aumentar la aceptación de la terapia hormonal sustitutiva entre las mujeres y el más común de todos ellos es que el médico debe aprender a predicar pronto y con frecuencia. En un estudio realizado en Rehovot (Israel) puede leerse: «Creemos que los ginecólogos deberían dedicar más esfuerzos a la formación pública, para que aquellas mujeres que hayan hablado de la THS[22] con sus médicos estuvieran más dispuestas a seguirla». En otro de Copenhague: «Se ha sugerido que el desconocimiento de la THS puede ser la causa de su rechazo o puede influir en su aceptación». Desde Escocia: «En conclusión, las mujeres en torno a la menopausia […] se suelen mostrar preocupadas por el empleo de la THS. Una mejor formación en temas de salud podría aumentar la aceptación de dicha terapia».

Nadie puede oponerse a que los pacientes sepan más. ¡Hablemos, pues, hasta quedarnos afónicos! Pero hay un aspecto más interesante que surge de los numerosos estudios del perfil psicológico de las mujeres de mediana edad. Resulta que una de las principales razones que esgrimen muchas mujeres para rechazar la terapia hormonal sustitutiva es que tienen sentimientos positivos respecto a la menopausia. No la consideran una enfermedad, entonces, ¿para qué tratarla? En dos estudios estadounidenses en los que se comparaban mujeres de raza blanca y de raza negra, los investigadores encontraron que «las mujeres afroamericanas mantenían actitudes significativamente más positivas frente a la menopausia» que las blancas, y que, a pesar de tener el mismo número de síntomas que las mujeres blancas, «no los percibían como algo tan molesto». Las mujeres afroamericanas estudiadas también conocían bastante bien la gravedad relativa de los riesgos para la salud a los que se enfrenta una mujer madura, liderados por las enfermedades cardiovasculares, pero a pesar de todo seguían estando mucho menos dispuestas que las blancas a seguir una terapia hormonal. Cuando los investigadores del Hospital Elkerliek, en Helmond (Países Bajos), se enteraron, con disgusto, de que «la duración media del seguimiento de la THS entre las mujeres neerlandesas es de tan solo siete meses», concluyeron: «La actitud positiva de la mayoría de las mujeres frente al climaterio es una posible explicación de la brevedad en su seguimiento». Cuando compararon un grupo de mujeres de 45 años que habían expresado su intención de someterse a la terapia hormonal tras la menopausia con otro grupo que había expresado lo contrario, unos investigadores londinenses descubrieron que no había diferencias significativas en el estado de salud o en el estatus socioeconómico de las mujeres, pero que «las partidarias de la THS mostraban una autoestima notablemente menor, mayor tendencia a la depresión, ansiedad y actitudes negativas con respecto a la menopausia. También expresaban una mayor fe en la capacidad de sus médicos —frente a la suya propia— para controlar su experiencia menopáusica».

Las mujeres que valoran los efectos de la terapia con estrógenos, las que se sienten más espabiladas y más llenas de energía con ella que sin ella, no necesitan persuasión. Serán pacientes proactivas y muchas de ellas serán también proselitistas y les dirán a sus amigas en la línea Maginot de la menopausia: inténtalo, no te arrepentirás. Pero, ¿qué ocurre con las que no son partidarias? ¿Están necesariamente mal informadas o mal aconsejadas? Puede que algunas se resistan a seguir la terapia hormonal por miedo al cáncer de mama. O puede que lo hayan intentado y no les gusten los efectos secundarios: las hemorragias vaginales, las mamas sensibles, el mal humor, la retención de líquidos, las náuseas, los granos, todos ellos síntomas que tanto recuerdan a la premenstruación. Muchas mujeres simplemente rechazan la idea de que la menopausia sea una enfermedad y expresan su resistencia guardando las píldoras en un cajón y olvidándose del asunto para siempre. Las mujeres de cincuenta y tantos años se suelen sentir en forma. Recuerdan cuando se las consideraba inadecuadas para ocupar puestos de responsabilidad a causa de la fluctuación de sus hormonas y cuando tenían que dejar un trabajo por haberse quedado embarazadas. Ya está bien. ¿Es que una mujer tiene que irse a la tumba con un espéculo atado a un muslo? La menopausia es un acontecimiento, como lo fue en su momento la menarquia, un rito femenino. Sus madres y sus abuelas pasaron por ella, sus amigas también. Les pasa a todas. Las mujeres no pueden evitar sentir que la menopausia es algo natural. Se lo dicen a sus propios médicos: la menopausia es natural. Es lo que tiene que ser, lo que quiere el cuerpo, y, ¿por qué no aceptar de buen grado, o al menos tolerar, lo que nuestros cuerpos nos proporcionan?

Los médicos han respondido desfavorablemente a esta interpretación de la menopausia, a este discurso de autosatisfacción. La han encarado como un reto. Si su misión es convencer a un gran número de mujeres sanas de que se sometan a la terapia hormonal sustitutiva, deben disipar primero la idea de que la menopausia es algo bueno y natural. Deben invocar el espectro de la enfermedad, de un corazón frágil, un esqueleto que se desmorona, una mente endeble. Contrastan la drástica pérdida de estrógeno ovárico con el descenso, mucho más acompasado, de los niveles de testosterona en los hombres: él envejece con dignidad y tú, de la noche al día. Describen la menopausia como un estado de «deficiencia de estrógeno», comparándolo con trastornos endocrinos como el hipotiroidismo y la diabetes. Del mismo modo que un diabético debe ser tratado con insulina, una mujer con deficiencia de estrógeno debe ser tratada con THS y, casi por definición, toda mujer que pase de los cincuenta es estrógeno-deficiente. Incluso las mujeres que todavía estén menstruando pueden serlo, pueden ser «perimenopáusicas» —¡qué término tan melodioso!— y candidatas, por tanto, a la terapia hormonal. Y si una mujer se atreve a preguntar cómo es que todas las mujeres caen en este precario estado de déficit hormonal a mitad de sus vidas y por qué la naturaleza no las ha dotado mejor para sus años de soberanía, el médico le responderá: si fuera por la naturaleza, no estaríamos aquí manteniendo esta conversación y yo no estaría prescribiéndole este tratamiento. Una larga vida es buena, deseable, es un tributo al ingenio humano y a la medicina moderna, pero, decididamente, no es natural. Si de la naturaleza dependiera, tú, mi gran decana posreproductiva, ya estarías muerta.

¿O no? Preguntemos a esa anciana campesina, la que tiene la pala en las manos. Está cavando algo, y seguro que no es su tumba.